Por Lysander Spooner y Murray N. Rothbard. (Publicado el 24
de diciembre de 2009)
Traducido del inglés. El artículo original se encuentra
aquí: http://mises.org/daily/3867.
Prólogo de Murray N. Rothbard
Todos estamos en deuda con Carl Watner por descubrir una
obra desconocida del gran Lysander Spooner, una que se las arregló para
escaparse del editor de las Obras Completas de Spooner.
Tanto el título como el contenido de “Los vicios no son
delitos” destacan el papel especial que tenían la moralidad y le principio
moral para Spooner entre los anarquistas, liberales clásicos o teóricos
moralistas en general de su tiempo. Como Spooner fue el último de los grandes
teóricos de los derechos naturales de entre los anarquistas, el bravo y viejo
heredero de la tradición de los derechos
naturales y la ley natural de los siglos XVII y XVIII luchaba en la
retaguardia contra el desmoronamiento de la idea de una moralidad científica o
racional o de la ciencia de la justicia o del derecho individual.
No sólo la ley natural y los derechos naturales habían
cedido el paso en la sociedad a las reglas arbitrarias del cálculo utilitario o
el antojo nihilista, sino que el mismo proceso degenerativo se había producido
también entre libertarios y anarquistas. Spooner sabía que la base de los
derechos individuales y la libertad era un oropel si todos los valores y éticas
eran arbitrarios y subjetivos.
Aún así, incluso en su propio movimiento anarquista, Spooner
fue el último creyente en los derechos naturales de la Vieja Guardia: todos sus
sucesores en el movimiento individualista-anarquista, liderados por Benjamin R.
Tucker, proclamaron que el capricho individual y “el poder hace el derecho”
como la base de la teoria moral libertaria. Y aún así, Spooner sabía que ésta
no era ninguna base en absoluto, pues el Estado es mucho más poderoso que
cualquier individuo y si el individuo no puede usar una teoría de la justicia
como defensa contra la opresión del Estado, no hay una base sólida desde la que
atacar y derrotarlo.
Con su énfasis en los principios morales cognitivos y los
derechos naturales, Spooner debe haber sido considerado como desesperantemente
pasado de moda por Tucker y los jóvenes anarquistas de las décadas de 1870 y
1880. Y aún así, un siglo después, es este último nihilismo y duro amoralismo
entonces de moda el que nos sorprende por ser vacío y destructor de la misma
libertad que trataba de traer. Ahora empezamos a recuperar la una vez gran
tradición de derechos reconocidos objetivamente al individuo. En filosofía, en
economía, en análisis social estamos empezando a ver que el dejar de lado los
derechos morales no era el mundo feliz que una vez pareció ser, sino más bien
un desvío largo y desastroso en la filosofía política, que afortunadamente
ahora vuelve a su camino.
Quienes se oponen a la idea de una moralidad objetiva
habitualmente consideran las funciones de la teoría moral como una tiranía
sobre el individuo. Por supuesto, esto ocurre con muchas teorías de la
moralidad, pero no puede ocurrir cuando la teoría moral hace una clara
distinción entre lo “inmoral” y lo “ilegal” o, en palabras de Spooner, entre
“vicios” y “delitos”. Lo inmoral o “vicioso” puede consistir en una miríada de
acciones humanas, desde asuntos de importancia vital a ser desagradable con el
vecino o dejar de tomar las vitaminas voluntariamente. Pero ninguna de ellas
debería confundirse con una acción que debería ser “ilegal”, esto es, una acción que debe ser prohibida por la violencia de la
ley. Estas últimas, en la opinión libertaria de Spooner, deberían ser
confinadas estrictamente a la iniciación de violencia contra los derechos de la
persona y la propiedad.
Otras teorías morales intentan aplicar la ley (la maquinaria
de la violencia legitimada socialmente) para obligar a obedecer a varias normas
de comportamiento; por el contrario, la teoría moral libertaria afirma la
inmoralidad e injusticia de interferir en el derecho de cualquier hombre (o más
bien de cualquier hombre no criminal) a gestionar libremente su propia vida y
propiedad. Por tanto, para el libertario de los derechos naturales, su teoría
cognitiva de la justicia es un gran bastión contra la eterna invasión de los
derechos del Estado, en contraste con otras teorías morales que intentan
emplear el Estado para combatir la inmoralidad.
Es instructivo considerar a Spooner y su ensayo a la luz de
las fascinantes ideas sobra la política estadounidense del siglo XIX ofrecidas
en los últimos años por la “nueva historia política”. Aunque esta nueva
historia se ha aplicado a la mayoría del siglo XIX, el mejor trabajo se ha
realizado sobre el Medio Oeste después de la Guerra Civil, en particular el
brillante estudio de Paul Kleppner, The Cross of Culture.
Lo que han demostrado Kleppner y otros es que las ideas
políticas de los estadounidenses pueden reducirse, con una precisión muy
notable, remontándose a sus actitudes y creencias religiosas. En particular,
sus opiniones políticas y económicas dependen del grado en que se ajustan a los
dos polos básicos de las creencias cristianas: pietista o litúrgica (aunque
esta última puede calificarse mejor como litúrgica y doctrinal). Los pietistas,
en el siglo XIX, incluían todos los grupos protestantes, excepto los
episcopalianos, los luteranos de la Alta Iglesia y los calvinistas ortodoxos;
los litúrgicos incluían a estos últimos más los católicos romanos. (Y las
actitudes “pietistas” a menudo incluían a deístas y ateos).
En general, los pietistas tienden a sostener que para ser
verdaderamente religiosa, una persona debe experimentar una conversión
emocional: el converso, en lo que ha sido llamado “el bautismo del Espíritu
Santo”, tiene una relación directa con Dios o Jesús. Los litúrgicos, por otro
lado, se interesan o bien en la creencia doctrinal o en seguir el ritual
eclesiástico prescrito como clave para la salvación.
Parecería que el énfasis pietista en el individuo le podría
llevar a un individualismo político, a la creencia de que el Estado no puede
interferir en las elecciones morales y acciones de cada uno. En el pietismo del
siglo XVII, a menudo significaba precisamente eso. Pero en el siglo XIX,
desgraciadamente, no era así. La mayoría de los pietistas seguían esta lógica:
como no podemos insuflar una moralidad individual siguiendo los rituales o
incluso por su adopción profesada a un credo, debemos atender a sus acciones y
ver si es realmente moral.
De aquí los pietistas concluían que era un deber moral de
todos para su propia salvación hacer que tanto a su prójimo como a él mismo se
les apartara del camino de la tentación. Es decir, se suponía que era cosa del
Estado obligar a seguir una moral, crear el clima moral apropiado para
maximizar las salvaciones. En resumen, en lugar de un individualista, el
pietista ahora tendía a ser una plaga, un metomentodo, un perro guardián de sus
conciudadanos y un moralista forzoso que usa el Estado para prohibir el “vicio”
y el delito.
Por otro lado, los litúrgicos eran de la opinión de que la
moralidad y la salvación se alcanzan siguiendo el credo y los rituales de su
iglesia. Los expertos sobre estas prácticas y creencias eclesiásticas no eran,
por supuesto del Estado, sino los sacerdotes y obispos de la iglesia (o, en el
caso de los pocos calvinistas ortodoxos, los ministros). Los litúrgicos,
seguros en sus enseñanzas y prácticas religiosas, simplemente querían que se
les dejara solos para seguir el consejo de sus sacerdotes, no estaban
interesados en molestar o forzar a sus conciudadanos a ser salvados. Y creían
profundamente que la moralidad no era asunto del Estado, sino sólo de sus
propios mentores eclesiásticos.
Desde la década de los 1850 y la de los 1890, el Partido
republicano fue casi exclusivamente el partido pietista, conocido comúnmente
como el “partido de las grandes ideas morales”; el Partido Demócrata, por otro
lado, era casi exclusivamente el partido litúrgico, se conocía comúnmente como
el “partido de la libertad personal”.
En concreto, después de la Guerra Civil hubo tres luchas
locales interconectadas que se repetían en todos los Estados Unidos; en cada
caso, los republicanos y demócratas jugaron papeles opuestos. Eran: el intento
de los grupos pietistas (casi siempre republicanos) de poner en marcha la ley
seca; el intento de los mismos grupos de imponer leyes de cierre los domingos y
el intento de los mismísimos pietistas de implantar la asistencia obligatoria a
las escuelas públicas, con el fin de usar estas escuelas para “cristianizar” a
los católicos.
¿Qué pasa con las luchas políticas y económicas en las que
se han centrado casi exclusivamente hasta ahora los historiadores: dinero
sólido frente a dinero fiduciario o inflación de plata; libre comercio frente a
aranceles proteccionistas; libre mercado frente a regulación gubernamental; gasto
gubernamental grande frente a pequeño? Es cierto que se libraron repetidamente,
pero eso fue a nivel nacional y generalmente lejos de las preocupaciones del
ciudadano medio. Hace tiempo que me preguntaba cómo es que el siglo XIX
mostraba al público masivo muy excitado acerca de materias tan recónditas como
el arancel, los bancos de crédito o la moneda. ¿Qué pudo ocurrir cuando es casi
imposible interesar a las masas hoy día en estos asuntos?
Kleppner y los demás han ofrecido el eslabón perdido, el
término medio entre estos asuntos económicos abstractos y los asuntos sociales
cercanos a los corazones y vidas del público. En concreto, los demócratas,
quienes (al menos hasta 1896) apoyaban la posición libertaria del libre mercado
en todos estos asuntos económicos, ligándolos (adecuadamente) en las mentes de
sus partidarios litúrgicos, con su oposición a la ley seca, las leyes de cierre
los domingos, etc. Los demócratas apuntaban que todas estas medidas económicas
estatistas (incluyendo la inflación) eran “paternalistas” de la misma forma que
las odiadas invasiones pietistas de su libertad personal. De esa forma, los
líderes demócratas eran capaces de “elevar la concienciación” de sus seguidores
de sus preocupaciones locales y personales a los asuntos económicos más amplios
y abstractos y tomar la postura libertaria en todos ellos.
Los pietistas republicanos hicieron algo parecido con sus
bases, apuntando que el gran gobierno debería regular y controlar los asuntos
económicos igual que debería controlar la moralidad. En este aspecto, los
republicanos seguían los pasos de sus predecesores, los whig, quienes eran
generalmente los padres del sistema de
escuela pública en sus áreas locales.
Generalmente los “ocúpate de tus asuntos” litúrgicos casi
instintivamente tomaron la postura libertaria en todas las cuestiones. Pero por
supuesto había un área (antes de la Guerra Civil) donde se necesitaba molestar
y acosar para permitir una injusticia monstruosa: la esclavitud. Aquí la
preocupación típica de los pietistas con respecto a los principios morales
universales y la búsqueda de ponerlos en acción nos trajeron a los
abolicionistas y los movimientos antiesclavitud. La esclavitud era el gran
defecto del sistema estadounidense en más de un sentido: pues fue también el
defecto en el resentimiento litúrgico instintivo contra las grandes cruzadas
morales.
Volvamos ahora a Lysander Spooner. Spooner, nacido en la
tradición pietista de Nueva Inglaterra, empezó su distinguida carrera ideológica
como un completo abolicionista. A pesar de las diferencias respecto de la
interpretación de las Constitución de EEUU, Spooner estaba básicamente en el
ala garrisoniana “no gubernamental” del movimiento abolicionista, el ala que
veía la abolición de la esclavitud no mediante el uso del gobierno central (que
en todo caso estaba dominado por el Sur), sino mediante una combinación de
fervor moral y rebelión del esclavo. Lejos de ser fervientes defensores de la
Unión, los garrisonianos sostenían que los estados del norte deberían
secesionarse de unos Estados Unidos de América partidarios de mantener la
esclavitud.
Hasta aquí, Spooner y los garrisonianos siguieron la postura
libertaria adecuada respecto de la esclavitud. Pero la trágica traición se
produjo cuando la Unión fue a la guerra con los estados del Sur sobre el asunto
de su declaración de independencia. Garrison y su anterior movimiento “no
gubernamental” olvidó sus principios anarquistas en su entusiasmo por el
militarismo, el asesinato masivo y el estatismo centralizado a favor de lo que
veían correctamente como una guerra contra la esclavitud.
Sólo Lysander Spooner y unos pocos más se mantuvieron a pie
firme contra esta traición; sólo Spooner se dio cuenta de que sería combinar
crimen y error tratar de usar el gobierno para corregir los errores cometidos
por otro gobierno. Y así, entre sus colegas antiesclavitud pietistas y
moralistas, sólo Spooner fue capaz de ver con claridad meridiana, a pesar de
todas las tentaciones, la cruda diferencia entre vicio y delito. Vio que era
correcto denunciar los delitos de los gobiernos, pero que maximizar el poder
del gobierno como intento de solución sólo agravaba esos delitos. Spooner nunca
siguió a otros pietistas en apoyar el delito o tratar de prohibir el vicio.
El anarquismo de Spooner era, como su abolicionismo, otra
parte valiosa de su legado pietista. Pues de nuevo, su preocupación pietista
por los principios universales (en este caso, como en el de la esclavitud, por
el completo triunfo de la justicia y la eliminación de la injusticia) le llevó
a una aplicación consistente y llena de coraje de los principios libertarios
donde no era socialmente conveniente (por decirlo suavemente) tratar sobre
estas cuestiones.
Aunque los litúrgicos probaron ser mucho más libertarios que
los pietistas durante la segunda mitad del siglo XIX, es siempre importante un
espíritu pietista en el libertarismo para destacar una determinación
infatigable por erradicar el delito y la injusticia. Sin duda no es casual que
los principales y más fervientes tratados anarquistas de Spooner se dirigieran
en forma de diálogo a los demócratas Cleveland y Bayard: no se preocupaba por
los abiertamente estatistas republicanos. ¿Una levadura pietista en la masa
litúrgica casi libertaria?
Pero requiere firmeza en los principios libertarios estar
seguro de confinar la cruzada moral pietista al delito (p. ej., la esclavitud,
el estatismo) y hacer que se extienda a lo que cualquiera podría calificar como
“vicio”. Por fortuna, tenemos al inmortal Lysander Spooner, en su vida y sus
obras, para guiarnos por el camino correcto.
Murray N. Rothbard.
Los Altos, California.
1977
Los vicios no son delitos: Una reivindicación de la libertad moral.
Lysander Spooner (1875)
I.
Vicios son
aquellos actos por los que un hombre se daña a sí mismo o a su propiedad.
Delitos o crímenes son aquellos actos por los que
un hombre daña la persona o propiedad de otro.
Los vicios son simplemente los errores que un hombre comete
en la búsqueda de su propia felicidad. Al contrario que los delitos, no
implican malicia hacia otros, ni interferencia con sus personas o propiedades.
En los vicios falta la verdadera esencia del delito (esto
es, la intención de lesionar la persona o propiedad de otro).
En un principio legal que no puede haber delito sin voluntad
criminal; esto es, sin la voluntad de invadir la persona o propiedad de otro.
Pero nunca nadie practica un vicio con esa voluntad criminosa. Practica su
vicio solamente por su propia satisfacción y no por malicia alguna hacia otros.
En tanto no se haga y reconozca legalmente esta clara
distinción entre vicios y delitos, no puede haber en la tierra cosas como el
derecho individual, la libertad o la propiedad; cosas como el derecho de un
hombre a controlar su propia persona y propiedad y los correspondientes
derechos de otro hombre a controlar su propia persona y propiedad.
Para un gobierno, declarar un vicio como delito y
penalizarlo como tal, es un intento de falsificar la verdadera naturaleza de
las cosas. Es tan absurdo como sería declarar lo verdadero, falso o lo falso,
verdadero.
II.
Cada acto voluntario de la vida de un hombre es virtuoso o
vicioso. Quiere decirse que está de acuerdo o en conflicto con las leyes
naturales de la materia y el pensamiento, de las que depende su salud y
bienestar físico, mental y emocional. En otras palabras, todo acto de su vida
tiende, en general o bien a su satisfacción o a su insatisfacción. Ningún acto
de su existencia resulta indiferente.
Más aún, cada ser humano difiere de los demás seres humanos
en su constitución física, mental y emocional y también en las circunstancias
que le rodean. Por tanto, muchos actos que resultan virtuosos y tienden a la
satisfacción, en el caso de una persona, son viciosos y tienden a la
insatisfacción, en el caso de otra.
También muchos actos que son virtuosos y tienden a la
satisfacción en el caso de un hombre en un momento dado y bajo ciertas
circunstancias, resultan ser viciosos y tender a la insatisfacción en el caso
de la misma persona en otro momento y bajo otras circunstancias.
III.
Saber qué acciones son virtuosas y cuáles viciosas (en otras
palabras, saber qué acciones tienden, en general, a la satisfacción y cuáles a
la insatisfacción) en el caso de cada hombre, en todas y cada una de las
condiciones en las que pueda encontrarse es el estudio más profundo y complejo
al que nunca se haya dedicado o pueda nunca dedicarse la mejor mente humana.
Sin embargo, es un estudio constante que cada hombre (tanto el más pobre como
el más grande en intelecto) debe necesariamente
realizar a partir de los deseos y necesidades de su propia existencia.
También es un estudio en que cada persona, de su cuna a su tumba, debe formar
sus propias conclusiones, porque nadie sabe o siente, o puede saber o sentir,
como él mismo sabe y siente los deseos y necesidades, las esperanzas y los
temores y los impulsos de su propia naturaleza o la presión de sus propias
circunstancias.
IV.
A menudo no es posible decir de aquellos actos denominados
vicios que lo sean realmente, excepto a partir de cierto grado. Es decir, es
difícil decir de cualquier acción o actividad, que se denomine vicio, que
realmente hubiera sido vicio si se
hubiera detenido antes de determinado punto. La cuestión de la virtud o el
vicio, por tanto, en todos esos casos es una cuestión de cantidad y grado y no
del carácter intrínseco de cualquier acto aislado por sí mismo. A este hecho se
añade la dificultad, por no decir la imposibilidad, de que alguien (excepto
cada individuo por sí mismo) trace la línea adecuada o algo que se le parezca;
es decir, indicar dónde termina la virtud y empieza el vicio. Y ésta es otra
razón por la que toda la cuestión de la virtud y el vicio debería dejarse a
cada persona para que la resuelva por sí misma.
V.
Los vicios son normalmente placenteros, al menos por un
tiempo y a menudo no se descubren como vicios, por sus efectos, hasta después
de que se han practicado durante años, quizás una vida entera. Muchos, quizá la
mayoría, de los que los practican, no los descubren como vicios en toda su vida.
Las virtudes, por otro lado, a menudo parecen tan duras y severas, requieren al
menos el sacrificio de tanta satisfacción inmediata y los resultados, que son
los que prueban que son virtudes, son a menudo de hecho tan distantes y
oscuros, tan absolutamente invisibles en la mente de muchos, especialmente de
los jóvenes, que, por su propia naturaleza, no puede ser de conocimiento
universal, ni siquiera general, que son virtudes. En realidad, los estudios de
profundos filósofos se han dedicado (si no totalmente en vano, sin duda con
escasos resultados) a esforzarse en trazar los límites entre las virtudes y los
vicios.
Si, por tanto, resulta tan difícil, casi imposible en la
mayoría de los casos, determinar qué es vicio y qué no, o en concreto si es tan
difícil, en casi todos los casos, determinar dónde termina la virtud y empieza
el vicio, y si estas cuestiones, que nadie puede real y verdaderamente
determinar para nadie salvo para sí mismo, no se dejan libres y abiertas para
que todos las experimenten, cada persona se ve privada del principal de todos
sus derechos como ser humano, es decir: su derecho a inquirir, investigar,
razonar, intentar experimentos, juzgar y establecer por sí mismo qué es, para él, virtud y qué es, para él, vicio; en otras palabras, qué
es lo que, en general, le produce satisfacción y qué es lo que, en general, le
produce insatisfacción. Si este importante derecho no se deja libre y abierto
para todos, entonces se deniega el derecho de cada hombre, como ser humano
racional, a la “libertad y la búsqueda de la felicidad”.
VI.
Todos venimos al mundo ignorando todo lo que se refiere a
nosotros mismos y al mundo que nos rodea. Por una ley fundamental de nuestra
naturaleza todos nos vemos impulsados por el deseo de felicidad y el miedo al
dolor. Pero tenemos que aprender todo respecto de qué nos produce satisfacción
o felicidad y nos evita el dolor. Ninguno de nosotros es completamente
parecido, física, mental o emocionalmente o, en consecuencia, en nuestros
requisitos físicos, mentales o emocionales para obtener satisfacción y evitar
la insatisfacción. Por tanto, nadie puede aprender de otro esta lección
indispensable de la satisfacción y la insatisfacción, de la virtud y el vicio.
Cada uno debe aprender por sí mismo. Para aprender, debe tener libertad para
experimentar lo que considere pertinente para formarse un juicio. Algunos de
estos experimentos tienen éxito y, como lo tienen, se les denomina virtudes;
otros fracasan y, precisamente por fracasar, se les denomina vicios. Se obtiene
tanta sabiduría de los fracasos como de los éxitos, de los llamados vicios como
de las llamadas virtudes. Ambos son necesarios para la adquisición de ese
conocimiento (de nuestra propia naturaleza y del mundo que nos rodea y de
nuestras adaptaciones o inadaptaciones a cada uno), que nos mostrará cómo se
adquiere felicidad y se evita el dolor. Y, salvo que se permita intentar
satisfactoriamente esta experimentación, se nos restringiría la adquisición de
conocimiento y consecuentemente buscar el gran propósito y tarea de nuestra
vida.
VII.
Un hombre no está obligado a aceptar la palabra de otro, o
someterse a la autoridad de alguien en un asunto tan vital para él y sobre el
que nadie más tiene, o puede tener, un interés como el que él mismo tiene. No puede, aunque quisiera, confiar con
seguridad en las opiniones de otros hombres, porque encontrará que las
opiniones de otros hombres no son coincidentes. Ciertas acciones, o secuencias
de acciones, han sido realizadas por muchos millones de hombres, a través de
sucesivas generaciones, y han sido por ellos consideradas, en general, como
conducentes a la satisfacción, y por tanto virtuosas. Otros hombres, en otras
épocas o países, o bajo otras condiciones, han considerado, como consecuencia
de su experiencia y observación, que esas acciones tienden, en general, a la
insatisfacción, y son por tanto viciosas. La cuestión de la virtud y el vicio,
como ya se ha indicado en la sección previa, también se ha considerado, para la
mayoría de los pensadores, como una cuestión de grado, esto es, de hasta qué
nivel deben realizarse ciertas acciones, y no del carácter intrínseco de un
acto aislado por sí mismo. Las cuestiones acerca de la virtud y el vicio por
tanto han sido tan variadas y, de hecho, tan infinitas, como las variedades de mentes,
cuerpos y condiciones de los diferentes individuos que habitan el mundo. Y la
experiencia de siglos ha dejado sin resolver un número infinito de estas
cuestiones. De hecho, difícilmente puede decirse que se haya resuelto alguna.
VIII.
En medio de esta inacabable variedad de opiniones, ¿qué
hombre o grupo de hombres tiene derecho a decir, respecto de cualquier acción o
series de acciones “Hemos intentado este experimento y determinado todas las
cuestiones relacionadas con él. Lo hemos determinado no sólo para nosotros,
sino para todos los demás. Y respecto de todos los que son más débiles que
nosotros, les obligaremos a actuar de acuerdo con nuestras conclusiones. No
puede haber más experimentos posibles sobre ello por parte de nadie y por
tanto, no puede haber más conocimientos por parte de nadie”?
¿Quiénes son los hombres que tienen derecho a decir esto?
Sin duda, ninguno. Los hombres que de verdad lo han dicho o bien son descarados
impostores y tiranos, que detendrían el
progreso del conocimiento y usurparían un control absoluto sobre las mentes
y cuerpos de sus semejantes, a los que debemos resistirnos instantáneamente y
hasta el final; o bien son demasiado ignorantes de su propia debilidad y de sus
relaciones reales con otros hombres como para merecer otra consideración que la
simple piedad o el desdén.
Sabemos sin embargo que hay hombres así en el mundo. Algunos
intentan ejercitar su poder sólo en una esfera pequeña, por ejemplo, sobre sus
hijos, vecinos, conciudadanos y compatriotas. Otros intentan ejercitarlo a un
nivel mayor. Por ejemplo, un anciano en Roma, ayudado por unos pocos
subordinados, intenta decidir acerca de todas las cuestiones de la virtud y el
vicio, es decir, de la verdad y la mentira, especialmente en asuntos de
religión. Afirma conocer y enseñar qué ideas y prácticas religiosas son
beneficiosas o perjudiciales para la felicidad del hombre, no sólo en este
mundo, sino en el venidero. Afirma estar milagrosamente inspirado para realizar
su trabajo y así virtualmente conocer, como hombre sensible, que nada menos que
esa inspiración milagrosa le cualifica para ello. Sin embargo esa inspiración
milagrosa no le ha resultado suficiente para permitirle responder más que unas
pocas cuestiones. La más importante que los comunes mortales pueden conocer ¡es
una creencia implícita en su infalibilidad (del papa)! y en segundo
lugar que los peores vicios de los que podemos ser culpables son ¡creer y
declarar que sólo es un hombre como el resto!
Hicieron falta entre quince y dieciocho siglos para permitirle
llegar a conclusiones definitivas acerca de estos dos puntos vitales. Y aún
parece que el primero debe ser previo a resolver cualquier otra cuestión,
porque hasta que no se determinó su propia infalibilidad, no tenía autoridad
para decidir otra cosa. Sin embargo, hasta ese momento, intentó o pretendió
establecer unas pocas más. Y quizás pueda intentar establecer unas pocas más en
el futuro, si continuara encontrando quien le escuche. Pero sin duda su éxito no
apoya, hasta ahora, la creencia de que será capaz de resolver todas las
cuestiones acerca de la virtud y el vicio, incluso en su peculiar área
religiosa, a tiempo para satisfacer las necesidades de la humanidad. Él, o sus
sucesores, sin duda, se verán obligados, en poco tiempo, a reconocer que ha
asumido una tarea para la cual toda su inspiración milagrosa resultaba
inadecuada y que, necesariamente, debe dejarse a cada ser humano que resuelva
todas las cuestiones de este tipo por sí mismo. Y es razonable esperar que los
demás papas, en otras áreas menores, tengan en algún momento motivos para
llegar a la misma conclusión. Sin duda, nadie, sin afirmar una inspiración
sobrenatural, debería asumir una tarea para la que obviamente es necesaria una
inspiración de ese tipo. Y, sin duda, nadie someterá su propio juicio a las
enseñanzas de otros, antes de convencerse de que éstos tienen algo más que un
conocimiento humano ordinario sobre esta materia.
Si esas personas, que se muestran a sí mismos como adornadas
tanto por el poder como por el derecho a definir y castigar los vicios de otros
hombres dirigieran sus pensamientos hacia sí mismos, probablemente descubrirían
que tienen mucho trabajo a realizar en casa, y que, cuando éste se completara,
estarían poco dispuestos a hacer más con el fin de corregir los vicios de otros
que sencillamente comunicar los resultados de su experiencia y observaciones.
En este ámbito sus trabajos podrían posiblemente ser útiles, pero en el campo
de la infalibilidad y la coerción, probablemente, por razones bien conocidas, se
encontrarían con incluso menos éxito en el futuro que el que hubieran tenido en
el pasado.
IX.
Por las razones dadas, ahora resulta obvio que el gobierno
sería completamente impracticable si tuviera que ocuparse de los vicios y
castigarlos como delitos. Cada ser humano tiene sus vicios. Casi todos los
hombres tienen multitud. Y son de todo tipo: fisiológicos, mentales,
emocionales, religiosos, sociales, comerciales, industriales, económicos, etc.,
etc. Si el gobierno tuviera que ocuparse de cualquiera de esos vicios y
castigarlos como delitos, entonces, para ser coherente, debe ocuparse de todos
ellos y castigar a todos imparcialmente. La consecuencia sería que todo el
mundo estaría en prisión por sus vicios. No quedaría nadie fuera para cerrarles
las puertas. De hecho no podrían constituirse suficientes tribunales para
procesar a los delincuentes, ni construirse suficientes prisiones para
internarlos. Toda la industria humana de la adquisición de conocimiento e
incluso de obtener medios de subsistencia debería frenarse, ya que todos
deberíamos ser siendo juzgados constantemente o en prisión por nuestros vicios.
Pero aunque fuera posible poner en prisión a todos los viciosos, nuestro
conocimiento de la naturaleza humana nos dice que, como norma general, habría,
con mucho, más gente en prisión por sus vicios que fuera de ella.
X.
Un gobierno que castigara imparcialmente todos los vicios es
una imposibilidad tan obvia que no hay ni habrá nunca nadie lo suficientemente
loco como para proponerlo. Lo más que algunos proponen es que el gobierno
castigue algunos, o como mucho unos pocos, de los que estime peores. Pero esta
discriminación es completamente absurda, ilógica y tiránica. ¿Es correcto que
algún hombre afirme: “Castigaremos los vicios de otros, pero nadie castigará
los nuestros. Restringiremos a los otros su búsqueda de la felicidad de acuerdo
con sus propias ideas, pero nadie nos restringirá la búsqueda de nuestra propia
felicidad de acuerdo con nuestras ideas. Evitaremos que otros hombres adquieran
conocimiento por experiencia acerca de lo que es bueno o necesario para su
propia felicidad, pero nadie evitará que nosotros adquiramos conocimiento por
experiencia acerca de lo que es bueno y necesario para nuestra propia
felicidad”?
Nadie ha pensado nunca, excepto truhanes o idiotas, hacer
suposiciones tan absurdas como éstas. Y aún así, evidentemente, sólo es bajo
esas suposiciones que algunos afirman el derecho a penalizar los vicios de
otros, al tiempo que piden que se les evite ser penalizados a su vez.
XI.
Nunca se hubiera pensado en algo como un gobierno, formado
por asociación voluntaria, si el fin propuesto hubiera sido castigar
imparcialmente todos los vicios, ya que nadie hubiera querido una institución
así o se hubiera sometido voluntariamente a ella. Pero un gobierno, formado por
asociación voluntaria, para el castigo de todos los delitos, es algo razonable, ya que todo el mundo quiere para sí
mismo protección frente a todos los delitos de otros e igualmente acepta la
justicia de su propio castigo si comete un delito.
XII.
Es una imposibilidad natural que un gobierno tenga derecho a
penalizar a los hombres por sus vicios,
porque es imposible que un gobierno tenga derecho alguno excepto los que
tuvieran previamente, como individuos,
los mismos individuos que lo compongan. No podrían delegar en un gobierno
derechos que no posean por sí mismos. No podrían contribuir al gobierno con ningún derecho, excepto con los que ya
poseen como individuos. Ahora bien, nadie, excepto un individuo o un impostor,
puede pretender que, como individuo tenga derecho a castigar a otros hombres
por sus vicios. Pero todos y cada uno tienen un derecho natural, como individuos, a castigar a otros
hombres por sus delitos, puesto que todo el mundo tiene un derecho natural no
sólo a defender su persona y propiedades frente a agresores, sino también a
ayudar y defender a todos los demás cuya persona o propiedad se vean asaltadas.
El derecho natural de cada individuo a defender su propia persona y propiedad
frente a un agresor y ayudar y defender a cualquier otro cuya persona o
propiedad se vea asaltada, es un derecho sin el cual los hombres no podrían
existir en la tierra. Y el gobierno no tiene existencia legítima, excepto en
tanto en cuanto abarque y se vea limitado por este derecho natural de los
individuos. Pero la idea de que cada hombre tiene un derecho natural a decidir
qué son virtudes y qué son vicios (es decir, qué contribuye a la felicidad de
sus vecinos y qué no) y a castigarlos por todo lo que no contribuya a ello, es
algo que nunca nadie ha tenido la imprudencia de afirmar. Son sólo aquéllos que
afirman que el gobierno tiene algún poder legítimo, que ningún individuo o individuos les ha delegado o podido delegar,
los que afirman que el gobierno tenga algún poder legítimo para castigar los
vicios.
Valdría para un papa o un rey (que afirman haber recibido su
autoridad directamente del Cielo para gobernar sobre sus semejantes) afirmar
ese derecho como vicarios de Dios, el de castigar a la gente por sus vicios,
pero resulta un total y absoluto absurdo que cualquier gobierno que afirme que
su poder proviene íntegramente de la autorización de los gobernados, afirmar
poder alguno de este tipo, porque todos saben que los gobernantes nunca lo
autorizarían. Para ellos autorizarlo sería un absurdo, porque sería renunciar a
su propio derecho a buscar su felicidad, puesto que renunciar a su derecho a juzgar qué contribuye a su felicidad es
renunciar a su derecho a buscar su propia felicidad.
XIII.
Ahora podemos ver qué simple, fácil y razonable resulta que
sea asunto del gobierno castigar los delitos,
comparado con castigar los vicios. Los delitos
son pocos y fácilmente distinguibles de los demás actos y la humanidad
generalmente está de acuerdo acerca de qué actos son delitos. Por el contrario,
los vicios son innumerables y no hay dos personas que se pongan de acuerdo,
excepto en relativamente pocos casos, acerca de cuáles son. Más aún, todos desean ser protegidos, en su persona y
propiedades, contra las agresiones de otros hombres. Pero nadie desea ser
protegido, en su persona o propiedades, contra sí mismo, porque resulta
contrario a las leyes fundamentales de la propia naturaleza humana que alguien
desee dañarse a sí mismo. Uno sólo desea promover su propia satisfacción y ser
su propio juez acerca de lo que promoverá y promueve su propia satisfacción. Es
lo que todos quieren y a lo que tienen derecho como seres humanos. Y aunque
todos cometemos muchos errores y necesariamente debemos cometerlos, dada la
imperfección de nuestro conocimiento, esos errores no llegan a ser un argumento
contra el derecho, porque todos tienden a darnos el verdadero conocimiento que
necesitamos y perseguimos y no podemos obtener de otra forma.
El objetivo que se persigue, por tanto, al castigar los delitos, no sólo tiene una forma
completamente diferente, sino que se opone directamente al que se persigue al
castigar los vicios.
El objetivo que se persigue al castigar los delitos es asegurar a todos y cada uno
de los hombre por igual, la mayor libertad que pueda conseguirse
(consecuentemente con los mismos derechos de otros) para buscar su propia
felicidad, con la ayuda del propio criterio y mediante el uso de su propiedad.
Por otro lado, el objetivo perseguido por el castigo de los vicios es privar a cada hombre de su derecho y libertad natural a buscar su
propia felicidad, con la ayuda del propio criterio y mediante el uso de su
propiedad.
Por tanto, ambos objetivos se oponen directamente entre sí.
Se oponen directamente entre sí como la luz y la oscuridad, o la verdad y la
mentira, o la libertad y la esclavitud. Son completamente incompatibles entre
sí y suponer que ambos pueden contemplarse en un solo gobierno es absurdo,
imposible. Sería suponer que los objetivos de un gobierno serían cometer
crímenes y prevenirlos, destruir la libertad individual y garantizarla.
XIV.
Por fin, acerca de este punto de la libertad individual:
cada hombre debe necesariamente juzgar
y determinar por sí mismo qué le es necesario y le produce bienestar y qué lo
destruye, porque si deja de realizar esta actividad por sí mismo, nadie puede
hacerlo en su lugar. Y nadie intentará si quiera realizarla en su lugar, salvo
en unos pocos casos. Papas, sacerdotes y reyes asumirán hacerlo en su lugar, en
ciertos casos, si se lo permiten. Pero, en general, sólo lo harán en tanto en
cuanto puedan administrar sus propios vicios y delitos al hacerlo. En general,
sólo lo harán cuando puedan hacer de él su bufón y su esclavo. Los padres, sin
duda con más motivo que otros, intentan hacer lo mismo demasiado a menudo. Pero
en tanto practican la coerción o protegen a un niño de algo que no sea real y
seriamente dañino, le perjudican más que benefician. Es una ley de la
naturaleza que para obtener conocimiento e incorporarlo a su ser, cada
individuo debe ganarlo por sí mismo. Nadie, ni siquiera sus padres, puede
indicarles la naturaleza del fuego de forma que la conozcan de verdad. Debe
experimentarla él mismo y quemarse, antes de conocerla.
La naturaleza conoce, mil veces mejor que cualquier padre,
para qué está designado cada individuo, qué conocimiento necesita y cómo debe
obtenerlo. Sabe que sus propios procesos para comunicar ese conocimiento no
sólo son los mejores, sino los únicos que resultan efectivos.
Los intentos de los padres por hacer a sus hijos virtuosos
generalmente son poco más que intentos de mantenerlos en la ignorancia de los
vicios. Son poco más que intentos de enseñar a sus hijos a conocer y preferir
la verdad, manteniéndolos en la ignorancia de la falsedad. Son poco más que
intentos de enseñar a sus hijos a buscar y apreciar la salud, manteniéndolos en
la ignorancia de la enfermedad y de todo lo que la causa. Son poco más que
intentos de enseñar a sus hijos a amar la luz, manteniéndolos en la ignorancia
de la oscuridad. En resumen, son poco más que intentos de hacer felices a sus
hijos, manteniéndolos en la ignorancia de de todo lo que les cause infelicidad.
Que los padres puedan ayudar a sus hijos en definitiva en su
búsqueda de la felicidad, dándoles sencillamente los resultados de su propia
(de los padres) razón y experiencia, está muy bien y es un deber natural y
adecuado. Pero practicar la coerción en asuntos en lo que los hijos son
razonablemente competentes para juzgar por sí mismos es sólo un intento de
mantenerlos en la ignorancia. Y esto se parece mucho a una tiranía y a una
violación del derecho del hijo a adquirir por sí mismo y como desee los
conocimientos, igual que si la misma coerción se ejerciera sobre personas
adultas. Esa coerción ejercida contra los hijos es una negación de su derecho a
desarrollar las facultades que la naturaleza les ha dado y a que sean como la
naturaleza las diseñó. Es una negación de su derecho a sí mismos y al uso de
sus propias capacidades. Es una negación del derecho a adquirir el conocimiento
más valioso, es decir, el conocimiento que la naturaleza, la gran maestra, está
dispuesta a impartirles.
Los resultados de esa coerción nos son hacer a los hijos
sabios o virtuosos, sino hacerlos ignorantes y por tanto débiles y viciosos, y
perpetuar a través de ellos, de edad en edad, la ignorancia, la superstición,
los vicios y los crímenes de los padres. Lo prueba cada página de la historia
del mundo.
Quienes mantienen opiniones opuestas son aquéllos cuyas
teologías falsas y viciosas o cuyas ideas generales viciosas, les han enseñado
que la raza humana tiende naturalmente hacia la maldad, en lugar de hacia la
bondad, hacia lo falso, en lugar de hacia lo verdadero, que la humanidad no
dirige naturalmente sus ojos hacia la luz, que ama la oscuridad en lugar de la
luz y que sólo encuentra su felicidad en las cosas que les llevan a la miseria.
XV.
Pero estos hombres, que afirman que el gobierno debería usar
su poder para prevenir el vicio, dicen o suelen decir: “Estamos de acuerdo con
el derecho de un individuo a buscar a su manera su propia satisfacción y
consecuentemente a ser vicioso si le place, sólo decimos que el gobierno
debería prohibir que se les vendieran
los artículos que alimentan su vicio”.
La respuesta a esto es que la simple venta de cualquier
artículo (independientemente del uso que se vaya a hacer de él) es legalmente
un acto perfectamente inocente. La cualidad del acto de la venta depende
totalmente de la cualidad del empleo que se haga de la cosa vendida. Si el uso
de algo es virtuoso y legal, entonces su venta para ese uso es virtuosa y legal. Si el uso es vicioso, entonces la
venta para ese uso es viciosa. Si el
uso es criminal, entonces la venta para
ese uso es criminal. El vendedor es, como mucho, sólo un cómplice del uso
que se haga del artículo vendido, sea virtuoso, vicioso o criminal. Cuando el
uso es criminal, el vendedor es cómplice del crimen y se le puede castigar como
tal. Pero cuando el uso sea sólo vicioso, el vendedor sería sólo un cómplice
del vicio y no se le puede castigar.
XVI.
Pero nos preguntaremos: “¿No existe un derecho por parte del
gobierno de evitar que continúe un proceso que conduce a la autodestrucción?”
La respuesta es que el gobierno no tiene derecho en modo
alguno, mientras los calificados como viciosos permanezcan cuerdos (compos mentis), capaces de ejercitar un
juicio y autocontrol razonables, porque mientras se mantengan cuerdos debe
permitírseles juzgar y decidir por sí mismos si los llamados vicios son de
verdad vicios, si realmente les conducen a la destrucción y si, en suma, se
dirigirán a ella o no. Cuando pierdan la cordura (non compos mentis) y sean incapaces de un juicio o autocontrol
razonables, sus amigos o vecinos o el gobierno deben ocuparse de ellos y
protegerles de daños, tanto a ellos como a personas a las que pudieran dañar,
igual que si la locura hubiera acaecido por cualquier otra causa distinta de su
supuestos vicios.
Pero del hecho de que los vecinos de un hombre supongan que
se dirige a la autodestrucción por culpa de sus vicios, no se deduce, por
tanto, que no esté cuerdo (non compos
mentis) y sea incapaz de un juicio o autocontrol razonables, entendidos
dentro del ámbito legal de estos términos. Hombres y mujeres pueden ser adictos
a a muchos y muy deleznables vicios (como la glotonería, la embriaguez, la prostitución,
el juego, las peleas callejeras, mascar tabaco, fumar y esnifar, tomar opio,
llevar corsé, la pereza, la prodigalidad, la avaricia, la hipocresía, etc.,
etc.) y aún así seguir estando cuerdos (compos
mentis), capaces de un juicio y autocontrol razonables, tal como significan
en la ley. Mientras sean cuerdos debe permitírseles controlarse a sí mismos y a
su propiedad y ser sus propios jueces y estimar a dónde les llevan sus vicios.
Los espectadores pueden esperar que, en cada caso individual, la persona
viciosa vea el fin hacia el que se dirige y eso le induzca a rectificar. Pero
si elige seguir adelante hacia lo que otros hombres llaman destrucción, debe
permitírsele hacerlo. Y todo lo que puede decirse, en lo que se refiere a su
vida, es que ha cometido un grave error en su búsqueda de la felicidad y que
otros harán bien en advertir su destino. Acerca de cuál puede ser su situación
en la otra vida, es una cuestión teológica de la que la ley en este mundo no
tiene más que decir que sobre cualquier otra cuestión teológica que afecte a la
situación de hombre en una vida futura.
¿Se puede saber cómo se puede determinar la cordura o locura
de un hombre vicioso? La respuesta es que tiene que determinarse con el mismo
tipo de evidencia que la cordura o locura de aquéllos que se consideren
virtuosos y no otra. Esto es, por las mismas evidencias con las que los
tribunales legales determinan si un hombre debe ser enviado a un manicomio o si
es competente para hacer testamente o disponer de otra forma de su propiedad.
Cualquier duda debe resolverse a favor de su cordura, como en cualquier otro
caso, y no de su locura.
Si una persona realmente pierde la cordura (non compos mentis), y es incapaz de un
juicio o autocontrol razonables, resulta un crimen por parte de otros hombres
darle o venderle medios de autolesión.
No hay crímenes más fácilmente punibles ni casos en los que los jurados estén
más dispuestos a condenar que aquéllos en que una persona cuerda vende o da a
un loco un artículo con el cual este último pueda dañarse a sí mismo.
XVII.
Pero puede decirse que algunos hombres, por culpa de sus
vicios, se vuelven peligrosos para otras personas: que por ejemplo, un
borracho, a veces resulta pendenciero y peligroso para su familia y otros. Y
cabe preguntarse: “¿No tiene la ley nada que decir en este caso?”
La respuesta es que si, por la ebriedad o cualquier otra
causa, un hombre se vuelve realmente peligroso, con todo derecho no solamente
su familia u otros, no sólo él mismo, pueden moderarlo hasta el punto que
requiera la seguridad de otras personas, sino que a cualquier otra persona (que
sepa o tenga base suficiente para creer que es peligroso) se le puede prohibir
vender o dar cualquier cosa que haya razones para suponer que le hará
peligroso.
Pero del hecho de que un hombre se vuelva pendenciero y
peligroso después de beber alcohol y de que sea un delito darle o venderle
licor a ese hombre, no se sigue que sea un delito vender licores a los cientos
y miles de otras personas que no se vuelven pendencieros y peligrosos al
beberlos. Antes de condenar a un hombre por el delito de vender licor a un
hombre peligroso, debe demostrarse que ese hombre en particular al que se le
vendió el licor era peligroso y también que el vendedor sabía, o tenía base
suficiente para suponer, que el hombre se volvería peligroso al beberlo.
La presunción legal de ley sería, en todo caso, que la venta
es inocente y la carga de la prueba del delito, en cualquier caso particular,
reside en el gobierno. Y ese caso
particular debe probarse como criminal, independientemente de todos los
demás.
A partir de estos principios, no hay dificultad en condenar
y castigar a los hombres por la venta o regalo de cualquier artículo a un
hombre que se vuelve peligroso para otros al usarlo.
XVIII.
Pero a menudo se dice que algunos vicios generan molestias
(públicas o privadas) y que esas molestias pueden atajarse y penarse.
Es verdad que cualquier cosa que sea real y legalmente una
molestia (sea pública o privada) puede atajarse y penarse. Pero no es cierto
que los meros vicios privados de un hombre sean, en cualquier sentido legal,
molestos para otro hombre o el público.
Ningún acto de una persona puede ser una molestia para otro,
salvo que obstruya o interfiera de alguna forma con la seguridad y el uso pacífico
o disfrute de lo que posee el otro con todo derecho.
Todo lo que obstruya una vía pública es una molestia y puede
atajarse y penarse. Pero un hotel o tienda o taberna que vendan licores no
obstruyen la vía pública más que una tienda de telas, una joyería o una
carnicería.
Todo lo que envenene el aire o lo haga desagradable o
insalubre es una molestia. Pero ni un hotel, ni una tienda, ni una taberna que
vendan licores envenenan el aire o lo hacen desagradable o insalubre a otras
personas.
Todo lo que tape la luz a la cual un hombre tenga derecho en
una molestia. Pero ni un hotel, ni una tienda, ni una taberna que vendan
licores tapan la luz de nadie, salvo en casos en que una iglesia, un colegio o
una vivienda la taparían igualmente. Desde este punto de vista, por tanto, los
primeros no son ni más ni menos molestos que los últimos.
Algunas personas habitualmente dicen que una tienda de
licores es peligrosa, de la misma forma que una fábrica de pólvora. Pero no hay
analogía entre ambos casos. La pólvora puede explotar accidentalmente y
especialmente en esos fuegos que tan a menudo se dan en las ciudades. Por esa
razón resulta peligrosa para personas y propiedades en su cercanía inmediata.
Pero los licores no pueden explotar así y por tanto no son molestias peligrosas
en el sentido que lo son las fábricas de pólvora en las ciudades.
Pero también se dice que los lugares donde se consume
alcohol están frecuentemente concurridos por hombres ruidosos y bulliciosos,
que alteran la tranquilidad del barrio y el sueño del resto de los vecinos.
Esto puede ser ocasionalmente cierto, pero no muy
frecuentemente. En todo caso, cuando esto ocurra, la molestia puede atajarse
mediante el castigo al propietario y sus clientes y, si es necesario, cerrando
el local. Pero un grupo de bebedores ruidosos no es una molestia mayor que
cualquier otro grupo de gente ruidosa. Un bebedor alegre y divertido altera la
tranquilidad de barrio exactamente en la misma medida que un fanático religioso
que grita. Un grupo ruidoso de bebedores es una molestia exactamente en la
misma medida que un grupo de fanáticos religiosos que grita. Ambos son
molestias cuando alteran el descanso y el sueño o la tranquilidad de los
vecinos. Incluso un perro que suele ladrar, alterando el sueño o la tranquilidad
del vecindario, es una molestia.
XIX.
Pero se dice que el hecho de que una persona incite a otro
al vicio es un crimen.
Es ridículo. Si cualquier acto particular es simplemente un vicio, entonces quien incita a otro a
cometerlo, es simplemente cómplice en el vicio.
Evidentemente, no comete ningún crimen,
pues sin duda un cómplice no puede cometer una infracción superior al autor.
Cualquier persona cuerda (compos mentis), capaz de un juicio y autocontrol razonables, se
presume que resulta mentalmente competente para juzgar por sí mismo todos los
argumentos, a favor y en contra, que
se le dirijan para persuadirle de hacer cualquier acto en particular, siempre que no se emplee fraude para
engañarle. Y si se le persuade o induce a realizar la acción, ésta se convierte
en propia e incluso aunque resulte dañina para sí mismo, no puede alegar que la
persuasión o los argumentos a los que dio su consentimiento, sean delitos
contra sí mismo.
Por supuesto, cuando hay fraude el caso es distinto. Si por
ejemplo, ofrezco veneno a un hombre asegurándole que es una bebida sana e
inocua y lo bebe confiando en mi afirmación, mi acción es un delito.
Volenti non fit
injuria es una máxima legal. Con
consentimiento, no hay daño. Es decir, legalmente
no hay error. Y cualquier persona cuerda (compos
mentis) capaz de un juicio razonable para determinar la verdad o falsedad
de las razones y argumentos a los que da su consentimiento, esta
“consintiendo”, desde el punto de visita legal, y asume por sí mismo toda
responsabilidad por sus actos, siempre y cuando no haya sufrido un fraude
intencionado.
Este principio, con
consentimiento, no hay daño, no tiene límites, excepto en el caso de
fraudes o de personas que no tengan capacidad de juzgar en ese caso particular.
Si una persona que posee uso de razón y a la que no se engaña mediante fraude
consiente en practicar el vicio más deleznable y por tanto se inflige los
mayores sufrimientos o pérdidas morales, físicas o pecuniarias, no puede alegar
error legal. Para ilustrar este
principio, tomemos el caso de la violación. Tener conocimiento carnal de una
mujer, sin su consentimiento, es el
mayor delito, después del asesinato, que puede cometerse contar ella. Pero
tener conocimiento carnal, con su
consentimiento, no es delito, sino, en el peor de los casos, un vicio. Y a
menudo se sostiene que una niña de nada más que diez años de edad tiene uso de razón de forma que su
consentimiento, aunque se procure mediante recompensa o promesa de recompensa,
es suficiente para convertir el acto, que de otra forma sería un grave delito,
simplemente en un acto de vicio.
Vemos el mismo principio en los boxeadores profesionales. Si
yo pongo un solo dedo sobre la persona de otro, contra su consentimiento, no importa lo suave que sea ni lo pequeño
que sea el daño en la práctica, esa acción es un delito. Pero si dos personas acuerdan salir y golpear la cara del
otro hasta hacerla papilla, no es delito, sino sólo un vicio.
Incluso los duelos no han sido generalmente considerados
como delitos, porque la vida de cada hombre es suya y ambas partes acuerdan que cada una puede acabar con
la vida del otro, si puede, mediante el uso de las armas acordadas y de
conformidad con ciertas reglas que han aceptado mutuamente.
Y esta es una opinión correcta, salvo que se pueda decir
(posiblemente no) que “la ira es locura” hasta el punto de que priva a los
hombres de su razón hasta el punto de impedirles razonar.
El juego es otro ejemplo del principio de que con
consentimiento no hay daño. Si me llevo un solo céntimo de la propiedad de un
hombre, sin su consentimiento, el
acto es un delito. Pero si dos hombres, que se encuentran compos mentis, poseen capacidad razonable de juzgar la naturaleza y
posibles consecuencias de sus actos, se reúnen y cada uno voluntariamente
apuesta su dinero contra el del otro al resultado de un tirada de dados y uno
de ellos pierde todas sus propiedades (sean lo grandes que sean), no es un
delito, sino sólo un vicio.
Ni siquiera sería un crimen ayudar a una persona a
suicidarse, si éste posee uso de razón.
Es una idea algo común que el suicido es en sí mismo un
evidencia concluyente de locura. Pero, aunque normalmente puede ser una fuerte
evidencia de locura, no es concluyente en todos los casos. Muchas personas, con
indudable uso de razón han cometido suicidio para escapar de la vergüenza del
descubrimiento público de sus crímenes o para evitar alguna otra gran
calamidad. El suicidio, en estos casos puede no haber sido la respuesta más
sensata, pero sin duda no era una prueba de falta alguna de capacidad de razonar.
Y si estaba dentro de los límites de lo razonable, no era un crimen que otras
personas le ayudaran, proporcionándole los instrumentos o de otra forma. Y si,
en esos casos, no sería un crimen ayudar al suicido, ¿no sería absurdo decir
que es un crimen ayudar a alguien en algún acto que sea realmente placentero y
que una gran parte de la humanidad ha creído útil?
XX.
Sin embargo, algunas personas suelen decir que el abuso de
las bebidas alcohólicas es el
principal motivo de los delitos, que “llena nuestras prisiones de criminales” y
que esta razón es suficiente para prohibir su venta.
Quienes dicen eso, si hablan seriamente, hablan a tontas y a
locas. Evidentemente quieren decir que un gran porcentaje de los delitos los
cometen personas cuyas pasiones criminales se ven excitadas, en ese momento, por el abuso del alcohol
y como consecuencia de ese abuso.
Esta idea es completamente descabellada.
En primer lugar, los peores delitos que se cometen en el
mundo los provocan principalmente la avaricia y la ambición.
Los peores crímenes son las guerras que llevan a cabo los
gobiernos para someter, esclavizar y destruir la humanidad.
Los delitos que se cometen en el mundo que quedan en segundo
lugar también los provocan la avaricia y la ambición: y no se cometen por
súbitas pasiones, sino por hombres calculadores, que mantienen la cabeza fría y
serena y no tienen intención alguna de ir a prisión por ellos. Se cometen, no
tanto por personas que violan la ley,
sino por hombres que, por sí mismos o mediante sus instrumentos, hacen las leyes, por hombres que se han
asociado para usurpar un poder arbitrario y mantenerlo por medio de la fuerza y
el fraude y cuyo propósito al usurparlo y mantenerlo es asegurarse a sí mismos,
mediante esa legislación injusta y desigual, esas ventajas y monopolios que les
permiten controlar y extorsionar el trabajo y propiedades de otros,
empobreciéndoles así, con el fin de satisfacer su propia riqueza y
engrandecimiento.
Los robos e injusticias así cometidos
por estos hombres, de conformidad con las
leyes (es decir, sus propias leyes),
son como montañas frente a colinillas, comparados con los delitos cometidos por
otros criminales al violar las leyes.
Pero, en tercer lugar, hay un gran número de fraudes de
distintos tipos cometidos en transacciones de comercio, cuyos autores, con su
frialdad y sagacidad, evitan que operen las leyes. Y sólo sus mentes frías y
calculadoras les permiten hacerlo. Los hombres bajo el influjo de bebidas
intoxicantes están poco dispuestos y son completamente incapaces para practicar
con éxito estos fraudes. Son los más incautos, los menos exitosos, los menos
eficientes y los que menos debemos temer de todos los criminales de los que las
leyes deben ocuparse.
Cuarto. Los ladrones, atracadores, rateros, falsificadores y
estafadores profesionales, que atentan contra la sociedad son cualquier cosa
menos bebedores imprudentes. Su negocio es de un carácter demasiado peligroso
para admitir esos riesgos en los que incurrirían.
Quinto. Los delitos que pueden considerarse como cometidos
bajo la influencia de bebidas alcohólicas son principalmente agresiones y
reyertas, no muy numerosas y generalmente no muy graves. Algunos otros pequeños
delitos, como hurtos y otros pequeños ataques a la propiedad, se cometen a
veces bajo la influencia de la bebida por parte de personas poco inteligentes,
generalmente delincuentes no habituales. Las personas que cometen estos dos
tipos de delitos no son más que unas pocas. No puede decirse que “llenen
nuestras prisiones” y si lo hacen, deberíamos congratularnos de que necesitemos
para internarlos tan pocas prisiones o tan pequeñas.
Por ejemplo, el Estado de Massachussets tiene un millón y
medio de habitantes. ¿Cuántos están actualmente el prisión por delitos (no por el vicio de la bebida,
sino por delitos) cometidos contra
personas o propiedades bajo el influjo de bebidas alcohólicas? Dudo que sea uno
de cada diez mil, es decir, unos ciento cincuenta en total y los crímenes por
los que están en prisión son en su mayoría de muy poca importancia.
Y pienso que debe estimarse que estos pocos hombres son
mucho más dignos de compasión que de castigo, porque fue su pobreza y miseria,
más que su adicción al alcohol o tendencia al crimen, lo que les llevó a beber
y les impulsó a cometer los delitos bajo la influencia del alcohol.
La dogmática acusación de que la bebida “llena nuestra
prisiones” sólo la hacen, creo, aquellos hombres que no saben más que llamar
criminal a un borracho y que no tienen mejor justificación para su acusación
que el vergonzoso hecho de somos una gente tan brutal e insensible que
condenamos y castigamos como si fueran criminales a personas tan débiles y
desafortunadas como los borrachos.
Los legisladores que autorizan y los jueces que ejecutan
atrocidades como éstas son intrínsecamente criminales, salvo que su ignorancia
sea tal que les excuse (lo que probablemente no ocurre). Y habría más motivo en
su conducta para que se les castigara como criminales.
Un juez de orden público en Boston me contó una vez que
estaba acostumbrado a juzgar a borrachos (enviándoles a prisión durante treinta
días –creo que era la sentencia tipo–) ¡a
un ritmo de uno cada tres minutos! y a veces incluso más rápido,
condenándoles así como delincuentes y enviándoles a la cárcel, sin piedad y sin
averiguar las circunstancias, por una debilidad que debería hacerles dignos de
compasión y protección, y no de castigo. Los verdaderos criminales en estos
casos no eran los hombres que fueron a prisión, sino el juez y los que estaban
detrás de él y le pusieron allí.
Recomiendo a esas personas a las que tanto les perturba el
miedo a que las prisiones de Massachussets se llenen de criminales que empleen
al menos una parte de su filantropía en prevenir que nuestras prisiones se
llenen de gente que no son criminales.
No recuerdo haber oído que nunca sus simpatías se hayan ejercido activamente en
ese sentido. Por el contrario, perecen tener tal pasión por castigar criminales
que no les preocupa averiguar particularmente si un candidato a castigo es
realmente un criminal. Déjenme asegurarles que esa pasión es mucho más
peligrosa y mucho menos caritativa, tanto moral como legalmente, que la pasión
por la bebida.
Parece mucho más consecuente con el carácter despiadado de
estos hombres enviar a un pobre hombre a prisión por embriaguez y así
aplastarle, degradarle, desanimarle y arruinarle de por vida, que sacarle de la
pobreza y miseria que ha hecho de él un borracho.
Sólo aquellas personas que tienen poca capacidad o
disposición a iluminar, fomentar o ayudar a la humanidad, poseen esa violenta
pasión por gobernarlos, dominarlos y castigarlos. Si en lugar de mantenerse al
margen y consentir y sancionar todas las leyes por las que el hombre débil es
en el primer lugar sometido, oprimido y desalentado y después castigado como un
criminal, se dedicaran a la tarea de defender su derechos y mejorar su
condición y así fortalecerle y permitirle sostenerse por sus propios medios y
resistir las tentaciones que le rodean, tendrían, creo, poca necesidad de
hablar sobre leyes y prisiones tanto para vendedores como para consumidores de
alcohol e incluso para cualquier otra clase de criminales ordinarios. Si, en
resumen, estos hombres, que tienen tantas ganas de suprimir los delitos,
suspendieran, por un momento, sus reclamaciones al gobierno de ayuda para
suprimir los delitos de individuos y se dirigieran a la gente para pedir ayuda
para suprimir los delitos del gobierno, demostrarían su sinceridad y sentido
común más claramente que ahora. Cuando todas las leyes sean tan justas y
equitativas que hagan posible que todos los hombres y mujeres vivan honrada y
virtuosamente y les hagan sentirse cómodos y felices, habrá muchas menos
ocasiones que ahora para acusarles de vivir deshonesta y viciosamente.
XXI.
Pero también se dice que el consumo de bebidas alcohólicas
lleva a la pobreza y por tanto hace a los hombres mendigos y grava a los
contribuyentes, y que esto es razón suficiente para que deba prohibirse su
venta.
Hay varias respuestas a este argumento.
1. Una respuesta es que si el consumo del alcohol lleva a la
pobreza y la mendicidad es una razón suficiente para prohibir su venta, igualmente es una razón
suficiente para prohibir su consumo,
ya que es el consumo y no la venta, lo que lleva a la pobreza. El
vendedor, como mucho, sería simplemente un cómplice del bebedor. Y es una norma
legal, y también de la razón, que si el principal actor no puede ser castigado,
tampoco puede serlo el cómplice.
2. Una segunda respuesta al argumento sería que si el
gobierno tiene derecho y se ve obligado a prohibir cualquier acto (que no sea criminal) simplemente porque
se supone que lleva a la pobreza, siguiendo al misma lógica, tiene derecho y se
ve obligado a prohibir cualquier otro acto (aunque
no sea criminal) que, en opinión del gobierno, lleve a la pobreza. Y bajo
este principio, el gobierno no sólo tendría el derecho, sino que se vería obligado, a revisar los asuntos privados de cada
hombre y sus gastos personales y determinar si cada uno de ellos lleva o no a
la pobreza y a prohibir y castigar todos los de la primera clase. Un hombre no
tendría derecho a gastar un céntimo de su propiedad de acuerdo con sus gustos o
criterios, salvo que el legislador sea de la opinión de que ese gasto no le
lleva a la pobreza.
3. Una tercera respuesta al mismo argumento sería que si un
hombre se entrega a la pobreza e incluso a la mendicidad (sea por sus vicios o sus virtudes), el gobierno no tiene obligación
de ocuparse de él, salvo que quiera hacerlo. Puede dejarle perecer en la calle
o hacerle depender a la caridad privada, si quiere. Puede cumplir su libre
deseo y discreción en este asunto, porque en este caso estaría fuera de toda
responsabilidad. No es, necesariamente, obligación del gobierno ocuparse de los
pobres. Un gobierno (esto es, un gobierno legítimo) es simplemente una
asociación voluntaria de individuos, que se une para los propósitos que les
parezcan y sólo para esos propósitos.
Si ocuparse de los pobres (sean éstos virtuosos o viciosos) no es uno de esos
propósitos, el gobierno como tal no
tiene más derecho ni se ve más obligado a hacerlo que un banco o una compañía
de ferrocarriles.
Sea cual sea la moralidad
que tengan las reclamaciones de un hombre pobre (sea éste virtuoso o vicioso)
acerca de la caridad de sus conciudadanos, no puede reclamar legalmente contra ellos. Puede depender
totalmente de su caridad, si se dejan. No puede demandar, como un derecho legal,
que deben alimentarle y vestirle. No tiene más derechos morales o legales frente
a un gobierno (que no es sino una asociación de individuos) que los que pueda
tener sobre cualquier otro individuo respecto de su capacidad privada.
Por tanto, de la misma forma que un pobre (sea virtuoso o
vicioso) no tiene más capacidad de reclamar, legal o moralmente al gobierno
comida o vestido que la que tiene frente a personas privadas, un gobierno no
tiene más derecho que una persona privada a controlar o prohibir los gastos o
las acciones de un individuo justificándolas en que le llevan a la pobreza.
El señor A, como
individuo, claramente no tiene derecho a prohibir las acciones o gastos del
señor Z, aunque tema que esas acciones o gastos puedan llevarle (a Z) a la
pobreza y que Z puede, por tanto, en un futuro indeterminado, pedirle afligido
(a A) algo de caridad. Y si A no tiene, como
individuo, ese derecho a prohibir cualquier acción o gasto de Z, el
gobierno, que no es más que una asociación de individuos, no puede tener ese
derecho.
Sin duda, ningún hombre compos
mentis mantendría que su derecho a disponer y disfrutar de su propiedad
fuera una posesión de tan poco valor que autorizara a algunos o todos sus
vecinos (se hagan llamar a sí mismos gobierno o no) a intervenir y prohibirle
cualquier gasto excepto aquéllos que piensen que no le llevarán a la pobreza y
no le conviertan en alguien que les reclame caridad.
Si un hombre compos
mentis llega a la pobreza por sus virtudes o sus vicios, nadie puede tener
derecho alguno a intervenir basándose en puede apelar en el futuro a su
compasión, porque si se apelara a ella, tendría perfecta libertad para actuar
de acuerdo con su gusto y criterio respecto de atender sus solicitudes.
El derecho a rechazar dar caridad a los pobres (sean éstos
virtuosos o viciosos) es un derecho sobre el que los gobiernos siempre actúan.
Ningún gobierno hace más provisiones para los pobres que las que quiere. En
consecuencia, los pobres quedan, en su mayor parte, dependiendo de la caridad
privada. De hecho, a menudo se les deja sufrir enfermedades e incluso morir
porque ni la caridad pública ni la privada acuden en su ayuda. Qué absurdo es,
por tanto, decir que el gobierno tiene derecho a controlar el uso de la
propiedad de la gente, por miedo a que en el futuro lleguen a ser pobres y
pidan caridad.
4. Incluso una cuarta respuesta al argumento sería que el
principal y único incentivo por el que cada individuo tiene que trabajar y
crear riqueza es que puede disponer de ella de acuerdo con su gusto y criterio
y para su propia satisfacción y la de quienes ame(6.
Aunque a menudo puede que un hombre, por inexperiencia o mal
juicio, gaste parte de los productos de su trabajo de forma poco juiciosa y por
tanto no consiga el máximo bienestar, adquiere sabiduría en ello, como en todo,
a través de la experiencia, por sus errores tanto como por sus éxitos. Y esta es la única manera de la que puede
adquirir sabiduría. Cuando se convenza de que ha hecho un gasto absurdo, al
tiempo aprenderá a no volver a hacer algo parecido. Y debe permitírsele hacer
sus propios experimentos a su satisfacción, es ésta como en otras materias, ya
que de otra forma no tendría motivo para trabajar o crear riqueza en absoluto.
Todo hombre que sea hombre, debería mejor ser un salvaje y
ser libre para crear o procurar sólo esa pequeña riqueza que pueda controlar y
consumir diariamente, que ser un hombre civilizado que sepa cómo crear y
acumular riqueza indefinidamente y al que no se la permita disfrutar o disponer
de ella, salvo bajo la supervisión, dirección y dictado de una serie de idiotas
y tiranos entrometidos y sobrevalorados, quienes, sin más conocimiento que el
de sí mismos y quizás ni la mitad de eso, asumirían su control bajo la
justificación de que no tiene el derecho o la capacidad de determinar por sí
mismo qué debería hacer con los resultados de su propio trabajo.
5. Una quinta respuesta al argumento sería que si fuera
tarea del gobierno vigilar los gastos de cualquier persona (compos mentis y que no sea criminal)
para ver cuáles llevan a la pobreza y cuáles no y prohibir y castigar los
primeros, entonces, siguiendo esta regla, se ve obligado a vigilar los gastos
de todas las demás personas y prohibir y castigar todo lo que, en su criterio,
lleve a la pobreza.
Si ese principio se llevara a efecto imparcialmente, la
consecuencia sería que toda la humanidad estaría tan ocupada en vigilar los
gastos de los demás y en testificar, acusar y castigar aquéllos que lleven a la
pobreza, que no quedaría en absoluto tiempo para crear riqueza. Todo el mundo
capaz de trabajo productivo o bien estaría en la cárcel o actuaría como juez,
jurado, testigo o carcelero. Sería imposible crear suficientes tribunales para
juzgar o construir suficientes prisiones para contener a los delincuentes.
Cesaría toda labor productiva y los idiotas que estuvieran tan atentos a
prevenir la pobreza, no sólo serían pobres, prisioneros y famélicos, sino que
harían que los demás fueran asimismo pobres, prisioneros y famélicos.
6. Si lo que se quiere decir es que un hombre puede al menos
verse obligado con todo derecho a apoyar a su familia y, en consecuencia, a
abstenerse de todo gasto que, en opinión del gobierno, le lleve a impedirle
realizar esta labor, pueden darse varias respuestas. Pero con sólo esta es
suficiente: ningún hombre, salvo un loco o un esclavo, aceptaría que sea su
familia, si esa aceptación fuera a ser una excusa del gobierno para privarle de
su libertad personal o del control de su propiedad.
Cuando se otorga a un hombre su libertad natural y el
control de su propiedad, normalmente, casi siempre, su familia es su principal
objeto de orgullo y cariño y querrá, no sólo voluntariamente, sino con la
máxima dedicación, emplear sus mejores capacidades de cuerpo y mente, no sólo
para proveerles las necesidades y placeres de la vida ordinarios, sino a
prodigarles todos los lujos y elegancias que su trabajo pueda obtener.
Un hombre no entabla un obligación legal ni moral con su
esposa o hijos para hacer algo por ellos, excepto cuando puede hacerlo de
acuerdo con su libertad personal y su derecho natural a controlar su propiedad
a su discreción.
Si un gobierno puede interponerse y decir a un hombre (que
esté compos mentis y cumple con su
familia como cree que debe cumplir y
de acuerdo con su juicio, por muy imperfecto que éste sea): “Nosotros (el gobierno) sospechamos que
no estás empleando tu trabajo de la mejor forma para tu familia, sospechamos
que tus gastos y tus disposiciones sobre tu propiedad no son tan juiciosos como
deberían ser en interés de tu familia y por tanto te pondremos, a ti y a tu
propiedad, bajo vigilancia especial y te indicaremos lo puedes hacer o no
contigo y con tu propiedad y de ahora en adelante tu familia nos tendrá a
nosotros (el gobierno) y no a ti, como apoyo”. Si un gobierno pudiera hacer
esto, quedarían aplastados todo orgullo, ambición y cariño que un hombre pueda
sentir por su familia, hasta donde es posible que una tiranía pueda aplastarlos,
y o bien no tendrá nunca una familia (que pueda reconocer públicamente como
suya) o arriesgará su propiedad y su vida para derrocar una tiranía tan
insultante, despiadada e insufrible. Y cualquier mujer que quiera que su marido
(siendo éste compos mentis) se someta
a un insulto y prohibición tan antinatural, no merece en absoluto su cariño ni
ninguna otra cosa que no sea su disgusto y desprecio. Y probablemente en
seguida él le hará entender que, si escoge confiar en el gobierno como su apoyo
y el de sus hijos, en lugar de en él, sólo podrá confiar en el gobierno.
XXII.
Otra respuesta completa al argumento de que el abuso del
alcohol lleva a la pobreza es que, por
regla general, pone el efecto por delante de la causa. Supone que es el
abuso del alcohol el que causa la pobreza, en lugar de que la pobreza es la que
causa el abuso del alcohol.
La pobreza es la madre natural de prácticamente toda
ignorancia, vicio, crimen y miseria en el mundo.
¿Por qué es tan grande el porcentaje de trabajadores en Inglaterra que se dan a
la bebida y el vicio? Sin duda, no porque sean por naturaleza peores que otros.
Sino porque su pobreza extrema y desesperada les mantiene en la ignorancia y el
servilismo, destruye su coraje y su autoestima, les somete a tan constantes insultos
y prohibiciones, a tan incesantes amargas miserias de todo tipo y por fin les
lleva a tal grado de desesperación que el pequeño desahogo que pueden
permitirse con la bebida u otros vicios es, en ese momento, un alivio. Ésta es
la causa principal de la ebriedad y otros vicios que prevalecen entre los
trabajadores de Inglaterra.
Si esos trabajadores ingleses que ahora son borrachos y
viciosos, hubieran tenido las mismas oportunidades y entorno vital que las
clases más afortunadas; si se hubieran criado en hogares confortables, felices y
virtuosos, en lugar de escuálidos, horribles y viciosos; si hubieran tenido
oportunidades para adquirir conocimientos y propiedades y hacerse inteligentes,
acomodados, alegres, independientes y respetados y asegurarse todos los
placeres intelectuales, sociales y domésticos con los que puede honrada y
justamente remunerarles la industria; si pudieran tener todo esto, en lugar de
haber nacido a una vida de desesperanza, de duro trabajo sin recompensa, con la
seguridad de morir en la fábrica, se hubieran visto tan libres de sus vicios y
debilidades presentes como aquéllos que ahora se los reprochan.
No tiene sentido decir que la ebriedad o cualquier otro
vicio sólo se añade a sus miserias, porque está en la naturaleza humana (en la
debilidad de la naturaleza humana, si lo prefieren), que el hombre puede
soportar hasta cierto punto la miseria antes de perder la esperanza y el coraje
y rendirse a cualquier cosa que les prometa un alivio y mitigación de su
presente, aunque el coste sea mayor miseria para el futuro. Predicar moralidad
y templanza a esos desdichados, en lugar de aliviar sus sufrimientos o mejorar
sus condiciones, es simplemente burlarse de sus desdichas.
¿Querrían esos que suelen atribuir a los vicios la pobreza
de los hombres, en lugar a la pobreza sus vicios (como si todos los pobres, o
casi todos, fueran especialmente viciosos), decirnos si toda la pobreza que ha
aparecido tan de repente en último año y medio (8)(como si dijéramos, en un momento) para veinte de millones de personas de
Estados Unidos, les parece una consecuencia natural de su ebriedad o de otros
vicios? ¿Fue su ebriedad u otros vicios los que paralizaron, como si hubiera
caído un rayo, todas las industrias de las que vivían y que, hace pocos días,
funcionaban prósperamente? ¿Fueron los vicios que afectaron a la parte adulta
de esos veinte millones de vagabundos sin empleo los que les llevaron a
consumir sus pocos ahorros, si es que los tenían, y así convertirse en mendigos
(mendigando trabajo y, si no lo encuentran, mendigando pan)? ¿Fueron sus vicios
los que sin previo aviso llenaron las casas de tantos de necesidad, miseria,
enfermedad y muerte? No. Sin duda no fue la ebriedad ni otros vicios de estos
trabajadores los que les llevó a esa ruina y desdicha. Y si no lo fue, ¿qué fue?
Ese es el problema que debe resolverse, porque se viene
repitiendo constantemente y no puede dejarse de lado.
De hecho, la pobreza de una gran parte de la humanidad, de
todo el mundo, es el gran problema de la humanidad. El que esa pobreza extrema
y casi universal exista en todo el mundo y haya existido en todas las
generaciones pasadas prueba que se origina en causas que la naturaleza humana
común de quienes la sufren no ha sido hasta ahora suficiente fuerte como para
superarlas. Pero quienes la sufren al menos están empezando a ver las causas y
se están decidiendo a eliminarlas a toda costa. Y quienes imaginen que no
tienen nada que hacer salvo seguir atribuyendo esa pobreza a sus vicios y
predicando contra ellos por esos mismos vicios, pronto despertarán para
descubrir que eso ya es pasado. Y entonces la cuestión será no cuáles son los
vicios de los hombres, sino cuáles son sus derechos.
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Lysander Spooner (1808-1887) es el anarquista individualista
estadounidense y teórico legal conocido principalmente por crear uns oficina de
correos en competencia con el gobierno y por tanto ser cerrada. Pero fue
asimismo el autor de algunos de los escritos políticos y económicos más
radicales del siglo XIX y continúa hoy día teniendo una enorme influencia en
los pensadores liberales. Fue un entregado opositor a la esclavitud en todas
sus formas (incluso defendiendo que se acabara con ella mediante guerra de
guerrillas) pero también a la invasión federal del Sur y su reconstrucción en
la posguerra. Ver Let's Abolish
Government, una colección seleccionada personalmente por Murray
Rothbard como las mejores obras de Spooner.