¿Son los estadounidenses el pueblo elegido?

Por David Gordon. (Publicado el 20 de agosto de 2007)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/2659.

[Americanism: The Fourth Great Western Religion • David Gelernter • Doubleday, 2007 • X + 229 páginas]

 

David Gelernter empieza con un hecho indudable y lo usa para construir una extraña fantasía. Los orígenes de Estados Unidos han sido profundamente religiosos; en particular, los puritanos afectaron al pensamiento estadounidense de forma persistente. Su influencia ha persistido por mucho tiempo a su desaparición como un movimiento distinto del siglo XIX. Así, los historiadores que consideran a los Padres Fundadores como criaturas de una Ilustración secular están muy equivocados.

Por desgracia, este tema útil no es suficiente para Gelernter. Argumenta que los estadounidenses, utilizando el pensamiento puritano como punto de partida, han construido una nueva religión. Abraham Lincoln aparece primordialmente como desarrollador de la nueva fe y como objeto idólatra de su adoración. No está solo: Woodrow Wilson, Harry Truman y Ronald Reagan ocupan lugares menores, pero muy honorables, en el nuevo panteón. Franklin Roosevelt también está entre los exaltados, aunque tenga un defecto. No entró en guerra por convencimiento, sino que esperó hasta que el ataque japonés de Pearl Harbor no le dejó alternativa. Esta nueva religión, sostiene Gelernter, es un gran logro espiritual. Tendríamos que inclinarnos y adorar de acuerdo con sus principios. Al hacerlo, no necesitamos abandonar el cristianismo o el judaísmo. Muy al contrario, la nueva religión es completamente compatibles con las antiguas fes.

Como apunta correctamente Gelernter, “la Biblia y el puritanismo moldearon Estados Unidos como un alfarero moldea el barro húmedo. A algunos secularistas no les gusta afrontar este hecho (…) Los puritanos que dominaron esos primeros asentamientos ingleses, que hicieron tanto para crear esta nación y su fe, estaban fiera y fanáticamente dedicados a su Dios” (p. 9).

¿Pero no rompieron radicalmente los Padres Fundadores con los puritanos? Gelernter no está convencido de que lo hicieran: Es verdad que detrás de la Declaración de Independencia se encuentra el pensamiento de John Locke. Pero la “Biblia era muy importante en la obra de Locke. Siempre que basaba sus argumentos en la historia y la experiencia humana, la Biblia era su fuente principal” (p. 29).

Si Gelernter hubiera extendido y documentado sus afirmaciones, podría haber escrito un libro valioso. Sin embargo, se va por los cerros de übeda. Parece que los puritanos empezaron a crear una nueva religión. A menudo ahblaban de Estados Unidos como la Nueva Israel: como los judíos de la antigüedad, eran ahora el pueblo elegido por Dios. “En resumen: una apasionada creencia en la cercanía de la comunidad estadounidense a Dios y su obligación para con Dios y el mundo entero (los estadounidenses como el nuevo pueblo elegido, Estados Unidos como la nueva tierra prometida), eso es el sionismo estadounidense” (p. 69, énfasis eliminado).

Gelernter no hace las preguntas fundamentales: cuando los puritanos y los escritores posteriores hablaban de los estadounidenses como un pueblo elegido ¿qué nivel de literalidad tenían sus comentarios? Dada la ortodoxia bíblica de los puritanos, ¿no hubiera sido una herejía de la peor especie si sus comentarios fueran más allá de las metáforas? ¿Qué hay en las doctrinas de las principales iglesias cristianas que les autorice a poner a Estados Unidos y su pueblo por encima de otras naciones? ¿Es la cosa distinta en algo al judaísmo?

Sorprendentemente, Gelernter niega lo evidente de que la “religión” que expone contradice las enseñanzas del judaísmo y el cristianismo ortodoxos., en los que las naciones modernas concretas no ocupan ningún puesto especial. “La religión estadounidense es una fe bíblica. En efecto, es una extensión o expresión del judaísmo o el cristianismo. También es distinto de esas creencias: no tienes que creer en la Biblia o en el judaísmo o en el cristianismo para creer en Estados Unidos o en la religión estadounidense” (p. 4). Gelernter no nos dice cómo una “extensión” de una fe puede cambiar radicalmente su contenido. Tal vez este eminente profesor de Yale tiene una mente tan capaz que puede fácilmente abrazar dos principios contradictorios.

¿Pero qué pasa si esta objeción es correcta? Un defensor de Gelernter, si no el propio autor, podría responder que su nueva religión sigue siendo una opción posible para quienes no aceptan las enseñanzas puras de las antiguas fes. Sin embargo, esta respuesta proporciona una nueva objeción. ¿Por qué deberíamos pensar que el sionismo estadounidense, con su correspondiente credo estadounidense, es verdadero? ¿Cuál es la evidencia de que Estados Unidos disfruta de un especial favor divino? Si uno no necesita creer en un Dios “estándar” para aceptar el estadounidensismo, ¿qué deben aceptar los partidarios de la nueva fe como el Poder detrás del lugar especial de Estados Unidos?

¿Evidencias? ¿Qué es eso para Gelernter? Para él, la fe ciega es suficiente. “La idea religiosa llamada ‘Estados Unidos’ es religiosa mientras diga una verdad absoluta acerca del sentido de la vida humana, una verdad que debemos aceptar por la fe. (‘Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades’, dice la Declaración de Independencia. No se dan pruebas)” (p. 2, énfasis eliminado). Gelernter confunde reconocer algo como evidente con aceptar ciegamente una posición política. Sin duda, ni siquiera él puede pensar que las extravagancias del “sionismo estadounidense” sean evidentes. Si no, se repite nuestra pregunta: ¿por qué creerlo?

La nueva religión es incluso más extraña de lo que he explicado hasta ahora. Gelernter eleva a Abraham Lincoln al monte Olimpo. “Lincoln transformó el estadounidensismo es una religión madura y completa, no haciendo que Estados Unidos encarnara sus nobles ideales, sino enseñando a la nación que tenía que encarnarlos. Cambió el estadounidensismo interpretando esos ideales (libertad, igualdad y democracia) no como palabras en pergamino sino como órdenes de marcha” (p. 105). Además, en el discurso de Gettysburgh y el segundo discurso de toma de posesión, Lincoln escribió los dos textos sagrados más importantes en lengua inglesa (fuera de la propia Biblia)” (p. 106).

En ninguna parte se ocupa Gelernter de lo más fundamental de la presidencia de Lincoln. Lincoln, al rechazar la secesión del Sur, desató una guerra que llevó a la muerte de más 600.000 personas. En el curso de la guerra, interfirió considerablemente en las libertades civiles y actuó con poderes dictatoriales. ¿Era moralmente justificable su actuación? Los lectores de The Mises Review no se sorprenderán al saber que yo pienso que no, pero el cómo responda uno a la pregunta no es lo importante. En su lugar, Gelernter no ofrece argumentos, por ejemplo, que el bien de acabar con la esclavitud merecía los serios costes de la guerra por la política de Lincoln. En su lugar, nos ofrece su retórica pseudorreligiosa.

Para ajustar las tesis de nuestro autor de que la religión estadounidense de Lincoln extiende el cristianismo, sería evidentemente mejor si el propio Lincoln fuera cristiano. Tristemente, Lincoln adquirió muy pronto reputación como infiel. Como advertía su socio legal William Herndon, Lincoln escribió de joven un libro crítico de la Biblia y librepensadores bien conocidos, como Robert Ingersoll y Joseph Lewis, han considerado a Lincoln como precursor. Gelernter no nos dice nada sobre eso, se limita a decir que Lincoln “nunca se calificó a sí mismo llana, pública e inequívocamente como cristiano” (p. 134). En su lugar, cite varios comentarios favorables que hizo Lincoln acerca de la Biblia y el cristianismo y destaca, algo que no se discute, el conocimiento de Lincoln de la Biblia. De nuevo, no se trata de si Gelernter tiene razón en su valoración de las opiniones de Lincoln. Es que no indica a sus lectores que hay polémicas acerca del asunto. Como siempre, la retórica gana al análisis.

Gelernter escribe: “Cuando Lincoln fue asesinado, la religión estadounidense entró en una nueva esfera de santidad (…) El martirio de Lincoln fue una catástrofe humana y política. Pero en términos religiosos, selló su éxito” (pp. 142-143). ¿En qué sentido fue Lincoln un mártir? Él no fue voluntariamente a su muerte por rechazar renunciar a sus creencias: el hecho, si es que es cierto, de que tuviera una premonición de su propia muerte no le hace un mártir. ¿Qué son los hechos para nuestro schwärmer?

Dada la grandeza de esta nueva fe, ¿no sería maleducado confinarla a Estados Unidos? “Estados Unidos tenía una misión para toda la humanidad. La caballería democrática era tarea de todo estadounidense. A veces, de hecho, Lincoln parece estar profetizando un estadounidensismo que promovería activamente el credo por todo el mundo. Por supuesto, no dijo que Estados Unidos debiera usar fuerza militar para asegurar ‘iguales oportunidades’ a todos los hombres. Esa idea habría sido un sinsentido en 1861: Estados Unidos no era una potencia global y no tenía presencia mundial” (p. 142).

Afortunadamente, Woodrow Wilson cambió las cosas. Aunque inferior a Lincoln  (“Wilson no llegó a tener la importancia épica de Lincoln para el estadounidensismo y la historia mundial” -p. 156-), fue de todas formas una figura importante. Llevó a Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial con el fin de ayudar a extender la religión estadounidense por todo el mundo: “Wilson insistió en que Estados Unidos debía luchar por sus intereses y principios (…) Wilson definió el estadounidensismo en términos religiosos que implicaban no sólo la oración global sino asimismo la acción global” (p. 174).

De nuevo el habitual patrón recurrente. Gelernter no evalúa racionalmente los costes y beneficios de en la entrada de Estados Unidos en la guerra: el altisonante lenguaje de Wilson basta para justificar 115.000 bajas estadounidenses. Gelernter podría responder que nuestra queja ignora su indicación de que Estados Unidos debía luchar por sus intereses al tiempo que por sus principios: ¿no tenía que responder Wilson a la guerra submarina sin cuartel de Alemania?

Pero Gelernter da una explicación equivocada de la situación. Menciona que la armada británica bloqueó Alemania, pero omite advertir que, aunque el bloqueo violaba los derechos estadounidenses como potencia neutral, el anglófilo Wilson rechazaba presionar a Gran Bretaña. También olvida decir que el bloqueo amenazaba a Alemania con morir de hambre, de ahí las contramedidas desesperadas de Alemania. Las políticas no neutrales de Wilson crearon la misma situación a la que él afirmaba tener que responder. Sin embargo, uno sospecha que para Gelernter esto es hablar de cosas insustanciales: “Por supuesto, los objetivos más profundos de Wilson tenían que ver con el estadounidensismo, con los principios estadounidenses más que con sus intereses” (p. 165).

Gelernter también yerra en su comparación de la opinión europea y estadounidense durante las décadas de 1920 y 1930. La opinión pública europea veía la guerra con culpabilidad y recelo, como señala correctamente Gelernter; pero piensa que en Estados Unidos las cosas eran diferentes: Los estadounidenses no habían hecho nada (…) para causar la guerra y no se alegraron cuando empezó. Ayudaron a los Aliados a ganar y luego, en su mayor parte, hicieron todo lo posible por olvidarla” (p. 171).

Al centrarse en los sentimientos de culpa, Gelernter olvida un punto importante. Aunque los estadounidenses no se sintieran culpables, la opinión pública hizo mucho más que olvidar la guerra. Muy al contrario, hubo un rechazo masivo de las políticas de Wilson, culminando en la legislación de la neutralidad de la década de 1930. Estados Unidos respondió a la pregunta planteada en el título del popular libro de J.K. Turner ¿Se repetirá? con un resonante no.

Por una vez, puedo ayudar a Gelernter en lugar de atacarle. Claramente desea admirar incondicionalmente a Franklin Roosevelt, pero hay un obstáculo en su camino. Roosevelt esperó a que los japoneses atacaran antes de entrar en la Segunda Guerra Mundial. “FDR era un brillante persuasor y un líder muy admirado. En junio de 1940 probablemente podría haber hablado al Congreso y a Estados Unidos acerca de declarar la guerra a Hitler si hubiera querido. Pero nunca estaremos seguros, porque no quiso hacerlo, o al menos nunca lo intentó” (p. 184). Gelernter piensa evidentemente que si Roosevelt hubiera sido un verdadero wilsoniano, no digamos un lincolniano, simplemente lo hubiera hecho. Gelernter infravalora aquí las limitaciones con las que trabajó Roosevelt. Podemos asegurar a nuestra ansioso autor que Roosevelt lo hizo lo mejor que pudo.

Las perspectivas para el credo estadounidense son brillantes: hoy tenemos un líder completamente en sintonía con sus demandas. “La razón por la que el Presidente Bush propone seguir adelante y derrocar a tiranos en todo el mundo es la caballería democrática. Pero siempre que oigan la expresión caballería democrática piensen ‘sionismo estadounidense’” (pp. 35-36).

A Gelernter le beneficiaría reflexionar acerca de un comentario a menudo atribuido a Voltaire: si quieres fundar una nueva religión, deberías arreglártelas para ser crucificado y resucitar de entre los muertos al tercer día”.[1]

 

 

David Gordon hace crítica de libros sobre economía, política, filosofía y leyes para The Mises Review, la revista cuatrimestral de literatura sobre ciencias sociales, publicada desde 19555 por el Mises Institute. Es además autor de The Essential Rothbard, disponible en la tienda de la web del Mises Institute.



[1] He advertido unos pocos errores: A Barrett Wendell se le califica de “un historiador inglés” (p. 154), pero era bostoniano y profesor en Harvard. “John Livingston Lowe” (p. 22) debería ser “Lowes”.

Published Sat, Oct 2 2010 8:35 PM by euribe