Prosperidad frente a paz

Por Michael A. Heilperin (Publicado el 1 de junio de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4329.

[Este artículo está extraído de Studies in Economic Nationalism.Se publicó originalmente en Conflicts of Power in Modern Culture: Seventh Symposium of the Conference of Science, Philosophy, and Religion (Nueva York, 1947)]

 

Ha madurado otra nueva falacia económica en el curso de la última década prebélica y ésta amenaza con trastocar la futura paz en el mundo. Esta falacia consiste en decir que la prosperidad nacional de un país depende, esencialmente, de una planificación centralizada de su vida económica. Quienes defienden este punto de vista normalmente confunden el pleno empleo con la prosperidad y ponen el problema en términos del primero en lugar del segundo objetivo.

En principio no se oponen al comercio internacional o a medidas que podrían mejorar las relaciones económicas internacionales. Sin embargo afirman que mientras que la economía mundial sea inestable, el país puede servir mejor a sus propios intereses y los del resto del mundo realizando su propio programa de pleno empleo. A menudo continúan diciendo que con que cada país adoptara un programa de pleno empleo adecuado a sus circunstancias particulares, se daría un gran paso adelante en el camino hacia la estabilidad económica mundial.

Argumentan que la mayor fuente de barreras al comercio mundial se encuentra en las depresiones y el miedo a las depresiones: si se eliminaran esos temores con medidas apropiadas de planificación nacional, sería mucho más fácil para un país echar abajo barreras a las importaciones, pues dichas importaciones ya no interferirían en la estabilidad económica nacional. La mayoría de estos portavoces no están dispuestos a aceptar ninguna limitación en la libertad de acción nacional en la planificación del pleno empleo.

La doctrina resumida en los párrafos anteriores puede atribuirse a muchos escritores contemporáneos. Su principal patrocinador intelectual ha sido indudablemente John Maynard (luego Lord) Keynes. En su Tratado sobre la Reforma Monetaria, publicado en 1923,  Keynes destacaba el conflicto que, en su opinión, existía entre la estabilidad monetaria interna e internacional y da su influyente voto a favor de la primera.

Cambiando de los asuntos económicos monetarios a los generales, en 1933 defendió la causa de la autosuficiente nacional. En su última gran obra, que iba a convertirse en el vademécum de los “keynesianos”, lanzó otro vigoroso ataque contra el comercio mundial. “Si las naciones pueden aprender”, escribía, “a proporcionarse pleno empleo por su política doméstica (…) no hace falta calcular una fuerza económica importante para fijar el interés de un país frente a los de sus vecinos”.[1]

Ciento treinta y seis años antes había aparecido otro libro que ligaba autosuficiencia y paz. Fue El estado comercial cerrado, de Johann Gottlieb Fichte, el filósofo alemán y primer rector de la Universidad de Berlín. Sin embargo, Fichte entendía que la países individuales tendrían que expandir su territorio y, por tanto, ir a la guerra para conseguir la autosuficiencia, mientras que Keynes ni siquiera pensaba que el hermoso fruto de la autosuficiencia nacional, que describía tan elogiosamente ocultaba el feo y venenoso gusano de la guerra.

Por el contrario, estaba obsesionado con la falsa idea de que, en el pasado, el comercio internacional había sido fuente de guerras. Si las naciones pudieran conseguir el pleno empleo con su política nacional, argumentaba,

Ya no habría un motivo de presión por el que un país necesite obligar a aceptar sus mercancías en otro. (…) El comercio internacional dejaría de ser lo que es, es decir, un recurso desesperado para mantener el empleo doméstico obligando a vender en mercados extranjeros y restringiendo las compras (…) sino un intercambio voluntario y sin impedimentos de bienes y servicios en condiciones de mutuas ventajas.[2]

Esta concepción de las relaciones económicas internacionales se basa en varios malentendidos: su resultado final es una intensificación del nacionalismo económico. De hecho, puede decirse que al imponer una perspectiva defectuosa del problema de la prosperidad nacional, esas doctrinas nos llevan inevitablemente a una conclusión que sin duda sus autores serían los primeros en repudiar y que es que la prosperidad y la paz son objetivos contradictorios, que la búsqueda de la primera pone en riesgo la segunda y que la humanidad sólo puede ser próspera en un mundo que viva bajo la sombra de la guerra.

Aún así, las opiniones de Keynes fueron adoptadas por seguidores en todo el mundo. En Estados Unidos, p. ej., el Profesor Alvin H. Hansen de Harvard propone la visión de que si todos los países garantizaran el pleno empleo en el interior, estaríamos listos para una liberalización del comercio extranjero. La principal contribución de Estados Unidos a la prosperidad del mundo, argumenta, es mantener el pleno empleo doméstico.[3]

Nadie estaría en desacuerdo con la afirmación de que el mundo no puede ser próspero salvo que los Estados Unidos sean prósperos y que una depresión económica estadounidense supondría una sombra para dicha prosperidad del mundo. Pero aparece la cuestión: ¿qué mas es necesario por parte de Estados Unidos para promover la prosperidad mundial aparte de ser prósperos ellos mismos?

En realidad, como demostraría un estudio cuidadoso de  la crisis de 1929, los factores causales subyacentes de esa crisis no estuvieron todos localizados dentro de los Estados Unidos sino que estaban muy extendidos en toda la economía mundial. El hecho de que la prosperidad estadounidense en los años que precedieron al crash viniera acompañada por una creciente precariedad del equilibrio económico internacional hizo que la depresión, cuando llegó, fuera peor tanto para este país como para el resto del mundo de lo que habría sido, si los Estados Unidos hubieran importado sustancialmente más durante los veinte y prestado bastante menos, especialmente a corto plazo.

En resumen, una concepción adecuada de las relaciones entre la prosperidad estadounidense y la del resto del mundo las pondría en una relación de mutua dependencia en lugar de implicar que sea necesaria para el bienestar del mundo la planificación del pleno empleo, independientemente de la forma que tome.

La noción keynesiana de prosperidad atribuye una excesiva importancia al nivel de empleo frente al nivel de vida. El “pleno empleo” (sea lo que sea lo que pueda significar estadísticamente ese ambiguo término) puede obtenerse en distintos niveles de bienestar y dentro de varios tipos de organizaciones sociales. Podemos tener pleno empleo en una sociedad esclavista en la que la mayoría de la gente viva a un nivel de subsistencia y podemos tener pleno empleo en una sociedad libre en la que la gente disfrute de niveles de vida altos y crecientes.

Si no fuera por el aparentemente indestructible espectro del desempleo masivo de los años treinta, nos habríamos dado cuenta de que la libertad política y el bienestar económico, en lugar del pleno empleo, son los objetivos reales de nuestra búsqueda.

Es verdad que en una economía próspera hay suficientes oportunidades de empleo para todos los hombres y mujeres dispuestos y capaces de trabajar. Pero una economía en la que haya pleno empleo no tiene que ser necesariamente próspera. Si la división internacional del trabajo es una fuente de prosperidad y bienestar, entonces su cese reduce la prosperidad nacional por debajo del nivel que podría haber alcanzado en caso contrario. Y desde los tiempos de Adam Smith, los economistas y sus lectores se han hecho cada vez más conscientes de la conexión entre la división del trabajo y el crecimiento de los niveles de vida.

La riqueza de las naciones resultó una bomba de tiempo, que varias décadas después de su publicación destrozó la existencia de controles y restricciones sobre comercio internacional que Inglaterra heredó del periodo mercantilista y que se habían convertido en un serio obstáculo para su crecimiento económico. Ciento setenta años después de la publicación de la inmortal obra de Adam Smith, la obra magna de Keynes dedicaba muchas páginas a un intento brillante, aunque no convincente, de rehabilitar el mercantilismo, mostrando que sus defensores eran en realidad hombres con amplias miras de quienes podía aprenderse mucho que era de gran valor en nuestros días.

Esta “rehabilitación” keynesiana de los mercantilistas era un signo de los tiempos. Porque los mercantilistas eran los nacionalistas económicos por excelencia, es decir, subordinaban toda consideración de política económica al desideratum fundamental del poder nacional. El mercantilista fue un periodo de guerras recurrentes y las doctrinas económicas de ese tiempo estaban muy preocupadas por el problema de hacer un país fuerte para la guerra.

Hoy sabemos que el sentimiento político dicta nuestras políticas económicas, que el nacionalismo económico es meramente un aspecto del nacionalismo tout court y que en un mundo dominado y obsesionado con el nacionalismo, las políticas dirigidas hacia mejores relaciones económicas internacionales son como brotes tiernos a merced de fuertes vientos del norte.

Tal vez los mercantilistas no ignoraran la importancia de la división internacional del trabajo como fuente de prosperidad y bienestar. Pero como su preocupación se refería principalmente al poder nacional, prestaron menos atención que nosotros al problema del bienestar nacional. Sin embargo, en la renacimiento mercantilista de nuestros días tenemos una mentira completamente nueva, que consiste en ligar la prosperidad nacional con la planificación del pleno empleo y en minimizar la importancia del comercio exterior.

Se otorga mucha más importancia a la planificación nacional que a la división internacional del trabajo como base del bienestar nacional. Buscar la prosperidad dentro de una economía nacional aislada en lugar de en una economía mundial fuertemente integrada es una falacia que aparece al otorgar una importancia exagerada a los aspectos a corto plazo del problema e ignorar los efectos a largo plazo de estos procesos a corto.

Como ha destacado Henry Hazlitt en su reciente libro, La economía en una lección, la mayoría de las falacias económicas se deben a esa ignorancia de ver los procesos económicos a largo plazo. Lo que nuestros neomercantilistas, mirando a corto, normalmente ofrecen como alternativa es pleno empleo interno con comercio exterior limitado frente a comercio internacional más libre ligado al desempleo interno. Al hacerlo, llegan a conclusiones falsas a partir de la evidencia histórica que nos antecede.

En particular, tienden a confundir los intentos desesperados de los años treinta de luchar contra el desempleo promoviendo las exportaciones mientras se rebajaban las importaciones con las operaciones normales del comercio internacional. Pero las políticas de “pauperizar a mi vecino” de los años de la depresión fueron en sí mismas una consecuencia del nacionalismo de los años veinte y del fracaso en lograr en los años treinta suficiente colaboración internacional para desarrollar políticas conjuntas para luchar contra las depresiones. El efecto de los métodos nacionalistas de curar la depresión nacional fue aumentar los obstáculos al comercio internacional, precipitar una mayor desintegración de la economía mundial y poner la vida económica de todos los países en una situación muy incierta.

La desintegración de la economía mundial, lejos de atribuirla al nacionalismo económico, fue así empleada por los neomercantilistas para justificar la adopción de políticas aún más nacionalistas. En una economía mundial desorganizada, parecía como si cada país tuviera su “propio” ciclo económico, cuya eliminación era el objetivo adecuado de la política nacional.

Las políticas de planificación nacional tuvieron el efecto de alterar las relaciones entre la economía del país y las corrientes de la economía mundial. En consecuencia, ganó cada vez más aceptación la idea equivocada de que el ciclo económico es un fenómeno nacional y de que un país puede preservar mejor su prosperidad aislándose frente a las negativas perturbaciones originadas en el extranjero. Así, la prosperidad llegó a considerarse una virtud nacional y la depresión un defecto importado.

Considerando que la teoría económica demuestra claramente las conexiones orgánicas que existen entre las fases alcista y bajista de un ciclo económico, esta disociación política de la prosperidad y la depresión nos choca como algo sin sentido. A pesar de todo, ha ejercido una profunda influencia en el desarrollo de la política económica y la discusión teórica.

Lo que ha hecho diferente en nuestro tiempo la relación entre nacionalismo e internacionalismo de lo que ha sido en el pasado es la aparición del colectivismo. En sus distintas formas, el colectivismo representa un control creciente del gobierno nacional sobre la actividad económica del país. Ese colectivismo promete prosperidad mediante la planificación centralizada. Sin embargo, como el gobierno nacional sólo puede planificar la actividad económica (y nacionalizar recursos e industrias) dentro de las fronteras del estado, las relaciones internacionales se ven inevitablemente subordinadas a los planes nacionales. De ahí la impaciencia con las relaciones internacionales evidenciada por los colectivistas.

Así, el colectivismo promueve al segregación de países entre sí: destaca la importancia de las fronteras nacionales. De hecho, vuelve ha hacer razonable la expansión territorial porque en un área más grande hay más recursos y más posibilidad de planificación. Así que el colectivismo nos aleja cada vez más del tipo de mundo imaginado por los pensadores liberales de los siglos XIX y XX: un mundo en el que las fronteras mundiales se convertirían gradualmente en meras divisiones administrativas, un mundo de libre comercio, libre movimiento de capitales y libre emigración, en mundo en que tanto la paz como la prosperidad serían indivisibles y mostraría una acción común para toda la humanidad.

Un mundo así parece hoy más alejado del ámbito de las realizaciones prácticas de lo que fue en tiempos de Richard Cobden. Pero mientras que Cobden, sus predecesores y seguidores, todos inspirados por La riqueza de las naciones, se dieron cuenta de que el mismo camino llevaba a la prosperidad y a la paz, los autores colectivistas y neomercantilistas de hoy buscan la prosperidad por un camino que necesariamente nos va alejando de la paz. Sólo un cambio de política, un retorno a las ideas de Smith, nos puede salvar de una mayor exacerbación del nacionalismo económico.

 

 

Michael Heilperin nació en 1909 en Varsovia, Polonia. Fue amigo y colega de Ludwig von Mises en Ginebra y su especialidad fue el sistema monetario internacional. Aplicó la teoría austriaca del ciclo económico junto con su conocimiento de la balanza de pagos para alertar contra el auge del nacionalismo monetario.

Este artículo está extraído de Studies in Economic Nationalism.Se publicó originalmente en Conflicts of Power in Modern Culture: Seventh Symposium of the Conference of Science, Philosophy, and Religion (Nueva York, 1947).



[1] John Maynard Keynes, Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero.

[2] Ibid.

[3] Ver Alvin Harvey Hansen, America's Role in the World Economy (Nueva York: W.W. Norton & Co., 1945).

Published Wed, Jun 2 2010 12:00 PM by euribe