Jefferson contra Hamilton: Demasiado manso, demasiado tarde

Por Albert Jay Nock. (Publicado el 22 de abril de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4274.

[Este artículo se ha extraído del capítulo 5 de Jefferson, de Albert Jay Nock]

                             

El debate sobre la financiación y la asunción [del los estados de la deuda de la Guerra de Independencia] estaba en su punto más alto cuando Jefferson entró en el gabinete. Había relativamente pocos problemas acerca de la financiación, pero la asunción estaba arrastrando la quilla: fracasó en la Cámara, pero la restauró el Senado y la devolvió a la Cámara para su reconsideración.

“Acudiendo un día a ver al Presidente”, escribía Jefferson en una carta privada dos años más tarde,

Me encontré con Hamilton mientras me acercaba a su puerta. Se le veía sombrío, demacrado abatido de una forma indescriptible, incluso su ropa era burda y descuidada. Me pidió hablar conmigo.[1]

Paseó con Jefferson arriba y abajo delante a la casa del presidente durante media hora, pidiéndole que usara su influencia con los miembros virginianos a favor de la asunción. Lo expuso como necesario para preservar la Unión y bastante sinceramente; había mucha verdad en lo que dijo. Nueva Inglaterra, que comprendía los principales estados acreedores, esta en disposición de sostener la amenaza de secesión sobre el resto del país, como realmente hizo a intervalos durante muchos años.

Jefferson, sabiendo, como escribió al Dr. [George] Gilmer, que “la cuestión había creado mayores animosidades de las que yo había visto nunca tener lugar en ocasión alguna” se vio muy impresionado por las explicaciones de Hamilton.[2] Si fracasaba completamente la asunción, podía ver que el fracaso podría acumularse a “algo muy similar a una disolución del gobierno”.

No tenía ninguna repugnancia sentimental a la idea de la secesión. Al final de su primer mandato presidencial, escribió francamente a Dr. Joseph Priestley que “El que nos mantengamos en una confederación o nos rompamos en confederaciones del Atlántico y del Mississippi, creo que no es muy importante para la felicidad de cada parte”. Si ahora “difícilmente podría contemplar una maldad más incalculable que la ruptura de Unión en dos o más partes”,[3] o si condenaba con indignación “las maquinaciones de parricidas que habían actuado para poner en peligro la Unión de estos Estados”,[4] era a causa de su constante temor a que el país fuera capturado por partes por “las combinaciones saqueadoras del viejo mundo”.[5]

Debía admitirse de alguna forma l asunción, pero como dijo al presidente Washington, esperaba que se “hiciera de una forma justa, asumiendo los acreedores de cada Estado en proporción al censo, de forma que el Estado se viera exonerado respecto de sus acreedores en la proporción en que había tenido que contribuir a la asunción”.[6] No podía decir más. La formulación de los términos se hacía en el departamento de Hamilton, no en el suyo, y aunque sentía una instintiva disconformidad con los términos de Hamilton, sabía que él mismo era “realmente extraño a todo el asunto”.[7] Además, se sentía bastante incompetente es general en asuntos económicos: había escrito ingenuamente al Consejo del Tesoro desde París en 1785 que era “muy ajenos a mi talento”.[8]

Sin embargo, respecto del asunto práctico de realizar las asunciones, vio que debía hacerse una negociación política, no podía ser de otra manera. El quid pro quo era la ubicación de la capital nacional. Los miembros de los estados intermedios querían la capital en Filadelfia o Baltimore y les era indiferente la asunción, salvo como elemento de negociación con “los estados del este, a los que les importaba mucho”.[9]

Después de escuchar a Madison y Hamilton sobre el particular en su propia mesa en la cena de día siguiente en que Hamilton le había abordado en la calle, Jefferson decidió que “lo menos malo que se podía hacer”[10] era dejar hacer a Hamilton a condición de que la capital se estableciera en Georgetown, junto al Potomac. Si debía haber una negociación, bien podría ser una de la que el productor, igual que el especulador (especialmente el productor de Virginia y el medio oeste), obtuviera algo. Había escrito el año anterior a Washington que consideraba la unión de los ríos Ohio y Potomac por el proyectado canal del Potomac, como

Uno de los enlaces de comunicación más sólidos entre los lados este y oeste de nuestra confederación. Además promoverá el comercio de Virginia, en particular, en todas las partes superiores del Ohio y su cuenca.[11]

A la vista de esto, ahora pensaba que poner la capital a los pies del canal tendería a “vivificar nuestra agricultura y comercio”.[12]

Así que Jefferson hizo lo que después calificó, con cierta exageración, el mayor error político de su vida. Realmente lo que hiciera o no en ese lugar fue de poca consecuencia política para el asunto importante: que los intereses económicos debían controlar el gobierno de Estados Unidos. Simplemente no vio el objetivo del plan de Hamilton: debe decirse que Hamilton tampoco lo veía claramente, excepto a través de su instinto.

Cuando uno examina esta colisión de artes de gobernar, quizá le sorprenda más la rapidez con que los instintos de uno superan invariablemente su propia interpretación de los mismos. Ambos hombres representaban un interés de clase económico en el gobierno: en cualquier empleo adecuado del término, Jefferson parece haber sido sólo un poco más demócrata teórico que Hamilton. Considerarle un demócrata teórico o doctrinario es despreciar las incoherencias más inadmisibles, tanto en sus actos públicos como en sus expresiones de teoría del gobierno, inconsistencias que se resuelven inmediatamente cuando se le considera como representante de un interés de clase económica.

Defendía el control del gobierno por la clase productora, o lo que es lo mismo, por la inmensa mayoría que en toda sociedad aplica trabajo y capital a los recursos naturales para la producción de riqueza. Sus instintos reaccionaban como la acción refleja de un párpado ante algo que amenazara ese interés. El instinto de Hamilton reaccionaba igual de rápidamente ante algo que amenazara con perturbar la preponderación de la clase explotadora, es decir, de la minoría que en toda sociedad de apropia sin indemnización del producto del trabajo de la mayoría.

La explicación intelectual que ambos daban a la operación de su instinto era, sin embargo, tan inadecuada y burda como son invariablemente esas justificaciones. La obsesión de Jefferson con el monarquismo y la anglomanía de Hamilton, por ejemplo, su opinión habitual de él como “encadenado por parcialidades nativas por todo lo ingles”,[13] y de su carácter público como “embrujado y pervertido por el ejemplo británico”,[14] todo esto, aunque sincero, no es más relevante que la propia charla de Hamilton sobre “un afeminado apego a Francia y un afeminado resentimiento contra Gran Bretaña”.[15]

Otros fueron más rápidos que Jefferson en evaluar las implicaciones económicas del sistema fiscal de Hamilton. Entonces la ciencia económica estaba en pañales. Por un extraña coincidencia, Jefferson había estado junto a la cama en su nacimiento en París, conocía a su padres y abuelos, tanto personalmente con por sus escritos y aún así parece que nunca supo bien el tipo de niño que había nacido. Aún diez años antes de morir, remarcaba que la economía tomó la forma de una ciencia

primero a manos de la secta política en Francia llamada los economistas. (…) Primero Quesnay, luego Gournay, Le Frosne, Turgot y Dupont de Nemours (…) marcaron el camino en estos avances.[16]

Pero el tono de su explicación es puramente académico, no mostrando nunca una compresión de la relación vital que la obra de estos hombres supone para e sistema fiscal al que se oponían instintivamente. Tuvo destellos brillantes ocasionales de ideas básicas de economía y de su relación con el gobierno, pero fueron demasiado breves y poco constantes como para ser ilustrativos: sólo empeoraron la oscuridad que les siguió.

Sin embargo, otros aplicaron inmediatamente al sistema de Hamilton un sencillo análisis económico que llegaba al fondo. Ocupándose de la financiación y la asunción, el Representante John Francis Mercer de Maryland, el Representante James Jackson de Georgia y el Senador John Taylor de Virginia descubrieron de inmediato la realidad esencial de que toda esa generosidad con el especulador debe en último término pagarla la producción y que la propuesta de Hamilton era por tanto realmente un embargo inicial necesario de trabajo futuro. Usaron el mismo fundamento de política pública para oponerse a la ley bancaria.

El proyecto bancario era simplemente un monopolio continuo de fondos públicos, recaudados mediante impuestos, por inversores en una corporación semiprivada, o más bien nominalmente semipública pero realmente privada, pues una gran parte del Senado y la Cámara eran inversores que ya se habían beneficiado grandemente por la financiación y la asunción y que realmente se convertirían en accionistas del nuevo banco. Todo esto, insistían, iba a producirse a costa de no indemnizar a la producción.

Un gravamen fiscal para este fin era, de acuerdo con Taylor, una conversión directa de los valores obtenidos trabajo en propiedad obtenida por la ley, detentada por manos que no habían hecho nada por producirlos. “Se hace aparecer gran parte de una anualidad por medio de la ley”, decía Taylor.

Se paga con trabajo, y el trabajo en todos los países recae sobre los pobres. (…) Pero la aristocracia, tan astuta como rapaz, ha conseguido infligir al trabajo un impuesto, trabajando constantemente en su beneficio.[17]

Mercer también había establecido el mismo principio un poco antes. “Todo ingreso público o privado”, declaró, “es una contribución, mediata o inmediata, al trabajo del laborioso granjero o mecánico”.[18]

No parece que la mente de Jefferson se viera my afectada por esta idea esencial de objeción económica al sistema fiscal de Hamilton o que haya seguido en la práctica a quienes la hicieron. A veces habla de forma que recuerda al lenguaje de Taylor y Mercer, pero su precisión en los términos parece más casual que estudiada como, por ejemplo, cuando escribió a John Adams en 1819 protestando contra el sacrificio de “nuestros ciudadanos, su propiedad y su trabajo, víctimas pasivas de los trucos estafadores de banqueros y charlatanes”.[19]

Tenía una opinión clara respecto del sistema de Hamilton, considerado por su aspecto pura ingeniería financiera. “El banco acaba de notificar a su propietarios”, escribió en 1792,

que pueden pedir un dividendo del 10% de su capital por los últimos seis meses. Esto supone un beneficio del 26% anual. Deben olvidarse la agricultura, el comercio y todo lo útil, cuando el empleo inútil de la moneda es tanto más lucrativo.[20]

Ya había escrito a Edmund Pendleton en 1791, en relación con el plan general de Hamilton, que

Aun así el delirio de la especulación es demasiado fuerte como para admitir una reflexión serena. Hay que ver si en un país cuyo capital es demasiado pequeño como para desarrollar su propio comercio, establecer fábricas, erigir edificios, etc., esas sumas deberían retirarse de esos útiles propósitos para emplearlos en jugar.[21]

En relación con la riqueza total del país, estas sumas eran realmente tan enormes que uno puede entender bien una visión aproximada y parcial de sus empleo, excluyendo la teoría económica. Cuando se está produciendo un terremoto, no generalizamos sobre la persistencia de la fuerza. Mercer estimaba que toda la deuda pública, después de la enorme inflación de Hamilton, en “un cuarto del valor total de las propiedades” de los Estados Unidos. Es probablemente una exageración, pero incluso reduciéndola a la mitad podemos imaginar la amenazante predominancia de un solo interés creado igual a un octavo del país. No sorprende que Jefferson se quejara amargamente de que “cuanta más deuda pueda rastrillar Hamilton, más botín para sus mercenarios”.[22]

Lo que está mas claro es que Jefferson veía el efecto político de los esfuerzos de Hamilton por levantar “esas falanges especulativas, dentro y fuera del Congreso, que desde entonces han sido capaces de aprobara leyes para cambiar la complexión política de los Estados Unidos”.[23] Escribió en 1792 al Presidente Washington que

El sistema de Alexander Hamilton deriva de principios enemigos de la libertad y está calculado para socavar y demoler la República creando una influencia de su Departamento sobre los miembros del legislativo. He visto cómo se produce esa influencia y sus primeros frutos son el establecimiento de las grandes líneas de su proyecto mediante los votos de las mismas personas que, habiendo tragado el anzuelo, esperan beneficiarse de sus planes.[24]

Da una vívida imagen del estado de cosas cuando se produjo el primer pulso de la fuerza de Hamilton en el Congreso, en referencia a la ley de financiación y asunción. Cuando se supo qué forma tomaría la ley,

al conocerse esto antes de puertas a dentro que fuera, y especialmente antes que en lugares distantes de la Unión, las bases empezaron a revolverse. Mensajeros y caballos de posta por tierra y naves rápidas por mar volaban en todas direcciones. Se aceptaron  y emplearon miembros activos y agentes en todo Estado, pueblo y barrio del país y este papel se vendió a cinco chelines y a menos por tan poco como dos chelines la libra, antes de que el tenedor supiera que el Congreso ya había previsto su redención a la par. Así que se birlaron sumas inmensas a los pobres e ignorantes. (…) Los hombres así enriquecidos por la habilidad de un líder seguirían por supuesto al jefe que les llevaba a la fortuna y se convertían en los instrumentos entusiastas de todas sus empresas.[25]

Indudablemente su preocupación por los resultados políticos inmediatos del sistema de Hamilton distrajo en buena medida su atención de su economía teórica.  En esto estuvo lejos de ser excepcional. Por un lado, Oliver Wolcott, Jr., uno de los seguidores más interesados de Hamilton, escribía explícitamente que no atribuía importancia a la medida de financiación, salvo como “un ingenio del gobierno” y que “sin la asunción, los propósitos políticos que he enumerado no pueden alcanzarse”.[26]

En el lado contrario, Jackson expuso el paralelismo histórico, tomado de Blackstone, de las razones políticas para crear la deuda nacional británica: “porque se consideraba conveniente crear un nuevo interés, llamado el interés de la moneda, a favor de Príncipe de Orange, en oposición al interés de las tierras, que se suponía que generalmente favorecía al Rey”.[27] Jefferson escribió a Washington, con el mismo fin, que “esto marca exactamente la diferencia entre las opiniones del Coronel Hamilton y las mías, yo querría que la deuda se pagara mañana, él quiere que no se pague nunca, sino que fuera por siempre algo para corromper y manejar al legislativo”.[28] También sobre el proyecto de banco, escribió en retrospectiva, caso 20 años después,

el efecto del sistema de Financiación y de la Asunción sería temporal. Se perdería con las pérdidas de los miembros individuales a los que había enriquecido y tuvieron que inventar una maquinaria de influencias mientras estos mirmidones todavía podían evitar toda oposición. Esa maquinaria fue el Banco de los Estados Unidos.[29]

Luego tal vez naturalmente el memorando oficial de Jefferson sobre la constitucionalidad de la ley del banco no se ocupa de la gran cuestión de la política pública mostrada por los economistas de la medida. Cuando la ley llegó a la firma del presidente, Washington pidió a los cuatro miembros de su gabinete que les dieran cada uno una opinión escrita para su consejo. Hamilton escribió una opinión afirmativa, muy hábil; el General Knox, secretario de guerra, un buen soldado, sin conocimientos de ningún tipo sobre esta materia estuvo de acuerdo con él. Jefferson y Edmund Randolph, el fiscal general, escribieron opiniones negativas.

Jefferson adoptó un punto de vista estrictamente legal, no pasando así al campo de la política pública, aunque era evidente para él. Enumeró los principios legales que contravenía la ley, demolía la doctrina de los “poderes implícitos” del gobierno federal y establecía como fundamental para la Constitución la fórmula de la Décima Enmienda de que “os poderes no delegados a los Estados Unidos por la Constitución, ni prohibidos por ella a los estados, están reservados a los estados o al pueblo”. No fue más allá: era la opinión de un leguleyo, pero tal vez difícilmente pueda calificarse de la de un estadista.

En todo caso, no fue la obra de un hombre deseoso de hacerse el centro de un movimiento popular de insurgencia. Tuvo un efecto curioso en su reputación como hombre público. Esto es, curioso hasta que recordamos la tendencia de que términos originalmente frescos, vívidos y especiales en su significado, se despojen de su significado original y, o degeneren en una mera petrificación, o si no tomen un nuevo contenido diferente. La actitud legalista de Jefferson hacia el sistema fiscal de Hamilton le mostró ante el país como un doctrinario defensor de los derechos de los estados y de una construcción constitucional estricta: sin embargo, no era nada de eso.

Di defensa de ambos fue ocasional. Los intereses de clase le llevaron casi siempre al lado de las unidades políticas más pequeñas contra el frente a la fuerte influencia de las mayores, porque cuanto mayor se el poder de autogobierno local, mejor es en general para el productor y peor para el explotador. Así que estaba muy a menudo a favor de los estados frente a la Unión, de los condados frente al estado, de los pueblos y villas ante el condado y de los derechos privados de todos. Pero en esto estaba lejos de ser un doctrinario: cuando el interés del productor iba en otra dirección, rápidamente cambiaba de bando.

También se mostró poco doctrinario respecto de la construcción de la Constitución. Siempre fue consciente de que la ley, incluso la ley fundamental expresada en la Constitución, es simplemente algo que consigue ser obedecido en parta, y que por tanto una Constitución debe ser, en último término, un dispositivo por el que cualquier cosa puede hacerse que signifique cualquier cosa. “Algunos hombres ven las constituciones con sagrada reverencia”, escribió en su ancianidad, “las consideran la clave de un pacto, demasiado sagrada como para ser tocada”.[30]

Había visto muchas veces cómo se hacían las leyes como para hacerse esas ilusiones, así que su opinión fue siempre práctica:

Ciertamente no defiendo cambios frecuentes y no probados en leyes y constituciones. Creo que es mejor soportar pequeñas imperfecciones, porque una vez conocidas, podemos acomodarnos a ellas y encontrar medios prácticos de corregir sus malos efectos.[31]

Como secretario de estado, en 1792 dijo en una declaración oficial que cuando una frase en la Constitución sea susceptible de tener dos significados, “tendríamos ciertamente que adoptar el que nos produzca las menores molestias”.[32] Aún así, cuando el interés del productor se inclinaba hacia ello, podía resultar, e invariablemente lo era, tan rígido como cualquiera sobre la letra de la ley y por el “significado seguro y honrado contemplado por el pueblo de los Estados Unidos en el momento de su adopción”.[33]

Jefferson siempre tuvo una opinión clara y rotunda de la función del capital como factor en la producción, marcando una clara distinción entre capitalismo y monopolio. No habría entendido una condena del sistema de Hamilton porque fuera capitalista, ni tampoco habría simpatizado con vagos conjuros de una “amenaza del capitalismo” en general:

No puede objetarse a la existencia de bancos de descuento por efectivo, como en el continente europeo (…) Pienso que incluso debería favorecerse permitiéndoles un tipo mayor que el legal en descuentos a corto e irlos disminuyendo en proporción a medida que aumenta el plazo de descuento.[34]

Sin embargo, no sólo no puso objeciones al establecimiento nacional de un banco mercantil, sino que lo defendió. “Debería pedirse a los Estados”, escribía en 1813, “conceder al Gobierno General, al salvo de unos derechos adquiridos, el poder exclusivo de establecer bancos de descuento de papel”.[35] Era contra la característica del monopolio, el elemento del privilegio económico creado por la ley, contra lo que protestaba. En resumen, percibía la diferencia entre el estatus económico del industrial o el banquero mercantil, que emplean capital para empresas productivas, y el banquero que financia y vende embargos que impone un gobierno a través del ejercicio del poder fiscal, sobre productos del trabajo futuro.

 La última de las medidas fiscales de Hamilton fue un arancel proteccionista y aquí de nuevo Jaefferson mostró un sólido instinto que superaba una interpretación económica bastante pedestre. Era un librecambista nato. Durante la Revolución había instado a Franklin, entonces en la corte francesa, a que era aconsejable apoyar el crédito público garantizando “el libre comercio aliándose con algún poder naval capaz de protegerlo”,[36] y en su informe oficial sobre comercio exterior, de 1793, recurre a la misma política de ir paso a paso. “Con que una sola nación iniciara con Estados Unidos este sistema de libre comercio, sería aconsejable realizarlo con esa nación, pues sólo yendo una a una se puede extender a todas”.[37]

Veía al comercio internacional en grandes términos generales de “un intercambio de excedentes para los deseos entre naciones vecinas”. Si pudiera hacerse libre este intercambio, sería un buen estímulo natural para toda la producción: “así se produciría la mayor cantidad posible de esas cosas que contribuyen a la vida y la felicidad humana: las cifras de la humanidad aumentarías y sus condiciones mejorarían”.[38]

Por otro lado, aceptó la doctrina de los aranceles en represalia, aparentemente sin considerar que como arma económica, cualquier forma de arancel, boicot o embargo va más allá de lo que produce y que la mejor razón para un arancel es invariablemente una razón mejor contra uno. Por ejemplo, nunca previó las atroces consecuencias económicas que produjo indirectamente al productor el gran embargo que impuso al país en 1807.

Aunque calificaba correctamente a los impuestos arancelarios como “cargas al consumo”, suponía que los pagaban en origen en lugar de ser repercutidos. También suponía que la fiscalidad debía basarse en la capacidad de pago, en lugar de basándose en las rentas determinadas por el privilegio económico recibido del gobierno. “Los impuestos”, decía, “deberían ser proporcionados a lo que pueda disponer el individuo”.[39]

La teoría fiscal da los Economistas no parece haber agitado su aguda curiosidad. La consideraba una materia académica de poco interés:

Sean los que sean los méritos de su principios fiscales, no sorprende que no hayan prevalecido, no sobre la discutida cuestión de su corrección, sino por no ser aceptables para la gente, de quien debe ser la ley suprema.[40]

De aquí que no sorprende encontrarle aceptando un ingreso arancelario como dispositivo para hacer que los ricos paguen todos los impuestos. Como el gravamen del arancel “recae principalmente sobre los ricos”, escribe al Conde de Mustier en 1790, “es un deseo general hacerles contribuir por todo el dinero que queremos, si es posible”.[41] Esta incapacidad de ver la incidencia real de los impuestos puede decirse que hizo a sus propias medidas fiscales casi tan malas para los productores, a largo plazo, como las de Hamilton.

En su juicio económico sobre el sistema proteccionista, los contemporáneos de Jefferson le superaron de nuevo. Su vecino virginiano, Taylor, parece haber captado el principio fundamental de que en el comercio exterior, como en el interior, los bienes sólo pueden pagarse con bienes o servicios y que el dinero, o cualquier forma de crédito que haga su función, realmente no es el pago, sino meramente un dispositivo para facilitar su intercambio. “La divisa es el medio de intercambiar necesidades”, debe tener bienes por detrás y cualquier medio que tenga la garantía de bienes de respaldo es una divisa válida.[42]

Por tanto, el comercio debería seguir las líneas naturales establecidas por la compra en el mercado más barato y la venta en el preferido, y cualquier mecanismo de interferencia, como un arancel, le perjudica. También vio que un arancel, al subir artificialmente los precios al consumidor doméstico, es una “distribución de la propiedad por ley”, en otras palabras por medios políticos, en lugar de por medios económicos. Además, por intercambios sucesivos, la incidencia final de este impuesto recae inevitablemente en la producción, pues cualquier “carga [pública] al capital es un impuesto a la industria”.[43] Forzando un poco sus palabras, los valores absorbidos por el “monopolio decretado” creado por una ley arancelaria, deben venir de algún lugar y en último término no hay otro lugar del que puedan proceder, salvo de la producción. Alguien, en expresión de Jefferson, debe “trabajar la tierra” para producirlos.

Jefferson se opuso a Hamilton en todas las reuniones del gabinete, pero perdió siempre. Discutía mal, le disgustaban las controversias de todo tipo, como si tuvieran algo de vulgar. Incapaz incluso formalmente de coincidir con Hamilton, como esperaba el presidente, acabó diciendo a Washington que

mi presencia era de mucha menor importancia de que parecía imaginar, así que me mantuve distante de toda facción y acuerdo sobre el objeto del gobierno y me veía y hablaba con tan pocos como podía. Así que una coalición con Mr. Hamilton, si ello significaba alguno sacrificara al otro su sistema general, resultaba imposible. Sin duda ambos habíamos formado nuestras opiniones después de madurar nuestras consideraciones y los principios conscientemente adoptados no podían ser abandonados por ningunos de ambos bandos.[44]

A instancias de Washington continuó en el cargo como interino durante un tiempo, pero una serie de acontecimientos en el año siguiente, 1793, le hicieron decidirse: renunció el último día de ese año y poco después volvió a casa. La administración Washington se dirigía directamente al despeñadero y Jefferson, poco dispuesto al martirio por una causa en la que no creía, saltó por la borda y se lanzó hacia Monticello y la segurdad.

 

 

Albert Jay Nock (13 de octubre de 1870 – 19 de agosto de 1945) fue un influyente autor, teórico y crítico social libertario estadounidense de principios y mitad del siglo XX. Murray Rothbard se vio profundamente influido por él, al igual que toda la generación de los pensadores del libre mercado de la década de 1950.

Este artículo se ha extraído del capítulo 5 de Jefferson, de Albert Jay Nock



[1] Thomas Jefferson, The Jeffersonian Cyclopedia: A Comprehensive Collection of the Views of Thomas Jefferson, ed. John P. Foley (Nueva York: Funk & Wagnalls Co., 1900): p. 60.

[2] Ibíd., p. 58.

[3] Ibíd., p. p. 891 (Jefferson a George Washington, 1792).

[4] Ibíd., p. p. 890 (Jefferson a la Asamblea General de Carolina del Norte, 10 de enero de 1808).

[5] Ibíd., p. 455 (Jefferson al Dr. George Logan, 1816).

[6] Ibíd., p. 59 [Nota: Esta fuente cita una carta a Francis Eppes, no a George Washington].

[7] Thomas Jefferson, The Anas / From the Writings of Thomas Jefferson: Volume 1, ed. Albert Ellery Bergh (Washington, DC: Thomas Jefferson Memorial Association, 1903): p. 275.

[8] Foley, Jeffersonian Cyclopedia, p. 5 (Carta a Samuel Osgood).

[9] Ibíd., p. 58 (Jefferson al Dr. George Gilmer, junio de 1790).

[11] Ibíd., p. 126 (Jefferson a George Washington, 1789).

[12] Ibíd., p. 59 (Jefferson al Dr. George Gilmer, junio de 1790).

[13] Ibíd., p. 396 (Jefferson a William H. Crawford, 1816).

[14] Jefferson, The Anas, p. 279.

[16] Jefferson, Cyclopedia, p. 272 (prólogo a A Treatise on Political Economy, por Destutt de Tracy, p. vi [1816]).

[17] Ver Charles A. Beard, Economic Origins of Jeffersonian Democracy (Nueva York: The MacMillan Company, 1905): p. 207.

[18] Ibid., p. 208n.

[19] Jefferson, Cyclopedia, p. 576 (Thomas Jefferson a John Adams, 1819).

[20] Ibíd., p. 71 (Jefferson a Plumard de Rieux, 1792).

[21] Ibíd., p. 71.

[22] Jefferson, The Anas, p. 273.

[23] Jefferson, Cyclopedia, p. 61.

[24] Ibid., p. 397.

[25] Ibid., p. 396.

[26] George Gibbs, ed., Memoirs of the Administrations of Washington and John Adams, Edited from the Papers of Oliver Wolcott, Secretary of the Treasury (Nueva York: William Van Norden, 1846): p. 43 (Oliver Wolcott, Jr.,a Oliver Wolcott, Sr., Nueva York, 27 de marzo de 1790). [Nota del editor: Wolcott, Jr., era auditor del Tesoro en 1790 (diputado de Hamilton) y sucedió  a Hamilton como secretario del tesoro en 1795.]

[27] Anales del Congreso de 1790, p. 1214. [Nota del editor: Jackson hablaba aquí de la Revolución Gloriosa de 1688, en la que el Príncipe de orange, luego Rey Guillermo III, derrocó al Rey Jacobo II.]

[28] Ver Henry S. Randall, The Life of Thomas Jefferson, vol. 2 (Nueva York: Derby & Jackson, 1857): p. 80.

[29] Jefferson, Cyclopedia, p. 68.

[30] Ver R.B. Bernstein, Jefferson (Oxford: Oxford University Press, Inc., 2003): p. 184 (Jefferson a Samuel Kercheval, Julio de 1816).

[32] Jefferson, Cyclopedia, p. 40 (opinión sobre la Ley de Reparto).

[33] Ibid., p. 193 (Respuesta a discurso, marzo de 1801).

[34] Ibid., p. 80 (Jefferson a J.W. Eppes, Nov. 1813).

[35] Ibid., p. 78. (Jefferson a J.W. Eppes, Nov. 1813).

[36] Ibid., p. 361.

[37] Ibid., p. 359.

[38] Ibid., p. 362 (Informe sobre Comercio Exterior, diciembre de 1793).

[39] Ibid., p. 858 (Jefferson a James Madison, diciembre de 1784).

[40] Ibid., p. 272 (Prólogo a Political Economy, de Tracy).

[41] Ibid., p. 851.

[42] John Taylor, An Inquiry Into the Principles and Policies of the Government of the United States (Fredericksburg, Va.: Green and Cady, 1814; Union, N.J.: The Lawbook Exchange, Ltd., 1998): p. 273. Cita de la edición de Lawbook.

[44] Jefferson, Cyclopedia, p. 396.

Published Sat, Jul 10 2010 6:36 PM by euribe