El primer new dealer

Por Murray N. Rothbard. (Publicado el 27 de octubre de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4498.

[Herbert Hoover: A Public Life • David Burner • Knopf, 1979 • 433 páginas]

 

Los estadounidenses que crecieron antes de la Segunda Guerra Mundial recuerdan a Herbert Clark Hoover como el hombre más vilipendiado de la vida pública. Siempre que cualquier historiador o escritor de corte del New Deal aborda la historia de la década de 1930, se trata al país con una interpretación absolutamente maniquea de esa época.

Cuanto más adoraban historiadores y propagandistas la grandeza y la majestad de Franklin Roosevelt, más denigraban a su predecesor como el hombre adusto de cuello alto que intento impedir la ascensión de la nación al paraíso, pero fracasó.

Igual que se alababa a Roosevelt como el amigo compasivo del hombre común que trajo el nuevo orden de control y planificación del gobierno a Estados Unidos, Herbert Hoover quedaba enclavado como el último representante del malo e indiferente viejo orden del individualismo y el laissez faire.

Sus mismas voces parecían simbolizar sus respectivas ideologías: Hoover, lacónico, serio, pasado de moda; Roosevelt, el afable patricio con la voz meliflua.

En la carrera de los intelectuales e investigadores por adoptar el liberalismo del New Deal durante la década de 1930 y después, parecía que no había nadie que siquiera tratara de corregir el desequilibrio. Aparte del indómito periodista John T. Flynn, no había historiador que tratara a FDR como menos que (como dijo H.L. Mencken de Woodrow Wilson) un candidato a la primera vacante en la Trinidad.

Respecto de Hoover, su defensa se encargó a un grupo entregado de antiguos ayudantes y hagiógrafos de confianza que se agruparían alrededor de su suite en las Waldorf Towers, se referían a él como “el jefe” y alababan su infinita sabiduría, sagacidad y encanto. Curiosamente, al insistir en la inmortal fe de Hoover en el individualismo y el voluntarismo y su oposición al New Deal, este grupo de conservadores reforzó el mito promovido por los enemigos de Hoover del New Deal.

Hay que reconocer que el propio Hoover nunca afirmó ser un exponente del laissez faire. De hecho, en cada convención republicana hasta su muerte se invito al viejo a recitar un discurso que nadie se preocupaba por escuchar. En este discurso Hoover insistiría en que él mismo fue el padre de numerosas medidas atribuidas al New Deal y daba orgullosamente la lista. Pero todos, tanto amigos como enemigos, estaban demasiado ocupados fabricando mitos como para escucharle.

Sin embargo, había poco que pudieran hacer los historiadores para penetrar en esta niebla hasta que se abrieron a la investigación pública los papeles de Hoover en la década de 1970. Antes de eso, sólo amigos y leales autorizados por Hoover podían trabajar en su biografía. Pero incluso bajo este considerable hándicap, la luz de la verdad histórica empezó a penetrar en las brumas de la leyenda de Hoover. Aparte de periodistas de entonces como Flynn y Walter Lippmann, el primer historiador en revisar la leyenda fue el economista Benjamin M. Anderson, quien, en 1949, escribió un incisiva historia económica del periodo de entreguerras, Economics and the Public Welfare. Anderson apuntaba que, lejos de ser el asediado último defensor del laissez faire, Herbert Hoover fundó el New Deal en prácticamente todos sus aspectos. Pero no se leyó a Anderson. En parte a causa de que mucho de su tratamiento era un recuerdo personal, más porque él mismo era un defensor del laissez faire, no fue leído por economistas; como economista que era, por supuesto no fue leído por los historiadores.

Sin embargo, en la década de 1960, el fresco y vivificante aire de la historiografía de la Nueva Izquierda empezó a llegar a la profesión de los historiadores. Liderada, como en muchas otras áreas, por William Appleman Williams, estos historiadores apuntaban, desde su propia perspectiva particular, que Hoover originó el New Deal y que había sido en realidad uno de los principales pioneros del estado corporativo en Estados Unidos. Realmente, para la Nueva Izquierda, desencantada con el estado de bienestar/de guerra creado por el New Deal, el relativo voluntarismo y resistencia a implicarse en las grandes cruzadas de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría de Hoover parecían bastante buenos en comparación. Así, en lo que consideraban el énfasis de Hoover en la cooperación entre asociaciones privadas, estos historiadores empezaron a ver un modelo de más agradable que en el gran gobierno agresivamente centralista construido por FDR y sus sucesores.

Desde mediados de la década de 1960, los historiadores han sido capaces de superar el fiero partidismo de la primera ola de estudios sobre Hoover y se han visto muy ayudados en esta tarea por la apertura de los papeles de Hoover. Hemos tenido las completas e intuitivas investigaciones de Ellis W. Hawley y, en 1975, la primera biografía completa de Hoover que usa los papeles abiertos, Herbert Hoover: Forgotten Progressive, de Joan Hoff Wilson.

A pesar de la amarga oposición de unos pocos incondicionales del New Deal, la visión revisionista de Hoover ha sido bastante bien aceptada por los historiadores. Está ahora firmemente establecido que, lejos de ser el último de los individualistas del laissez faire, Hoovert era un ardiente progresista y el originador del New Deal.

En todos sus años en cargos públicos (desde su puesto como autócrata administrador de alimentos en la Primera Guerra Mundial, pasando por su desempeño como secretario de comercio bajo Harding y Coolidge y luego como presidente) Herbert Hoover impulsó un sistema de estado corporativo de asociaciones cartelizadas en la industria y la agricultura, todas obligadas, dirigidas y coordinadas por el gran gobierno. Antes de que golpeara la Gran Depresión, Hoover prometía que, en una crisis así, inmediatamente emplearía los poderes masivos del gobierno para acabar con ella. Puso en práctica esa promesa tan pronto como el mercado bursátil se derrumbara en octubre de 1929 e invocó toda medida que se hubiera hecho aún más visible en el New Deal: subir los salarios, obras públicas masivas, grandes déficits federales, enormes préstamos federales a empresas tambaleantes, subsidios de desempleo, políticas monetarias inflacionistas, etc. No hubo necesidad de que FDR implantara un programa de apoyo a los precios agrícolas para combatir la Depresión: Hoover ya había cumplido su promesa a los granjeros de establecer una fijación permanente del escenario económico, una fijación que generaría enormes excedentes inutilizables de alimento en medio del hambre.

Las principales diferencias en los actuales estudios de Hoover son sobre su muy proclamado “voluntarismo”. ¿Qué diferencia había con la abierta coacción ejercida por el posterior New Deal? La respuesta es que no mucha.

El voluntarismo de Hoover era esencialmente un truco retórico, pensado para disfrazar la coacción gubernamental con un sentimiento más apropiado para los valores tradicionales estadounidenses. Hoover promovió una forma de voluntarismo en sus días como jefe de alimentación de la Primera Guerra Mundial, cuando movilizó grupos de ciudadanos voluntarios para entrar en las tiendas de barrio para aplicar sus decretos de control de precios. La NRA de Roosevelt se apoyó en esta tradición forzando a todas las tiendas a poner un símbolo del águila azul en su escaparate y luego reclutar grupos de vecinos para ayudar a la aplicación.

Otro ejemplo de voluntarismo hooveriano se produjo justo después del crash. Los líderes de la industria y las finanzas fueron acorralados en conferencias en la Casa Blanca en las que Hoover les decía que tenían que actuar “voluntariamente” en mantener altos los salarios incluso si desaparecían los beneficios, advirtiéndoles de que si no obedecían haría que el Congreso obligara al cumplimiento. En resumen, la forma de voluntarismo de Hoovre era como el viejo sistema que usa el ejército para reclutar “voluntarios” para tareas no deseadas.

La nueva biografía de Hoover de David Burner es indudablemente la mejor y más completa hasta la fecha. Aunque sólo llega hasta 1933, cubre toda la vida pública oficial de Hoover y por tanto los años más importantes. Es una investigación impresionante. En particular, ofrece el único relato completo impreso de los años de empresario de Hoover antes de ser una figura pública en 1914. Fue un periodo de muchas prácticas crudas rápidamente pasado por alto en las Memorias descaradamente autojustificativas de Hoover y olvidados desde entonces por los biógrafos.

Sin embargo hay varios problemas con este libro y la biografía definitiva de Hoover sigue por escribirse. El punto de vista de Burner es muy moderadamente revisionista  y moderadamente simpatizante con el biografiado; en consecuencia el análisis es flojo y difuso y el tono cuidadosamente juicioso difícilmente incitará el interés del lector. Y como las ideas de economía de Burner son mínimas, a menudo no sabe a dónde mirar o se confunde por el camino.

Así, al crear el Consejo Agrícola Federal, el precursor de los planes del New Deal, para aumentar los precios de los productos agrícolas y ganaderos, Hoover designó a los principales representantes del grupo de granjeros al consejo y nombró a Alexander Legge, jefe de International Harvester como presidente. Para Burner esto era una anomalía y escribe con cierto asombro el altruismo que mostró Legge en su nuevo trabajo: “Aunque era un importante empresario, la simpatía de Legge estaba con los granjeros” y buscó agresivamente el apoyo a los precios agrícolas. El hecho de que International Harvester fuera el principal fabricante del país de maquinaria para granjas y por tanto se beneficiara de estos apoyos no parece contar para Burner.

Los historiadores que tratan de justificar su imagen de Hoover como un “voluntarista” pasan un mal rato explicando su papel como secretario de comercio en promover la Ley de Radio de 1927, que nacionalizaba las ondas y establecía una Comisión Federal de radio. Está comisión (que luego se convirtió en la FCC) tenía el derecho a asignar y licenciar frecuencias, estableciendo así una poderosa censura  sobre la radio y luego sobre la televisión. La excusa habitual para esta pieza crucial de estatismo en una que dio el propio Hoover: habría habido un “caos” de estaciones interfiriendo entre sí si las ondas hubieran permanecido en manos privadas.

Aún así entonces Hoover, y casi todos los historiadores desde entonces, ignoraron el hecho de que los tribunales estaban reduciendo rápidamente ese caos establecindo los derechos de propiedad por “ocupación” de ley común en ondas para aquella estación que usara primero una frecuencia concreta en un área geográfica concreta. De hecho, fue precisamente porque los tribunales estaban adoptando esa postura de ocupación (especialmente en Tribune Co. v. Oak Leaves Broadcasting Station, Cir, Ct,. Cook County, Ill., 1926) por lo que Hoover se apresuró a impulsar la Ley de Radio para impedir que se establecieran derechos privados.

¿Cómo se ocupa Burner de esta cuestión compleja y muy importante? En un párrafo. Empieza apuntando que Hoover como secretario de comercio mantuvo cuatro reuniones anuales entre gobierno e industria sobre regulación de la radio y “cooperó” con la industria estableciendo un servicio de noticias comercial sin hilos. Luego apunta el hecho ejemplar de que Hoover trabajó muy cerca de su viejo amigo Owen D. Young, jefe de la General Electric Company, asociada a Moran, en apresurar la “finalización” de redes nacionales de radio.

Burner podría haber empleado este hecho para explicar la promoción de la Ley de Radio de Hoover como una forma de impedir la libre competencia y de cartelizar la radio imponiendo redes nacionales. Pero no. En su lugar, procede a crear confusión por todos lados, primero afirmando que Hoover “no quería al nuevo instrumento de comunicación en manos del gobierno” y que en su lugar quería que la industria “se autorregulara” y luego escribiendo en la siguiente frase que “la Ley de radio de 1927 establecía la propiedad pública definitiva y limitaba la regulación de las ondas” y olvidando apuntar que el impulsor de la aprobación de la Ley de Radio fue Herbert Hoover. Tampoco Burner hace mucho más que mencionar el caso del tribunal de Illinois o las investigaciones de Ronald H. Coase que lo trajeron a la luz.

Se hace cada vez más difícil mantener una postura a favor de Hoover cuando vemos el papel de “gran humanitario” (como le gustaba ser llamado) en la hambrienta Europa de la posguerra de la Primera Guerra Mundial, donde actuó como administrador de la ayuda estadounidense y en procónsul del Presidente Wilson: amenazó con retener la comida a los países hambriento, y llegó a hacerlo, que no adoptaran los gobiernos centristas que reclamaba Wilson, utilizando la comida como arma contra los “monárquicos reaccionarios” así como contra regímenes bolcheviques o radicales.

Burner conserva su admiración por Hoover minimizando la importancia o extensión de esas prácticas. Así, Hoover imponiendo al pianista polaco-estadounidense Ignace Paderewski en el gobierno de Pilsudski como premier de Polonia se explica en unas pocas frases comedidas. Burner no menciona que Hoover lo hizo porque Pilsudski era un socialista revolucionario y Paderewski y su gabinete eran herramientas de Wilson; tampoco menciona que Hoover lo consiguió amenazando con retener la comida a ese país hambriento si los polacos no aceptaban a Paderewski. Y Burner no dice ni media palabra acerca de la dramática saga en la que Hoover empleó barcos de guerra aliados para aplastar al gobierno revolucionario bolchevique en Riga e imponer en el gobierno de Letonia al favorito particular de Hoover, Karlis Ulmanis, que en la década de 1930 iba a llegar de nuevo al poder por un golpe de estado y a imponer un régimen fascista.

Finalmnte llegamos, como en tantas otras áreas de la historiografía estadounidense moderna, a Arthur M. Schlesinger, Jr. Criticando el libro de Burner en las páginas de agosto de la New York Review of Books (8 de marzo de 1979), este decano los historiadores ultradefensores del New Deal no supone seguir la vieja línea de que Herbert Hoover era un paladín del laissez faire. (Pero sí se refiere a la obra reciente del último de los amargados, Elliott Rosen, en palabras típicas como “estimulante y combativo”). En su lugar, Schlesinger realiza una sagaz operación de salvamento, en dos partes. Primero, da la lata con las partes asociativas y supuestamente “voluntarias” del programa de cartelización de Hoover. Así destaca un veto de Hoover a una presa pública mientras ignora todo su previo ánimo y apoyo a esas presas. Y segundo, afirma que mientras Hoover puede haber sido algún tipo de corporativista, el héroe de Schlesinger, Franklin Roosevelt no era corporativista no cartelista en absoluto.

Cielos, no: En lugar del “sindicalismo de empresa con el que soñaba Hoover”, opina Schlesinger, Roosevelt nos llevó a “un sistema de control democrático basado en la ley”. Y así, cuando la Administración para la Recuperación Nacional (NRA, por sus siglas en inglés) y la Administración de Ajuste Agrícola (AAA), a solicitud de los altos círculos empresariales, nos trajeron el estado corporativo completamente cartelizado, y cuando el Segunda Guerra Mundial afianzó el complejo militar-industrial en el control permanente de la vida estadounidense, no quedaba sino regocijarse. Después de todo, somos el gobierno ¿no? Fue elegido por el pueblo ¿no? A pesar de esta aparente sofisticación y la inteligencia de su operación de rescate, está claro que en el análisis definitivo que Arthur Schelsinger, como los Borbones, no aprendió nada ni olvidó nada.

Si Hoover fue el fundador real del New Deal, ¿cómo consiguió su reputación como defensor del laissez faire? Porque, como muchos otros pioneros de revoluciones, Hoover fue rebasado y puesto a la deriva por la velocidad y amplitud de los cambios que se produjeron. Toda su vida, Herbert Hoover había impulsado la cartelización de la industria promovida y coordinada por el gobierno. Pero en 1932, en las profundidades de la Depresión, los líderes empresariales empezaron a reclamar un cambio revolucionario acelerado y más intenso en esta dirección de lo que Hoover estaba dispuesto a aceptar. Lo que querían e la NRA, un plan que era sencillamente demasiado coactivo y sinceramente estatista para el gusto de Hoover.

La situación era tal que los líderes empresariales ya no podían contentarse con las trampas hooverianas del voluntarismo. Cuando Henry I. Harriman, jefe de la Cámara de Comercio de EEUU, se dirigió a Hoover y le dijo que las grandes empresas apoyarían a Roosevelt en las elecciones si Hoover no aceptaba lo que luego se convirtió en la NRA, éste asombró a muchos de sus seguidores progresistas retrocediendo con horror, rechazándolo y llamándolo “fascismo”.

Retroceder ante un abismo que era en buena parte su propia creación fue probablemente lo mejor que hizo Herbert Hoover. Pero aún así este trauma no le dejó ninguna conciencia de las consecuencias lógicas de lo que él mismo había creado. Durante el resto de su vida, Hoover creyó que todo lo que él había hecho para llevarnos por el camino del estado corporativo era sabio y justificado hasta la última coma, pero que Roosevelt había ido demasiado lejos en algunos aspectos. De ahí mucha de la confusión acerca de Hoover tanto por parte de la opinión pública como de los historiadores. Incluso aunque nuestro conocimiento de Herbert Hoover ha llegado muy lejos desde que apareció esta confusión, sigue esperando a su biógrafo definitivo.

 

 

Murray N. Rothbard (1926-1995) fue decano de la Escuela Austriaca. Fue economista, historiador de la economía y filósofo político libertario.

Esta crítica apareció originalmente en Inquiry 2, nº 9: pp. 21-24.

Published Thu, Oct 28 2010 7:06 PM by euribe