Por John Chamberlain. (Publicado el 23 de marzo de 2010)
Traducido del inglés. El artículo original se encuentra
aquí: http://mises.org/daily/4196.
[Extraído del prólogo de The Roots of
Capitalism]
En 1776 se publicó por primera vez La riqueza de las
naciones, de Adam Smith, un tratado de economía que derivó de la
preocupación del autor escocés por los problemas más amplios del libre albedrío
como base de una filosofía moral.
Ese mismo año, Thomas Jefferson, un hombre cuya predilección
por el libre albedrío le había dota de múltiples cualidades (podía “calcular
una elipse, medir un terreno, cerrar una arteria, proyectar un edificio,
defender una causa, agotar un caballo, bailar un minué y tocar el violín”), se
retiró durante diecisiete días a una habitación superior en una casa de
ladrillo en Filadelfia y escribió la Declaración de Independencia.
Entre los dos acontecimientos hubo algo más que una relación
casual de coincidencia. Cada documento era el resumen de una época, el
destilado de lo que cientos de personas habían estado pensando y diciendo,
normalmente de una forma considerablemente menos feliz. Ambas vinieron del
mismo “semillero”, los quince años que pasaron entre el fin de la Guerra de los
Siete Años (o Guerra Franco-india, como se conoció el conflicto en Estados
Unidos) y un desafío abierto de los esfuerzos de un rey “planificador”, Jorge
III, por rehacer el mundo con una imagen de planificador mercantil.
Cada uno a su manera completó el pensamiento de John Locke,
el filósofo libertario de la Revolución Inglesa de 1688. Pero la conexión
verdaderamente importante entre los dos documentos está en el futuro, no en el
pasado.
Uno era un programa económico profético, no sin defectos,
para el vasto torrente de energía humana que iba a crear el mundo moderno, el
otro era una mera garantía de que el programa podía hacerse palpable dentro del
espacio físico creciente de un nuevo continente.
Cuando Adam Smith (un hombre afable, profesoral, curioso y
distraído) estaba expandiendo sus lecciones magistrales en un libro entre 1759
y 1776, era optimista respecto del futuro, tanto de su propia ciencia
incipiente de la economía política y de lo que aún eran las colonias británicas
de Norteamérica.
En un escrito de la primavera de 1776 hablaba de los
“últimos” disturbios en ultramar como si fueran a resolverse en breve. A pesar
de las predilecciones “planificadoras” de Jorge III, la Constitución Británica,
enmendada por varios otorgamientos de libertades a lo largo de siglos, parecía
permanecer como eterno guardián de los derechos inmemoriales de los ingleses.
Al especular sobre las causas morales y mentales de la
“opulencia” o decadencia en diferentes sociedades, Smith había dicho:
“La diferencia entre el genio de
la constitución británica que protege y gobierna Norteamérica y el de la
compañía mercantil que oprime y domina en la Indias Orientales, quizá no pueda
ejemplificarse mejor que por el diferente estado de esos países”.
Aún así, incluso cuando estaba escribiendo Smith los
intentos de contrarrevolución de los nobles contra las libertades inglesas
estaban cobrando velocidad. La contrarrevolución estaba encarnada en la peor de
las amenazas al espíritu humano, un ejecutivo con un complejo de “déjame a mí”.
(Es esa gente de la que dicen los chinos: “Un gran hombre es una calamidad
pública”.
El rey Jorge III, el primero de los monarcas de la Casa de
Hannover nacido en suelo británico, llegó al trono al final de las guerras con
Francis de mitad de siglo con el famoso “Jorge, sé un rey”, de su madre
resonando en sus oídos. Joven (tenía
sólo 22 años), guapo, moral y correcto, disfrutaba de la honrada vida del campo
(cultivaba nabos), resolvió desde el principio no hacer a su pueblo sino el
bien, incluso aunque esto le matara.
Ese purismo fue un intento de revivir el espíritu de los
reyes Estuardo y hacía tiempo que Inglaterra tenía bastante. Durante una
generación, el reino fue gobernado por los grandes terratenientes whigs, que
creían en una inteligente laxitud.
Los whigs estaban ligados al terreno de los condados, pero
también estaban interesados en sus alianzas con todas las nuevas fuerzas que
constituían un conjunto de las energías liberadas de científicos, mecánicos,
vendedores, oportunistas comerciales y aventureros de ultramar. Lo whigs no
dudaron en corromper al parlamento para abrirse paso, pero era la creación, no
la coerción, por lo que querían abrir camino.
Entretanto, los dos primeros Jorge de Hannover dejaron que
se moviera el mundo inglés, prefiriendo disfrutar en sus territorios
ancestrales de Alemania a reinar estando presentes en Londres.
Bajo los whigs, Inglaterra prosperó, el nivel de vida
aumentó y la nación ganó sus batallas. Pero Jorge III, un perfeccionista, había
leído a su Bolingbroke y absorbido la idea de que un rey debería estar por
encima de las facciones y los partidos, lo que en una Inglaterra que dependía
del parlamento, significaba corromper o intimidar a una mayoría al antojo real.
Durante el reinado de Jorge III se intentó, mediante un
cambio en la Ley de Pobres, legislar
un salario básico para todo hombre o mujer, incapacitado o no, sin requerir
ninguna prueba. El resultado fue dividir Inglaterra, no en las “dos naciones”
de ricos y pobres de Disraeli, sino en trabajadores y zánganos.
Antes de la asunción al trono de Jorge III, Inglaterra había
aceptado externamente la teoría mercantilista de que el estado prosperaba
obteniendo oro, no bienes, y licenciando a unos pocos favorecidos para hacer
negocios en ultramar con el ojo puesto en el engrandecimiento de un círculo
cortesano.
Pero, como decía un chiste popular, Inglaterra no era tanto
un estado mercantilista como “una porción de tierra rodeada completamente por
contrabandistas”.
Incluso los ministros de la Corona, aunque habían jurado
respetar las leyes, no estaban exentos del contrabando: cuando era canciller
del Tesoro, Sir Robert Walpole, el líder de los whigs, traía encajes de
contrabando de Holanda y antes como procurador había usado descaradamente una
lancha del Almirantazgo para evitar que sus vinos pasaran la aduana. De hecho,
Sir Robert tenía a su contrabandista amigo, un rudo capitán de navío que
esperaba periódicamente a las puertas de Houghton, la propiedad de Walpole en
el campo, para ajustar sus cuentas.
También las colonias Norteamericanas habían hecho del
contrabando un arte. Los colonos ignoraban la Actas de la Melaza, atraían a los
barcos guardacostas británicos a los bajíos, donde embarrancaban y comerciaban
dentro y fuera del Caribe por ron y azúcar con gran libertad.
El nivel de vida en Norteamérica aumentaba cada vez se
engañaba a un agente del rey: un impuesto evitado. Los salarios eran altos en
Nueva York, le dinero daba buenos intereses y aún así las necesidades de la
vida eran baratas. Adm Smith decía en 1776: “El precio de las provisiones es en
todas partes de Norteamérica muy inferior al de Inglaterra. Allí no se ha
conocido nunca la escasez”.
América lo estaba haciendo muy bien, gracias, sin ningún
plan quinquenal de un déspota benevolente o ilustrado y una vez que la amenaza
de los franceses se había eliminado por los éxitos británicos y coloniales en
Canadá durante la Guerra Franco-india, parecía haber menos razones que nunca
acabar con cualquier sinsentido que violara los derechos inmemoriales de los
ingleses en la orillas de Norteamérica.
Fue en este momento, como a veces se nos recuerda el 4 de
julio, cuando Jorge III se hizo particularmente rígido en sus relaciones con
los ingleses de ultramar. Primero apareció el Impuesto del Sello, un pequeño
impuesto a los documentos legales coloniales pensado para obtener dinero para
mantener tropas británicas en América.
Aunque el Impuesto del Sello era una nonada, los colonos
protestaron por ése, pues era el mismo “impuesto sin representación” que había
levantado a sus padres contra los Estuardo y ayudado a la causa de la
colonización de Nueva Inglaterra en sus inicios. El impuesto se derogó, pero
después iban a llegar leyes aún más detestables (el impuesto del té, por
ejemplo).
Cuando finalmente los colonos se alzaron en resistencia,
luego en rebelión, Horace Walpole expresó su temor de que si Jorge III llegara
a obtener una victoria en su guerra americana, la consecuencia serían las
cadenas para los ingleses en la metrópoli.
Sir Edmund Burke, Pitt el Viejo y otros grandes whigs
tomaron partido más o menos abiertamente por los americanos: no sin razón
sentían que los colonos, al rebelarse, estaban defendiendo las libertades de
los ingleses de Londres, Leeds, Sheffield y de todas partes.
Jorge III fracasó en su manía de reavivar el despotismo
benevolente en Inglaterra. Fracasó principalmente porque fue derrotado por los
colonos en América. Las energías propias de su edad, expresadas en su
autosuficiencia individual, estaban en su contra.
Sin embargo, la “libertad natural” de Adam Smith (o la
“sociedad natural” de Edmund Burke) no prevaleció sin previas luchas y sin que
los límites de la precaución mercantilista se rompieran en Inglaterra. Y fue
sólo después de considerables penalidades como la Declaración de Independencia
de Thomas Jefferson (que “todos los hombres son creados iguales, que están
dotados (…) de ciertos derechos inalienables”) se transmutó en la Constitución
de los Estados Unidos, que dice que la vida, la libertad y la propiedad no se
se tocarán sin un proceso legal apropiado.
Smith tuvo que esperar a los lentos procesos de la
tecnología, los efectos de diversión de las guerras napoleónicas y el colapso
de los mercados tras las guerras, antes de que las energía para las que había
diseñado su plan pudiera desarrollarse y obligar a permitir la libertad en el
ámbito económico. Y su revolución difícilmente hubiera tenido lugar en una
Norteamérica colonial dedicada principalmente a la agricultura.
Pero el espacio físico estaba allí, en América: no había
leyes feudales molestas ni instituciones que impidieran la libre transferencia
de propiedades y, gracias a los Fundadores, el requisito de libertad en la
federación iba a llegar pronto.
Todas las categorías e instituciones del capitalismo (que es
la expresión económica de la ética que dice que un hombre debe ser libre de
elegir entre alternativas de bien y mal si su vida ha de tener un sentido
cristiano) están presentes en La riqueza de las naciones.
En la América de la Declaración de Thomas Jefferson estas
categorías e instituciones iban a tener la oportunidad que nunca iban a
conseguir en su restringido hogar inglés.
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John Chamberlain (1903-1995) fue un periodista
estadounidense, autor de libros sobre capitalismo y considerado como “uno de
los más relevantes críticos literarios de Estados Unidos”. Influenciado por
Albert Jay Nock , atribuyó a las escritoras Ayn Rand, Isabel Patterson y Rose
Wilder Lane su “conversión” a lo que llamaba “una vieja filosofía
estadounidense” de ideas libertarias. Junto con sus amigos Henry Hazlitt y Max
Eastman ayudó a promocionar el trabajo de F.A. Hayek escribiendo el prólogo a
la primera edición estadounidense de Camino
de servidumbre en 1944. En 1946, Leonard Read, de la Foundation for
Economic Education, fundó una revista sobre libre mercado llamada The
Freeman, recuperando el nombre de una publicación que había dirigido Albert
Jay Nock. Sus primeros directores incluyeron a Chamberlain y Herny Hazlitt.
Después de cesar como director, Chamberlain continuó con su columna periódica
para la revista, "A Reviewer’s Notebook".
Este artículo se ha extraído del prólogo de The Roots of
Capitalism, pp. 1–5.