Orígenes de la Reserva Federal

Por Murray N. Rothbard. (Publicado el 13 de noviembre de 2009)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4518.

[Este artículo apareció originalmente en Quarterly Journal of Austrian Economics,vol. 2, nº 3 (Otoño de 1999), pp.3-51. También se reimprimió en A History of Money and Banking in the United States y como monografía]

El movimiento progresista

La Ley de la Reserva Federal de 23 de diciembre de 1923, formaba parte de la ola de legislación progresista a nivel local, estatal y federal del gobierno que empezó en torno a 1900. El progresismo fue un movimiento bipartidista que, el curso de los primeras dos décadas del siglo XX transformó la economía y la sociedad estadounidenses de un general laissez faire a un estatismo centralizado.

Hasta la década de 1960, los historiadores habían establecido el mito de que el progresismo era un levantamiento virtual de trabajadores y granjeros que, guiados por una nueva generación de expertos e intelectuales altruistas, superaron la fiera oposición de las grandes empresas con el fin de someter, regular y controlar lo que había sido un sistema acelerado de monopolio a finales del siglo XIX. Sin embargo, tras una generación de investigación, ese mito se ha desmoronado en todas partes de la política estadounidense y se ha hecho demasiado evidente que la verdad es la contraria de la de esta bien tejida fábula.

Por el contrario, lo que realmente pasó es que las empresas se hicieron cada vez más competitivas al final del siglo XIX y que los distintos intereses de las grandes empresas, liderados por la poderosa casa financiera J.P. Morgan and Company, trataban desesperadamente de establecer con éxito cárteles en el mercado libre. La primera oleada de dichos cárteles se dio en los primeros negocios a gran escala: los ferrocarriles. En todo caso, el intento de aumentar los beneficios (recortando las ventas mediante un sistema de cuotas) y por tanto de aumentar los precios o las tarifas, fracasó rápidamente por la competencia interna dentro del cártel y la competencia externa de nuevos competidores dispuestos a vender más barato que el cártel.

Durante la década de 1890, en el nuevo campo de las corporaciones industriales a gran escala, los intereses de las grandes empresas trataron de establecer precios altos y reducir la producción mediante fusiones, y de nuevo, en cada caso, la fusión fracasaba ante los vientos de la nueva competencia. J.P. Morgan and Company había asumido el liderazgo en ambos intentos de cartelización y en ambos casos el mercado, aunque dificultado por las barreras proteccionistas de los aranceles, se las arregló para anular esos intentos de cartelización voluntaria.

Entonces les quedó claro a estos intereses de las grandes empresas que la única forma de establecer una economía cartelizada, una economía que garantizara su continuo dominio económico y altos beneficios, sería utilizar al gobierno para establecer y mantener cárteles mediante coacción, en otras palabras, transformar la economía de un laissez faire general a un estatismo centralizado y coordinado. Pero ¿cómo podría seguir este programa el pueblo estadounidense, asentado en una larga tradición de fiera oposición a los monopolios impuestos por el gobierno? ¿Cómo podría conseguirse el consentimiento público al Nuevo Orden?

Por suerte para los cartelistas, la solución a este irritante problema estaba al alcance de la mano. ¡Podía imponerse el monopolio en nombre de la oposición al monopolio! De esta forma, utilizando la retórica que amaban los estadounidenses, podía mantenerse la forma de la economía política, mientras que podía darse totalmente la vuelta al contenido.

El monopolio siempre se ha definido, en el lenguaje popular y entre los economistas, como “otorgamiento de un privilegio exclusivo” por parte del gobierno. Ahora se redefinía como prácticas de “gran empresa” o de empresa competitiva, como el recorte de precios, de forma que las comisiones reguladoras, desde la Comisión Interestatal de Comercio (ICC, por sus siglas en inglés) a las Comisión Federal de Comercio (FTC, por sus siglas en inglés) a comisiones estatales de garantías, estaban copadas por hombres de las grandes empresas  provenientes de la industria regulada, todo hecho en nombre de poner freno al “monopolio de las grandes empresas” en el libre mercado.

De esta forma, las comisiones reguladoras podían subvencionar, restringir y cartelizar en nombre de “oponerse al monopolio”, así como de promover el bienestar general y la seguridad nacional. De nuevo, fue el monopolio del ferrocarril el que abrió el fuego.

Para este trile intelectual, los cartelistas necesitaban el apoyo de los intelectuales de la nación, la clase profesional de los moldeadores de opinión en la sociedad. Los Morgan necesitaban una pantalla de humo ideológica, exponiendo la razón y la defensa del Nuevo Orden. De nuevo para su fortuna, los intelectuales estaban listos y dispuestos para la nueva alianza.

En enorme crecimiento de intelectuales, académicos, sociólogos, tecnócratas, ingenieros, trabajadores sociales, médicos y “gremios” ocupacionales de todo tipo a finales del siglo XIX llevó a la mayoría de estos grupos a organizarse para obtener una mayor porción de la tarta de la que podían probablemente obtener en el libre mercado. Estos intelectuales necesitaban al estado para licenciar, restringir y cartelizar sus ocupaciones, así como para aumentar los ingresos de la gente afortunada que ya estuviese en esos sectores.

A cambio de servir como apologistas del nuevo estatismo, el Estado estaba dispuesto a ofrecer, no sólo ocupaciones cartelizadas, sino también cada vez más trabajos cómodos en la burocracia para planificar y hacer propaganda de la sociedad recién estatizada. Y los intelectuales estaban listos, habiendo aprendido en escuelas de posgrado alemanas las lorias del estatismo y el socialismo organicista, de un armonioso “camino intermedio” entre el laissez faire a cara de perro por un lado y el marxismo proletario por otro. El gran gobierno, lleno de intelectuales y tecnócratas, dirigido por las grandes empresas y ayudado por sindicatos que organizaban una fuerza laboral servil, impondrían una comunidad de bienes cooperativa para el supuesto beneficio de todos.

Insatisfacción con el sistema bancario nacional

El anterior impulso importante al estatismo en Estados Unidos se había producido durante la Guerra Civil, cuando el Congreso virtualmente unipartidista después de la secesión del Sur envalentonó a los republicano para aplicar su deseado programa estatista bajo la excusa de la guerra. La alianza de las grandes empresas y el gran gobierno con el Partido Republicano se produjo mediante un impuesto de la renta, altos impuestos internos a productos tan pecaminosos como el tabaco y el alcohol, altos aranceles proteccionistas y enormes concesiones de tierras y otras subvenciones a los ferrocarriles transcontinentales.

La construcción excesiva de ferrocarril llevó directamente a los intentos fracasados de Morgan de crear grupos ferroviarios y finalmente a la creación, promovida por Morgan y las ferroviarias que éste controlaba, de la Comisión de Comercio Interestatal en 1887. El resultado de ésta fue la larga decadencia de un siglo en los ferrocarriles, que empezó antes de 1900. El impuesto de la rente fue anulado por una decisión del Tribunal Supremo, pero fue reimplantado durante el periodo progresista.

Las acciones más intervencionistas de la Guerra Civil se produjeron en el campo vital de la moneda y la banca. El acercamiento hacia la moneda fuerte y la banca libre que se había conseguido durante las décadas de 1840 y 1850 desapareció por dos perniciosas medidas inflacionistas del tiempo de guerra de la administración republicana. Una fue la moneda fiduciaria conocida por los greenbacks, que se depreciaron a la mitad en medio de la Guerra Civil. Finalmente fueron reemplazados por el patrón oro después de la urgente presión de los demócratas partidarios de la moneda fuerte, pero no se produjo hasta 1879, 14 años enteros después del fin de la guerra.

Una segunda intervención, más duradera, fueron la Leyes Bancarias Nacionales de 1863, 1864 y 1865, que destruyeron la emisión de billetes por bancos comerciales estatales mediante un impuesto prohibitivo, y luego monopolizaron la emisión de billetes a manos de unos pocos “bancos nacionales” grandes y establecidos federalmente, la mayoría ubicados en Wall Street. En un proceso típico de cartelización, los bancos nacionales fueron obligados por ley a aceptar a la par los billetes y depósitos a la vista de los demás, denegando el proceso por el que el libre mercado había venido descontando previamente los billetes y depósitos de bancos débiles e inflacionistas.

De esta forma, el acuerdo Wall Street-gobierno federal fue capaz de controlar el sistema bancario e inflar la oferta de billetes y depósitos de forma coordinada.

Pero seguía habiendo problemas. El sistema nacional de banca ofrecía sólo algo a medias entre la banca libre y la banca pública centralizada y al final del siglo XIX, los bancos de Wall Street estaban cada vez más descontentos con el status quo.

La centralización era sólo limitada y, sobre todo, no había un banco público central para coordinar la inflación y actuar como prestamista de último recurso, rescatando a los bancos con problemas. Tan pronto como los créditos bancarios generaban auges, se veían en problemas; los auges creados por los bancos se convertían en recesiones, obligando a los bancos a negociar sus préstamos y activos y a deflactar con el finde salvarse.

No sólo eso, sino que después del choque inicial de las Leyes Bancarias Nacionales, los bancos estatales habían crecido rápidamente acumulando piramidalmente sus préstamos y depósitos a la vista encima de los billetes de la banca nacional. Estos bancos estatales, Libres de los altos requerimientos legales de capital que mantenían la restricciones de entrada en la banca nacional, florecieron durante las décadas de 1880 y 1890 y ofrecieron una dura competencia para los propios bancos nacionales.

Además, después de la década de 1880, St. Louis y Chicago ofrecían progresivamente una importante competencia a Wall Street. Así, los depósitos bancarios de St. Louis y Chicago, que habían sido sólo el 16% de total de St. Louis, Chicago y Nueva York en 1880, aumentaron al 33% de ese total en 1912. En total, las compensaciones bancarias fuera de la ciudad de nueva York, que eran el 24% del total nacional en 1882, habían ascendido al 43% en 1913.

Las quejas de los grandes bancos se resumían en una palabra: “inelasticidad”. El sistema de banca nacional, protestaban, no producía la adecuada “elasticidad” en la oferta monetaria, es decir, los bancos no eran capaces de expandir el dinero y el crédito tanto como desearían, particularmente en tiempos de recesión. En resumen, el sistema de banca nacional no daba suficiente espacio para expansiones inflacionistas del crédito por pate de los bancos de la nación.[1]

Al acabar el siglo, la economía política de Estados Unidos estaba dominada por dos asociaciones financieras en conflicto: el previamente dominante grupo de Morgan, que empezó como banca de inversión y luego se expandió hacia la banca comercial, ferrocarriles y fusiones como empresas manufactureras, y las fuerzas de Rockefeller, que empezaron con el refino de petróleo y luego se dedicaron a la banca comercial, formando finalmente una alianza con la Kuhn, Loeb Company en banca de inversión y los intereses de la Harriman en ferrocarriles.[2]

Aunque estos dos bloques financieros normalmente luchaban entre sí, eran uno en la necesidad de un banco central. Aunque el papel principal al final en la formación y el dominio del Sistema de Reserva Federal fue asumido por los Morgan, las fuerzas de Rockefeller y Kuhn, Loeb eran igualmente entusiastas en impulsar y colaborar en lo que consideraban que era una reforma monetaria esencial.

Los inicios del movimiento de “reforma”: La Convención Monetaria de Indianápolis

La elección presidencial de 1896 fue un gran referéndum nacional sobre el patrón oro. El Partido Demócrata había sido copado, en su convención de 1896, por las fuerzas populistas, ultrainflacionistas y enemigas del oro, encabezadas por William Jennings Bryan. Los viejos demócratas, que habían sido unos fieros devotos de la moneda fuerte y el patrón oro, o se quedaron en casa el día de las elecciones o votaron, por primera vez en su vida, por los odiados republicanos.

Los republicanos habían sido durante mucho tiempo el partido de la prohibición y de la inflación de los greenbacks y la oposición al oro. Pero desde el inicio de la década de 1890, la fuerzas de Rockefeller, dominantes en su estado local de Ohio y nacionalmente en el Partido Republicano, habían decidió sigilosamente abandonar la prohibición cono un problema político y un grave obstáculo para obtener votos el cada vez más poderoso bloque de votante germano-estadounidenses.

En el verano de 1896, anticipando la derrota de las fuerzas del oro en la convención demócrata, los Morgan, previamente dominadores del Partido Demócrta, se aproximaron a las fuerzas McKinley–Mark Hanna–Rockefeller a través de su ascendiente joven sátrapa, el Congresista Henry Cabot Lodge, de Massachusetts. Lodge ofreció un pacto a los Rockefeller: los Morgan apoyarían a McKinley por presidente y no se quedaría quieto ni apoyaría un tercer Partido Demócrata del oro, siempre que McKinley se comprometiera con un patrón oro. Se llegó a un acuerdo y muchos antiguos demócratas partidarios de una moneda sólida se pasaron a los republicanos.

La naturaleza del sistema político estadounidense de partidos ha cambiado drásticamente: lo que antes era una dura lucha entre demócratas a favor de  moneda fuerte, libre comercio y laissez faire por un lado y republicanos inflacionistas, proteccionistas y estatistas por el otro, con los demócratas obteniendo lenta pero seguramente influencia a principios de la década de 1890, es ahora un sistema de partidos dominado por los republicanos hasta las elecciones de la depresión de 1932.

Los Morgan se oponían fuertemente al bryanismo, que no sólo era populista e inflacionista, sino asimismo anti-bancos de Wall Street: los bryanistas, como muchos de los populistas de hoy en día, preferían en inflacionismo de los greenbacks del Congreso a la variedad más sutil y privilegiada controlada por los grandes bancos- Los Morgan, por el contrario, defendían un patrón oro.

Pero una vez que se aseguró el oro con la victoria de McKinley de 1896, querían presionar para utilizar el patrón oro como un camuflaje de moneda fuerte por debajo del cual podían cambiar el sistema a uno menos descaradamente inflacionista que el populismo pero controlado mucho más eficazmente por las élites de los grandes bancos. A largo plazo, un patrón oro controlado por Morgan-Rockefeller era mucho más pernicioso para la causa de la moneda fuerte que un bryanismo cándido de plata libre o greenbacks.

Tan pronto como MCkinley fue elegido, las fuerzas de Morgan y Rockefeller empezaron a organizar un movimiento de “reforma” para curar la “inelasticidad” del dinero en el patrón otro existente y dirigirse lentamente hacia el establecimiento de un banco central. Para hacerlo, decidieron utilizar las técnicas que habían empleado con éxito al establecer un movimiento a favor del patrón oro durante 1895 y 1896.

Lo esencial era evitar las sospechas públicas del control de Wall Street y los banqueros, adquiriendo una pátina de amplio movimiento de base. Por tanto, el movimiento se centró deliberadamente en el Medio Oeste, el corazón de Estados Unidos y se desarrollaron instituciones que no sólo incluían a los banqueros sino asimismo a empresarios, economistas y otros académicos que proporcionaban respetabilidad, poder de persuasión y experiencia técnica a la causa de la reforma.

Consecuentemente, el movimiento de la reforma empezó justo después de las elecciones de 1896 en el agro del Medio Oeste. Hugh Henry Hanna, presidente de la Atlas Engine Works de Indianápolis, que había aprendido tácticas de organización durante su año con la Unión para una Moneda Fuerte, a favor del patrón oro, envió un memorando, en noviembre a la Cámara de Comercio de Indianápolis, pidiendo que un estado ordinario del Medio Oeste como Indiana encabezara la reforma monetaria.[3]

En respuesta, los reformistas se movieron rápido. Respondiendo a la llamada de la Cámara de Comercio de Indianápolis, delegados de cámaras de comercio de otras 12 ciudades del Medio Oeste se reunieron en Indianápolis en 1 de diciembre de 1896. La conferencia llamaba a una gran convención de empresarios, que se reunió en Indianápolis el 12 de enero de 1897. Estaban presentes representantes de 26 estados y del Distrito de Columbia. El movimiento por la reforma monetaria estaba oficialmente en marcha.

La influyente Yale Review elogiaba la convención por evitar el peligro de generar hostilidad popular contra los banqueros. Informaba que “la conferencia era un reunión de empresarios en general, en lugar de banqueros en particular” (citada en Livingston 1986, p. 105).

Puede que los asistentes a la convención fueran empresarios, pero sin duda no eran muy gente del pueblo. Presidió la Convención Monetaria de Indianápolis de 1897 C. Stuart Patterson, decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Pennsylvania y miembro de la poderosa Pennsylvania Railroad, ligada a Morgan. El día después de que se inaugurara la convención, Hugh Hanna fue nombrado presidente de un comité ejecutivo, que él nombraría. El comité fue apoderado para actuar en nombre de la convención cuando esta acabara.

El comité ejecutivo estaba formado por los siguientes líderes corporativos y financieros influyentes:

John J. Mitchel, de Chicago, presidente del  Illinois Trust and Savings Bank, y director de la Chicago and Alton Railroad; la Pittsburgh, Fort Wayne, and Chicago Railroad y la Pullman Company, fue nombrado tesorero del comité ejecutivo.

H. H. Kohlsaat, editor y director del Chicago Times Herald y el Chicago Ocean Herald, miembro del consejo de administración del Chicago Art Institute y amigo y consejero del principal hombre en política de Rockefeller, el Presidente William McKinley.

Charles Curtis Harrison, rector de la Universidad de Pennsylvania, que hizo fortuna como refinador de azúcar como socio de los poderosos Havemeyer (“Sugar Trust”).

Alexander E. Orr, banquero de Nueva York en el ámbito de Morgan, que era director de las empresas de Morgan Erie and Chicago, los ferrocarriles Rock Island y Pacific, el National Bank of Commerce y la influyente editorial Harper Brothers. Orr también era socio de la mayor empresa de distribución de grano del país y director de varias compañías de seguros.

Edwin O. Stanard, comerciante de grano de St. Louis, antiguo gobernador de Missouri y antiguo vicepresidente de la Cámara Nacional de Comercio y Transporte.

E. B. Stahlman, propietario de Nashville Banner, comisionado de las cartelistas Southern Railway y Steamship Association y antiguo director general de la Louisville, New Albany, and Chicago Railroad.

A. E. Wilson, influyente abogado de Louisville y futuro gobernador de Kentucky.

Pero los dos miembros más interesantes y poderosos del comité de ejecutivo de la Convención Monetaria fueron Henry C. Payne y George Foster Peabody. Henry Payne era un líder del Partido Republicano de Milwaukee y presidente de la Wisconsin Telephone Company, dominada por Morgan, durante mucho tiempo asociada con la maquinaria de republicana de Spooner-Sawyer orientada hacia el ferrocarril en la política de Wisconsin. Payne participaba asimismo de los intereses de los servicios públicos y la banca de Milwaukee, en particular como director desde hacía mucho tiempo de la North American Company, un gran holding de servicios públicos encabezado por el financiero de Nueva York Charles W. Wetmore.

La North American Company estaban tan cercana a los intereses de Morgan que su consejo incluía a dos importantes financieros de Morgan. Uno era Edmund C. Converse, presidente del Liberty National Bank of New York City, gestionado por Morgan, y pronto presidente fundador de la Morgan's Bankers’ Trust Company. El otro era Robert Bacon, socio en J. P. Morgan and Company y uno de los amigos más íntimos de Theodore Roosevelt, a quien éste le haría más tarde secretario de estado asistente.

Además, cuando Theodore Roosevelt se convirtió en presidente como consecuencia del asesinato de William McKinley, reemplazó al miembro más importante en política de Rockefeller, Mark Hanna, de Ohio, con Henry C. Payne como Jefe General de Correos de Estados Unidos. Payne, un destacado lugarteniente de Morgan, fue aparentemente nombrado para lo que era entonces el principal puesto político en el Gabinete específicamente para acabar con la amenaza de Hanna en el Partido republicano. Parece claro que reemplazar a Hanna con Payne fue parte de salvaje ataque que Theodore Roosevelt pronto lanzaría con Standard Oil como parte de la guerra abierta  que iba a empezar entre los bandos de Morgan y de Rockefeller–Harriman–Kuhn, Loeb (Burch 1981, p. 189, n. 55).

Aún más poderoso en el ámbito de Morgan era el secretario del comité ejecutivo de la Convención Monetaria de Indianápolis, George Foster Peabody. Toda la familia de brahmanes de Boston de los Peabody había estado desde mucho antes asociada muy de cerca personal y financieramente con los Morgan. Incluso un miembro del clan Peabody fue padrino de la boda de J. P. Morgan en 1865.

Hacía mucho tiempo que George Peabody estableció una empresa bancaria internacional de la que el padre de J. P. Morgan, Junius, había sido uno de los principales socios. George Foster Peabody era un eminente banquero de inversiones con grandes propiedades en México. Ayudó a reorganizar General Electric para los Morgan y más tarde se le ofreció el puesto de secretario del tesoro durante la administración Wilson. Actuarái durante toda esa administración como “ministro sin cartera” (Ibíd., pp. 231, 233; Ware 1951, pp. 161–167).

Dejaron que las masas se engañaran creyendo que la Convención Monetaria de Indianápolis era un movimiento espontáneo, de base, de pequeños empresarios del Medio Oeste. Para los conocedores, cualquier organización que incluyera a Henry Payne, Alexander Orr y especialmente George Foster Peabody sólo significaba una cosa: J. P. Morgan.

La Convención Monetaria de Indianápolis decidió rápidamente reclamar al Presidente McKinley (1) continuar con el patrón oro y (2) crear un nuevo sistema de crédito bancario “elástico”. Para ello, la convención reclamaba al presidente nombrar una nueva Comisión Monetaria para preparar la legislación para un nuevo sistema monetario revisado. McKinley estaba muy a favor de la propuesta, comunicando estar de acuerdo a Rockefeller y el 24 de julio envió un mensaje al Congreso pidiendo al creación de una comisión monetaria especial. El decreto para una comisión monetaria nacional fue aprobado en la Cámara de Representantes, pero murió en el Senado (Kolko 1983, pp. 147–148).

Disgustado pero intrépido, el comité ejecutivo, al faltar una comisión nombrada presidencialmente, decidió en agosto de 1897 seguir adelante y seleccionar una por sí mismo. El papel principal en nombrar esta comisión lo desempeñó George Foster Peabody, que servía de enlace entre los miembros de Indianápolis y la comunidad financiera de Nueva York. Para seleccionar a los miembros de la comisión, Peabody acordó con el comité ejecutivo reunirse en la casa de verano de Saratoga Springs de su socio en banca de inversión Spencer Trask.  En septiembre, el comité ejecutivo había seleccionado a los miembros de la Comisión Monetaria de Indianápolis.

Los miembros de la nueva Comisión Monetaria de Indianápolis eran los siguientes (Livingston 1986, pp. 106–107):

  • El presidente era el antiguo senador George F. Edmunds, republicano de Vermont, abogado y antiguo director de varias ferroviarias.
  • C. Stuart Patterson era decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Pennsylvania y alto funcionario de la Pennsylvania Railroad, controlada por Morgan.
  • Charles S. Fairchild, un importante banquero de Nueva York, presidente de la New York Security and Trust Company, era un antiguo socio de la empresa de banca de inversión de los brahmanes de Boston Lee, Higginson, and Company, y ejecutivo y director de dos grandes compañías ferroviarias. Fairchild, líder político en el estado de Nueva York, había sido secretario del tesoro en la primera administración Cleveland. Además, el padre de Fairchild, Sidney T. Fairchild había sido un importante abogado de la New York Central Railroad, controlada por Morgan.
  • Stuyvesant Fish, heredero de dos antiguas familias aristocráticas de Nueva York, era socio del banco de inversión de Nueva York Morton, Bliss, and Company, dominado por Morgan y luego presidente de la Illinois Central Railroad y miembro del consejo de administración de Mutual Life. El padre de Fish había sido senador, gobernador y secretario de estado.
  • Louis A. Garnett era un importante empresario de San Francisco.
  • Thomas G. Bush, de Alabama, era un director de la Mobile and Birmingham Railroad.
  • J. W. Fries era un importante fabricante de algodón de Carolina del Norte.
  • William B. Dean, comerciante de St. Paul, Minnesota, y director de la transcontinental Great Northern Railroad, con base en St. Paul, propiedad de James J. Hill, aliado con Morgan en su lucha titánica sobre la Northern Pacific Railroad contra Harriman, Rockefeller y Kuhn, Loeb.
  • George Leighton, de St. Louis era un abogado de la Missouri Pacific Railroad.
  • Robert S. Taylor era un abogado de patentes de Indiana en la General Electric Company, controlada por Morgan.
  • El miembro más importante que trabajaba en la comisión era James Laurence Laughlin, profesor jefe de economía política en la nueva Universidad de Chicago fundada por Rockefeller y editor de su prestigiosa Journal of Political Economy. Fue Laughlin quien supervisó las operaciones del personal de la Comisión y la redacción de los informes. De hecho, los dos ayudantes de la Comisión que escribieron informes fueron ambos alumnos de Laughlin en Chicago: el antiguo estudiante L. Carroll Root y el entonces estudiante Henry Parker Willis.

Se recaudó la impresionante suma de 50.000$ de la comunidad bancaria y corporativa de toda la nación para financiar el trabajo de la Comisión Monetaria de Indianápolis. La gran cuota de Nueva York la recaudaron los banqueros de Morgan Peabody y Orr y llegaron puntualmente grandes contribuciones para cumplis con la cuota por parte del magnate minero William E. Dodge, el comerciante de algodón y café Henry Hentz, un director del Mechanics National Bank y el propio J. P. Morgan.

Con el dinero en la mano, el comité ejecutivo alquiló una oficina en Washington DC a mediados de septiembre y pusieron al personal a enviar y recoger respuestas a un cuestionario monetario detallado, enviado a varios centenares de expertos seleccionados. La Comisión Monetaria se reunió desde finales de septiembre a diciembre de 1897, revisando las respuestas al cuestionario recogidas por Root y Willis. El fin de este cuestionario era movilizar a una amplia base de apoyo para las recomendaciones de la Comisión, que podían declarar que representaba las opiniones de centenares de expertos.

Segundo, el cuestionario serviría como una importante herramienta de relaciones públicas, haciendo a la comisión y su trabajo muy conocidos en la opinión pública, en la comunidad empresarial en todo el país y entre los miembros del Congreso. Además, mediante esta herramienta, la Comisión podía presentarse como portavoz de la comunidad empresarial de todo el país.

Para este fin, la idea original era publicar el informe preliminar de la Comisión Monetaria, adoptado a mediados de diciembre, así como las respuestas al cuestionario en un volumen adjunto. Los planes para el volumen del cuestionario fracasaron, aunque se publicaron posteriormente como parte de una serie de publicaciones sobre economía política y derecho público por la Universidad de Pennsylvania (Livingston 1986, pp. 107–108).

Impertérrito ante el ligero revés, el comité ejecutivo desarrolló nuevos métodos de moldear la opinión pública utilizando las respuestas al cuestionario como herramienta organizativa. En noviembre, Hugh Hanna contrató como su asistente financiero en Washington al periodista Charles A. Conant, cuya tarea fue hacer propaganda y organizar a la opinión pública para las recomendaciones de la Comisión.

La campaña de redoble de tambores para el inminente informe de la Comisión se lanzó cuando Conant publicó un artículo en el número del 1 de diciembre de la revista Sound Currency, avanzando líneas del informe de la Comisión y reforzando las conclusiones no sólo con su propio conocimiento de la historia monetaria y bancaria, sino también con frecuentes citas de las respuestas aún no publicadas al cuestionario.

Durante los siguientes meses, Conant trabajó codo con codo con Jules Guthridge, secretario general de la Comisión; primero indujeron a los periódicos de todo el país a incluir a incluir resúmenes de las respuestas al cuestionario. Tal y com escribió a algunos miembros de la Comisión, Guthridge estimulaba así las “curiosidad pública” acerca del posterior informe y presumía de que con una “cuidadosa manipulación” era capaz de hacer que el informe preliminar se “imprimiera en todo o en parte (principalmente en parte) en cerca de 7.500 periódicos, grandes y pequeños”.

Entretanto, Guthridge y Conant orquestaban cartas de apoyo de hombres eminentes a lo largo del país. Cuando se publicó el informe preliminar el 3 de enero de 1898, Guthridge y Conant pusieron esas cartas a disposición de los diarios. Rápidamente crearon un sistema de distribución para divulgar la palabra divina del informe, organizando casi 100.000 corresponsales “dedicados a la puesta en marcha del plan de la comisión para la reforma de la banca y la divisa” (Livingston 1986, pp. 109–10).

La primera atención inmediata del informe preliminar de la Comisión Monetaria era completar la promesa de la victoria de McKinley codificando y aplicando lo que ya existía de facto: un solo patrón oro, con la plata reducida al estado de moneda subsidiaria. Sin embargo, completar la victoria sobre el bryanismo y la plata libre era sólo una operación de limpieza: lo más importante a largo plazo era la llamada del informe a una reforma bancaria para permitir una mayor elasticidad.

Así podía aumentarse el crédito bancario en las recesiones y siempre que la presión estacional de redención de los bancos agrícolas del país obligaba a los bancos de reserva central a contratar sus préstamos. Las medidas reales que pedía la Comisión eran de importancia mínima. Lo más importante era que se había planteado la cuestión de la reforma bancaria.

Como se había levantado a la opinión pública a través del informe preliminar, el comité ejecutivo decidió organizar la segunda y última reunión de la Convención Monetaria de Indianápolis, que se reunión puntualmente en Indianápolis el 25 de enero de 1898. La segunda convención fue un evento mucho mayor que la primera, juntando a 496 delegados de 31 estados.

Además, la concurrencia era un ejemplo de los principales líderes corporativos de Estados Unidos. Aunque el estado de Indiana tenía naturalmente la mayor delegación, de 85 representantes de cámaras de comercio. Nueva York envió 74, incluyendo muchos del Board of Trade and Transportation, la Merchant's Association y la Chamber of Commerce de la ciudad.

Acudieron líderes corporativos como el fabricante de hierro de Cleveland Alfred E. Pope, presidente de la Malleable Castings Company, igual que Virgil P. Cline, consejero legal de la Standard Oil Company de Rockefeller en Ohio y C.A. Philsbury, de Minneapolis-St. Paul, organizador de las mayores fábricas de harina del mundo. De Chicago vinieron notables de lo negocios como Marshall Field y Albert A. Sprague, director de la Chicago Telephone Company, subsidiaria del monopolio telefónico controlado por Morgan, la American Telephone and Telegraph Company.

No debe olvidarse al delegado Franklin MacVeagh, un vendedor al por mayor de Chicago, tío de un socio senior en la empresa legal Bangs, Stetson, Tracy, and MacVeagh de Wall Street, consejera de J. P. Morgan and Company. MacVeagh, que luego iba a ser secretario del tesoro en la administración Taft, estaba completamente en la órbita de Morgan. Su suegro, Henry F. Eames, fue el fundador del Commercial National Bank of Chicago y su hermano Wayne iba a convertirse pronto en miembro del consejo de administración de la Mutual Life Insurance Company, dominada por Morgan.

El propósito de la segunda convención, como explicó abiertamente el antiguo Secretario del Tesoro Charles S. Fairchild en su discurso a los asistentes, era movilizar a los principales hombres de negocios de la nación dentro de un movimiento de reforma poderoso e influyente. Como dijo, “si los hombres de negocios prestan seria atención y estudio a estos aspectos, se pondrán sustancialmente de acuerdo respecto de la legislación y mediante ese acuerdo, su influencia prevalecerá”. Concluía que “Lo es que os pido es que actuemos todos juntos”.

El presidente de la convención, el gobernador de Iowa Leslie M. Shaw fue sin embargo un poco falso cuando dijo a los presentes, “No representáis hoy a los bancos, pues hay pocos banqueros en esta sala. Representáis a as industrias de negocios y los intereses financieros del país”. También había allí muchos banqueros (Livingston 1986, pp. 113–115).

El propio Shaw, que posteriormente seria secretario del tesoro bajo Theodore Roosevelt, era banquero en un pequeño pueblo de Iowa y presidente del Bank of Denison a lo largo de su periodo como gobernador. Más importante en el perfil y la carrera de Shaw fue el hecho de que era un viejo amigo íntimo y fiel seguidor de la Des Moines Regency, la máquina republicana de Iowa encabezada por el poderoso Senador William Boyd Allison.

Allison, que iba a obtener el puesto en el Tesoro por su amigo, estaba a su vez ligado íntimamente a Charles E. Perkins, un aliado íntimo de Morgan, presidente de la Chicago, Burlington, and Quincy Railroad y pariente del poderoso grupo financiero Forbes, de Boston, ligado desde hacía mucho a los intereses de Morgan (Rothbard 1984, pp. 95–96).

También acudieron como delgados a la segunda convención varios economistas eminentes, aunque no acudieron como observadores académicos, sino como representantes de elementos de la comunidad empresarial. El Profesor Jeremiah W. Kenks, de Cornell, defensor de la cartelización por parte del gobierno y que iba a ser pronto amigo y asesor de Theodore Roosevelt, acudió como delegado de la Asociación de Empresarios de Ithaca.

Frank W. Taussig, de la Universidad de Harvard, representó a la Asociación de Comerciantes de Cambridge. Arthur Twining Hadley, de Yale, que iba a ser pronto rector de esta universidad, representó a la Cámara de Comercio de New haven y Frank M. Taylor, de la Universidad de Michigan, acudió como representante de la Asociación de Empresarios de Ann Arbor.

Todos estos hombres tenían puestos relevantes como profesionales de la economía, trabajando Jenks, Taussig y Taylor en el comité monetario de la American Economic Association. Hadley, un importante economista ferroviario, también trabajó en el comité de directores de Morgan's New York, New Haven, and Hartford y Atchison, Topeka, and Santa Fe Railroads.[4]

Tanto Taussig como Taylor eran teóricos monetarios que, aunque comprometidos con un patrón oro, pedían una reforma que hiciera más elástica la oferta de dinero. Taussig pedía una expansión de los billetes de banco nacionales, que inflaría en respuesta a las “necesidades de los negocios”. Como dijo Taussig (citado en Dorfman 1949, p. xxxvii; Parrini y Sklar 1983, p. 269), la divisa “crecería si n restricciones a medida que las necesidades de la comunidad reclamen espontáneamente su aumento”.

También Taylor, según explica un historiador, quería que se modificara el patrón oro por “un control consciente del movimiento del dinero” por parte del gobierno “con el fin de mantener la estabilidad del sistema crediticio”. Taylor justificaba las suspensiones gubernamentales de pago en metálico para “proteger la reserva de oro” (Dorfman 1949, pp. 392-393).

El 26 de enero, los delgados de la convención apoyaron puntualmente el informe preliminar casi unánimemente, después de que se asignara al Profesor J. Laurence Laughlin la tarea de elaborar un informe final más desarrollado, que fue publicado y distribuido pocos meses después. El informe final de Laughlin (y de la convención) no sólo estaba a favor de una base más amplia de activos par una cantidad mucho mayor de billetes bancarios nacionales, sino que también reclamaba explícitamente un banco central que disfrutaría de un monopolio en la emisión de billetes.[5]

Entretanto, los delegados de la convención llevaron la palabra divina de la reforma bancaria a lo largo y ancho de las comunidades corporativas y financieras. Por ejemplo, en abril de 1898, A. Barton Hepburn, presidente del Chase National Bank de Nueva York, (en ese momento un banco comercial bandera de los intereses de Morgan) y hombre que desempeñaría un importante papel en el camino al establecimiento del un banco central, invitó al miembro de la Comisión Monetaria Robert S. Taylor a dirigirse a la Asociación de Banqueros del Estado de Nueva York sobre la cuestión de la moneda, pues “los banqueros, como el resto de la gente, necesitan formación en esta materia”. Todos los comisionados monetarios, especialmente Taylor, estuvieron activos durante la primera mitad de 1898 para exhortar acerca de la reforma monetaria a grupos de empresarios en toda la nación.

Entretanto, en Washington, el equipo de cabildeo de Hanna y Conant era extremadamente activo. Se había presentado en enero una propuesta que encarnaba las sugerencias de la Comisión Monetaria por parte del Congresista por Indiana Jesse Overstreet y había sido informada en mayo por el Comité de Banca y Moneda de la Cámara. Entretanto, Conant se reunía casi constantemente con los miembros del comité bancario. Encada etapa del proceso legislativo, Hanna enviaba circulares a los delegados de la convención y a la opinión pública, pidiendo una campaña de cartas en apoyo a la propuesta.

En esta actividad, el Secretario del Tesoro de McKinley, Lyman J. Gage, trabajaba muy cerca de Hanna y su personal. Gage defendió propuestas similares y se presentaron varias propuestas en la misma línea en la Cámara en 1898 y 1899. Gage, amigo de muchos de los comisionados monetarios, el uno de los líderes principales de los intereses de los Rockefeller en el sector bancario. Su nombramiento como secretario del tesoro lo había conseguido Mark Hanna, de Ohio, cerebro político y soporte financiero del Presidente McKinley y viejo amigo, compañero de aula y socio en los negocios de John D. Rockefeller, Sr.

Antes de su nombramiento para el Gabinete, Gage era presidente del poderoso First National Bank de Chicago, uno de los mayores bancos comerciales en el entorno de Rockefeller. Durante su periodo en el cargo, Gage trató de que el Tesoro operara como un banco central, inyectando dinero durante las recesiones al comprar bonos en el mercado abierto y depositar grandes cantidades en bancos comerciales escogidos. En 1900, Gage pidió en vano el establecimiento de bancos centrales regionales.

Finalmente, en su último informe anual como secretario del tesoro en 1901, Lyman Gage dejó que el gato saliera completamente del saco, pidiendo directamente un banco central público. Sin ese banco central, declaraba alarmado “los bancos individuales están aislados y separados, sin ninguna ligazón mutua entre ellos”. Salvo que un banco central establezca esas ligazones, advertía Gage, el Pánico de 1893 se repetiría (Livingston 1986, p. 153). Cuando abandonó el cargo al año siguiente, Lyman Gage ocupó su puesto como presidente de US Trust Company de la ciudad de Nueva York, controlada por Rockefeller (Rothbard 1984, pp. 94–95).

El Acta del Patrón Oro de 1900 y sus consecuencias

Cualquier reforma legislativa tenía que esperar a las elecciones de 1898, pues las fuerzas del oro aún no controlaban el Congreso. En otoño, el comité ejecutivo de la Comisión Monetaria de Indianápolis movilizó sus fuerzas, llamando a no menos de 97.000 corresponsales en todo el país, a quines les había distribuido el informe preliminar. El comité ejecutivo pidió a los electores elegir un Congreso pro patrón oro; cuando las fuerzas del oro aplastaron a los “platistas” en noviembre, los resultados de la elección fueron alabados por Hanna como muy satisfactorios.

El camino estaba pues abierto para que l administración McKinley presentara su propuesta y el Congreso que se reunió en diciembre de 1899 aprobó rápidamente la medida; más tarde el Congreso aprobó el informe de la conferencia en el Acta del Patrón Oro en marzo de 1900.

Los reformadores de la moneda lo habían conseguido. Es bien conocido que el Acta del Patrón Oro dictaba un solo patrón oro, sin retención de moneda de plata salvo como moneda representativa. Menos conocidas son las cláusulas que empezaron la marcha hacia una moneda más “elástica”. Como había sugerido Lyman Gage en 1897, los bancos nacionales, previamente confinados a las grandes ciudades, eran ahora factibles con pequeñas cantidades de capital en pueblos pequeños y áreas rurales.

Y se hizo mucho más fácil emitir billetes por parte de los bancos nacionales. El objeto de estas cláusulas, como escribió un historiador, era satisfacer una “demanda mayor de dinero en tiempos de cosecha y atender las reclamaciones populares de ‘más dinero’  estimulando la creación de bancos nacionales en regiones comparativamente subdesarrolladas” (Livingston 1986, p. 123).

Los reformadores estaban exultantes con la aprobación del Acta del Patrón Oro, pero siguieron el guión de que éste era sólo el primer paso en el muy necesario camino hacia la reforma fundamental de la banca. Así, el Profesor Frank W. Taussig, de Harvard, se felicitaba por el acta y alababa la aparición de una nueva línea social e ideológica generada por la “fuerte presión de la comunidad empresarial” a través de la Convención Monetaria de Indiana. Particularmente dio l bienvenida al hecho de que el Acta del Patrón Oro “trata a los bancos nacionales, no como corporaciones avariciosas y peligrosas, sino como instituciones útiles que merecen el cuidado del legislador”.

Pero ese tierno cuidado legislativo no era suficiente: se necesitaba una reforma bancaria fundamental. Pues, según declaraba Taussig, “los cambios en la legislación bancaria no son como para hacer posible una expansión considerable del sistema nacional o permitir que preste a la comunidad el máximo servicio que puede dar”. En resumen, los cambios permitirían una mayor expansión del crédito bancario y la oferta de dinero. Por tanto Taussig (1990, p.415) concluía “Es prácticamente seguro que el Congreso acabe teniendo que considerar de nuevo remodelar más el sistema bancario nacional”.

De hecho, el Acta del Patrón Oro fue sólo el pistoletazo de salida para el movimiento de reforma bancaria. Tres amigos y periodistas financieros, dos de ellos de Chicago, iban a desempañar un papel importante en el desarrollo de ese movimiento. Charles A. Conant, nacido en Massachusetts (1861-1915), destacado historiador bancario, escribió su A History of Modern Banks of Issue en 1896, cuando aún era un corresponsal en Washington del New York Journal of Commerce y editor del Bankers Magazine. Después de su tiempo trabajando en relaciones públicas y cabildeando para la Convención de Indianápolis, Conant se mudó a Nueva York en 1902 para convertirse en tesorero de la Morton Trust Company, del bando de los Morgan.

Los dos de Chicago, ambos amigos de Lyman Gage, estaban, junto con Gage, en el entorno de Rockefeller: Frank A. Vanderlip fue elegido por Gage, como secretario asistente, y cuando Gage dejó el cargo, Vanderlip vino a Nueva York como máximo ejecutivo del banco comercial insignia de los intereses de los Rockefeller, el National Citi Bank of New York.

Entretanto, el íntimo amigo y antiguo mentor de Vanderlip en en Chicago Tribune, Joseph Frech Johnson, también se había mudado al este para convertirse en profesor de finanzas en la Wharton School de la Universidad de Pennsylvania. Pero en cuanto se aprobó el Acta del Patrón Oro Joseph Johnson hizo sonar las trompas reclamando una reforma más fundamental.

El Profesor Johnson decía claramente que el sistema existente de papel bancario era débil y no “respondía a las necesidades del mercado del dinero”, es decir, no proporcionaba una cantidad suficiente de dinero. Como el sistema bancario nacional era incapaz de atender esas necesidades, opinaba Johnson, no hacía razón para seguir con él. Johnson consideraba al sistema bancario de EEUU como el peor del mundo y señalaba el magnífico sistema de banca central que existía en Gran Bretaña y Francia.[6]

Pero no existía aún un sistema así de banca centralizada en Estados Unidos: “En Estados Unidos, sin embargo, no hay ninguna institución de negocio y ni grupo de grandes instituciones, en el que el propio interés, la responsabilidad y el poder se unan y conspiren naturalmente para la protección del sistema monetario frente a complicaciones”.

En resumen, había demasiada libertad y descentralización en el sistema. En consecuencia, nuestro masivo sistema de créditos de depósitos “tiembla siempre que los cimientos se ven alterados”, es decir, siempre que los pollos de la expansión inflacionista del crédito vienen a casa a posarse con demandas de efectivo u oro. El resultado de la inelasticidad del dinero y de la imposibilidad de la cooperación interbancaria, opinaba Johnson, era que estábamos en peligro de perder oro en el exterior, justo cuando se necesitaba el oro para sostener la confianza en el sistema bancario nacional (Johnson 1900, pp. 497f).

Después de 1900, la comunidad bancaria se dividió en la cuestión de la reforma, prefiriendo el estatus quo los banqueros pequeños y rurales. Pero los grandes banqueros estaban encabezados por A. Barton Hepburn del Chase National Banl, de Morgan, que redactó una propuesta como jefe de una comisión de la American Bankers Association y la presentó a finales de 1901 al representante de New Jersey Charles N. Fowler, presidente del Comité de Banca y Moneda de la Cámara, que había presentado una de las propuestas que había llevado al Acta del Patrón Oro. La propuesta de Hepburn fue aprobada en el comité en abril de 1902 como Propuesta Fowler (Kolko 1983, pp. 149-150).

La Propuesta Fowler contenía tres cláusulas básicas. La primera permitía una mayor expansión de los billetes de banco nacionales basándose en activos más amplios que los bonos públicos.

La segunda, favorita de los grandes bancos, era permitir que los bancos nacionales establecieran sucursales en el interior y el exterior, un paso ilegal bajo el sistema existente debido a la feroz oposición de los pequeños banqueros nacionales. Aunque la banca de sucursales es consecuente con un libre mercado y ofrece un sistema sensato y eficiente de pedir auxilio a otros bancos, a los grandes bancos les interesaba poco esta banca de sucursales si no iba acompañada de la centralización del sistema bancario.

Tercero, la propuesta Fowler proponía crear un consejo de control de tres miembros dentro del Departamento del Tesoro para supervisar la creación de los nuevos billetes bancarios y establecer cámaras de compensación en asociación bajo su égida. Esta propuesta estaba pensada como el primer paso hacia el establecimiento de un banco central real (Livingston 1986, pp. 150-154).

Aunque no podían controlar la American Bankers Association, la multitud de banqueros rurales, levantada en armas contra la propuesta de competencia de los grandes bancos en forma de sucursales, hizo una enorme presión en el Congreso y se las arregló para acabar con la Propuesta Fowler en la Cámara durante 1902, a pesar de los manejos del comité ejecutivo y el personal de la Convención Monetaria de Indianápolis.

Con la derrota de la Propuesta Fowler, los grandes banqueros decidieron establecerse objetivos más modestos por el momento. El Senador Nelson W. Aldrich, de Rhode Island, líder perenne de los republicanos del Senado de EEUU y hombre de Rockefeller en el Congreso, [7] remitió la Propuesta Aldrich al año siguiente, que permitiría a los grandes bancos nacionales de Nueva York emitir “moneda de emergencia” basada en bonos municipales y de ferrocarriles. Pero incluso esta propuesta fue derrotada.

En los escaños traseros del Congreso, los banqueros decidieron reagruparse y dirigirse temporalmente al ejecutivo. Anunciando una colaboración posterior más compleja, dos poderosos representantes de los intereses bancarios de Morgan y Rockefeller se reunieron con el Superintendente Bancario William B. Ridgley en enero de 1903, para tratar de persuadirle de que restringiera, mediante orden administrativa, el volumen de los préstamos de los bancos rurales en el mercado monetario de Nueva York.

Los dos hombres de Morgan en la reunión eran el propio J. P. Morgan y George F. Baker, el mejor amigo de Morgan y socio en el negocio bancario.[8] Los dos hombres de Rockefeller fueron Frank Vanderlip y James Stillman, desde hacía tiempo presidente del consejo del National City Bank.[9] La íntima alianza Rockefeller-Stillman se cimentó con el matrimonio de las dos hijas de Stillman con los dos hijos de William Rockefeller, hermano de John D. Rockefeller y miembro por mucho tiempo del National City Bank (Burch 1981, pp. 134-135).

La reunión con el superintendente no dio fruto, pero sin embargo pasó el relevo al propio secretario del tesoro, Leslie Shaw, anterior ejecutivo presidencial en la segunda Convención Monetaria de Indianápolis, a quien el Presidente Roosevelt había nombrado para sustituir a Lyman Gage. El inesperado y repentino cambio de McKinley por Roosevelt en la presidencia significó mucho más que un cambio de personas: significó un cambio fundamental de una administración dominada por los Rockefeller a una dominada por los Morgan. El cambio de Shaw por Gage fue uno de los muchos reemplazos de Morgan por Rockefeller.

Sin embargo, en materia bancaria, los Rockefeller y los Morgan eran del mismo bando. El Secretario Shaw intentó continuar y extender los experimentos de Gage al tratar de hacer que el Tesoro funcionara como un banco central, particularmente al realizar compras de mercado abierto en recesiones y al usar depósitos del Tesoro para estimular a los bancos y expandir la oferta monetaria.

Shwa violaba la institución reglamentaria de un Tesoro independiente, que había tratado de limitar sus propios fondos a los ingresos y gastos del gobierno. En su lugar, extendió la práctica de depositar fondos del tesoro en grandes bancos nacionales favorecidos por él. De hecho, incluso los reformistas bancarios denunciaron el depósito de fondos del Tesoro en bancos favorecidos por rebajar artificialmente los tipos de interés y llevar a una expansión artificial del crédito. Además, cualquier déficit público llevaría evidentemente al caos a un sistema dependiente de la captación de nuevos ingresos públicos.

En general, los reformistas estaban de acuerdo con el veredicto del economista Alexander Purves, de que “la incertidumbre referida al poder de Secretario de controlar los bancos con decisiones y órdenes arbitrarias, y el hecho de que en algún momento futuro el país pueda tener una desgracia como funcionario jefe del Tesoro (…) ha llevado a muchos a dudar de que sea inteligente” utilizar el Tesoro como una especie de banco central (Livingston 1986, 156; Burch 1981, pp. 161-162).

En su último informe anual de 1906, el Secretario Shaw reclamaba que se le diera poder total para regular todos los bancos de la nación. Pero el juego había terminado y para entonces estaba claro para los reformadores que las manipulaciones de Shaw, como las de Gage, como protobanco central había fracasado. Era el momento de emprender una lucha para una revisión legislativa esencial del sistema bancario estadounidense, para ponerlo bajo el control de una banca central.[10]

Charles A. Conant: Exceso de capital e imperialismo económico

Los años en torno a 1900 resultaron ser los inicios del camino hacia el establecimiento de Sistema de Reserva Federal. También fueron el origen del patrón cambio oro, el fatídico sistema impuesto al mundo por los británicos en la década de 1920 y por Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial en Bretton Woods. Más que en el caso de un patrón oro con un banco central, el patrón cambio oro establece un sistema, en nombre del oro, que en realidad se las arregla para implantar papel moneda coordinado, internacional e inflacionario.

La idea era reemplazar un verdadero patrón oro, en el que cada país (o, internamente, cada banco) mantiene sus reservas en oro, con un pseudo-patrón oro en el que el banco central del país del cliente mantiene sus reservas en alguna divisa clave o base, digamos libras o dólares. Así, en al década de 1920, la mayoría de los países mantenían sus reservas en liras y sólo Gran Bretaña pretendía redimir libras en oro.

Esto significaba que estos otros países estaban realmente en un patrón libra en lugar de un patrón oro, aunque podían, al menos temporalmente, adquirir el prestigio del oro. Eso significaba asimismo que cuando Gran Bretaña inflaba sus libras, no había peligro de perder oro a favor de esos otros países, que, por el contrario, inflaban con alegría sus propias divisas por encima de sus expansivos balances en libras esterlinas.

Así que se había generado un sistema inestable e inflacionista (todo en nombre del oro), en el que los estados clientes acumulaban su propia inflación encima de la de Gran Bretaña. El sistema estaba condenado al colapso, como le pasó al patrón cambio oro en la Gran Depresión y a Bretton Woods a finales de la década de 1960. Además, las íntimas relaciones con la libra y luego el dólar significaban que el país base o clave podía ejercitar una forma de imperialismo económico, por su inflación de papel común y pseudo-oro, sobre los estados clientes utilizando la moneda clave.

A finales de la década de 1890, grupos de teóricos en Estados Unidos estaban trabajando en la que después de llamaría la teoría “leninista” del imperialismo capitalista. La teoría no era original de Lenin, sino de los defensores del imperialismo, que estaban alrededor de amigos de Morgan y consejeros expertos de Theodore Roosevelt, como Henry Adams, Brooks Adams, el Almirante Alfred T. Mahan y el Senador por Massachussets Henry Cabot Lodge.

La idea era que el capitalismo en los países desarrollados esta “superproduciendo”, no simplemente en el sentido de que se necesitaba más poder de compra en las recesiones, sino más profundamente en que el tipo de beneficio estaba por tanto cayendo inevitablemente. El siempre menor tipo de beneficio del “capital excedente” esta en peligro por el agobiante capitalismo, excepto por la salvación que se presentaba en forma de mercados externos y especialmente inversiones externas.

Los nuevos mercados expandidos aumentarían las ganancias, al menos temporalmente, mientras que las inversiones en países subdesarrollados generarían una alta tasa de beneficios. Por tanto, para salvar al capitalismo avanzado, era necesario que los gobiernos occidentales se dedicaran abiertamente a los negocios imperialista o neoimperialistas, que obligarían a otros países a abrir sus mercados a los productos estadounidenses y a generar oportunidades de inversión en el exterior.

A partir de esta doctrina (basada en la errónea opinión de Ricardo de que la tasa de beneficio viene determinada por la cantidad de inversión de capital, en lugar de por las preferencia temporales de todos en la sociedad) Lenin tenía poco que cambiar, excepto dar una condena moral implícita en lugar de una aprobación y destacar la naturaleza necesariamente temporal del respiro que podía dar el imperialismo a los capitalistas.[11]

Charles Conant expuso la teoría del excedente de capital en su A History of Modern Banks of Issue (1896) y la desarrolló en subsiguientes ensayos. A existencia de capital fijo y tecnología moderna, afirmaba Conant, invalidaba la Ley de Say y el concepto de equilibrio, y llevaba a “excesos de ahorro” crónicos, a los que definía como ahorros por encima de compras de inversión rentables, en el mundo capitalista occidental desarrollado.

Los ciclos económicos, decía Constant, eran inherentes a la actividad no regulada del capitalismo industrial moderno. De ahí la importancia de los monopolios y cárteles generados por el gobierno para estabilizar los mercados y el ciclo económico y en particular la necesidad de un imperialismo económico para obligar a abrir mercados rentable en el exterior a capitales excedentes estadounidenses y de otros países occidentales.

La audaz aventura de Estados Unidos de una guerra imperialista contra España en 1898 galvanizó las energías de Conant y otros teóricos del imperialismo. Conant respondía con su llamada al imperialismo en “The Economic Basis of Imperialism” en la North American Review de septiembre de 1898 y en otros ensayos recogidos en The United States in the Orient: The Nature of the Economic Problem y publicados en 1900.

S. J. Chapman (1901, p. 78), distinguido economista británico, resumió agudamente los argumentos de Conant como sigue: (1) “En todos los países desarrollados ha habido un ahorro tan excesivo que no queda ninguna inversión rentable de capital”. (2) Como todos los países no practican una política de libertad comercial, “Estados Unidos debe estar preparado para usar la fuerza si es necesario” para abrir mercados de inversión en el exterior y (3) Estados Unidos posee una ventaja en la inminente luca, pues la organización de muchas de sus industrias “en forma de trusts ayudara mucho en la lucha por la supremacía comercial”.[12]

Una vez ganada la guerra, Conant se mostraba particularmente entusiasta acerca de que Estados Unidos se quedara con las Filipinas, el pórtico al potencialmente gran mercado asiático. Estados Unidos, opinaba, no debería vacilar por “una teoría abstracta” en adoptar “conclusiones extremas” al aplicar las doctrinas de los Padres Fundadores sobre la importancia del consentimiento de los gobernados.

Los Padres Fundadores, declaraba, sin duda querían decir que el autogobierno solo podría aplicarse a quienes sean competentes para ejercerlo, un requisito que claramente no aplica al atrasado pueblo de Filipinas. Después de todo, escribía Conant, “Sólo con la mano firme de las razas responsables de gobernar (…) puede asegurarse el progreso ininterrumpido de los países tropicales y subdesarrollados” (Healy 1970, pp. 200-201).

Conant también se atrevía a deducir importantes conclusiones internas a su entusiasmo por el imperialismo, La sociedad interna, afirmaba, tendría que transformarse para hacer a la nación lo más “eficiente” posible. En particular, la eficiencia significaba concentración centralizada del poder. “La concentración del poder, con el fin de permitir una acción inmediata y eficiente, sería un factor casi esencial en la lcuha por un imperio mundial”.

En particular, era importante que Estados Unidos aprendiera de la magnífica centralización del poder y la determinación de la Rusia de los zares. El gobierno de Estados Unidos necesitaría “un grado de armonía y simetría que permitiera dirigir todo el poder del estado hacia políticas definidas e inteligentes”. La Constitución de EEUU tendría que enmendarse para permitir una forma de absolutismo zarista o como mínimo un poder ejecutivo enormemente expandido en asuntos exteriores (Healy, pp. 202-203).

Un interesante caso de opinión empresarial vigorizada y convertida por el atractivo del imperialismo fue la revista semanal de Boston US Investor. Antes del estallido de la guerra con España en 1898, la US Investor denunciaba la idea de la guerra como un desastre para los negocios. Pero después de que Estados Unidos iniciase su guerra y el Comodoro Dewey se apoderara de la Bahía de Manila, la Investor cambió totalmente su tono. Ahora alababa la guerra como algo excelente para los negocios y como portadora de la recuperación de la recesión previa.

Pronto Investor estuvo defendiendo felizmente una política de “imperialismo” para hacer permanente la prosperidad en EEUU. El imperialismo conllevaba maravillosos beneficios para el país. En casa, sería valioso un gran ejército y una gran armada para evitar la tendencia de la democracia a disfrutar “de demasiada libertad mediante la restricción tanto de la acción como del pensamiento”. Investor añadía que “la experiencia europea demuestra que el ejército y la marina están admirablemente adaptados ara inculcar los hábitos correctos de pensamiento y acción”.

Pero el beneficio más importante de una política de imperialismo permanente sería el económico. Para mantener “el capital (…) trabajando”, la cruda necesidad requería que “deba descubrirse un campo más amplio para su producción”. Específicamente tenía que encontrarse “un nuevo campo” para vender la creciente marea de bienes producidos por las naciones desarrolladas y para la inversión de sus ahorros a tipos rentables. Investor se mostraba exultante por el hecho de que este nuevo “campo está listo para ser ocupado. Ha de encontrarse entre las razas semicivilizadas y salvajes”, en particular el atractivo país de China.

Es particularmente interesante el coloquio que tuvo lugar entre la Investor y la Republican, de Sprinfield (Mass.), que seguía defendiendo la vieja teoría del libre comercio y el laissez faire. Republican preguntaba por qué no era suficiente comerciar con países subdesarrollados sin cargar a los contribuyentes de EEUU con gastos indirectos administrativos y militares. Republican también atacaba la nueva teoría del capital excedente, apuntando que sólo hacía dos o tres años que los empresarios clamaban por más capital europeo invirtiendo en empresas estadounidenses.

Ante a primera acusación, Investor recurría a “la experiencia de la raza durante tal vez noventa siglos, [que] había ido en la dirección de las adquisiciones en el extranjero como medio para la prosperidad nacional”. Pero, de forma más práctica, Investor se deleitaba con los beneficios que el imperialismo proporcionaría a Estados Unidos en forma de contratos públicos y el desarrollo público de lo que ahora se llamaría la “infraestructura” de las colonias. Además, al igual que en Gran Bretaña, una gran expansión del servicio diplomático ofrecería “un nuevo atractivo para la educación y las capacidades de nuestros jóvenes”.

A la segunda acusación de la Republican sobre capital excedente, Investor, como Conant, desarrollaba la idea de que acababa de llegar una nueva era en los asuntos estadounidenses, una era de manufacturas a grane Scala y por tanto de exceso de producción, una era de bajas tasas de beneficio y una consecuente formación de trusts en una búsqueda de mayores rentabilidades mediante la supresión de la competencia.

Como decía Investor: “El exceso de capital ha generado una competencia no rentable. Por emplear la ocurrencia de Franklin, los propietarios del capital son de la opinión de que deben estar unidos o ser colgados por separado”. Pero aunque los trusts pueden resolver el problema de industrias concretas, no resuelven el gran problema de una “congestión del capital” generalizada. De hecho, escribía Investor, “encontrar empleo al capital (…) es ahora el mayor de los problema económicos que afrontamos”.

Para Investor, la solución estaba clara:

El camino lógico a seguir es el del desarrollo de las riquezas naturales de los países tropicales. Estos países están ahora habitados por razas que son incapaces de extraer por propia iniciativa todas las riquezas de sus propias tierras. (…) Esto se lograría en algunos casos por el simple estímulo del gobierno y la dirección de hombres de zonas templadas, pero también por la aplicación de maquinaria moderno y métodos de cultivo de los recursos agrícolas y mineros de los países subdesarrollados. (Citado en Etherington 1984, p. 17).

En la primavera de 1901, incluso el eminente economista teórico John Bates Clark, de la Universidad de Columbia, era capaz de abrazar el nuevo credo. Revisando obras proimperialistas de Conant, Brooks Adams y el Reverendo Josiah Strong en una sola crítica de aniversario de la Political Science Quarterly de marzo de 1901, Clark enfatizaba la importancia de abrir mercados exteriores y particularmente de invertir capital estadounidense “con un beneficio aún mayor y más permanente” (Parrini y Sklar 1983, p. 565, n. 16).

J. B. Clark no fue el único economista dispuesto a unirse a la apología del estado fuerte. En todo el territorio al empezar el siglo XX, había aparecido una legión de economistas y otros sociólogos, muchos de ellos educados en escuelas de grado alemanas para aprender las virtudes el método inductivo, la Escuela Histórica Alemana y un estado colectivista y organicista. Deseosos de posiciones y poder apropiados a su formación, estos nuevos sociólogos se preparaban para abandonar el viejo credo del laissez faire, en nombre del profesionalismo y el conocimiento técnico, y ocupar su espacio como apologistas y planificadores en un nuevo estado planificado centralizadamente.

El Profesor Edwin R. A. Seligman, de la Universidad de Columbia, de la prominente familia de banqueros de inversión de Wall Street, J. and W. Seligman and Company, hablaba por muchos de estos sociólogos cuando en un discurso presidencial ante la American Economic Association en 1903, alabó el “nuevo orden industrial”.[13] Seligman profetizaba que en el nuevo siglo XX, la posesión de conocimientos económicos otorgaría a los economistas el poder “de controlar (…) y moldear” las fuerzas materiales del progreso. Como los economistas demostrarían ser capaces de hacer previsiones más adecuadamente, se consolidarían como “los filósofos reales de la vida social” y la opinión pública prestaría “atención a sus opiniones”.

En su discurso presidencial, Arthur Twining Hadley, de Yale también consideraba que los economistas se convertirían en los reyes filósofos de la sociedad. La aplicación más importante del conocimiento económico, declaraba Hadley, era el liderazgo en la vida pública, convirtiéndose en asesores y líderes de la política nacional. “Creo”, opinaba Hadley,

Que su principal oportunidad [la de los economistas] en el futuro inmediato, no reside en las teorías, sino en la práctica, no con los estudiantes, sino con los estadistas, no en la educación de ciudadanos individuales, por muy general y saludable que sea, sino en el liderazgo de un cuerpo político organizado (Silva y Slaughter 1984, p. 103).

Hadley veía perspicazmente a la rama ejecutiva del gobierno como particularmente susceptible de ofrecer acceso a posiciones influyentes para asesores y planificadores económicos. Previamente, a los ejecutivos se les dificultaba el buscar ese consejo experto por la importancia de los partidos políticos, sus compromisos ideológicos y su base masiva de población votante.

Pero ahora, por suerte, el crecimiento movimiento de reforma municipal (pronto llamado movimiento progresista) estaba quitando poder a los partidos políticos y los estaba poniendo en manos de administradores y expertos. La “mayor centralización del poder administrativo [estaba dando] (…) una justa oportunidad al experto”.

Y ahora, en el plano nacional, el nuevo salto estadounidense al imperialismo en la guerra con España ofrecía una oportunidad para aumentar la centralización, el poder ejecutivo y por tanto la planificación administrativa por parte de expertos. A pesar de que Hadley se declaró personalmente opuesto al imperialismo, pidió a los economistas que aprovecharan esta gran oportunidad de acceder al poder (Silva y Slaughter 1984, pp. 120-121).

La profesión económica organizada no remoloneó en aprovechar esta nueva oportunidad. Rápidamente, los comités ejecutivo y de nombramientos de la American Economic Association (AEA) crearon un comité especial de cinco miembros para organizar y publicar un volumen sobre finanzas coloniales. Como dijeron Silva y Slaughter, este nuevo volumen reunido rápidamente permitió a la AEA mostrar a la élite del poder cómo podía la nueva ciencia social servir a los intereses de quienes hacía del imperialismo una política oficial ofreciendo soluciones técnicas a los problemas fiscales inmediatos de las colonias, así como ofreciendo justificaciones ideológicas para adquirirlas (Silva y Slaughter, p. 133).

El presidente del comité especial era el Profesor Jeremiah W. Jenk, de Cornell, el principal asesor económico del Gobernador Theodor Roosevelt. Otro miembro era el Profesor E. R. A. Seligman, otro importante asesor de Roosevelt. Un tercer colega erael Dr. Albert Shaw, influyente editor de la Review of Reviews, reformado progresista y sociólogo y durante mucho tiempo compinche de los Roosevelt. Los tres eran desde hacía tiempo líderes de la American Economic Association.

Los otros dos, que no eran líderes de AEA, en el comité eran Edward R. Strobel, antiguo secretario asistente de estado y asesor de gobiernos coloniales y Charles S. Hamlin, adinerado abogado de Boston y secretario asistente del tesoro, que había estado por mucho tiempo en el ámbito de Morgan y cuya esposa era miembro de la familia Pruyn, inversores desde tiempo atrás en los negocios dominados por los Morgan: la New York Central Railroad y la Mutual Life Insurance Company of New York.

Essays in Colonial Finance (Jenks et al. 1900), el volumen rápidamente compilado por estos cinco líderes, trataba de asesorar a Estados Unidos sobre cómo gestionar de la mejor manera su recién adquirido imperio.

Primero, igual que insistía el gobierno británico cuando los estados de Norteamérica eran sus colonias, éstas deberían apoyar su gobierno imperial mediante impuestos, mientras que el control debía ser ejercido rígidamente por el centro imperial de EEUU. Segundo, el centro imperial debería construir y mantener la infraestructura económica de la colonia: canales, ferrocarriles y comunicaciones. Tercero, allí donde (como se había previsto claramente) la mano de obra nativa se ineficiente o incapaz de gestionar, el gobierno debería importar mano de obra (blanca) desde el centro imperial. Y finalmente, como dicen Silva y Slaughter,

las recomendaciones fiscales del comité indicaban que eran necesarios economistas con formación para un imperio exitoso. Eran ellos quienes debían hacer un estudio minucioso de las condiciones locales para determinar el sistema fiscal correcto, recoger datos, crear el diseño administrativo apropiado y tal vez incluso implantarlo. De esta forma, el comité secundaba las opiniones de Hadley de ver al imperialismo como una oportunidad para economistas al identificar un gran número de posiciones profesionales que ellos podían ocupar mejor que nadie (Silva and Slaughter 1984, p. 135).

Con el volumen escrito, la AEA pidió apoyo financiero para su publicación y distribución. No se trataba simplemente de obtener la financiación, sino de hacerlo de forma que se obtuviera el imprimatur de los principales miembros de la élite en el poder en este audaz movimiento para dar poder a los economistas como asesores y administradores tecnócratas expertos en el estado-nación imperial.

La American Economic Association encontró cinco acaudalados hombres de negocios que pusieron dos quintos de todos los costes de publicar Essays in Colonial Finance. Al recopilar el volumen y luego aceptar patrocinadores corporativos, muchos de los cuales tenían intereses económicos en el muevo imperio estadounidense, la AEA estaba indicando que los economistas organizados de la nación estaban (1) incondicionalmente a favor del nuevo imperio estadounidense y (2) dispuestos y ansiosos por desempeñar un importante papel en asesorar y administrar el imperio, papel que ocuparon rápidamente y encantados, como veremos en la siguiente sección.

A la vista del papel simbólico y también práctico de los patrocinadores, resulta instructiva la lista de los cinco donantes para el volumen de finanzas coloniales.

Uno era Isaac N. Seligman, jefe de la casa de banca de inversiones de J and W Seligman and Company, una compañía con granes intereses en el extranjero, especialmente en Latinoamérica. El hermano de Isaac, E. R. A. Seligman, era miembro del comité especial sobre Finanzas Coloniales y autor de uno de los ensayos del volumen.

Otro era William E. Dodge, socio de la empresa de minería del cobre Phelps, Dodge, and Company, y miembro de una poderosa familia minera aliada con los Morgan.

Un tercer donante fue Theodore Marburg, economista que era en ese momento vicepresidente de la AEA y también un ardiente defensor del imperialismo, así como heredero de una parte sustancial de la American Tobacco Company.

El cuarto era Thomas Shearman, georgista y abogado de poderoso magnate ferroviario Jay Gould.

Y el último, pero no el menos importante, era Stuart Wood, fabricante que tenía un doctorado en economía y había sido vicepresidente de la AEA-

Conant: Imperialismo monetario y patrón de cambio oro

El salto al imperialismo político por los Estados Unidos a finales de la década de 1890 vino acompañado por el imperialismo económico y una clave del imperialismo económico era el imperialismo monetario. En resumen, los países desarrollados occidentales en ese momento seguían el patrón oro, mientras que la mayoría de las naciones del Tercer Mundo seguían el patrón plata. Durante varias décadas anteriores, el valor de la plata en relación con el oro había venido cayendo constantemente, debido a

  1. una producción en aumento de la plata respecto del oro y
  2. el consiguiente cambio de muchas naciones occidentales de la plata o el bimetalismo al oro, rebajando así la demanda mundial de plata como metal monetario.

La caída del valor de la plata significaba depreciación monetaria e inflación en el Tercer Mundo, y habría sido una política razonable cambiar de un patrón moneda de plata a un patrón moneda de oro. Pero los nuevos imperialistas de entre los banqueros, economistas y políticos de EEUU estaban menos interesados en el bienestar de los países del Tercer Mundo que en imponerles un imperialismo monetario.

Pues no sólo debían estar ligadas las economías del centro imperial y los estados satélites, sino que debían estar ligadas de tal forma que estas economías pudieran acumular su propia inflación monetaria y del crédito bancario sobre la inflación en Estados Unidos. Así que lo que los nuevos imperialistas decían que había que hacer era presionar o coaccionar a los países del Tercer Mundo para que adoptaran, no un genuino patrón de moneda oro, sino un patrón “cambio oro” o dólar recién concebido.

En lugar de moneda de plata fluctuando libremente en términos de oro, el precio de la relación plata-oro lo fijaría arbitrariamente el gobierno. Los países de la plata serían sólo nominalmente de plata: la reserva monetaria se mantendría, no en plata, sino en dólares supuestamente redimibles en oro y estas reservas estarían, no el mismo país, sino como dólares almacenados en la ciudad de Nueva York.

De esta forma, si los bancos de EEUU inflaban su crédito no habría peligro de perder oro en el extranjero, como ocurriría bajo un patrón oro genuino. Pues bajo un patrón oro real, ningún país estaría interesado en acumular derechos en dólares en el extranjero. En su lugar, demandarían el pago de derechos en dólares en oro. Así que aunque estos banqueros y economistas estadounidenses sabían muy bien, después de décadas de experiencia, las mentiras y males del bimetalismo, estaban deseando imponer una forma de bimetalismo a estados clientes con el fin de ligarlos al imperialismo económico de EEUU y presionarlos para inflar su propia oferta monetaria sobre reservas en dólares, supuestamente, pero no de hecho, redimibles en oro.

La primera vez que Estados Unidos afrontó el problema de las monedas en plata en un país del Tercer Mundo fue cuando se hizo con el control de Puerto Rico en 1898 y lo ocupó como colonia permanente. Por suerte para los imperialistas, Puerto Rico estaba maduro para la manipulación de la divisa. Sólo tres años antes, en 1895, España había destruido la recia divisa en plata mexicana de la que había disfrutado previamente su colonia y la había reemplazado por un “dólar” de plata fuertemente envilecido, que valía sólo 41 centavos en moneda de EEUU. El gobierno español se había embolsado los grandes beneficios de señoreaje de ese envilecimiento.

Así que Estados Unidos fue fácilmente capaz de sustituirlo por su propio dólar de plata envilecido, que valía sólo 45,6 centavos en oro. Así que la divisa de plata de Estados Unidos reemplazaba una aún más envilecida y asimismo los puertorriqueños no tenían ninguna tradición de lealtad a una moneda impuesta recientemente por los españoles. Por tanto hubo poca o ninguna oposición en Puerto Rico a la toma del poder monetario de EEUU.[14]

La cuestión más controvertida era qué tipo de cambio fijarían las autoridades estadounidenses entre las dos monedas envilecidas: el viejo peso de plata de Puerto Rico y el dólar de plata de EEUU. Era el tipo al que las autoridades de EEUU obligarían a los puertorriqueños a intercambiar sus monedas existentes a las nuevas monedas estadounidenses.

El tesorero a cargo de la reforma de la divisa por parte del gobierno de EEUU era el eminente economista de Johns Hopkins, Jacob H. Hollander, que había sido comisionado especialmente para revisar las leyes fiscales de Puerto Rico y era uno de los nuevos economistas académicos que repudiaban el laissez faire adoptando el estatismo integral.

Los grandes deudores en Puerto Rico (principalmente los grandes azucareros) querían naturalmente pagar sus obligaciones en pesos al tipo más bajo posible: cabildeaban para que el peso valiera 50 centavos estadounidenses. Por el contrario, los acreedores bancarios de Puerto Rico querían que el tipo se fijara en 75 centavos. Como en todo caso el tipo de cambio era arbitrario, Hollander y los demás funcionarios decidieron el la forma habitual de los gobiernos: dividiendo más o menos la diferencia y fijando que un peso equivalía a 60 centavos.[15]

Las Filipinas, la otra colonia española arrebatada por Estados Unidos resultaba ser un problema mucho mayor. Como en la mayoría del Extremo Oriente, Filipinas estaba usando felizmente una moneda de plata perfectamente sólida, el dólar de plata mexicano. Pero Estados Unidos ansiaba una reforma rápida, porque su gran establecimiento de fuerzas armadas para suprimir el nacionalismo filipino requería grandes gastos en dólares de EEUU, que por supuesto se declaró moneda de curso legal para pagos. Como la moneda de plata mexicana era asimismo moneda legal y era más barata que el dólar oro estadounidense, la ocupación militar de EEUU obtenía beneficios al ser pagada en monedas mexicanas no deseadas y más baratas.

Hacía falta delicadeza y en 1901, la Oficina de Asuntos Insulares (BIA, por sus siglas en inglés) del Departamento de Guerra (la agencia que gestionaba la ocupación de Filipinas por EEUU) contrató a Charles A. Conant para la tarea de apropiarse de la divisa. El Secretario de Guerra Elihu Root era un formidable abogado de Wall Street del ámbito de los Morgan que ha veces actuó como abogado personal de J. P. Morgan. Root intervino personalmente en el envío de Conant a Filipinas. Conant, recién salido de la Comisión Monetaria de Indianápolis y antes de ir a Nueva York como importante banquero de inversión era, como cabía esperar, un ardiente imperialista del patrón cambio oro, así como el principal teórico del imperialismo económico.

Al apreciar que el pueblo filipino amaba sus monedas de plata, Conant ideó una forma de imponer una divisa de dólar de EEUU en oro en el país. En su ingenioso plan, los filipinos continuarían teniendo una divisa de plata, pero para reemplazar a la sólida moneda mexicana de plata se usaría una moneda de plata estadounidense ligada al oro a un valor devaluado mucho mayor que el valor de cambio del mercado de plata en términos de oro. En este bimetalismo impuesto y devaluado, pues la moneda de plata se sobrevaloraba deliberadamente en relación con el oro por parte del gobierno de EEUU, la ley de Gresham operaba inexorablemente. La plata sobrevalorada seguiría circulando en Filipinas y el oro infravalorado se mantendría fuera de circulación.

El beneficio de señoreaje que el Tesoro obtendría del envilecimiento sería felizmente depositado en un banco de Nueva York, que funcionaría así como “reserva” para la divisa en plata de EEUU en Filipinas. Así, los fondos de Nueva York se usarían para pagos fuera de Filipinas en lugar de cómo moneda o metal precioso. Además, el gobierno de EEUU podía emitir dólares basándose en su nuevo fondo de reserva.

Debe advertirse que Conant ideó el sistema de cambio oro como una forma de explotar y controlar las economías del Tercer Mundo basadas en plata. Al mismo tiempo, Gran Bretaña desarrollaba planes similares en sus áreas coloniales de Egipto, las Colonias del Estrecho en Asia y particularmente en la India.

Sin embargo el Congreso, presionado por el lobby de la plata, obstaculizaba el plan del BIA. Así que el BIA volvió a acudir a las experimentadas habilidades de relaciones públicas y cabildeo de Charles A. Conant. Conant entró en acción. Tras reunirse con los editores de los principales periódicos financieros, obtuvo su promesa de escribir editoriales impulsando el plan de Conant, muchos de los cuales fueron escritos solícitamente por él mismo.

Ya tenía el apoyo de los bancos estadounidenses de Manila. A los banqueros recalcitrantes de EEUU Conant les advirtió de que ya podrían esperar grandes depósitos públicos del Departamento de Guerra si continuaban oponiéndose al plan. Además, Conant se ganó el apoyo de los principales enemigos de su plan, las compañías plateras y los banqueros pro-plata de Estados Unidos, prometiéndoles que si se aprobaba la reforma de la moneda filipina, el gobierno federal compraría plata a esas mismas compañías para la nueva acuñación de EEUU en Filipinas. Finalmente el incansable cabildeo y la mezcla de sobornos y amenazas de Conant sio sus frutos. El Congreso aprobó la Ley de Moneda Filipina en marzo de 1903.

Sin embargo, en Filipinas los Estados Unidos no podían simplemente repetir el ejemplo puertorriqueño y obligar a conversión de las monedas acuñadas viejas por las nuevas. Porque la moneda de plata mexicana era una moneda dominante no sólo en extremo Oriente sino en todo el mundo y la conversión forzada hubiera sido interminable.

Estados Unidos lo intentó: eliminó el privilegio del curso legal a las monedas mexicanas y decretó que las nuevas monedas de EEUU se usarían para pagar impuestos, salarios a funcionarios y otros gastos del gobierno. Pero ene set caso los filipinos usaban alegremente las viejas monedas mexicanas como dinero, mientras que las monedas de plata de EEUU desaparecían de la circulación con el pago de impuestos y als transacciones con Estados Unidos.

El Departamento de Guerra estaba furioso: ¿cómo podría eliminar de las Filipinas las acuñaciones de plata mexicanas? Desesperados, acudieron al infatigable Conant, pero Conant no pudo unirse la gobierno colonial en Filipinas porque acababa de ser nombrado para una comisión presidencial más remota de comercio internacional para presionar a México y China para que siguieran un patrón de cambio oro similar.

Hollander, recién terminado su triunfo en Puerto Rico, estaba enfermo. ¿Quién quedaba? Conant, Hollander y varios banqueros importantes dijeron al Departamento de Guerra que no podían recomendar a nadie para el trabajo, al ser tan nueva la profesión de experto técnico en imperialismo monetario.

Pero había una esperanza más, el otro procartelista e imperialista financiero Jeremiah W. Jenks, de Cornell, tambiémn miembro como Conant de la nueva Comisión de Comercio Internacional (CIE, por sus siglas en inglés) del Presidente Roosevelt. Jenks ya había abierto el camino a Conant al visitar las colonias inglesas y holandesas en Extremo Oriente en 1901 para obtener información acerca de cómo gestionar Filipinas. Jenks finalmente propuso un nombre, su antiguo alumno en Cornell, Edwin W Kemmerer.

El joven Kemmerer estuvo en Filipinas de 1903 a 1906 para implantar el plan de Conant. Basándose en las teorías de Jenks y Conant y en su propia experiencia en Filipinas, Kammerer acabó enseñando en Cornell y luego en Princeton y se hizo famoso en la década de 1920 como el “doctor del dinero”, imponiendo enérgicamente el patrón cambio oro en un país extranjero tras otro.

Siguiendo los consejos entre bastidores de Conant, Kemmerer y sus asociados acabaron ideando un plan para eliminar las monedas de plata mexicanas con éxito. Era un plan que se basaba en gran medida en la coacción pública. Estados Unidos impuso una prohibición de importación de monedas mexicanas, seguido por fuertes impuestos a cualquier transacción privada filipina que se atreviera a utilizar divisa mexicana.

Por suerte para los planificadores, su plan se vio ayudado en ese momento por una demanda de moneda mexicana a gran escala en el Norte de China, que absorbió la plata que había en Filipinas o que habría sido introducida de contrabando en las islas. El éxito de EEUU se vio ayudado por el hecho de que las nuevas monedas de plata de EEUU, apropiadamente llamadas “conants” por los filipinos, se fabricaron de forma que se parecieran mucho a las queridas viejas monedas mexicanas. En 1905 la fuerza, la suerte y el engaño habían prevalecido y los conants (que valían 50 centavos en moneda de EEUU) eran la divisa dominante en Filipinas. Pronto las autoridades de EEUU tuvieron la confianza suficiente como para añadir monedas de cobre y conants en papel.[16]

En 1903, los reformadores de la moneda se sintieron los suficientemente fuertes como para actuar contra el dólar de plata mexicano en todo el mundo. En el propio México, los industriales de EEUU que querían invertir allí presionaban a los mexicanos para que se cambiaran de la plata al oro y encontraron un aliado el poderoso ministro de hacienda José Limantour. Pero acabar con el peso de plata mexicano en su casa no sería una tarea fácil, pues la moneda era conocida y usada en todo el mundo, particularmente en China, donde constituía la mayoría de las monedas en circulación.

Finalmente, tras conversaciones a tres bandas entre funcionarios de EEUU, México y China, se indujo a mexicanos y chinos a enviar sendas notas idénticas al Secretario de Estado de EEUU, pidiendo a Estados Unidos que nombrara asesores financieros para llevar a cabo una reforma monetaria y estabilizarlos tipos de cambio con los países del oro (Parrini y Sklar 1983, pp. 573-577; Rosenberg 1985, p. 184).

Estas solicitudes dieron al presidente Roosevelt, tras obtener la aprobación del Congreso, la excusa para nombrar en marzo de 1903 una comisión de tres personas sobre comercio internacional (CIE, por sus siglas en inglés) para provocar la reforma monetaria en México, China y el resto de mundo de la lata. En objetivo era “generar una relación fija entre las monedas de los países del patrón oro y los países que usan actualmente la plata”, con el fin de promover “en comercio exterior y las oportunidades de inversión” en los países del oro y el desarrollo económico en los países de la plata.

Los tres miembros de la CIE eran viejos amigos y colegas con ideas similares. El presidente era Hugh H. Hanna, de la Comisión Monetaria de Indianápolis, los otros eran su anterior consejero jefe en esa Comisión, Charles A. Conant y el Profesor Jeremiah W. Jenks. Conant, como era habitual, era el principal teórico y urdidor. Se dio cuenta de que la mayor oposición al cambio de México y China a un patrón oro vendría por parte de la importante industria platera mexicana e ideó un plan para hacer que los países europeos compraran grandes cantidades de plata mexicana para aliviar las molestias del cambio.

Sin embargo, en un viaje a las naciones europeas en verano de 1903, Conant y la CIE encontraron a los europeos poco entusiastas acerca de realizar compras de plata mexicana, así como de subvencionar las exportaciones e inversiones de EEUU en China, un país cuyo mercado también codiciaban. Por otro lado, en Estados Unidos los principales periódicos y revistas económicas, estimulados por el trabajo de relaciones públicas de Conant, apoyaban calurosamente el nuevo plan monetario.

Sin embargo, entretanto Estados Unidos afrontaba problemas monetarios similares en sus dos nuevos protectorados caribeños, Cuba y Panamá. Panamá era sencillo. Estados Unidos ocupó la Zona del Canal y estaba importando grandes cantidades de equipamiento para construir el canal, así que decidió imponer el dólar oro estadounidense como moneda en la nominalmente independiente República de Panamá.

Aunque el dólar oro era la moneda oficial de Panamá, Estados Unidos impuso como medio real de intercambio un nuevo peso de plata devaluado por valor de 50 centavos. Por suerte, el nuevo peso era prácticamente del mismo valor que la antigua moneda de plata colombiana a la que desplazó forzosamente y así, como en Puerto Rico, la eliminación pudo hacerse sin problemas.

De entre las colonias y protectorados de EEUU, Cuba resultó ser la nuez más difícil de romper. A pesar de todas las ayudas de Conant, la divisa de Cuba permanecía sin reformar. Las monedas españolas de oro y plata, las monedas francesas y la divisa de EEUU circulaban todas a la vez, flotando libremente en respuesta a la oferta y la demanda. Además, igual que Filipinas antes de la reforma, un intercambio fijo bimetálico entre las monedas más baratas de EEUU y las más valiosas españolas y francesas llevaba a los cubanos de devolver las monedas de EEUU, más baratas, a las autoridades aduaneras de EEUU para pagar tasas e impuestos.

¿Por qué fracasó entonces Conant en Cuba? En primer lugar, el fuerte nacionalismo cubano recelaba planes de EEUU para tomar el control de su moneda. La repetida solicitud de Conant de una invitación a la CIE para visitar la isla encontró serios rechazos del gobierno cubano. Además, el carismático comandante militar de EEUU en Cuba, Leonard Wood, quería evitar dar a los cubanos la impresión de que hubiera planes para reducir a Cuba a un estado colonial.

La segunda objeción era económica. La poderosa industria azucarera cubana dependía de las exportaciones a Estados Unidos y un cambio de un dinero en plata devaluada a un oro más valorado aumentaría el coste de las exportaciones de azúcar en una cantidad que Leonard Wood estimaba en cerca del 20%.

Aunque había existido el mismo problema con los cultivadores de caña de azúcar en Puerto Rico, los intereses económicos estadounidenses, en Puerto Rico y en otros países como Filipinas, favorecían forzar a países antes de plata pasar a un patrón basado en oro para estimular las exportaciones de EEUU a esos países. En Cuba, por otro lado, aumentaban las inversiones de EEUU introduciendo capital en las plantaciones de caña cubanas, de forma que existían intereses poderosos e incluso dominantes económicos de EEUU en el otro lado de la cuestión de la reforma monetaria. De hecho, durante la Primera Guerra Mundial, las inversiones estadounidenses en el azúcar cubano llegaron a la suma de 95 millones de dólares.

Así que cuando Charles Conant reanudó su presión por un patrón cubano de cambio oro en 1907, tuvo la fuerte oposición del gobernador de EEUU en Cuba, Charles Magoon, que expuso el problema de un patrón basado en oro afectando a los cultivadores de caña. La CIE nunca consiguió visitar Cuba y curiosamente Charles Conant murió en Cuba en 1915, tratando en vano de convencer a los cubanos de las virtudes del patrón cambio oro (Rosenberg 1985, pp. 186-188).

El cambio mexicano de la plata al oro fue más gratificante para Conant, pero allí la reforma la efectuaron el Ministro de Exteriores Limantour y sus técnicos indígenas, con la CIE a la zaga. Sin embargo, el éxito de este cambio, en la Ley de Reforma Monetaria mexicana de 1905 se aseguró por un aumento en el precio mundial de la plata, que empezó el año siguiente, lo que hizo más baratas las monedas de oro que las de plata, produciendo la Ley de Gresham un éxito en la moneda de oro de México.

Pero la acuñación de plata de EEUU en Filipinas entró en problemas por el aumento en el precio mundial de la plata. Aquí, las divisa en plata de EEUU en Filipinas fue rescatada por la acción coordinada por el gobierno mexicano, que vendió plata a Filipinas para rebajar lo suficiente el valor de la plata como para que los conants volvieran a la circulación.[17]

Pero el gran fracaso del imperialismo monetario de Conant/CIE fue en China. En 1900, Gran Bretaña, Japón y Estados Unidos intervinieron en China para acabar con la Rebelión de los Boxers. Los tres países forzaron acto seguido a la derrotada China a aceptar pagarles, a ellos y a todas las grandes potencias europeas una indemnización de 333 millones de dólares.

Estados Unidos interpretaba el tratado como una obligación de pagar en oro, pero China, con un patrón plata devaluado, empezó a pagar en plata en 1903, una acción que enfureció a las tres potencias del tratado. El ministro de EEUU en China informaba de que los británicos podían declarar el pago en plata de China como una violación del tratado, lo que presagiaría una intervención militar.

Envalentonado por el éxito de Estados Unidos en Filipinas, Panamá y México, el Secretario de Guerra Root envió a Jeremiah W. Jenks en misión a China a principios de 1904 para tratar de transformar a China de un patrón plata a un patrón cambio oro. Jenks también escribió al Presidente Roosevelt desde China pidiendo que la indemnización china a Estados Unidos por la Rebelión de los Boxers se usara para financiar el intercambio de profesorado durante 30 años.

Sin embargo la misión de Jenks fue un completo fracaso. Los chinos comprendieron el plan monetario de la CIE demasiado bien. Vieron y denunciaron el señoreaje del patrón de cambio oro como una devaluación irresponsable e inmoral de la moneda china, un acto que empobrecería a China mientras añadía beneficios a los bancos de EEUU donde se depositaran los fondos de reserva del señoreaje.

Además, los funcionarios chinos veían que cambiar las indemnizaciones de plata a oro enriquecería a los gobiernos europeos a costa de la economía china. También advirtieron que el plan de la CIE establecería un controlador extranjero de la divisa china para imponer regulaciones bancarias y reformas económicas en la economía china. No nos sorprende el enfado chino. La reacción china fue su propia reforma nacionalista de la moneda en 1905 para reemplazar la moneda de plata mexicana por una nueva moneda china de plata, el tael (Rosenberg 1985, pp. 189-192).

El ignominioso fracaso de Jenks en China acabó con cualquier papel formal de la CIE.[18] Un fiasco inmediatamente posterior bloqueó el uso del gobierno de EEUU de asesores económicos y financieros para extender en el extranjero el patrón cambio oro. En 1905, el Departamento de Estado contrató a Jacob Hollander para cambiar a otro de sus estados clientes latinoamericanos, la República Dominicana, al patrón cambio oro.

Cuando Hollander asumió esta tarea al final del año, el Departamento de Estado pidió al gobierno dominicano que contratara a Hollander para preparar un plan de reforma financiera, incluyendo un préstamo de EEUU y un servicio aduanero gestionado por Estados Unidos para recaudar impuestos para pagar la deuda. Hollander, yerno del prominente comerciante de Baltimore Abrahan Hutzler, utilizó sus conexiones con Kuhn, Loeb and Company para poner bonos dominicanos en ese banco inversor.

Hollander también se dedicó alegremente a cobrar dos veces por el mismo trabajo, cobrando del Departamento de Estado y el gobierno dominicano por la misma labor. Cuando se descubrió este pecadillo en 1911, el escándalo hizo imposible que el gobierno de EEUU utilizara sus propios empleados y sus propios fondos para enviar expertos en el cambio oro al extranjero. Desde entonces hubo más una especie de sociedad público-privada entre el gobierno de EEUU y los banqueros inversores, proporcionando éstos sus propios fondos y el Departamento de Estado buena voluntad y recursos más concretos.

Así, en 1911-1912, Estados Unidos, con gran oposición, impuso un patrón cambio oro en Nicaragua. El Departamento de Estado formalmente se hizo a un lado, pero aprobó la contratación de Charles Conant por la poderosa empresa de banca de inversión Brown Brothers para generar un préstamo y la reforma monetaria. El departamento de Estado, no sólo dio su aprobación al proyecto, sino asimismo sus líneas oficiales para que Conant y Brown Brothers condujeran las negociaciones con el gobierno nicaragüense.

Cuando murió en Cuba en 1915, Charles Conant se había convertido en el principal teórico y práctico del cambio oro y de los movimientos imperialistas económicos. Aparte de sus éxitos en Filipinas, Panamá y México y sus fracasos en Cuba y China, Conant lideró el impulso de una reforma por el cambio oro y el imperialismo del dólar oro en Liberia, Bolivia, Guatemala y Honduras. Su obra magna a favor del patrón cambio oro, los dos volúmenes de The Principles of Money and Banking (1905), así como su innovador éxito en Filipinas se vieron acompañados por miríadas de libros, artículo, panfletos y editoriales, siempre respaldados por sus propios trabajos de propaganda.

Fueron particularmente interesantes los argumentos de Conant a favor de un patrón cambio oro en lugar de un genuino patrón moneda oro. Conant creía que un patrón moneda oro directo no ofrecía una suficiente cantidad de oro como para atender las necesidades monetarias del mundo.

Por tanto, al ligar al oro los patrones plata existentes en los países subdesarrollados, podía superarse la “escasez” de oro y asimismo las economías de los países subdesarrollados podían integrarse con las de la potencia imperial dominante. Toso esto sólo podía hacerse si el patrón cambio oro se “diseñara e implantara mediante una cuidadosa política gubernamental”, pero por supuesto el propio Conant y sus amigos y discípulos siempre estuvieron dispuestos para asesorar y ofrecer esa implantación (Rosenberg 1985, p. 197).

Además, adoptar un patrón cambio oro gestionado por el gobierno era superior tanto al oro genuino como al bimetalismo, porque dejaba a cada estado la flexibilidad de adaptar su divisa a las necesidades locales. Como afirmaba Conant:

Deja a cada estado libertad de elegir los medios de intercambio que se adapten mejor a sus condiciones locales. Las naciones ricas son libres de elegir el oro, las menos ricas la plata y aquéllas cuyos métodos financieros sean los más avanzados son libres de elegir el papel.

Es interesante que para Conant el papel fuera la forma más “avanzada” del dinero. Está claro que la devoción por el patrón oro de Conant y sus colegas sólo era aun patrón envilecido e inflacionario controlado y manipulado por el gobierno de EEUU, sirviendo el oro realmente como una fachada de moneda supuestamente fuerte.

Y una de las formas críticas de manipulación y control del gobierno en el sistema propuesto por Conant era la existencia y funcionamiento activo de un banco central. Como fundador de la “ciencia” de asesorar económicamente a los gobiernos, Conant, seguido por sus colegas y discípulos, no sólo impulsó un patrón cambio oro allá donde pudo hacerlo, sino también un banco central para gestionar y controlar ese patrón. Como explica Emily Rosenberg:

Por tanto Conant no olvidó (…) uno de los mayores cambios revolucionarios implícito en su sistema: un nuevo e importante papel para un banco central como estabilizador de la moneda. Conant apoyaba fuertemente la reforma bancaria estadounidense que culminó con el Sistema de la Reserva Federal (…) y los asesores económicos que siguieron a Conant extenderían los sistemas de banca central, junto con las reformas de las monedas del patrón oro, a los países a los que asesoraban (Rosenberg 1985, p. 198).

Junto con un patrón de cambio oro gestionado aparecería, reemplazando al antiguo patrón moneda oro no gestionado y de libre comercio, un mundo de bloques imperiales de divisas, que “necesariamente aparecería a medida que menos países depositaran sus fondos de estabilización en los sistemas bancarios de los países más avanzados” (ibid.). En particular, los bancos de Nueva York y Londres, aparecían como los principales tenedores de reservas en el incipiente nuevo orden monetario mundial.

No es casualidad que el mayor rival financiero e imperial de Estados Unidos, Gran Bretaña, que fue pionera en imponer patrones cambio oro en su propia área colonial en aquel entonces, aprovechara esta experiencia para imponer un patrón cambio oro, caracterizado porque todas las divisas europeas se acumulaban sobre la inflación británica, durante la década de 1920. Ese desastroso experimento monetario llevó directamente al crash bancario mundial y a un cambio general al papel moneda fiduciario a principios de la década de 1930. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos tomó la antorcha de un patrón cambio oro mundial en Bretton Woods, con el dólar sustituyendo a la libra esterlina en un sistema inflacionista mundial que duró aproximadamente 25 años.

Tampoco debería pensarse que Charles A Conant era el científico puramente desinteresado que declaraba ser. Sus reformas monetarias beneficiaron directamente a sus jefes de la banca de inversión. Así, Conant fu tesorero de 1902 a 1906 de la Morton Trust Company of New York, gestionada por Morgan, y sin duda no fue una coincidencia que Morton Trust fuera el banco que tuviera las reservas de los gobiernos de Filipinas, Panamá y la República Dominicana después de sus respectivas reformas monetarias. En las negociaciones con Nicaragua, Conant estaba contratdo por el banco de inversión de Brown Brothers y al presionar a otros países estaba trabajando para Speyer and Company, otra banca de inversión.

Después de que muriera Conant en 1915, había pocos para tomar el relevo en la asesoría financiera en el extranjero. Hollander había caído en desgracia después de la debacle dominicana. Jenks era ya mayor y vivía con la sombra de su fracaso en China, pero el Departamento de Estado nombró a Jenks para el cargo de director del Banco Nacional de Nicaragua en 1917 y también para que estudiara la situación financiera nicaragüense en 1925.

Pero el verdadero sucesor de Conant fue Edwin W. Kemmerer, el “doctor dinero”. Después de su experiencia en Filipinas, Kemmerer se reunió con su viejo profesor Jenks en Cornell y luego se trasladó a Princeton en 1912, publicando su libro Modern Currency Reforms en 1916. Como principal asesor financiero en el exterior en la década de 1920, Kemmerer no sólo impuso bancos centrales y un patrón cambio oro en los países del Tercer Mundo, sino que además les hizo imponer tributos más altos.

También Kemmerer combinó su empleo público con servicios a los principales banqueros internacionales. Durante la década de 1920, Kemmerer trabajó como experto bancario para la Comisión Dawes del gobierno de EEUU, encabezó misiones especiales de asesoría financiera a más de una docena de países y mantuvo unos bonitos ingress por parte de la importante empresa de banca de inversión Dillon and Read de 1922 a 1929. En esa época, Kemmerer y su mentor Jenks eran los únicos expertos en reformas de divisas extranjeras disponibles como consejeros. A finales de la década de 1920, Kemmerer ayudó a establecer una cátedra de economía internacional en Princeton, que ocupó él mismo y desde la que pudo formar a estudiantes como Arthur N Young y William W. Cumberland. A mediados de la década de 1920, el doctor dinero fue presidente de la American Economic Association.[19]

Jacob Schiff emprenda la marcha hacia un banco central

La derrota de la Propuesta Fowler de más moneda en activos y banca de sucursales en 1902, junto con el fracaso de los intentos del Secretario del Tesoro Shaw de 1903-1905 de usar al tesoro como banco central, llevaron a los grandes banqueros y sus economistas aliados a adoptar una nueva solución: la franca imposición de un banco central en Estados Unidos.

La patada inicial de la campaña por un banco central la dio un profético discurso en enero de 1906 ante la Camara de Comercio de Nueva York por parte del poderoso Jacob H. Schiff, jefe del banco de inversión de Wall Street de Kuhn, Loeb and Co.Schiff se quejaba de que, en el otoño de 1905, cuando “el país necesitaba dinero”, el Tesoro, en lugar de trabajar para expandir la oferta monetaria, redujo los depósitos públicos en los bancos nacionales, precipitando así una crisis financiera, una “desgracia” en la que los bancos de compensación de Nueva York se habían visto forzados a contraer drásticamente sus préstamos, poniendo por las nubes los tipos de interés. Era por tanto imperativa una “moneda elástica” para la nación y Schiff pedía al comité de finanzas de la Cámara de Nueva York que desarrollara un plan completo para un sistema bancario moderno que ofreciera una moneda elástica (Bankers Magazine 1906, pp. 114-115).

Un colega que ya había estado actuando entre bastidores a favor de un banco central era el socio de Schiff, Paul Moritz Warburg, que había sugerido el plan a Schiff ya en 1903. Warburg había emigrado desde la empresa alemana de inversión M. M. Warburg and Company en 1897 y durante mucho tiempo su principal función en Kuhn, Loeb fue de agitación para traer las bendiciones de la banca central europea a Estados Unidos.[20]

Al comité financiero de la Cámara de Nueva York le tomó menos de un mes emitir su informe, que los reformistas bancarios se enfurecieron, denunciándolo como notablemente ignorante. Cuando Frank A. Vanderlip, del banco insignia de Rockefeller, el National City Bank of New York, informó sobre él, su jefe James Stillman sugirió que se creara una nueva comisión especial de cinco hombres en la Cámara de Nueva York para preparar un plan de reforma monetaria.

En respuesta, Vanderlip propuso que la comisión de cinco hombres consistiera en Schiff, J. P. Morgan, George Baker, del First National Bank of New York, el socio más cercano y antiguo de Morgan,  el antiguo Secretario del Tesoro Lyman Gage, ahora presidente de la US Trust Company, controlada por Rockefeller y él mismo. Así que la comisión constaría de dos hombres de Rockefeller (Vanderlip y Gage), dos hombres de Morgan (Morgan y Baker) y un representante de Kuhn, Loeb.

Sin embargo sólo Vanderlip estaba disponible para participar, así que tuvo que reorganizarse la comisión. Además de Vanderlip, al iniciar sus trabajos en marzo de 1906, se sentaban, en lugar de Schiff, su íntimo amigo Isidore Straus, director en R. H. Macy and Company. En lugar de Morgan y Baker estaban ahora dos hombres de Morgan: Dumont Clarke, presidente del American Exchange National Bank y asesor personal de J. P. Morgan y Charles A. Conant, tesorero de Morton and Company. El quinto hombre era un veterano de la Convención Monetaria de Indianápolis, John Claflin, de H. B. Claflin and Company, una gran empresa de venta al por mayor. Como secretario del nuevo comité monetario, entró en el consejo el viejo amigo de Vanderlip Joseph French Johnson, ahora de la Universidad de Nueva York, que había venido reclamando un banco central desde 1900.

La comisión usó la vieja técnica del cuestionario de Indianápolis: adquirir legitimidad enviando un detallado cuestionario sobre moneda a varios líderes financieros. Con Johnson encargado de enviar el correo y recopilar las respuestas, Conant empleaba su tiempo visitando y entrevistando a los jefes de los bancos centrales en Europa.

La comisión especial envió su informe a la Cámara de Nueva York en octubre de 1906. Para eliminar la inestabilidad y el peligro de una moneda ineslástica, la comisión pedía la creación de un “banco central de emisión bajo el control del gobierno”. Para aplacar a otros reformistas bancarios, como el Profesor Abram Piatt Andrew, de la Universidad de Harvard, Thomas Nixon Carver, de Harvard y Albert Strauss, socio de J. P. Morgan and Company, la comisión desdeñaba el intento del Secretario Shaw de usar el Tesoro como banco central. Shaw resultaba particularmente odioso porque seguía insistiendo en su último informe anual de 1906, en que el Tesoro, bajo su égida, había sido un “gran banco central”.

La comisión, junto con los otros reformadores, denunciaba al Tesoro por sobreinflar al mantener los tipos de interés excesivamente bajos; por el contrario, un banco central tendría mucho más capital y un control indiscutible sobre el mercado monetario y por tento sería capaz de manipular el tipo de descuento eficazmente para mantener a la economía bajo el control adecuado. Lo importante, declaraba el comité, es que habría “centralización de la responsabilidad financiera”. Entretanto, si no se establecía un banco central, el comité pedía que, al menos, que se expandieron los poderes de los bancos nacionales para emitir billetes incluyendo los basados en activos generales, así como en bonos públicos (Livingston 1986, pp. 159-164).

Después de hacer el borrador y publicar este “Informe monetario”, los reformadores lo emplearon para extender la agitación por un banco central y ampliar los poderes de emisión de billetes a otras instituciones corporativas y financieras. El siguiente paso era la poderosa American Bankers Association (ABA). En 1905, el comité ejecutivo de la ABA había nombrado un comité monetario que, el año siguiente, recomendaba una moneda de activos emergentes que sería emitida por una comisión federal, que se parecía a un banco central embrionario.

En una tumultuosa sesión plenaria de la convención en octubre de 1906, la ABA rechazó este plan, pero acordó nombrar una comisión monetaria de 15 hombres que debía reunirse con el comité monetario de la Cámara de Nueva York e intentar acordar una legislación adecuada.

Eran particularmente importantes en la comisión comentaria de la ABA:

Arthur Reynolds, presidente del Des Moines National Bank, cercano a  Des Moines Regency, inclinado hacia Morgan y hermano del ilustre banquero de Chicago, George M. Reynolds, antiguo presidente del Des Moines y luego del Continental National Bank of Chicago, inclinado hacia Morgan y poderoso presidente del comité ejecutivo de la ABA.

James B. Forgan, presidente del First National Bank of Chicago, gestionado por Rockefeller e íntimo amigo de Jacob Schiff, de Kuhn, Loeb, así como de Vanderlip.

Joseph T. Talbert, vicepresidente del Commercial National Bank of Chicago dominado por Rockefeller y que pronto iba a ser vicepresidente del banco insignia de Rockefeller, el National City Bank of New York.

Myron T. Herrick uno de los más prominentes políticos y empresarios de Rockefeller en el país. Herrick era el jefe de las Sociedad de Ahorros de Cleveland y era uno del pequeño equipo de aliados de negocios cercanos a Rockefeller, quien, junto con Mark Hanna, rescató al Gobernador William McKinley de la quiebra en 1893. Herrick era un anterior presidente de la ABA, acaba de terminar un periodo de dos años como Gobernador de Ohio e iba a ser posteriormente Embajador en Francia bajo su viejo amigo y aliado político William Howard Taft, así como más tarde bajo el Presidente Warren G. Harding, también receptor del apoyo político y la generosidad financiera de Herrick.

El presidente de la comisión de la ABA era A. Barton Hepburn, presidente de uno de los principales bancos comerciales de Morgan, el Chase National Bank of New York y autor de la apreciada History of Coinage and Currency in the United States.

Después de reunirse con Vanderlip y Conant como representantes del comité de la Cámara de Nueva York, la comisión de la ABA, junto con Vanderlip y Conant, acordaron al menos las demandas de transición de los reformadores. La comisión de la ABA presentó propuestas a la opinión pública, la prensa y el Congreso en diciembre de 1906, pidiendo una moneda sobre activos más amplios, así como provisiones para la emisión de emergencia de billetes por parte de los bancos nacionales.

Pero al tiempo que se prevalecía un sentimiento a favor de una moneda sobre activos más amplios, los reformadores bancarios empezaron a preocuparse acerca de una adopción descontrolada de una moneda así. Pues eso significaría que los créditos y billetes de los bancos nacionales aumentarían y que, en el sistema existente, los pequeños bancos estatales serían capaces de acumular e inflar el crédito sobre el crédito nacional, utilizando los billetes de banco expandidos como reserva.

Los reformadores querían una inflación de crédito controlada por y limitada a los bancos nacionales: no querían decididamente una inflación descontroladas de los bancos estatales que succionaría recursos para pequeños empresarios y productores marginales “especuladores”. El problema se agravaba por la acelerada tasa de aumento en el número de pequeños bancos estatales en el sur y el oeste después de 1900.

Otro grave problema para los reformadores era que el papel comercial era un sistema diferente al de Europa. En Europa, el papel comercial, y por tanto los activos bancarios, eran letras aceptadas endosadas a un pequeño grupo de grandes bancos aceptantes. Al contrario que este sistema de letras, el papel comercial en Estados Unidos eran pagarés sin endosar en los que el banco asumía el riesgo de la credibilidad del prestatario del negocio. Por tanto, un sistema financiero descentralizado en Estados Unidos no estaría sujeto al control de los grandes banqueros.

Las preocupaciones acerca del sistema existente y por ende acerca de la moneda en activos descontrolada eran anunciadas por los principales reformistas bancarios. Así, Vanderlip expresó su preocupación porque hubiera “tantos bancos estatales que pudieran contar con estos billetes [de los bancos nacionales] en sus reservas”. Schiff advertía de que “resultaría poco inteligente, si no peligroso, investir a seis mil bancos con el privilegio e emitir independientemente un una moneda de crédito puro”. Y desde el bando de Morgan, se expresaba una preocupación similar por parte de Victor Morawetz, el poderoso presidente del consejo de la Atchison, Topeka and Santa Fe Railroad (Livingston 1986, pp. 168-169).

Encabezando la aproximación a este problema de los bancos pequeños y la descentralización estaba Paul Moritz Warburg, de Kuhn, Loeb, recién terminada su experiencia bancaria en Europa. En enero de 1907, Warburg empezó una labor incansable de agitación durante años a favor de una banca central con dos artículos: “Defects and Needs of our Banking System”, y “A Plan for a Modified Central Bank”.[21]

Pidiendo abiertamente un banco central, Warburg explicaba que una función importante de un banco así sería restringir la utilización de activos bancarios para la expansión de depósitos bancarios. También, supuestamente, el banco central podría actuar para hacer que los bancos utilizaran letras aceptadas o si no trataran de crear un mercado de letras en Estados Unidos.[22]

En el verano de 1907, el Bankers Magazine informaba de una disminución en el apoyo de los banqueros influyentes a ampliar la moneda de activos y un fuerte movimiento hacia el “proyecto del banco central”. Bankers Magazine (1907, pp. 314-315) apuntaba como razón esencial el hecho de que la moneda de activos expandiría los servicios bancarios a “pequeños productores y comerciantes”.

Seguro que no fue casualidad que el propio Warburg fuera el principal beneficiario de esta política. Warburg se convirtió en Presidente del Consejo del International Acceptance Bank, el mayor banco de letras de cambio del mundo, desde su fundación en 1920, así como en director en el Westinghouse Acceptance Bank y otras varias casas de letras. En 1919, Warburg fue el fundador jefe y presidente del comité ejecutivo del American Acceptance Council, la asociación comercial de casas de letras (ver Rothbard 1983, pp. 119-123).

El Pánico de 1907 y la movilización por un banco central

Una severa crisis financiera, el Pánico de 1907, estalló a principios de octubre. No sólo hubo una recesión y contracción general, sino que el gobierno permitió a los principales bancos en Nueva York y Chicago, como en la mayoría de las demás depresiones en la historia estadounidense, suspender los pagos en metales preciosos, es decir, continuar operando mientras se les dispensaba de su obligación contractual de redimir sus billetes y depósitos en efectivo u oro.

Aunque el tesoro había estimulado la inflación durante 1905-1907, no había nada que pudiera hacer para impedir la suspensión de pagos o aliviar “el acaparamiento competitivo de moneda” después del pánico, es decir, el intento de conseguir efectivo a cambio de billetes bancarios y depósitos cada vez más febles.

Muy poco después del pánico, se consolidó la opinión de banqueros y empresas a favor de un banco central, una institución que pudiera regular la economía y servir como prestamista de último recurso para rescatar a bancos en problemas. Los reformadores afrontaban ahora una doble tarea: elaborarlos detalles de un nuevo banco central y, lo que era más importante, movilizar a la opinión pública en este sentido.

El primer paso en esa movilización era ganarse el apoyo de los académicos y expertos de la nación, La tarea se facilitó por la creciente alianza y simbiosis entre la academia y la élite en el poder. Dos organizaciones que demostraron ser particularmente útiles fueron la Academia Americana de Ciencias Sociales y Políticas (AAPSS, por sus siglas en inglés) de Filadelfia y la Academia de Ciencias Políticas (APS, por sus siglas en inglés) de la Universidad de Columbia, que incluían ambas en sus filas importantes empresarios, financieros, abogados y académicos liberal-corporativos.

Nicholas Murray Butler, el muy influyente presidente de la Universidad de Columbia, explicaba que la Academia de Ciencias Sociales “es un intermediario entre (…) los estudiosos y los hombres de negocios, aquéllos a quines tal vez pueda decirse que sean aficionados a la investigación”. Aquí, apuntaba, es donde “se juntan” (Livingston 1986, p. 175, n. 30).

Así que no es sorprendente que la Academia Americana de Ciencias Sociales y Políticas, la Asociación Americana para el Desarrollo de la Ciencia (AAAS, por sus siglas en inglés) y la Universidad de Columbia realizaran tres simposios durante el invierno de 1907-1908, pidiendo en cada uno un banco central y divulgando así este mensaje a un público elitista cuidadosamente seleccionado. Tampoco es sorprendente que E. R. A. Seligman fuera el organizador de la conferencia de Columbia, encantado de que su universidad ofreciera una plataforma a importante banqueros y periodistas económicos para defender un banco central especialmente, añadía, porque “es proverbialmente difícil en una democracia garantizar que se escuchan las conclusiones de los expertos. En 1908 Seligman recogió las intervenciones en un volumen, The Currency Problem.

El Profesor Seligman fijó el tono de la reunión en su discurso inaugural. El Pánico de 1907, alegaba, fue moderado porque sus efectos se habían atemperado por el crecimiento de los trusts industriales, que ofrecían un ajuste más controlado y “más correcto (…) de las inversiones presentes a las necesidades futuras” de lo que lo haría “una horda de pequeños competidores”. De esta forma, Seligman mostraba no entender cómo los mercados competitivos facilitan los ajustes.

Sin embargo seguía habiendo un gran problema para Seligman. La horda de pequeños competidores, a la que tanto despreciaba Seligman, seguía prevaleciendo en el campo de la moneda y la banca. El problema era que el sistema bancario seguía estando descentralizado. Como declaraba Seligman: “Aún más importante que la inelasticidad de nuestra emisión de billetes es su descentralización. La lucha que se ha desarrollado con éxito en todas partes [al crear trusts] debe asumirse aquí con seriedad y vigor” (Livingston 1986, p. 177).

El siguiente discurso fue el de Frank Vanderlip. Para Vanderlip, al contrario que para Seligman, el Pánico de 1907 fue “una de las grandes calamidades de la historia”, la consecuencia de un sistema bancario estadounidense descentralizado y en competencia, con 15.000 bancos compitiendo denodadamente por controlar las reservas de efectivo. Lo terrible era que “cada institución está sola, preocupada primero por su propia seguridad y utilizando cualquier oportunidad para acumular reservas sin considerar” el efecto de dichas acciones en otras instituciones bancarias.

Este sistema atrasado debía cambiarse para seguir el camino de otras grandes naciones en las que un banco central es capaz de movilizar y centralizar reservas y crear un sistema monetario elástico. Exponiendo la situación en términos prácticamente marxistas, Vanderlip declaraba que el poder externo y ajeno del mercado libre y en competencia debía ser reemplazado por el control central siguiendo los principios modernos y supuestamente científicos de la banca.

Thomas Wheelock, editor del Wall Street Journal, evitó luego cambiar el tema común al aplicarlo al volátil mercado de préstamos a la vista en Nueva York. El mercado es volátil, afirmaba Wheelock, porque los bancos rurales pequeños pueden prestar en ese mercado y sus depósitos en los bancos de Nueva York suben y bajan sin control. Por tanto, debía haber un control corporativo centralizado sobre el dinero de los bancos rurales en el mercado de préstamos a la vista.

Luego le tocó el turno a A. Barton Hepburn, jefe del Chase National Bank, de Morgan, y habló de la gran importancia de tener un banco central que tendría el monopolio de los billetes de banco. Era particularmente importante que el banco central pudiera descontar los activos de los bancos nacionales y así ofrecer una moneda elástica.

El último orador fue Paul Warburg, que instruyó a su audiencia sobre la superioridad de la banca europea sobre la estadounidense, particularmente en (1) tener un banco central, frente a la descentralizada banca estadounidense y (2) –su juguete favorito– disfrutar de una letra de cambio “moderna” en lugar de los pagarés de un solo nombre. Warburg destacaba que estas dos instituciones debían funcionar juntas. En particular, un severo control de un banco central del gobierno debía reemplazar a la competencia y la descentralización: “Los bancos pequeños constituyen un peligro”.

Los otros dos congresos fueron muy similares. En el Congreso de la AAPSS en Filadelfia, en diciembre de 1907, muchos importantes banqueros de inversión y el Contralor de la Moneda William B. Ridgley defendieron un banco central. No es causalidad que los miembros del comité asesor monetario de la AAPSS incluyer a A. Barton Hepburn, el abogado de Morgan y estadista Elihu Root, el abogado personal de Morgan Francis Lynde Stetson y al propio J. P. Morgan.

Entretanto, el simposio de la AAAS en enero de 1908 los organizó nada menos que Charles A. Conant, que resultaba ser en presidente anual de la sección social y económica de la AAAS. Los oradores incluían al economista J. B. Clark, Frank Vanderlip, Conant y el amigo de Vanderlip, George E. Roberts, jefe del Commercial National Bank of Chicago, inclinado hacia Rockefeller, que más tarde acabaría en el National City Bank.

En general, la tarea de los reformadores bancarios fue bien resumida por J. R. Duffield, secretario de la Bankers Publishing Company, en enero de 1908: “Se entiende en general que antes de poder tener una legislación, debe desarrollarse una campaña educativa, primero entre los banqueros y luego entre organizaciones comerciales y finalmente entre la gente en general”. Esa estrategia se estaba aplicando desde hacía tiempo.

Durante ese mismo mes, el liderazgo legislativo en la reforma bancaria lo asumió el formidable senador Nelson W. Aldrich (Republicano, de Rhode Island), jefe del Comité Financiero del Senado y, como suegro de John D. Rockefeller, el hombre de Rockefeller en el Senado de EEUU. Presentó la Propuesta Aldrich que se centraba en una disputa interbancaria menor acerca de si podían los bancos nacionales emitir moneda especial de emergencia y en qué casos. Se llegó finalmente a un compromiso y se aprobó como Ley Aldrich-Vreeland en 1908.[23]

Pero la parte importante de la Ley Aldrich-Vreeland, que obtuvo muy poca atención pública, pero fue perspicazmente alabada por los reformistas bancarios, fue el establecimiento de una Comisión Monetaria Nacional que investigaría el asunto de la moneda y sugeriría propuestas para una reforma bancaria integral. Hubo dos comentarios sobre la Comisión Monetaria  particularmente perspicaces y proféticos.

Uno fue el de Sereno S. Pratt en el Wall Street Journal. Pratt reconocía prácticamente que el propósito de la comisión era anegar a la opinión pública con supuestos conocimientos y así “educarla” para apoyar la reforma bancaria:

Sólo puede traerse la reforma educando a la gente y esa educación debe necesariamente tomar mucho tiempo. De ninguna otra forma puede realizarse esa educación más completa y rápidamente que por medio de una comisión (…) [que] haría un estudio internacional sobre la materia y presentaría un informe exhaustivo que podría ser la base para una agitación inteligente.

Por supuesto, los resultados del “estudio” estaban predeterminados, como la composición de la supuestamente imparcial comisión de estudio.

Otra función de la comisión, expuesta por Festus J. Wade, banquero de St. Louis y miembro de la comisión monetaria de la ABA, era “mantener la materia financiera lejos de la política” y ponerla directamente bajo la segura custodia de “expertos” cuidadosamente seleccionados (Livingston 1986, pp. 182-183). Así que la Comisión Monetaria Nacional era la apoteosis del concepto de comisión inteligente, lanzado en Indianápolis una década antes.

Aldrich no perdió el tiempo en constituir la Comisión Monetaria Nacional (NMC, por sus siglas en inglés), que empezó a trabajar en junio de 1908. Los miembros oficiales eran un número igual de senadores y representantes, pero era sólo una fachada. El trabajo real lo realizaría el copioso equipo human, nombrado y dirigido por Aldrich, que dijo a su contraparte en la Cámara, el republicano de Cleveland Theodore Burton: “Mi idea, por supuesto, es que todo se haga de la manera más silenciosa posible y sin ningún anuncio público”. Desde el principio Aldrich determinó que la NMC funcionaría como una alianza de la gente de Rockefeller, Morgan y Kuhn, Loeb. Los dos puestos principales de expertos asesorando o uniéndose a la comisión fueron sugeridos por líderes de Morgan.

Por consejo de J. P. Morgan, secundado por Jacob Schiff, Aldrich eligió como principal asesor al formidable Henry P. Davidson, socio de Morgan, fundador de la Morgan's Bankers' Trust Company y vicepresidente el First National Bank of New York de George F. Baker. Sería Davidson quien, con el estallido de la Primera Guerra Mundial acudiría a Inglaterra a cimentar los íntimos lazos de la J. P. Morgan and Company con el Banco de Inglaterra y recibir un nombramiento como asegurador de todos los bonos públicos ingleses y franceses a emitir en Estados Unidos durante toda la guerra.

Para tener conocimiento económico técnico, Aldrich aceptó la recomendación de íntimo amigo del Presidente Roosevelt y fiel hombre de Morgan, Charles Eliot, rector de la Universidad de Harvard, que pidió el nombramiento del economista de Harvard A. Piatt Andrew Y un miembro de la comisión ex officio elegido por el propio Aldrich fue George M. Reynolds, presidente del Continental National Bank of Chicago, del bando de Rockefeller.

La NMC dedicó el otoño a viajar por Europa y recabar información y estrategias con los líderes de los grandes bancos europeos y los bancos centrales. Como director de investigación, A. Piatt Andrew empezó a organizar a los expertos estadounidenses en banca y a encargar informes y estudios. Al departamento del mercado de divisas del National City Bank se le encargó escribir informes sobre letras de cambio y deuda externa, mientras que el funcionario del Warburg and Bankers’ Trust, Fred Kent, escribía sobre el mercado de descuento europeo.

Una vez recabada información y consejo en Europa en otoño de 1908, la NMC estaba lista para poner la directa al final del año. En diciembre, la comisión contrató al inevitable Charles A. Conant para investigación, relaciones públicas y agitprop. Bajo la fachada de los congresistas y senadores de la comisión, el senador Aldrich empezó a formar y expandir su cículo interior, que pronto incluyó a Warburg y Vanderlip.

Warburg formó a su alrededor un subcírculo de amigos y conocidos del comité monetario de la Asociación de Comerciantes de Nueva York, encabezado por Irving T. Bush y de los altos niveles de la American Economic Association, a la que había dirigido un discurso defendiendo la banca central en diciembre de 1908.

Warburg se reunía y carteaba frecuentemente con importantes economistas académicos defensores de la reforma bancaria, incluyendo a E. R. A. Seligman; Thomas Nixon Carver, de Harvard; Henry R. Seager, de Columbia; Davis R. Dewey, historiador bancario en el MIT, durante mucho tiempo secretario-tesorero de la AEA y hermano del filósofo progresista John Dewey; Oliver M. W. Sprague, profesor de banca en Harvard, de la familia Sprague, relacionada con Morgan; Frank W. Taussig, de Harvard e Irving Fisher, de Yale.

Sin embargo, en 1909 los reformistas afrontaron un problema importante: tenían que atraer a banqueros tan importantes como James B. Forgan, jefe del First National Bank of Chicago, orientado hacia Rockefeller, sólidamente hacia la línea de apoyar un banco central. No era que Forgan se opusiera a las reservas centralizadas o a un prestamista de último recurso, muy al contrario. Era más bien que Forgan entendía que, bajo el Sistema Bancario Nacional, los grandes bancos como el suyo ya estaban realizando funciones casi de banca central con sus propios bancos rurales depositantes y no quería que su banco perdiera esas funciones a favor de un nuevo banco central.

Los reformistas bancarios abandonaron por tanto su tarea para convertir a gente como Forgan en entusiastas defensores del nuevo plan. En su discurso presidencial a la poderosa American Bankers Association a mediados de septiembre de 1909, George M. Reynolds no sólo se reveló abiertamente a favor de un banco central en Estados Unidos, siguiendo el modelo del Reichsbank alemán; también aseguró a Forgan y otros que ese banco central actuaría como depositario de reservas sólo de los grandes bancos nacionales en las ciudades de reserva central, mientras que los bancos nacionales seguirían manteniendo los depósitos de los bancos rurales.

Apaciguado, Forgan mantuvo una conferencia privada con el círculo interno de Aldrich y se sumó totalmente al proyecto del banco centra. Como consecuencia de las preocupaciones de Forgan, los reformistas decidieron tapar su nuevo banco central con un falso velo de “regionalismo” y “descentralización” estableciendo centros de reserva regionales, que ofrecerían la apariencia de bancos centrales regi0onales prácticamente independientes para ocultar la realidad de un banco central monolítico ortodoxo europeo.

En consecuencia, el ilustre abogado ferroviario Victor Morawetz realizó su famoso discurso en noviembre de 1909, pidiendo distritos bancarios regionales bajo la dirección en último término de un consejo central de control. Así, las reservas y la emisión de billetes estarían supuestamente descentralizadas en manos de los bancos regionales de reserva, mientras que estarían realmente centralizadas y coordinadas por el consejo central de control. Por supuesto, éste era el plan finalmente adoptado en el Sistema de Reserva Federal.[24]

El 14 de septiembre, al mismo tiempo que el discurso de Reynolds a los banqueros nacionales, se produjo otro discurso significativo. El presidente William Howard Taft, hablando en Boston, sugirió que el país considerara seriamente establecer un banco central. Taft había estado cerca de los reformadores (especialmente de sus amigos inclinados a Rockefeller Aldrich y Burton) desde 1900. Pero la prensa económica comprendió la gran importancia de su discurso público: que era, como dijo el Wall Street Journal, un paso crucial “hacia trasladar el asunto del campo de la teoría  a la política práctica” (citado en Livingston 1986, p. 191).

Una semana después se produjo un acontecimiento fatídico en la historia estadounidense. Los reformistas agudizaron su agitación al crear un complejo virtual de gobierno banca y prensa para conseguir un banco central. En 22 de septiembre de 1909, el Wall Street Journal tomó el liderazgo en ello empezando una serie notable de 14 partes en primera página sobre “Un banco central de emisión”. Fueron editoriales no firmados por el periódico, pero realmente escritos por el ubicuo Charles A. Conant, desde su ventajosa posición como propagandista jefe a sueldo de la Comisión Monetaria Nacional del gobierno de EEUU.

La serie era un resumen de la posición de los reformistas llegando a asegurar a los Forgan de este mundo que el nuevo banco central “probablemente se ocuparía sólo de los grandes bancos nacionales, dejando a éstos redescontar a sus corresponsales más remotos” (ibid.).

A los argumentos habituales a favor de un banco central: “elasticidad” de la oferta monetaria, proteger las reservas bancarias manipulando el tipo de descuento y el flujo internacional de oro y combatir las crisis rescatando bancos individuales, Conant añadía un giro Conant: la importancia de regular los tipos de interés y el flujo de capital en un mundo marcado por el exceso de capital. Para Conant, la deuda pública proveería la importante función de absorber el exceso de capital, es decir, daría salidas rentables a los ahorros financiando los gastos públicos.

La serie del Wall Street Journal inauguraría una campaña astuta y exitosa de Conant para manipular a la prensa nacional y hacerla apoyar la idea de un banco central. A partir de su experiencia en 1898, Conant, junto con el secretario de Aldrich, Arthur B. Sheldon, preparó para los periódicos resúmenes de los materiales de la comisión durante febrero y marzo de 1910. Pronto Sheldon reclutó a J. P. Gavitt, jefe de la oficina de Washington de la Associated Press, para realizar resúmenes de la comisión, artículos y posteriores libros con “párrafos noticiosos” para atraer a los editores de periódicos.

Las organizaciones académicas resultaron ser especialmente útiles a la NMC, prestando a la empresa su disfraz de experiencia desinteresada. En febrero, Robert E. Ely, secretario de la APS propuso a Aldrich que se dedicara un volumen especial de sus Proceedings a la reforma de la banca y la moneda, a publicar en colaboración con la NMC, con el fin de “popularizar, en el mejor sentido, parte del valioso trabajo de [la] Comisión” (citado en Livingston 1986, p. 194).

Y aún así, Ely tuvo el descaro de añadir que, aunque la APS divulgara los argumentos y conclusiones de la NMC, mantendría su “objetividad” evitando sus propias recomendaciones políticas. Como dijo Ely, “No defenderemos un banco central, sino que sólo daremos los mejores resultados de vuestro trabajo en forma resumida y lenguaje no técnico”.

 También la AAPSS aportó su propio volumen especial, Banking Problems (1910), que incluía una presentación de A. Piatt Andrew, de Harvard y la NMC y artículos de veteranos de la reforma bancaria como Joseph French Johnson, Horace Whitey y el funcionario de la Morgan Bankers' Trust, Fred I. Kent. Pero la mayoría de los rtículos eran de líderes del National City Bank of New York de Rockefeller, incluyendo a George E. Roberts, antiguo banquero de Chicago y funcionario de la Moneda de EEUU a punto de incorporarse al National City.

Entretanto, Paul M. Warburg culminaba su larga campaña por un banco central con un famoso discurso en la YMCA de Nueva York en 23 de marzo sobre “Un Banco de Reserva Unido para los Estados Unidos”. Warburg básicamente explicaba la estructura de su querido Reichsbank alemán, pero tuvo el cuidado de empezar su conferencia apuntando una reciente encuesta en el Banking Law Journal que indicaba que el 60% de los banqueros de la nación estaban a favor de un banco central, siempre que “no estuviera controlado por ‘Wall Street’ u otros intereses monopolísticos”.

Para calmar este temor, Warburg insistía en que, semánticamente, el nuevo Banco de Reserva no sería llamado banco central y que el consejo de administración del Banco de Reserva se compondría de funcionarios, comerciantes y banqueros (por supuesto, con los banqueros dominando en las elecciones). También ofreció un clásico giro estilo Warburg al insistir en que el Banco de Reserva reemplazaría el odiado sistema de pagarés de crédito comercial dominante en Estados Unidos por el sistema europeo, por el que un banco de reserva ofrece un mercado garantizado y subvencionado para letras de cambio endosadas por bancos aceptantes. De esta forma, el Banco de Reserva Unido corregiría la “completa falta de letras de cambio” en Estados Unidos.

Warburg añadía que toda idea de un mercado libre y autorregulado era obsoleta, particularmente en el mercado monetario. En su lugar, la acción del mercado debía ser reemplazada por “el mejor juicio de los mejores expertos”. ¿Y adivinan quién estaba previsto que fuera uno de los mejores de esos mejores expertos?

El mayor animador del plan Warburg y el hombre que presentó el libro de Warburg sobre la reforma bancaria (1911) era su pariente y miembro de la familia Seligman de inversionistas bancarios, el economista de Columbia E. R. A. Seligman (Rothbard 1984, pp. 98-99; Livingston 1986, pp. 194-198).

La Asociación de Comerciantes de Nueva York quedó tan encantada con el discurso de Warburg que distribuyó 30.000 copias durante la primavera de 1910. Warburg había abierto el camino a esta apoyo reuniéndose regularmente con el comité monetario de la Asociación de Comerciantes desde octubre de 1908 y sus esfuerzos se vieron ayudados por el hecho de que el experto residente del comité de comerciantes fuera nada emnos que Joseph French Johnson.

Al mismo tiempo, en la primavera de 1910, aparecieron en el mercado los numerosos libros de investigación publicados por la NMC. El objetivo era abrumar a la opinión pública con un desfile de erudición analítica e histórica, toda supuestamente “científica” y “neutral”, pero toda diseñada para ayudar en avanzar en el programa común de un banco central.

Un ejemplo típico es el gigantesco estudio estadístico de E. W. Kemmerer de las variaciones estacionales en la demanda de dinero. Se ponía énfasis en el problema de la “inelasticidad” de la oferta de efectivo, en particular en la dificultad de expandir esa oferta cuando era necesario. Aunque Kemmerer parecía evitar hablar de las implicaciones políticas (establecer un banco central), en el libro, sus reconocimientos en el prólogo a Fred Kent y al inevitable Charles Conant eran un guiño para los iniciados y el propio Kemmerer se lo explicó en su discurso a la Academia de Ciencias Políticas el siguiente noviembre.

Ahora que se había fijado el campo de trabajo teórico e investigador, en la segunda mitad de 1910 era el momento de formular un plan práctico completo y dar un poderoso golpe a su favor. En el libro sobre Reforma de la moneda, publicado por la APS, Warburg los explica con claridad meridiana: “Sólo es posible avanzar diseñando un plan tangible” que establezca los términos del debate a partir de ese momento (p. 203).

La fase del plan tangible del movimiento del banco central se inició por parte de la siempre maleable APS, que realizó una conferencia monetaria en noviembre de 1910, junto con la Cámara de Comercio de  Nueva York y la Asociación de Comerciantes de Nueva York. Los miembros de la NMC fueron los invitados de honor en este cónclave y los delgados fueron elegidos por gobernadores de 22 estados, así como por 24 presidentes de cámaras de comercio.

También acudieron un gran número de economistas, analistas monetarios y representantes de la mayoría de los principales bancos del país. Entre los asistentes a la conferencia estaban Frank Vanderlip, Elihu Root, Thomas W. Lamont de los Morgan, Jacob Schiff y J. P. Morgan.

Las sesiones formales de la conferencia se organizaron alrededor de trabajos de Kemmerer, Laughlin, Johnson, Bush, Warburg y Conant y la sensación general era que banqueros y empresarios iban a seguir la guía general de los estudiosos asistentes. Como dijo, James B. Forgan, el banquero de Chcago ahora estaba firmemente dentro del bando de la banca central: “Dejemos que los teóricos, quienes (…) pueden estudiar el efecto de lo que estamos haciendo a partir de la historia pasada y de las condiciones actuales, fijen los principios para nosotros y que nos dejen ayudarles con los detalles”.

C. Stuart Patterson apuntaba a las grandes lecciones de la Comisión Monetaria de Indianápolis y a la forma en que sus propuestas triunfaron en la práctica porque “fuimos a casa y organizamos un movimiento agresivo y activo. Patterson dio luego las órdenes de marcha de lo que esto significaría en concreto para las tropas reunidas: “Es justamente esto lo que debéis hacer en este caso, debéis ratificar al Senador Aldrich. Tenéis que hacer que la propuesta que formule (…) obtenga apoyo en todas partes de este país” (Livingston 1986, pp. 205-207).

Una vez acabada la conferencia monetaria de Nueva York, era el turno de Aldrich, rodeado por unos pocos de los principales líderes de la élite financiera, de salir de su aislamiento y desarrollar un plan detallado alrededor del cual pudiera actuar el movimiento del banco central. Alguien en el círculo interior de Aldrich, probablemente el socio de Morgan Henry P. Davidson, tuvo la idea de convocar a un pequeño grupo de grandes líderes a un cónclave supersecreto para realizar el borrador de la propuesta de banco central. El 22 de noviembre de 1910, el Senador Aldrich, con un puñado de acompañantes, salió en un vagón privado alquilado de Hoboken, Nueva Jersey, a la costa de Georgi, donde navegaron a un retiro exclusivo, el Jekyll Island Club.

Las instalaciones para su reunión fueron preparadas por el copropietario y miembro de club J. P. Morgan. La explicación oficial dada a la prensa fue que era una simple partida de caza de patos y los asistentes tomaron complicadas precauciones en sus viajes de ida y vuelta para preservar su secreto. Así, los asistentes se dirigían unos a otros sólo por el nombre de pila y el vagón se mantuvo cerrado para reporteros u otros viajeros del tren. Parece ser que un reportero supo el motivo de la reunión, pero fue persuadido de alguna forma por Henry P. Davison para que se mantuviera en silencio.

Los conferenciantes trabajaron una semana entera en Jeckyll Island para escribir el borrador de la propuesta de Reserva Federal. Además de Aldrich, los conferenciantes incluían a Henry P. Davison, socio de Morgan; Paul Warburg, cuyo discurso en primavera había impresionado mucho a Aldrich; Frank A. Vanderlip, vicepresidente del National City Bank of New York,  y finalmente, A. Piatt Andrew, jefe del personal de la NMC, que recientemente había sido nombrado secretario asistente del tesoro por el Presidente Taft.

Después de una semana de reuniones, los seis hombres habían forjado un plan para un banco central, que acabaría siendo la Propuesta Aldrich. Vanderlip actuó como secretario de la reunión y contribuyó a la redacción final.

El único desacuerdo sustancial fue táctico, con Aldrich defendiendo insistir directamente en un banco central siguiendo el modelo europeo, mientras que Warburg insistía en que la realidad del control central fuera ocultada bajo el aceptable camuflaje político de la “descentralización”. Es curioso que los banqueros fueran políticamente más astutos, mientras que el político Aldrich quisiera prescindir de consideraciones políticas. Ganaron Warburg y los banqueros y el borrador final fue básicamente el plan de Warburg con una pátina descentralizadora tomada de Morawetz.

La élite financiera en el poder ya tenía una propuesta. Debe señalarse lo significativo de la composición de la pequeña reunión: dos hombres de Rockefeller (Aldrich, Vanderlip), dos de Morgan (Davison y Norton), una persona de Kuhn, Loeb (Warburg) y un economista amigo de ambos bandos (Andrew) (Rothbard 1984, pp. 99-101; Vanderlip 1935, pp. 210-219).

Después de trabajar sobre algunas revisiones del borrador de Jeckyll Island con Forgan y George Reynolds, Aldrich presentó el borrador de Jeckyll Island como Plan Aldrich al pleno de la NMC en enero de 1911. Pero aquí se produjo un acontecimiento inusual. En lugar de presentar esta Propuesta Aldrich al Congreso, sus autores esperaron un año entero hasta enero de 1912. ¿Por qué este retraso de un año, sin precedentes?

El problema era que los demócratas barrieron en las elecciones al Congreso de 1910 y Aldrich, descorazonado, decidió no presentarse a la reelección al Senado al siguiente año. El triunfo demócrata significó que los reformistas tuvieron que dedicar un año de propaganda intensiva para convencer a los demócratas e intensificarla al resto de la banca, negocios y opinión pública. En resumen, los reformistas necesitaron reagruparse y acelerar su propaganda.

La fase final: Ocupándose del ascendiente demócrata

La fase final de la carrera hacia un banco central empezó en enero de 1911. En la reunión previa de enero de la Cámara Nacional de Comercio, Paul Warburg había presentado una resolución fijando en 18 de enero de 1911, como un “día monetario”, dedicado a una “Conferencia Monetaria de Empresarios”. Esta conferencia, gestionada por Cámara Nacional de Comercio y reuniendo delegados de organizaciones mercantiles metropolitanas de todo el país, tuvo a C. Stuart Patterson como presidente.

La Cámara de Comercio de Nueva York, la Asociación de Empresarios de Nueva York y el New York Produce Exchange, cada uno de los cuales había estado impulsando una reforma bancaria durante los últimos cinco años, presentaron una resolución conjunta a la conferencia monetaria aprobando el Plan Aldrich y proponiendo el establecimiento de una nueva “liga de empresarios para la reforma monetaria” para liderar la lucha pública por un banco central. Después de un discurso de A. Piatt Andrew a favor del plan, toda la conferencia adoptó la resolución. En respuesta, C. Stuart Patterson nombró nada menos que a Paul M. Warburg encabezar un comité de siete para establecer la liga reformista.

El comité de siete decidió astutamente, siguiendo la línea de la antigua convención de Indianápolis, establecer la National Citizens' League for the Creation of a Sound Banking System en Chicago en lugar de en Nueva York, donde residía realmente el control. La idea era adquirir la falsa pátina de una operación “de base” de los ciudadanos y convencer a la opinión pública de que la liga era independiente del temible control de Wall Street. En consecuencia, los líderes oficiales de la Liga fueron el empresario de Chicago John V. Farwell y Harry A. Wheeler, presidente de la Cámara de Comercio de EEUU. El director era el economista monetarista de la Universidad de Chicago J. Laurence Laughlin, ayudado por su antiguo alumno, el Profesor H. Parker Willis.

Para mantener su aura del Medio Oeste, la mayoría de los directores de la Citizens' League fueron industriales no banqueros de Chicago: gente como B. E. Sunny de la Chicago Telephone Company, Cyrus McCormick de International Harvester (ambas companies del entorno de Morgan), John G. Shedd de Marshall Field and Company, Frederic A. Delano de la Wabash Railroad Company (controlada por Rockefeller) y Julius Rosenwald de Sears, Roebuck. Sin embargo, una década después H. Parker Willis reconocía francamente que la Citizens' League había sido un órgano de propaganda de los banqueros de la nación.[25]

La Citizens' League puso la directa durante la primavera y verano de 1911, publicando un periódico, Banking and Reform, pensado para llegar a los directores de periódicos, y subvencionando panfletos de expertos prerreforma como John Perrin, jefe del American National Bank of Indianapolis y George E. Roberts del National City Bank of New York.

Consejero de la campaña del periódico fue H. H. Kohlsaat, antiguo miembro del comité ejecutivo de la Convención Monetaria de la Indianápolis. El propio Laughlin trabajó en un libro sobre el Plan Aldrich, que iba a ser similar a su propio Informe de 1898 para la Convención de Indianápolis.

Entretanto, se lanzó una campaña paralela para atraerse a los banqueros de la nación. El primer paso era convencer a la élite bancaria. Para ese fin, el círculo cercano de Aldrich organizó una conferencia a puerta cerrada de 23 grandes banqueros en Atlantic City a principios de febrero, que incluía a varios miembros de la comisión monetaria de la American Bankers Association, junto con presidentes bancarios de nueve grandes ciudades del país. Después de realizar una pocas revisiones menores, la conferencia apoyó cálidamente el Plan Aldrich.

Después de esta reunión, el banquero de Chicago James B. Forgan, presidente del First National Bank of Chicago, dominado por Morgan, emergío como el portavoz bancario más eficaz para el movimiento del banco central. No sólo se consideró especialmente impresionante su presentación del Plan Aldrich ante el consejo ejecutivo de la ABA en mayo, fue especialmente eficaz al provenir de alguien que había sido un importante crítico (aunque fuera por motivos relativamente menores) del plan. En consecuencia, los principales banqueros se las arreglaron para que la ABA violara sus propias ordenanzas y nombrara a Forgan presidente de su consejo ejecutivo.

En la conferencia de Atlantic City, James Forgan había explicado sucintamente l propósito del Plan Aldrich y de la propia conferencia. Como resume Kolko:

el fin real de la conferencia era discutir cómo hacer que la comunidad bancaria triunfara sobre el gobierno controlando rectamente los banqueros sin propios fines. (…) Se entendía generalizadamente que el [Plan Aldrich] aumentaría el poder de los grandes bancos nacionales para competir con los crecientes bancos estatales, ayudando a mantener a éstos bajo control, y fortalecería la posición de los bancos nacionales en actividades bancarias en el exterior (Kolko 1983, p. 186).

En noviembre de 1911, era fácil hacer que toda la American Bankers Association apoyara en Plan Aldrich. La comunidad bancaria nacional se había alineado sólidamente en dirección a un banco central.

Sin embargo, 1912 y 1913 iban a ser años de alguna confusión y cambios constantes de decisión, al dividirse el Partido republicano entre insurgentes y ortodoxos y ganar los demócratas un control creciente del gobierno federal, que culminó con la elección de Woorow Wilson a la presidencia en las elecciones de noviembre de 1912. El Plan Aldrich, presentado en e senado por Theodore Burton en enero de 1912, murió rápidamente, pero los reformistas vieron que lo que tenían que hacer era eliminar el nombre tremendamente partidista republicano de Aldrich de la propuesta y, con unos pocos ajustes menores, la rebautizaron como una medida demócrata.

Por suerte para los reformistas, este proceso de transformación se vio facilitado grandemente a principios de 1912, cuando H. Parker Willis fue nombrado ayudante administrativo de Carter Glass, el demócrata de Virginia que ahora presidía el Comité de Banca y Moneda de la Cámara. Por un accidente de la historia, Willis había enseñado economía a los dos hijos de Carter Glass las Universidades de Washington y Lee y le recomendaron a su padre cuando los demócratas asumieron el control de la Cámara.

Las minucias de las divisiones y maniobras en el bando de la reforma bancaria durante 1912 y 1913, que han fascinado desde hace tiempo a los historiadores, son fundamentalmente triviales para la historia básica. En general giran en torno a los esfuerzos coronados por el éxito de Laughlin, Willis y los demócratas de deshacerse del nombre de Aldrich.

Además, mientras que los banqueros hubieran preferido que el Comité de la Reserva Federal lo nombraran los propios banqueros, estaba claro para la mayoría de los reformistas que eso era políticamente inaceptable. Se dieron cuenta de que podía lograrse el mismo resultado de un cártel coordinado por el gobierno haciendo que el presidente y el Congreso nombraran el Consejo, lo que se equilibraba con los banqueros eligiendo a la mayoría de los funcionarios de los Bancos de la Reserva Federal regionales y eligiendo al consejo asesor de la Fed.

Sin embargo, dependía mucho de a quién nombrara el presidente para el consejo. Los reformistas no tuvieron que esperar mucho. El control fue rápidamente tomado por los hombres de Morgan, liderados por Benjamin Strong, del Bankers’ Trust como todopoderoso jefe del Banco de la reserva Federal de Nueva York. Los reformistas habían alcanzado al fin su objetivo de discutir la propuesta Glass y para cuando se aprobó la Ley de la Reserva Federal en diciembre 1913, ésta disfrutó del abrumador apoyo de la comunidad bancaria.

Como dijo persuasivamente A. Barton Hepburn, del Chase National Bank, a la American Bankers Association en la reunión anual de agosto de 1913: “La medida reconoce y adopta los principios de un banco central. De hecho (…) hará que todos los bancos incorporados juntos sean los propietarios de un poder central dominante” (Kolko 1983, p. 235). De hecho, había muy pocas diferencias sustanciales entre las propuestas de Aldrich y Glass: el objetivo de los reformistas bancarios se había alcanzado triunfalmente.[26]

Conclusión

Las élites financieras de este país, principalmente los Morgan, Rockefeller y Kuhn, Loeb, fueron responsables de hacer pasar el Sistema de Reserva Federal como un cártel creado y aprobado gubernamentalmente para permitir que los bancos nacionales inflaran la oferta monetaria de forma coordinada, sin sufrir el rápido castigo de depositantes y poseedores de billetes reclamando efectivo.

Sin embargo, recientes investigaciones han destacado asimismo el papel vital de apoyo de un creciente número de expertos tecnócratas y académicos, encantados de prestar la pátina de su supuesta sabiduría científica al camino de las élites para un banco central. Para lograr un régimen de gran gobierno y control público, las élites del poder no pueden lograr su objetivo de privilegios mediante el estatismo sin el vital apoyo legitimador de los supuestamente desinteresados expertos y el profesorado. Para alcanzar el Estado Leviatán, los intereses en busca de privilegios especiales y los intelectuales que ofrecen erudición e ideología deben ir de la mano.

Referencias citadas

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Murray N. Rothbard (1926-1995) fue decano de la Escuela Austriaca. Fue economista, historiador de la economía y filósofo político libertario.

Este artículo apareció originalmente en Quarterly Journal of Austrian Economics,vol. 2, nº 3 (Otoño de 1999), pp.3-51. También se reimprimió en A History of Money and Banking in the United States y como monografía.



[1] Sobre el trasfondo del Sistema Bancario Nacional y el creciente descontento de los grandes bancos, ver Murray N. Rothbard (1984, pp. 89–94), Ron Paul y Lewis Lehrman (1982) y Gabriel Kolko (1983, pp. 139–146).

[2] De hecho, mucha de la historia política de Restados Unidos desde finales del siglo XIX a la Segunda Guerra Mundial puede interpretarse por la cercanía de cada administración a uno de estos grupos financieros, a veces en cooperación, a veces más en conflicto: Cleveland (Morgan), McKinley (Rockefeller), Theodore Roosevelt (Morgan), Taft (Rockefeller), Wilson (Morgan), Harding (Rockefeller), Coolidge (Morgan), Hoover (Morgan) o Franklin Roosevelt (Harriman–Kuhn, Loeb–Rockefeller).

[3] Para el memorando, ver  James Livingston (1986, pp. 104–105).

[4] Sobre Hadley, Jenks y especialmente Conant, ver Carl P. Parrini y Martin J. Sklar (1983, pp. 559-578). Los autores apuntan que las principales obras de Conant y Hadley de 1896 fueron ambas publicadas por G. P. Putnam’s Sons, de Nueva York. El presidente de Putnam’s era George Haven Putnam, lider del nuevo movimiento de reforma bancaria (ibid., p. 561, n 2).

[5] El informe final, incluyendo sus recomendaciones de un banco central, fue alabado por F. M. Taylor en su “The Final Report of the Indianapolis Monetary Commission”, Journal of Political Economy 6 (Junio de 1898): 293–322. Taylor también exultaba porque la convención había sido “uno de los movimientos más notables de nuestro tiempo: el primer movimiento perfectamente organizado de las clases empresariales en todo el país dirigido a generar un cambio radical en la legislación nacional” (ibid., p. 322).

[6] Joseph French Johnson (1900, pp. 482–507). Sin embargo Johnson lamentaba el único defecto en el ungüento del Banco de Inglaterra: el remanente del Acta de Peel de moneda fuerte de 1844 que ponía restricciones a la cantidad de papel bancario emitido (ibid., p. 496).

[7] Nelson W. Aldrich, que entró en el Senado como mayorista moderadamente rico y lo abandonó años después multimillonario, era el suegro de John D. Rockefeller, Jr. Su nieto y tocayo, Nelson Aldrich Rockefeller, fue posteriormente vicepresidente de Estados Unidos y cabeza de la rama “liberal corporativa” del Partido Republicano.

[8] Baker encabezaba el First National Bank of New York, dominado por Morgan y fue director en prácticamente todas las empresas importantes de Morgan, incluyendo: Chase National Bank, Guaranty Trust Company, Morton Trust Company, Mutual Life Insurance Company, AT&T, Consolidated Gas Company of New York, Erie Railroad, New York Central Railroad, Pullman Company y United States Steel. Ver Burch (1981, pp. 190, 229).

[9] Sobre la reunión, ver Livingston (1986, p. 155).

[10] Sobre las manipulaciones de Gage y Shaw, ver Rothbard (1984, pp. 94–96) y Friedman y Schwartz (1963, pp. 148–156).

[11] De hecho, la adopción de esta teoría de la supuesta necesidad del imperialismo en las “etapas posteriores” del capitalismo iba de proimerialistas como el US Investor, Charles A. Conant y Brook Adams en 1898-1899 al marxista H. Gaylord Wilshire en 1900-1901 y a su vez al antiimperialista liberal de izquierdas inglés John A. Hobson, que a su vez influyó en Lenin. Ver en particular Norman Etherington (1984; 1982, pp. 1–36).

[12] Ver también Etherington (1984, p. 24).

[13] Seligman estaba asimismo relacionado por matrimonio con los Loeb y con Paul Warburg, de Khun, Loeb. En concreto, el hermano de E. R. A. Seligman's, Isaac N. estaba casado con Guta Loeb, hermana de la mujer de Paul Warburg, Nina. Ver Stephen Birmingham (1977, apéndice).

[14] Ver el revelador artículo de Emily S. Rosenberg (1985, pp. 172-173).

[15] También se encontraba empezando a administrar el imperialismo en Puerto Rico el economista y demógrafo W. H. Willcox, de Cornell, que realizó el primer censo de la isla, al igual que en Cuba, en 1900 y Ronald P. Falkner, estadístico y reformador bancario primero en la Universidad de Pennsylvania y luego jefe de la División de Documentación de la Biblioteca del Congreso, que se convirtió en comisionado de educación en Puerto Rico en 1903. Faulkner continuó su carrera como jefe de la Comisión de Liberia de EEUU en 1909 y siendo miembro de la Comisión de Unión de Tierras de los gobiernos de EEUU y China. El economista de Harvard Thomas S. Adams trabajó como tesorero asistente para Hollander en Puerto Rico. El politólogo William F. Willoughby sucedió a Hollander como tesorero (Silva y Slaughter 1984, pp. 137-138).

[16] Ver Rosenberg (1985, pp. 177-181). Otros economistas y sociólogos que ayudaron a administrar el imperialismo en Filipinas fueron Carl C. Plehn, de la Universidad de California que trabajó como estadístico jefe para la Comisión Filipina en 1900-1901, y Bernard Moses, historiador, politólogo y economista en la Universidad de California, y acérrimo defensor del imperialismo, que trabajó en la Comisión Filipina en 1901-1903 y luego se convirtió en experto en asunto latinoamericanos, realizando una serie de conferencias panamericanas. El politólogo David P. Barrows fue superintendente de escuelas en Manila y director de educación durante ocho años, de 1901 a 1909. Esta experiencia encendió un interés de Barrows por lo militar que duraría toda su vida, dirigiendo, mientras era profesor en Berkeley y general en la Guardia Nacional de California en 1934, las tropas que acabaron con la huelga de estibadores de San Francisco. Durante la Segunda Guerra Mundial, Barrows mantuvo su interés por la coerción para ayudar en el internamiento forzoso de los japoneses estadounidenses en campos de concentración. Sobre Barrows, ver Silva y Slaughter (1984, pp. 137-138). Sobre Moses, ver Dorfman (1949, pp. 96-98).

[17] Sin duda es posible que una de las razones del estallido de la nacionalista Revolución Mexicana de 1910, en parte un revolución contra la influencia de EEUU, fuera una reacción contra la manipulación de la moneda liderada por EEUU y el cambio coactivo de la plata al oro. Indudablemente habría investigar esta posibilidad.

[18] Sin embargo, el fracaso no disminuyó la demanda de los servicios de Jenks por parte del gobierno de EEUU. Continuó asesorando al gobierno de México, siendo miembro de la Alta Comisión de Nicaragua bajo el régimen de ocupación del Presidente Wilson y también encabezando la Oficina de Extremo Oriente del Departamento de Estado (Silva y Slaughter 1989, pp. 136-137).

[19] Para un excelente estudio de las misiones de Kemmerer en la década de 1920, ver Seidel (1972, pp. 520-545).

[20] Schiff y Warburg eran parientes por matrimonio. Schiff, de un prominente familia de banqueros alemanes, era yerno de Solomon Loeb, cofundador de Kuhn, Loeb, y Warburg, marido de Nina Loeb, era otro yerno de Solomon Loeb, a través de una segunda esposa. El círculo incestuoso se completó cuando la hija de Schiff, Frieda, se casó con el hijo de Paul Warburg, Felix, otro socio de Schiff and Paul Warburg’s. Ver Birmingham (1977, pp. 21, 209-210, 383, apéndice) y Attali (1986, p. 53).

[21] Ver la colección de ensayos de Warburg en Paul M. Warburg (1930; 1914, pp. 387-612).

[22] Cuando se estableció el Sistema de la Reserva Federal, Warburg alardeaba de su papel esencial en persuadir a la Fed para que creara un mercado de letras de cambio en Estados Unidos aceptando comprar todo el papel aceptado disponible a unos pocos grandes bancos aceptantes a tipos subvencionados. De esta forma, la Fed ofrecía un canal no controlado para la expansión inflacionaria del crédito. El programa de aceptaciones ayudó a abrir el camino al crash de 1929.

[23] La provisión de moneda de emergencia sólo se usó una vez, poco antes de expirara la disposición, en 1914, después del establecimiento del Sistema de Reserva Federal.

[24] Victor Morawetz era un eminente abogado del entorno de Morgan, que fue jefe del comité ejecutivo de la Atchison, Topeka, and Santa Fe Railway, gestionada por Morgan y miembro del consejo del National Bank of Commerce, dominado por Morgan. En 1908, Morawetz, junto con el abogado personal de J. P. Morgan, Francis Lyne Stetson, habían sido los principales autores del borrador de una propuesta fracasada de la National Civic Federation de Morgan para una ley de incorporación federal para regular y cartelizar las corporaciones estadounidenses. Más tarde, Morawetz iba a ser un importante consultor en otra reforma “progresista” de Woodrow Wilson, la Comisión Federal de Comercio. Sobre Morawetz, ver Rothbard (1984, p. 99).

[25] Willis's (1923, pp. 149-150) olvida convenientemente el papel operativo dominante que tanto él como su mentor, Laughlin, desempeñaron en la Citizens’ League. Ver también West (1977, p. 82).

[26] Sobre la identidad esencial de los dos planes, ver Friedman y Schwartz (1963, p. 17), Kolko (1983, p. 235) y Warburg (1930, caps. 8 y 9). Sobre los detalles de los varios borradores y propuestas y las reacciones a éstos, ver West (1977, pp. 79-135), Kolko (1983, pp. 186-189, 217-247) y Livingston (1986, pp. 217-226).

Sobre la captura del control bancario en el nuevo Sistema de la reserva Federal por los Morgan y sus aliados y las políticas morganescas de la Fed durante la década de 1920, ver Rothbard (1984, pp. 103-136).

Published Mon, Aug 16 2010 5:39 PM by euribe