Por Jeffrey A. Tucker. (Publicado el 16 de febrero de 2009)
Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí:
http://mises.org/daily/4127.
Han pasado diez años desde que se limpió por última vez mi
oficina. Fue como abrir una cápsula del tiempo, y no sólo porque lo que
encontré fuera viejo. Lo que encontré representaba una época diferente, un
tiempo en que todas las cosas que importaban estaban sujetas a la ley de la escasez:
lo que uno tenía no lo podía tener nadie más y por tanto se atesoraba y
almacenaba para toda la eternidad.
Y luego algo cambió radicalmente. La mayoría de lo que una
vez fue almacenado se hizo digital y reproducible hasta el infinito pulsando
teclas y así todas las cosas fueron accesibles instantáneamente desde cualquier
sitio. Y así en los últimos diez años, no de golpe, sino paso a paso, lo que
poseía se convirtió en algo que ya no tenía que tener. Podía guardarlo o no,
pero no se iba a perder.
Estas son algunas cosas que encontré: cintas de vídeo de
pequeñas representaciones de ideas y acontecimientos que ahora están en Youtube;
una impresión de contactos generada con mi propia Palm Pilot, todos los cuales
están ahora en un dispositivo portátil que se sincroniza en el ciberespacio con
un dispositivo en línea; mi antigua Palm Pilot, que ahora es tan útil como un
piedra como mascota; primeras impresiones de legislación antes de pasar por el
Congreso, ahora todas en Internet y buscables; dos grandes bandejas de
plástico, una etiquetada “entrada” y otra “salida”, ahora reemplazadas por un
archivo pantagruélico de archivos al que puedo acceder en segundos; diversas
fotografías, fáciles de escasear y compartir con el mundo; revistas de
investigación (sin comentarios); pilas y pilas de revistas semanales y recortes
de noticias, digitalizados hace tiempo; grabadoras de casete para realizar
entrevistas; paquetes de software en un tiempo valiosos que ahora parecen tan
sofisticados como el arte rupestre; un “reloj universal”; un termómetro con un
cable para colgarlo fuera de la ventana.
Puse las 200 libras de peso en bolsas de basura y las eché
en el contenedor.
En una visión general, es un cambio a la velocidad de la luz
en la forma en que valoramos las cosas. Medido por el propio ritmo de la vida,
ha sido demasiado lento para que la mayoría de nosotros seamos enteramente
conscientes de ello. Encontramos las cosas más nuevas varias veces por semana.
Disfrutamos de ellas, pero eso desaparece en un día o dos al aparecer la nueva
tecnología en nuestra vida diaria. Pero un día limpias tu oficina y descubres
que la tecnología ha cambiado lo que valoramos y por qué y que nuestras vidas
son completamente diferentes de lo que eran.
De alguna forma el cambio de lo físico a lo digital que
parece más significativo que el cambio de hierro al acero, de los caballos a la
combustión interna, de viajar por tierra a viajar por el aire. En todos los
demás casos, el cambio tecnológico iba de formas menos a más eficientes de
realizar tareas mediante el uso de cosas. Pero esas cosas seguían siendo
escasas. Hacer otro libro requería talar otro árbol. Ir de aquí a allí seguía
requiriendo combustible y todo lo asociado con fabricarlo. Mi pila de papel no
podía ser simultáneamente tu pila de papel. El espacio de terreno en que estaba
conduciendo no podía compartirse sin causar un accidente y poner en peligro la
propia vida.
Estas limitaciones afectaban a nuestras valoraciones. Los
precios asignaban la distribución, Los derechos de propiedad sobre todas las
cosas eran esenciales para no pelearnos. Lo que adquiríamos lo guardábamos.
Sólo dábamos cosas si obteníamos a cambio algo de mayor valor. Había muchas
cosas que sólo valorábamos nosotros así que las guardábamos bien,
almacenándolas para que no se perdieran. La acumulación era el objetivo. No
éramos conscientes de ello porque no sabíamos de otra forma. Nuestro
comportamiento venía dictado por nuestra sensación de lo que era posible, lo
que a su vez informaba nuestro sentido de qué debía hacerse.
Tuve un amigo que vino de Rusia a Estados Unidos en 1987.
Venía de un lugar donde en las oficinas se encadenaban las máquinas de escribir
a las mesas porque si no las habrían robado. La gente presumía de su colección
privada de sujetapapeles. Las piezas de recambio de lavadoras y coches eran
como oro.
Así que cuando llegó por primera vez, consiguió un
departamento y empezó a llenarlo. Le visité. Tenía máquinas de escribir y
estéreos. Tenía piezas de lavadoras y coches. Tenía mesas y sillas en grandes montones.
Tenía vasos y boles y platos y copas. Tenías astas de alce sobre una gran pieza
de madera. Tenía bolsas de golf con palos, bates de madera y plástico, animales
disecados, cajas de música, juguetes de todo tipo y pilas y pilas de zapatos
que ni siquiera le valían. Su apartamento parecía una tienda de segunda mano o
los restos de dos docenas de ventas de garajes.
Yo estaba horrorizado y le pregunté por qué estaba
acumulando toda esta basura ridícula. Me explicó que en Rusia todo eso era un
tesoro. Era vagamente consciente de que aquí no tenía valor, pero tenía que
tenerlo porque estaba en un constante estado de shock al poder comprar tan
barato todo esto. Pidió que fuera indulgente. Sólo quería pasar esa etapa de su
vida, ese periodo de ajuste. Bien, dije. Luego me llevó a comprar un coche. Al
final del día, él era el orgulloso propietario de tres coches usados que apenas
andaban.
En Rusia había aprendido a quedarse con todo lo que
encontraba porque había escasez de todo. No era el único. Toda la sociedad
tenía ese sentimiento de valoración. No funcionaba un mercado libre, así que
nadie podía estar seguro de nada. El socialismo llevó a la escasez y la
pobreza: una receta perfecta para un materialismo rampante.
Ahora me doy cuenta de que teníamos más en común de lo que
yo pensaba entonces. La única diferencia entre nosotros era en qué
acumulábamos. Su pasión era lo que yo consideraba basura. Mi pasión eran los
documentos: papeles, revistas y libros. Él pensaba en todo eso como bienes de
lujo que podían dejarse de lado hasta que arreglara lo esencial para la vida.
Lo que teníamos en común era la suposición de que teníamos
que poseer físicamente lo que valorábamos. Ambos éramos carroñeros desesperados
del mundo físico. Esto es lo que ha cambiado y todo en sólo diez años
aproximadamente. Lo digital nos aleja de las limitaciones. Ha convertido
grandes áreas de la vida normal en ese mágico reino que hace que desaparezca la
escasez. Ahora si tengo un documento, puedo seguir teniéndolo incluso aunque lo
divulgue por el globo para que tengan la oportunidad de consumirlo exactamente
de la misma forma que yo, haciendo cientos, miles y millones de copias de la
misma cosa en segundos. Lo mismo pasa con cualquier tipo de información: bases
de datos, video, audio e imágenes.
Ninguna reflexión sobre esto puede dejar de atribuir a la
economía de mercado lo que nos ha ocurrido. A pesar de todos los intentos de
los gobiernos por dificultarlo, el universo digital como lo conocemos lo ha
creado la economía de mercado, lo que equivale a decir un mundo construido por
elecciones humanas, emprendimiento y servicio entre la gente.
El socialismo trató de hacer desaparecer la escasez mediante
decreto del gobierno y sólo acabó creando una enorme escasez que extendió la
miseria y la muerte. El capitalismo buscó desatar los espíritus cooperativos y
competitivos de la persona humana y acabó aboliendo la escasez en las cosas más
valiosas de la vida.
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Jeffrey Tucker es editor de Mises.org.