La interpretación popular de la “Revolución Industrial”

Por Ludwig von Mises (Publicado el 6 de agosto de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4604.

[Este artículo está extraído del capítulo 21 de La acción humana]

Se afirma generalmente que la historia del industrialismo moderno y especialmente la historia de la “Revolución Industrial” británica ofrece una verificación empírica de la doctrina “realista” o “institucional” y explota completamente el dogmatismo “abstracto” de los economistas. [1]

Los economistas niegan de plano que la legislación laboral de sindicatos y gobierno hayan beneficiado de forma duradera a toda la clase asalariada y aumentado su nivel de vida. Pero los hechos, dicen los antieconomistas, han refutado estas falacias. Los estadistas y legisladores que aplicaron las leyes laborales mostraron u mejor conocimiento de la realidad que los economistas. Mientras que la filosofía del laissez faire, sino pena ni compasión, enseñaba que los sufrimientos de las masas obreras era inevitable, el sentido común de los ciudadanos medios conseguía sofocar los peores excesos de las empresas con ánimo de lucro. La mejora en las condiciones de los trabajadores es totalmente un logro de gobernantes y sindicatos.

Ésas son las ideas que permean la mayoría de los estudios históricos que se ocupan de la evolución del industrialismo moderno. Los autores empiezan dibujando una imagen idílica de las condiciones que prevalecían en vísperas de la “Revolución Industrial”. En ese momento,  nos dicen, las cosas eran en general satisfactorias. Los campesinos eran felices. También lo eran los trabajadores industriales bajo el sistema doméstico. Trabajaban en sus propias casas y disfrutaban de cierta independencia económica, pues poseían un jardín y sus herramientas. Pero luego “la Revolución Industrial cayó como una plaga o una guerra” sobre esta gente.[ii] El sistema de fábricas redujo al trabajador libre a una práctica esclavitud, rebajó su nivel de vida hasta el de la mera subsistencia, al introducir mujeres y niños en las fábricas destruyó la vida familiar y minó los propios cimientos de la sociedad, la moralidad y la salud pública, Una pequeña minoría de explotadores sin escrúpulos había conseguido con éxito imponer su yugo sobre la inmensa mayoría.

La verdad es que las condiciones económicas eran altamente insatisfactorias en vísperas de la Revolución Industrial. El sistema social tradicional no era lo suficientemente elástico como para proveer las necesidades de una población que aumentaba rápidamente. Ni las granjas ni los gremios necesitaban los brazos adicionales. Los negocios estaban imbuidos del heredado espíritu del privilegio y el monopolio exclusivo: sus bases institucionales eran las licencias y el otorgamiento de una patente de monopolio, su filosofía la restricción y la prohibición de la competencia tanto interior como exterior. Crecía rápidamente el número de gente a la que no le quedaba espacio en el rígido sistema del paternalismo y la tutela del gobierno en los negocios. Eran prácticamente parias. La apática mayoría de esta gente paupérrima vivía de las migajas que caían de las mesas de las castas establecidas. En la temporada de cosecha ganaban una pobre cantidad. Miles de los más vigorosos jóvenes de estos estratos se enrolaban al servicio del Ejército o la Armada Real, mucho de los cuales morían o quedaban lisiados en acción, muchos más perecieron de forma poco gloriosa por la dureza de la bárbara disciplina, por enfermedades tropicales o por sífilis.[iii] Otros miles, los más audaces e indómitos de su clase, infestaron el país como vagabundos, pedigüeños, estafadores, ladrones y prostitutas. Las autoridades no sabían cómo ocuparse de estos individuos, salvo las casas de pobres y las casas de trabajo. El apoyo que dio el gobierno al resentimiento popular contra la introducción de nuevas invenciones y dispositivos que ahorraban trabajo hacía que las cosas resultaran bastante desesperadas.

El sistema de fábricas desarrolló una continua lucha contra innumerables obstáculos. Tenía que luchar contra el prejuicio popular, las antiguas costumbres establecidas, las normas y regulación legales a cumplir, la animosidad de las autoridades, los interese creados de los grupos privilegiados, la envidia de los gremios. El equipo de capital para las empresas era insuficiente, la provisión de crédito extremadamente difícil y costosa. Faltaba experiencia tecnológica y comercial. La mayoría de los propietarios de fábricas fracasaban; comparativamente, pocos tuvieron éxito. Los beneficios fueron a veces considerables, pero también lo fueron las pérdidas. Tomó muchas décadas hasta que la práctica común de reinvertir la mayor parte de las ganancias obtenidas acumuló el capital suficiente para gestionar los negocios a una escala mayor.

El que estas fábricas pudieran prosperar a pesar de todas estas dificultades se debió a dos razones.

  1. En primer lugar estaban las enseñanzas de la nueva filosofía social expuestas por los economistas. Éstos demolían el prestigio del mercantilismo, el paternalismo y el restriccionismo. Acabaron con la creencia supersticiosa de que los dispositivos y procesos que ahorraban trabajo causaran desempleo y redujeran a toda la gente a la pobreza y la decadencia. Los economistas del laissez faire fueron los pioneros de los logros tecnológicos sin precedentes de los últimos 200 años.
  2. Hubo otro factor que debilitó la oposición a las innovaciones. Las fábricas libraron a las autoridades y a la aristocracia terrateniente de un embarazoso problema que se había hecho demasiado grande para ellas. Ofrecieron sustento para las masas de pobres. Vaciaron las casas de pobres, las casas de trabajo y las prisiones. Convirtieron a mendigos muertos de hambre en gente que se ganaba por sí misma su pan.

Los propietarios de fábricas no tenían el poder de obligar a nadie a aceptar un empleo fabril. Sólo podían contratar a gente que estuviera dispuesta a trabajar por los salarios que les ofrecían. Por muy bajos que fueran éstos, eran sin embargo mucho más de lo que estos pobres podían ganar en cualquier otro campo que tuvieran abierto. Es una distorsión de los hechos decir que las fábricas se llevaron a las esposas de las habitaciones de los niños y las cocinas y a los niños de sus juegos. Esas mujeres no tenían nada que cocinar ni con qué alimentar a sus hijos. Esos niños eran indigentes y estaban hambrientos. Su única oportunidad era la fábrica. Les salvaba de morir de hambre, en el sentido estricto del término.

Es deplorable que existieran esas condiciones. Pero si alguien quiere echar la culpa a los responsables, no debe echársela a los propietarios de las fábricas, quienes (impulsados por el beneficio propio, no por “altruismo”, por supuesto) hicieron todo lo que pudieron para erradicar los males. Lo que había causado esos males era el orden económico de la era precapitalista, el orden de los “buenos viejos tiempos”.

En las primeras décadas de la Revolución Industrial, el nivel de vida de los trabajadores de las fábricas era horriblemente malo en comparación con las condiciones contemporáneas de las clases superiores y con las condiciones actuales de las masas industriales. Los horarios laborales eran largos, las condiciones sanitarias en los talleres, deplorables. La capacidad del individuo de trabajar se agotaba rápidamente. Pero permanece el hecho de que para el excedente de población el movimiento cerrado les había reducido a la extrema pobreza y para ellos no había literalmente espacio en el marco del sistema de producción prevalente, por lo que el trabajo en las fábricas era su salvación. Esa gente entraba en tropel en las fábricas por la simple razón de que tenían que mejorar sus condiciones de vida.

La ideología del laissez faire y su retoño, la “Revolución Industrial” derribaron las barreras ideológicas e institucionales al progreso y el bienestar. Demolieron el orden social en el que un número cada vez mayor de personas estaban condenadas a una necesidad e indigencia abyectas. Los procesos de comercia de las épocas anteriores habían atendido casi exclusivamente a las deseos de la gente acomodada. Su expansión se veía limitada por la cantidad de lujos que lo estratos más ricos de la población podían permitirse. Quienes no produjeran productos primarios sólo podían ganarse la vida si las clases altas estaban dispuestas a emplear su habilidad y servicios. Pero ahora entraba en juego un principio distinto. El sistema de fábricas inauguraba un nuevo modo de mercadotecnia, así como de producción. Su característica esencial era que las manufacturas no estaban diseñadas sólo para el consumo de unos pocos ricos, sino para el de quienes hasta entonces no habían desempeñado ningún papel relevante como consumidores. Cosas baratas para la mayoría era el objetivo del sistema de fábricas.

La fábrica clásica de los primeros tiempos de la Revolución Industrial era la fábrica de algodón. Ahora bien, los productos de algodón no resultaban ser algo que reclamaran los ricos. Esa gente adinerada usaba seda, lino y batista. Siempre que la fábrica con sus métodos de producción en masa por medio de máquinas de vapor se introducía en una nueva rama productiva, empezaba con la producción de bienes baratos para las grandes masas. Las fábricas se dedicaban a la producción de productos más refinados y caros sólo en una etapa posterior, cuando la mejora sin precedentes en el nivel de vida de las masas había hecho rentable aplicar también los métodos de producción masiva a esos mejores artículos. Así, por ejemplo, el zapato hecho en fábricas fue durante muchos años sólo comprado por los “proletarios”, mientras que los consumidores más ricos continuaban acudiendo a los zapateros a medida. Los talleres oscuros de los que tantos e habla no producían ropas para los ricos, sino para gente modesta. Las mujeres y los hombres elegantes preferían y siguen prefiriendo vestidos y trajes hechos a medida.

El hecho extraordinario de la Revolución Industrial es que abrió una época de producción masiva para las necesidades de las masas. Los asalariados ya no eran gente que trabajaba duramente para el bienestar de otra gente. Ellos mismos eran los principales consumidores de los productos que salían de las fábricas. Las grandes empresas dependen del consumo masivo. En los Estados Unidos de hoy, no hay ninguna rama de grandes negocios que no atienda las necesidades de las masas. El mismo principio del emprendimiento capitalista es proveer al hombre corriente. En su capacidad como consumidor, el hombre corriente es el soberano cuya compra o abstención de compra decide el destino de las actividades empresariales. No hay en la economía de mercado ningún otro método de adquirir y preservar la riqueza que proveer a las masas de las forma mejor y más barata los vienes que éstas reclaman.

Cegados por sus prejuicios, muchos historiadores y escritores se han negado completamente a reconocer este hecho fundamental. Tal y como ellos lo ven, los asalariados trabajaban duramente para beneficio de otra gente. Nunca se preguntan quién era esa “otra” gente.

El Sr. y la Sra. Hammond nos dicen que los trabajadores eran más felices en 1760 de lo que lo eran en 1830.[iv] Es un juicio arbitrario de valor. No hay manera de comparar y medir la felicidad de gente distinta o de la misma gente en momentos distintos. Podemos aceptar a efectos de discusión que un individuo que naciera en 1740 fuera más feliz en 1760 que en 1830. Pero no olvidemos que en 1770 (de acuerdo con la estimación de Arthur Young) Inglaterra tenía 8,5 millones de habitantes, mientras que en 1831 (de acuerdo con el censo) la cifra era de 16 millones.[v] Este notable aumento vino principalmente condicionado por la Revolución Industrial. En relación con estos ingleses adicionales la afirmación de los eminentes historiadores sólo puede aprobarse por quienes apoyen los melancólicos versos de Sófocles:

¡A todo bien supera el no haber nacido!

¡Pero, si ya ha nacido, el bien más rico es

regresar deprisa por la misma senda por donde uno vino!

Los primeros industriales eran en su mayor parte hombres que tenían sus orígenes en los mismos estratos sociales de los que venían los obreros. Vivían muy modestamente, gastaban en sus familias sólo una parte de lo que ganaban e invertían el resto en los negocios. Pero a medida que los empresarios se iban enriqueciendo, sus hijos empezaron a introducirse en los círculos de la clase gobernante. Los caballeros de alta cuna envidiaban la riqueza de los advenedizos y dirigieron sus simpatías al movimiento reformista. Contraatacaron investigando las condiciones materiales y morales en las fábricas y aprobando legislación al respecto.

La historia del capitalismo en Gran Bretaña, así como en todos los demás países capitalistas es un registro de una tendencia incesante hacia la mejora del nivel de vida de los asalariados. Esta evolución coincidió con el desarrollo de legislación laboral y la extensión del sindicalismo laboral por un lado y el aumento de la productividad marginal del trabajo por otro. Los economistas afirman que la mejora en las condiciones materiales de los trabajadores se debe a aumento de cuota per cápita de capital invertido y a las mejoras tecnológicas que produjo el empleo de este capital adicional. Mientras la legislación laboral y la presión sindical no excedían los límites de lo que los trabajadores hubieran obtenido sin ellos como consecuencia necesaria de la aceleración de la acumulación de capital en comparación con la población, eran superfluas. Si excedían estos límites, eran lesivas para los intereses de las masas. Retrasaban la acumulación de capital, ralentizando así la tendencia hacia un aumento en la productividad marginal del trabajo y los salarios. Conferían privilegios a algunos grupos de asalariados a costa de otros. Creaban desempleo masivo y disminuían la cantidad de productos disponibles para los trabajadores en su situación como consumidores.

Los apologistas de la interferencia del gobierno en los negocios y del sindicalismo obrero atribuyen todas las mejoras en las condiciones de los trabajadores a las acciones de gobiernos y sindicatos. Si no fuera por ellos, afirman, el nivel de vida de los trabajadores no sería hoy mayor de lo que era en los primeros tiempos del sistema de fábricas.

Es evidente que esta controversia no puede resolverse apelando a la experiencia histórica. Con respecto a los hechos, no hay desacuerdo entre ambos grupos. Su antagonismo se refiere a la interpretación de los acontecimientos y esta interpretación debe guiarse por la teoría escogida. Las consideraciones epistemológicas y lógicas que determinan la corrección o incorrección de una teoría son anteriores lógica y temporalmente a la resolución del problema histórico afectado. Los hechos históricos no prueban ni dejan de probar cualquier teoría. Necesitan ser interpretados a la luz de las nociones teóricas.

La mayoría de los autores que escribieron la historia de las condiciones de trabajo bajo el capitalismo ignoraban la economía y alardeaban de ello. Sin embargo, este desprecio por un sólido razonamiento económico no significaba que se acercaran a la materia de sus estudios sin prejuicios ni partidismos a favor de alguna teoría. Seguían las mentiras populares relativas a la omnipotencia gubernamental y los supuestos beneficios del sindicalismo laboral.

Está fuera de dudas que los Webbs , así como Lujo Brentano y un otros autores menores estaban desde el mismo principio de sus estudios imbuidos por un desprecio fanático por la economía de mercado y un apoyo entusiasta a las doctrinas del socialismo y el intervencionismo. Eran sin dudad honrados y sinceros en sus convicciones y trataron de hacerlo lo mejor posible. Su candor y probidad les disculpan como personas, no les disculpan como historiadores. Por muy puras que puedan ser las intenciones de un historiador, no hay excusa para que recurran a doctrinas falsas. La primera tarea de un historiador es examinar con el máximo cuidado todas las doctrinas a las que recure al ocuparse de la materia sujeto de su trabajo. Si no hace esto y acepta ingenuamente las ideas confusas de la opinión popular, no es un historiador, sino un apologista y propagandista.

El antagonismo entre los dos puntos de vista opuestos no es un problema meramente histórico. Se refiere asimismo a los problemas actuales más candentes. Es el asunto de controversia en lo que se llama hoy en Estados Unidos el problema de las relaciones industriales.

Ocupémonos sólo de un aspecto del asunto. Hay grandes áreas (Asia Oriental, Indias Orientales, Sur y Sudeste de Europa, Latinoamérica) sólo superficialmente afectadas por el capitalismo moderno. Las condiciones en estos países no difieren en general de las de Inglaterra en vísperas de la “Revolución Industrial”. Hay millones y millones de personas a quienes no les queda ningún lugar seguro en el patrón económico tradicional. El destino de estas masas empobrecidas sólo puede mejorarse mediante la industrialización. Lo que más necesitan son empresarios y capitalistas. Cómo sus propias políticas inadecuadas han privado a estas naciones del disfrute del capital extranjero privado que hasta ahora recibían, deben dedicarse a la acumulación de capital interno. Deben seguir todas las etapas que el industrialismo occidental ha tenido que pasar en su evolución. Deben empezar con salarios comparativamente más bajos y largas horas de trabajo. Pero, engañados por las doctrinas que prevalecen en la actual Europa Occidental y Norte América, sus estadistas creen que pueden actuar de forma diferente. Animan a la presión sindical y a la legislación supuestamente a favor del trabajador. Un radicalismo intervencionista corta de raíz todo intento de crear industrias locales.

 

 

Ludwig von Mises es reconocido como el líder de la Escuela Austriaca de pensamiento económico, prodigioso autor de teorías económicas y un escritor prolífico. Los escritos y lecciones de Mises abarcan teoría económica, historia, epistemología, gobierno y filosofía política. Sus contribuciones a la teoría económica incluyen importantes aclaraciones a la teoría cuantitativa del dinero, la teoría del ciclo económico, la integración de la teoría monetaria con la teoría económica general y la demostración de que el socialismo debe fracasar porque no puede resolver el problema del cálculo económico. Mises fue el primer estudioso en reconocer que la economía es parte de una ciencia superior sobre la acción humana, ciencia a la que llamó “praxeología”.

Este artículo está extraído del capítulo 21 de La acción humana.



[1] La atribución de la expresión “la Revolución Industrial” a los reinados de los dos últimos Jorges de los Hanover fue el resultado de los intentos deliberados de melodramatizar la historia económica para ajustarla a los esquemas procustianos marxistas. La transición de los métodos medievales de producción a los del sistema de libre empresa fue un largo proceso que empezó décadas antes de 1760 e incluso en Inglaterra no había acabado en 1830. Aún así, es cierto que el desarrollo industrial de Inglaterra se vio considerablemente acelerado en la segunda mitad del siglo XVIII. Por tanto, es tolerable utilizar el término “Revolución Industrial” en el examen de las connotaciones emocionales con las que la han llenado el fabianismo, el marxismo, el escuela histórica y el institucionalismo.

[ii] J.L. Hammond y Barbara Hammond, The Skilled Labourer 1760–1832 (2ª ed. Londres, 1920), p. 4.

[iii] En la Guerra de los Siete Años, murieron en batalla 1.512 marineros británicos, mientras que 133.708 murieron por enfermedad o desaparecieron. Cf. W.L. Dorn, Competition for Empire 1740–1163 (Nueva York, 1940), p. 114.

[iv] J.L. Hammond y Barbara Hammond, loc. Cit.

[v] F.C. Dietz, An Economic History of England (Nueva York, 1942), pp. 279 y 392.

Published Mon, Aug 9 2010 4:40 PM by euribe

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Monday, February 6, 2012 12:00 PM by Mises Daily en español

Por Robert P. Murphy. (Publicado el 28 de octubre de 2010) Traducido del inglés. El artículo