Por Christopher Westley. (Publicado el 3 de marzo de 2010)
Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí
http://mises.org/daily/4122.
No siempre es fácil llegar a un vuelo matinal. Haces el
equipaje la noche anterior, con un ojo puesto en prepararte para las barreras
de seguridad y logística que debes cruzar antes de llegar al avión.
Líquidos y geles en bolsa de plástico de un cuarto. ¿Pero
qué líquidos? ¿Alguien se quedaría con mi líquido de limpieza de lentes de
contacto por ser demasiado grande su envase? Además están las bolsas que ya no
puedes llevar en el avión. ¿Qué llevar? Si sólo vuelas de vez en cuando, esos
detalles son fáciles de olvidar.
Es aún más duro cuando tu aeropuerto está en una zona
horaria más temprana y a dos horas de carretera, una molestia que se traduce en
una hora perdida de sueño que dan por sentado los afortunados habitantes de la
zona horaria del aeropuerto.
El conductor de la lanzadera del estacionamiento procede
(invariablemente) de un país del tercer mundo, educado y servicial y
verdaderamente agradecido por su trabajo. La vida moderna se desmoronaría si se
declararan ilegales demasiados trabajos de baja calificación como el suyo.
(Pero eso es en la práctica lo que hace el Congreso siempre que aumenta el
salario mínimo). Entretanto, los siempre crecientes programas federales que
pretenden aumentar cada año el número de graduados universitarios están creando
lo que el premio Nobel F.A. Hayek calificaría como una mala inversión en
capital humano.
Vemos hoy esas malas inversiones cuando los graduados
universitarios aceptan puestos de trabajo que habrían obtenido en todo caso si
hubieran evitado la universidad y hubieran entrado en el mercado laboral a los
18 años. Esas personas empiezan su vida adulta repletos de deudas y malas
sensaciones que no podrían percibirse en mi conductor de lanzadera haitiano. En
comparación, parece bastante libre.
Una vez en el aeropuerto, está el espinoso asunto de la
seguridad de la navegación: zapatos, portátiles, cinturones, monedas, joyas,
pelusas del bolsillo: todo se arroja a cubetas grises llenas de gérmenes y
empujadas a través de la máquina de rayos X y nos quejamos porque queremos
desesperadamente llegar al Punto B.
Es una maravilla que el sistema funcione a pesar de estas y
otras incontables intervenciones en el derecho natural a viajar. Pensemos en
los numerosos problemas de coordinación que se resuelven diariamente en los
principales aeropuertos del mundo.
Mi vuelo es un pequeño microcosmos. Despega a las 9:44 e la
mañana y llega al destino a las 11:33. Mi avión empieza el día en Milwaukee,
una ciudad del Medio Oeste prácticamente en el otro extremo del país. Acabaría
el día en Washington después de hacer escalas en Atlanta y Fort Myers. Y éste
es sólo uno de los cientos de aviones operados ese día en ese aeropuerto.
Antes de embarcar, el avión ha sido cargado y descargado con
comida y bebida, combustible y basura, limpiadores y mecánicos. El piloto,
copiloto y azafatas se han cambiado por otros. Al fijar sus planificaciones, la
línea aérea debe considerar el tiempo necesario para desplazar el avión, algo
que varía de aeropuerto a aeropuerto. Mi avión rodó durante lo que parecieron
como 25 minutos, pero cuando estuvo por fin en el aire, los cálculos complejos
ayudaron a llegar a la hora prevista.
Multipliquemos esto por centenares de vuelos a la hora yendo
en todas direcciones y consideremos la coordinación de una gran cantidad
descentralizada de trabajadores conectada de alguna forma con el aeropuerto,
sin contar con los clientes que pagan y cuyo deseo de volar justifica toda la
actividad. ¿Como se consigue todo esto?
Esto ocurre a pesar del estado o su supervisión, no importa
lo que no digan nuestros ministros de transporte. Hay una razón para que los
países del bloque del Este fueran más conocidos por la destreza de sus
gimnastas olímpicas que por el atractivo de sus aeropuertos.
Funciona por la interacción entre derechos de propiedad y
precios. Los derechos de propiedad, cuando están bien definidos y protegidos,
crean incentivos a los propietarios con intereses para utilizar los recursos en
distintas forman que promueven el bien social.
Los precios de mercado llevan a los propietarios a asignar
recursos en diferentes formas: salarios para los pilotos, encaragdos de los
equipajes, mecánicos de aviones y camareros del aeropuerto; préstamos para
financiar instalaciones, aeropuerto e incluso aviones de aprendizaje; máquinas
de escaneo de billetes y baños automáticos e incluso las galletas que te sirven
una vez en vuelo. Ningún zar podría llevar a cabo tan asombrosa proeza de
coordinación y aún así ocurre todos los días.
Es verdad, hay fallos, pero son tan raros que hacen que
cuando ocurren sean la historia de portada de las noticias de la tarde. A pesar
del control estatal de tantos aspectos de la aviación comercial moderna, llegué
a mi destino sin problemas y con la ayuda de miles de personas que no conozco.
Lo que es notable es que esto siga siendo considerado aún por tantos como algo
nada notable.
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Christopher Westley es investigador adjunto en el Instituto
Mises. Enseña en la Escuela de Comercio y Administración de Empresas en la
Universidad Estatal de Jacksonville.