Burocracia y funcionariado en Estados Unidos

Por Murray N. Rothbard. (Publicado el 9 de junio de 2006)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/2181.

 

Introducción

Uno de las leyes sociológicas más importantes es la “ley de hierro de la oligarquía”: todo campo de esfuerzo humano, todo tipo de organización, siempre estará liderada por una élite relativamente pequeña. Esta condición prevalecerá en todo lugar, ya sea en una empresa, un sindicato, un gobierno, una organización de caridad o un club de ajedrez. En toda área, las personas más interesadas y capaces, los más adaptables o apropiados  para la actividad constituirán la élite dirigente. Una y otra vez, los intentos utópicos de formar instituciones o sociedades exentas de la ley de hierro han caído presas de dicha ley: ya sean comunidades utópicas, el kibbutz en Israel, la “democracia participativa” durante la era de la Nueva Izquierda de finales de la década de 960 o en enorme “experimento de laboratorio” (como solía llamársele) que constituyó la Unión Soviética. Lo que deberíamos tratar de lograr no es el objetivo absurdo y antinatural de erradicar a dichas élites, sino, en términos de Pareto, que las élites “circulen”. ¿Circulan estas élites o se atrincheran?

     I.    Mercado frente a gobierno

La economía de libre mercado ofrece un ejemplo incomparable de una continua y sana circulación de las élites. En esta economía dinámica, el fracaso en seguir a la competencia, el fracaso en satisfacer las demandas de los consumidores del mejor modo posible, derribaría rápidamente a las élites y establecería a nuevas que hagan mejor su trabajo. Ludwig von Mises escribía frecuentemente acerca de lo inapropiado de los izquierdistas refiriéndose fulano y mengano como el “rey del acero” o el “rey del automóvil”, pues los consumidores a menudo destronan a estos supuestos monarcas. El destronamiento de monarcas financieros en Wall Street es un fenómeno frecuente. Hay numerosos ejemplos chocantes de grandes empresas no apreciando la importancia de un nuevo producto o desarrollo y de perder ante nuevos advenedizos. Me referiré sólo dos casos ilustres experimentados a lo largo de mi vida: el grito de los izquierdistas de “disolver A&P” en la década de 1930 por su supuesto “monopolio” del negocio de comestibles al por menor y el fracaso del por mucho tiempo “monopolista” de la fotografía Eastman-Kodak en entender el enorme significado, después de la Segunda Guerra Mundial, tanto de la fotografía instantánea como de la xerografía, dejando así el campo libre a competidores nuevos y más avispados.

Por su naturaleza, el gobierno no está sujeto a la prueba de pérdidas y ganancias, a la dominación por lo consumidores del libre mercado. Incluso las organizaciones voluntarias sin ánimo de lucro, aunque no busquen el máximo beneficio, al menos tienen que ser los suficientemente eficientes como para evitar pérdidas severas o la quiebra. Además, esas organizaciones voluntarias deben satisfacer al menos la valores y demandas de sus donantes, si no de los usuarios del bien o servicio como el mercado en busca de beneficios. Pero el gobierno es único entre las organizaciones al obtener sus ingresos a través de la coacción a los contribuyentes. Por tanto, al gobierno no le preocupan las pérdidas o la quiebra; no tiene que servir a nadie salvo a sí mismo. El único límite al gobierno es el enormemente amplio de la gente levantándose para rechazar obedecer sus órdenes (incluyendo los impuestos); sin embargo, aparte de esa revolución hay poco que limite al gobierno o controle el atrincheramiento o florecimiento de su élite.[1]

En resumen, el gobierno está particularmente sometido a los males conocidos de una “burocracia” arrogante, tradicionalista, ineficiente, gobernada por el papeleo y siempre creciente. Los socialistas, incluso durante el aparente apogeo de la Unión Soviética, se preocuparon a menudo por el problema de la burocracia y han tratado en vano de separar al gobierno de su aspecto burocrático. Pero Mises apuntó agudamente en su clásico Burocracia que todas esas esperanzas eran en vano. La burocracia, con todos sus males evidentes, va de la mano del gobierno. Una empresa con ánimo de lucro ahorra e invierte su dinero, intentando obtener beneficios y evitar pérdidas; su uso de los fondos es flexible, dependiente de sus decisiones en búsqueda del beneficio. Pero las agencias burocráticas tienen sus fondos asignados por el presupuesto público. Y es vital un cumplimiento estricto, preciso y minucioso de las reglas, de forma que cada burócrata y subburócrata pueda demostrar que ha usado los fondos de la forma indicada por el legislador o Jefe Ejecutivo y no se los ha puesto en su bolsillo o gastado de otra manera no autorizada.[2]

Mises apunta una diferencia crucial entre la gestión burocrática y con ánimo de lucro. Los gastos y productos de los negocios se determinan por las valoraciones de los consumidores, cuyos juicios “se consolidan en un fenómeno impersonal, el precio de mercado”. Además, los juicios del consumidor gravan los bienes y servicios, no a los propios productores. “El nexo vendedor-comprador, así como la relación empresario-empleado en las negocios con ánimo de lucro”, declara Mises, “es un acuerdo del que ambas partes obtienen ventaja”. Pero en el gobierno, en la organización burocrática, por el contrario, lo que la nación “obtiene del gasto, el servicio ofrecido, no puede valorarse en términos monetarios, por muy importante y valioso que este ‘producto’ pueda ser”. En su lugar, apunta Mises, “su valoración depende de la discreción del gobierno”, es decir, de decisiones arbitrarias y personales. Mises añade que “el nexo entre superiores y subordinados es personal. El subordinado depende del juicio del superior de su personalidad, no de su trabajo”. En resumen, en la burocracia del gobierno, no se verifica la realidad.[3]

Tal y como analiza Mises la diferencia para una sucursal: En una oficina pública,

No es por puntillosidad por lo que las regulaciones administrativas fijan cuánto puede gastarse en cada oficina local para limpieza de las instalaciones, reparaciones de mobiliario y luz y calefacción. Dentro de un negocio la preocupación por esas cosas puede dejarse sin problemas a la discreción de gestor local responsable. No gastará más dinero del que sea necesario porque es como si fuera su dinero; si desperdicia el dinero afectado, pone en riesgo el beneficio de la sucursal y por tanto indirectamente daña sus propios intereses. Pero para el jefe local de una agencia pública es otra cosa. Al gastar más dinero puede, al menos muy a menudo, mejorar el resultado de su modo de actuar. El ahorro debe imponérsele por reglamento.[4]

En las empresas en el mercado, los deseos y objetivos de los gestores están unidos a los objetivos de obtención de beneficio de los propietarios. Como dice Mises, el gestor de una sucursal debe estar seguro de que ésta contribuye al beneficio de la empresa. Pero, despojado del régimen de pérdidas y ganancias, los deseos y objetivos de los gestores, sólo limitados por las prescripciones y el presupuesto del legislativo central o el consejo de planificación, toman necesariamente el control. Y ese objetivo, guiado sólo por la vaga rúbrica del “interés público”, se acumula para aumentar los ingresos y el prestigio del gestor. En una burocracia sujeta a reglas ese ingreso y estatus  depende inevitablemente de cuántos subburócratas reporten a ese gestor. Por tanto, cada agencia y departamento público se enzarza en fieras guerras, cada uno intentando aumentar sus funciones y el número de sus empleados y en quitar funciones a otras agencias. Así que mientras las tendencia natural de las empresas o instituciones en el mercado libre es ser tan eficientes como sea posible en servir a las demandas de los consumidores, la tendencia natural de la burocracia gubernamental es crecer y crecer y crecer, a costa de los esquilmados e ignorantes contribuyentes.

Si la palabra clave en la economía de mercado es el beneficio, la palabra clave en la burocracia es el crecimiento. ¿Cómo se alcanzan estos objetivos respectivos? La manera de obtener un beneficio en la economía de mercado es derrotar a los competidores en el proceso dinámico y siempre cambiante de satisfacer las demandas de los consumidores de la mejor manera posible: crear un supermercado en lugar del viejo ultramarinos o crear una Polaroid o un proceso Xerox. En otras palabras, producir bienes y servicios concretos por los que los consumidores estén dispuestos a pagar. Pero para conseguir crecer, el gestor burocrático debe convencer al legislativo o consejo de planificación de que su servicio ayudará, de alguna forma vaga, al “interés público” o al “bienestar general”. Como el contribuyente está obligado a pagar, no sólo no hay incentivo ni razón para que el burócrata sea eficiente; no hay forma de que un burócrata, ni siquiera el mejor dispuesto del mundo, pueda descubrir qué quieren los consumidores y cómo atender a sus demandas. Los usuarios pagan poco o nada por el servicio, y aunque lo hagan, no se permite a los inversores tener ganancias o pérdidas por invertir en producir ese servicio.  Por tanto, los consumidores simplemente tendrán que dejar a los burócratas otorgarles sus servicios, lo quieran o no los consumidores. Por ejemplo, al construir y operar un embalse, el gobierno está condenado a ser ineficiente, a subsidiar a unos ciudadanos a costa de otros, a asignar incorrectamente recursos y generalmente a estar completamente desnortado al proporcionar el servicio. Además, para algunos ciudadanos, el embalse puede no serles de ninguna utilidad; en la jerga de los economistas, para alguna gente, el embalse puede ser un “mal” y no un “bien”. Así, para los ecologistas que se oponen filosóficamente a los embalses o para granjeros y propietarios cuyas propiedades puedan ser confiscadas y anegadas por la autoridad del embalse, ese “servicio” es claramente negativo. ¿Qué va a pasar con sus derechos y propiedades? Así que la acción del gobierno no sólo está condenada a ser ineficiente, y coactiva contra los contribuyentes; también está condenada a ser redistributiva para algunos grupos a costa de otros.

Por supuesto, el principal grupo al que favorecen los burócratas es a sí mismos. Todos sus ingresos se obtienen a costa de los contribuyentes. Como apuntaba John C. Calhoun en su brillante Disquisición sobre el gobierno, los burócratas no pagan impuestos; sus supuestos pagos son una mera ficción contable. La existencia de la burocracia pública, apuntaba Calhoun, crea en la sociedad dos gran clases en conflicto: los contribuyentes netos y los consumidores netos de impuestos. Luego cuanto mayor sea el ámbito de los impuestos y el gobierno, más inevitable será el conflicto creado en la sociedad. Pues, como dice Calhoun:

El resultado necesario, por tanto, de la acción fiscal desigual del gobierno es dividir a la comunidad en dos grandes clases: una consistente en aquéllos que, en realidad, pagan los impuestos y, por supuesto, soportan exclusivamente la carga de sostener al gobierno; y la otra, de quienes son los receptores de sus ingresos mediante desembolsos y que son, de hecho, sostenidos por el gobierno o, en menos palabras, dividirla entre contribuyentes y consumidores de impuestos.

Pero el efecto de esto es ponerles en relaciones antagónicas en relación con la acción fiscal del gobierno y el curso completo de la política relacionada. Pues cuanto mayores sean los impuestos y desembolsos, mayor será la ganancia de unos y la pérdida de otros y viceversa; y consecuentemente, cuanto más se calcule la política del gobierno para aumentar impuestos y desembolsos, más se verá apoyado por unos y atacado por otros.

Por tanto, el efecto de cada aumento es enriquecer y fortalecer a unos [los consumidores netos de impuestos] y empobrecer y debilitar a los otros [los contribuyentes netos].[5]

Entonces, ¿cómo pueden los burócratas alcanzar su objetivo principal de aumentar su número de empelados y por tanto sus ingresos? Sólo convenciendo al legislativo o el consejo planificador o a la opinión pública en general, de que su agencia pública en concreto merece un aumento en su presupuesto. ¿Pero cómo puede hacerlo sin poder vender servicios en el mercado y si además sus actividades son redistributivas y dañan en lugar de beneficiar a muchos de los consumidores? Lo que debe hacer “crear consentimiento”, esto es, debe persuadir falsamente a la opinión pública o el legislativo de que sus actividades son un brillante beneficio en lugar de una ruina para los consumidores y contribuyentes. Para crear consentimiento, debe emplear o contratar a intelectuales, la clase modeladora de opinión en la sociedad, para convencer a la opinión pública o al legislativo de su función como fuente de beneficio universal. Y cuando esos intelectuales, o propagandistas, son contratados por la propia agencia, esto añade el insulto al daño infligido a los contribuyentes: pues os contribuyentes están obligados a pagar por su propia deformación deliberada.

Resulta intrigante que los liberales de izquierdas fustiguen invariablemente la publicidad en el mercado por ser estridente, por ser engañosa y por “crear” artificialmente demanda de consumo. Y aún así, la publicidad es el método indispensable por el que se da información vital al consumidor: acerca de la naturaleza y calidad del producto y acerca de su precio y dónde puede comprarse. Es extraño que los liberales nunca lleven sus críticas al área donde son de fuerte aplicación: la propaganda, las relaciones públicas, las paparruchas del gobierno. La diferencia es que toda la publicidad del mercado se pone pronto a prueba directamente: ¿funciona esta radio o TV? Pero con el gobierno, no existe esa prueba directa del consumo: no hay forma del que el ciudadano o votante puede saber rápidamente cómo funcionó una política concreta. Además, en las elecciones no se presenta al votante un programa concreto a considerar: debe elegir entre un paquete de un legislador o jefe de ejecutivo durante X años y está parado en ese periodo de tiempo. Y como no hay una prueba política directa, llegamos al fracaso comúnmente deplorado del proceso democrático moderno de no discutir asuntos o políticas, sino en su lugar concentrarse en la demagogia televisiva.[6]

   II.    La estructura y objetivos de la burocracia

La burocracia es necesariamente jerárquica, primero a causa de la Ley de hierro de la oligarquía y en segundo lugar porque la burocracia crece añadiendo más capas subordinadas. Como al faltar un mercado no hay una prueba genuina del “mérito” en el servicio del gobierno a los consumidores, en una burocracia limitada por reglas, la jerarquía se utiliza frecuentemente como representativa del mérito. Aumentando la jerarquía lleva por tanto a la promoción a los niveles más altos, mientras que los presupuestos expandidos toman la forma de multiplicación de niveles de rangos bajo ti y expanden tu ingreso y poder. El crecimiento burocrático se produce, por tanto, multiplicando los niveles de la burocracia.

La teoría de la burocracia jerárquica del gobierno es que la información se recoge en los niveles más bajos de la organización y que en cada nivel sucesivo el gestor selecciona la información más importante de sus subordinados, separa el grano de la paja y pasa la información seleccionada más arriba, así que al final, por ejemplo, el Presidente, ocupándose de las operaciones de inteligencia, recibe un informe de dos páginas que resumen la información más importante recogida y seleccionada por cientos de miles de agentes de inteligencia. Así que el Presidente sabe más que nadie, digamos, sobre asuntos exteriores. Un problema de este modelo de color rosa, como apunta el Profesor Gordon Tullock en su ejemplar libro The Politics of Bureaucracy,[7] es que el modelo no pregunta si cada funcionario tiene o no el incentivo para pasar el mejor destilado de la verdad a sus superiores. El problema es que el favor burocrático, especialmente en los niveles más altos, depende de agradar a los superiores y agradarles depende en buena medida de decir al Presidente y a los altos burócratas lo que quieren oír. Una de las grandes verdades de la historia humana es que uno tiende a disparar, o al menos a reaccionar de mala manera ante el portador de malas noticias. “Señor, su política está funcionando mal en Croacia” no es el tipo de mensaje que, digamos, el Presidente quiere escuchar de su enviado y, aunque el resultado en Croacia siga en duda, el Presidente y sus asistentes quieren continuar creyendo que su política va bien. Por tanto, al disidente se le considera un creador de problemas, si no un subversivo y su carrera en la jerarquía queda apartada, a menudo permanentemente. Entretanto, los enviados o la gente del servicio exterior que aseguran al Presidente “las cosas van muy bien en Croacia” son alabados como perspicaces y sus carreras avanzan. Y luego, si años después el disidente resulta tener razón y la política en Croacia resulta un caos, ¿va el presidente o cualquier otro dirigente a expresar su gratitud al antiguo disidente? Difícilmente. En su lugar aún recordará al disidente como problemático y no echará la culpa a sus auxiliares que, junto con él mismo, han resultado equivocados. Porque después de todo ¿no cometió el mismo error la gran mayoría de los expertos? ¿Cuán común es el examen de conciencia y arrepentimiento sinceros por errores pasados entre presidentes u otros gobernantes?

Así que aquellos burócratas que sean analistas perspicaces de la naturaleza humana y entiendan la forma en que funcionan los gobernantes, si ven que la política deseada por su Presidente es un grave error, tenderán a mantener la boca cerrada y dejar que algún otro iluso sea el mensajero de las malas noticias y abatido.

Toda actividad e institución humana tenderá a recompensar a quienes sean más capaces de adaptarse a la mejor vía de éxito en esa actividad. Los emprendedores del mercado con éxito serán quienes puedan anticipar mejor y satisfacer mejor las demandas del consumidor. Por el contrario, el éxito en la burocracia será para quienes sean más aptos en (a) emplear propaganda para persuadir a sus superiores, los legisladores o la opinión pública acerca de sus grandes méritos y por tanto (b) en entender que la forma de subir es decir al Presidente y a los principales burócratas lo que quieran oír. Por tanto, cuanto mayores sean los rangos en la burocracia, más siseñores y servidores temporales tenderá a haber. El presidente a menudo sabrá menos de lo que pasa que los que estén en niveles inferiores.

De ahí, por ejemplo, el fenómeno del Presidente Nixon, pensando que sabía más que nadie acerca de la Guerra de Vietnam y realmente sabiendo menos que el lector avispado del New York Times. Porque las advertencias de la CIA y otra inteligencia de lo que estaba pasando, desarrollado por muchos de los funcionario inferiores, era eliminado por los superiores, por ser contrario a la línea escogida por el Presidente, es decir, que todo iba bien.[8]

La explicación habitual de por qué crece el gobierno es que, a medida que pasa el tiempo, hay más trabajo que tiene que hacer el gobierno y que por tanto aumenta la “demanda de gobierno” de la opinión pública. Mucho más adecuada es la visión de que es un caso de Ley de Say invertida, en el que la propia oferta (o más bien los suministradores de los “servicios” del gobierno, la burocracia) constituye la “demanda” de sus propios servicios y que estos urden el consentimiento de sus superiores o del legislativo para proveer los recursos en forma de aumento en los impuestos. Contrasta con la divertida sátira, pero también totalmente perspicaz de la “Ley de Parkinson” de la burocracia. Así, el Profesor Parkinson afirmaba que, en una burocracia pública, “tiene que haber poca o ninguna relación en entre el trabajo a realizar y el tamaño del personal al que puede ser asignado”.[9] El continuo aumento en el total de empleados públicos “sería prácticamente el mismo si el volumen de trabajo aumenta, disminuye o incluso desaparece”.[10] Parkinson identifica dos fuerzas subyacentes “axiomáticas” responsables de este crecimiento: (1) “Un funcionario quiere multiplicar los subordinados, no los rivales” y (2) “Los funcionarios trabajan unos para otros”.

Parkinson empieza su “modelo” con un funcionario que siente que trabaja demasiado. El funcionario podría despedirse, pero eso es impensable; además, perdería su pensión. Pedirle que divida su trabajo en dos con un nuevo colega a su propio nivel es igualmente impensable, pues su estatus se rebajaría y traería a un rival peligroso para el trabajo de su jefe cuando este último se jubile: podría pedir un ayudante, pero sería peligroso, porque el nuevo hombre podría alcanzar un estatus igual al suyo. No, su vía preferida sería pedir dos ayudantes, que podrían así competir entre sí por su favor; muy pronto cada uno de esos ayudantes se quejará por exceso de trabajo y cada uno de ellos obtendrá dos ayudantes: El burócrata original ahora tiene la satisfacción de tener a seis hombres por debajo y está listo para una promoción y un aumento sustancial en la paga.

¿Qué pasa con el trabajo a hacer? ¿No se dividirá la cantidad de trabajo en siete partes y no estará cada hombre absurda y manifiestamente ocioso y falto de trabajo? No (y aquí está una de las brillantes ideas de Parkinson en la teoría de la burocracia) porque un aspecto de la Ley de Parkinson es que “es trabajo se expande hasta rellenar el tiempo disponible para ser completado”. O como también lo expresa Parkinson: “Lo que ha de hacerse crece en importancia y complejidad en razón directa con el tiempo a emplear”.[11] Aquí entra el segundo aspecto de la Ley del crecimiento de Parkinson: que “los funcionarios trabajan unos para otros”. Pues, dice Parkinson, “estos siete hacen tanto trabajo para los demás que todos están ocupados” y el hombre original “está realmente trabajando más duro que nunca”. Los documentos tienen que ser enviados a cada hombre en su momento, cada uno tiene que comentar sobre el documento y enviar los comentarios a todos los demás, todos tienen que comentar el documento y las diversas enmiendas propuestas y el hombre original está ahora también atrapado en problemas de interrelaciones personales entre él y su personal y cada miembro de su personal con los demás. Finalmente, tras un largo proceso de interacción, escribe Parkinson,  el funcionario original produce la misma respuesta al documento que habría escrito si ninguno de sus subordinados “hubiera nacido”. “Mucha más gente”, escribe Parkinson, “ha necesitado mucho más tiempo para producir el mismo resultado. Nadie ha estado ocioso. Todos lo han hecho lo mejor posible”.[12]

Parkinson luego explica su ley con deliciosos ejemplos de la Marina Real Británica. De 1914 a 1928, el número de naves en la Marina cayó un 68%, el número de oficiales y hombres cayó en un 32%. Y aún así, el número de funcionarios en muelles y administrativos en la Marina aumentaron un 40% mientras que, aún más sorprendentemente, el número de funcionarios en el Almirantazgo aumentó en más del 78%. La tasa anual de crecimiento en el número de funcionarios del Almirantazgo, con pequeñas variaciones, fue del 5,6%. Parkinson toma otro ejemplo de la Oficina Colonial Británica, de 1935 a 1954. En ese periodo, el área y población de los territorios coloniales se mantuvo casi igual de 1935 a 1939, cayó durante la guerra hasta 1943, creció de nuevo hasta 1947 y luego decreció constantemente mientras Gran Bretaña perdía su Imperio. Y aún así, en cada una de estas dos décadas, la burocracia de la Oficina Colonial aumento constantemente en número en alrededor de un 5,9% al año, independientemente de lo que estaba ocurriendo en el ámbito del supuesto trabajo a hacer. Considerando entonces la tasa de aumento cada año en el Almirantazgo y sacando la media de las tasas de aumento del Almirantazgo y los funcionarios coloniales, lo que, después de todo no es más descabellado que muchos otros procedimientos estadísticos, Parkinson concluye triunfalmente que el número de funcionarios aumentará de media un 5,7% al año “independientemente de cualquier variación en el trabajo a hacer (si lo hay)”.[13]

Un análisis similar se hizo anteriormente, en 1950, en un gravemente olvidado libro del abogado de Connecticut y granjero Thomas H. Barber, basado en años de investigación del gobierno y en sus observaciones de la burocracia de Washington durante la Segunda Guerra Mundial. Barber escribe que “hay dos requisitos para una promoción burocrática, el primero es la capacidad de obtener y mantener votos, el segundo, el número de subordinados que sea capaz de mantener ocupados”. Barber continúa:

(…) en el gobierno federal, la paga de un funcionario ejecutivo es proporcional en la ley del Funcionariado al número de subordinados. Estos lleva a la rivalidad en Washington al tratar de aumentar su “imperio” cada funcionario jefe.  Generalmente, para mantener a sus subordinados ocupados, el jefe asume un aire de gran importancia y simula estar muy atareado y bajo presión. Es muy puntual en la oficina e insiste en que todos los demás lo sean. Luego empieza deliberadamente a multiplicar el papeleo, pidiendo informes  de cualquier cosa relacionada con su empleo. Emite órdenes y memorandos enormemente complicados para organizar su oficina, pidiendo que todos los escritos se circulen de forma que casi todo tenga que ser leído por todos en la oficina y discutido en una serie de comités entrelazados antes de aprobarse. Obliga a que no se tire ningún papel, sino que todos han de referenciarse y archivarse. De cualquiera que sea entrevistado, se hace un informe taquigráfico de la entrevista y se mecanografía (a menudo las tiene memografiadas) y circulada para ser leída y rubricada. Con estos métodos es bastante fácil hacer que un montón de trabajo que podrían hacer fácil y eficientemente tres hombres y dos taquígrafas se hinche de forma que pueda mantener de cincuenta a doscientas personas extremadamente ocupadas y aún así retrasados en su ejecución. Así que el trabajo incompleto les da aparentemente una buena excusa para más administrativos, que aumentan su prestigio y su paga.[14]

Luego Barber continúa con un delicioso ejemplo de burocracia en acción que había observado durante la Segunda Guerra Mundial. Apunta que entonces existía un departamento cuyo trabajo “suponiendo que mereciera la pena, lo que es dudoso” podría hacerse competentemente por unas veinte personas. Era gestionado, según dice, “por un hombre con un alma burocrática”. Este hombre pedía opiniones escritas de todos sobre todo tipo de asuntos y hacía que todos las leyeran y firmaran:

Siempre estaba intensamente ocupado, incluso por la noche y mantenía en constante aumento su departamento hasta que llegó a doscientos hombres y mujeres. Esto le hizo muy importante. Los doscientos estaban tan ocupados cumpliendo sus órdenes que estaban en constante esfuerzo y confusión, no tenían tiempo para pensar y el trabajo esencial en apoyo del esfuerzo de guerra (suponiendo que fuera esencial) sufría terriblemente. Fue recompensado y trasladado a un trabajo más importante.

Su sucesor, relataba Barber, era un apersona de un tipo distinto: un viejo caballero que poca ambición y poca preocupación por el contribuyente, pero cuyo objetivo era hacer el trabajo esencial y mantenerse contentos, él y todos los demás, en el lugar de trabajo, Frente a las doce horas diarias en el trabajo de su predecesor, este hombre estaba sólo media hora en el trabajo cada mañana. El resto del día vagaba por la oficina, hablando y bromeando con los empleados y jugaba al golf por la tarde. Al final de la primera semana, dice Barber, “despidió a unas cincuenta de las doscientas personas, aparentemente al azar”. En consecuencia, “el trabajo disminuyó considerablemente para los que quedaron”. Naturalmente esta acción generó muchas discusiones y “todos decidieron que había despedido a los cincuenta que estaba seguro de que no le gustaban”. “No es una forma científica de eliminar el exceso de ayuda”, añade Barber, “pero sí que disminuyó el trabajo”.

A la semana siguiente, el nuevo jefe despidió a otras cincuenta personas, esta vez despidiendo aparentemente a quien “pensaba que no le gustaba”. En consecuencia, “el trabajo de los restantes le aligeró enormemente, aunque parte del trabajo esencial de los despedidos se distribuyó silenciosamente entre ellos”. Pocos días después se despidió a otras cincuenta personas, siendo que gente “que no estaba seguro de que le gustaran”. Barber apunta: “Con tres cartas partes del personal eliminados no quedaba prácticamente nada más que el ‘trabajo esencial’, que era lo que había que hacer”. Este trabajo se hacía eficazmente en aproximadamente la mitad del día por las cincuenta personas que quedaban, “mucho más eficientemente de lo que lo habían hecho los doscientos originales. Los cincuenta hacían su trabajo y dedicaban el tiempo restante (cerca de la mitad del tiempo) a sus propios asuntos”.

Barber concluye que el anciano caballero, están do ahora sólo rodeado de gente que sabía que le gustaba, sintió que había hecho suficiente”. Estaba en la oficina alrededor de una hora al día y luego se evaporaba. “El ‘trabajo’ se hacía mucho mejor que antes, la gente tenía tiempo para pensar y estaban en medio de otros”. Barber añade que probablemente el trabajo podría haberlo hecho la mitad de los restantes, pero entonces esa mitad “habría tenido que trabajar casi tan duramente como los doscientos originales y no habría beneficio para ninguno, salvo para los contribuyentes”.[15]

Además de este agudo tratamiento de la burocracia, Thomas Barber fue quizá la primera persona en llegar a la esencia de lo que hoy en día se llama en la profesión económica el análisis de la “elección pública”. Barber apunta la “constante tendencia de todos los gobiernos a crecer tanto en tamaño como en autoridad”. ¿Por qué? Barber responde:

porque la ventaja de un gobierno grande y poderoso, desde el punto de vista de los burócratas, es personal, clara y siempre presente a sus ojos y porque su coste, no sólo en dinero sino en libertad, que se pierde dando autoridad a los funcionarios es vago y nebuloso en la mente de los ciudadanos cuya atención no está centrada en absoluto en el gobierno (…). Por tanto, como los burócratas saben exactamente qué quieren y están trabajando para su propio interés inmediato y como los demás ciudadanos no se dan cuenta de a qué están renunciando y, de hecho, no prestan la más mínima atención al asunto, es evidente qué grupo prevalecerá.[16]

¿Qué teórico de la elección pública lo ha dicho mejor?

  III.    La limitación del plazo en el cargo en los estados americanos originales

El gran sociólogo italiano Vilfredo Pareto destacaba la importancia para la sociedad de la “circulación de las élites”, de que las élites no se afianzaran y solidificaran.[17] En el mercado, las élites circulan rápida y suavemente, de acuerdo con el servicio más eficaz para atender a los deseos de los consumidores. ¿Pero qué pasa con el gobierno? En la esfera del gobierno, no hay proceso interno para la circulación de las élites y así la tendencia natural de la prosperidad, el afianzamiento y la rigidez de la burocracia tiende a prevalecer.

Los Padres Fundadores de las repúblicas americanas (y es importante destacar de se fundaron trece políticas republicanas en los distintos estados antes del posible error del salto a la Constitución Americana) eran muy conscientes del problema de la burocracia y del poder gubernamental. Guiados por una mezcla de pensamiento libertario y republicano clásico, intentaron, por primera vez en la historia humana, construir deliberadamente un nuevo orden político en el que el poder del gobierno estaría descentralizado y estrictamente confinado a la tarea de de mantener la paz o asegurar la tranquilidad interna. El programa de al menos la rama libertaria-republicana dominante de los Padres Fundadores consistía en un gobierno ultramínimo: respetar los derechos de propiedad privada, libre mercado y libre comercio; libertad de expresión, prensa y religión; separación del gobierno del dinero, la banca y la economía; no permitir ni deuda pública ni obras públicas; no tener ejército permanente sino confiar en la milicia popular en caso de invasión; mantener los ingresos y gastos del gobierno tan bajos como para ser casi invisibles y en general aherrojar el poder gubernamental con cadenas de hierro y supervisar al gobierno como un halcón y vigilantes y bajo profunda sospecha, no sea que recupere sus tendencias naturales y extienda el poder más allá de sus límites más estrictos.

En ningún sitio se expresa esto más claramente que en las Cato’s Letters, de Trenchard y Gordon, artículos en la prensa inglesa de la década de 1720, que fueron reimpresos, encuadernados y resultaron ser altamente influyentes en América a lo largo del siglo XVIII. Las Cato’s Letters, que fueron expresiones poderosas del pensamiento libertario, lo decían así:

Sólo los controles a los magistrados [funcionarios públicos] hacen libres a las naciones y sólo la ausencia de esos controles les hacen esclavas. Son libres allí donde sus magistrados están confinados a ciertos límites impuestos por el pueblo (…) Y son esclavas donde los magistrados escogen sus propias reglas (…) y por tanto la mayoría de las naciones están sin terminar y sólo aquellas naciones que embridan a sus gobernadores no llevan cadenas.[18]

¿Cómo se propusieron los republicanos libertarios cumplir este programa y someter al gobierno? Había dos partes en este programa. La primera era confinar el gobierno, por primera vez en la historia, mediante constituciones escritas explícitas, consistentes en otorgamientos de poder severamente limitados al gobierno por parte del pueblo soberano, siendo interpretados estricta, estrecha y rigurosamente. También dichas constituciones tendría declaraciones de derechos explícitas, advirtiendo al gobierno que no podría transgredir los derechos de personas y propiedades.

La segunda parte igualmente esencial del programa republicano-libertario de confinamiento del gobierno fue asegurarse de que no se desarrollarían oligarquías y burocracias consolidadas. Primero, los distintos poderes del estado estarían separados y cada rama actuaría como un control de las otras. Pero más importante era una segundo dispositivo, que ha caído más gravemente con la idea de una constitución estricta, declaraciones de derechos de personas y propiedades y división de poderes. Ese dispositivo era la rotación obligatoria en los cargos, la idea de que para evitar que se fortalezca una burocracia y una élite en el poder, los plazos en el cargo sean limitados estricta y severamente.

Esencialmente, los Padres Fundadores creían que al gobierno le faltaba la rápida y constante circulación de las élites ofrecida por el libre mercado.

Creían que la postura análoga más parecida dentro del gobierno era dar a la opinión pública la máxima oportunidad de votar la eliminación de los afectados y, en la gran frase de la política del siglo XIX, “¡echar a los granujas!” por tanto, el programa de los que podríamos calificar como “liberales clásicos” de finales del siglo XVIII, tanto en Inglaterra como en la nueva república de Estados Unidos, era de elecciones frecuentes (normalmente anuales) y limitaciones estrictas en los plazos en el cargo.

Es notable que el actual y muy popular movimiento por la limitación de mandatos para los parlamentarios haya sido denunciado por poner limitaciones en el ámbito de la elección democrática. Pero por supuesto ésa era precisamente la idea de estos republicanos libertarios, que eran igual de conscientes de la tiranía de las mayorías como de la tiranía de las élites, como se apreciaba en el caso de las declaraciones de derechos y otras limitaciones constitucionales impuestas al gobierno.[19]

Sin embargo, a pesar del parlamento unicameral, la subordinación del ejecutivo y la subordinación parcial de los jueces, difícilmente podría considerarse a la Constitución de Pennsylavnia como un programa de despotismo democrático. En primer lugar. Todos los funcionarios locales iban a ser elegidos por sus comunidades y no nombrados por el estado. En segundo lugar, se establecía una completa declaración de derechos en la constitución del estado para limitar el poder del gobierno sobre el pueblo. En tercer lugar, en una provisión fascinante única de Pennsylvania, se suponía que se reuniría cada siete años un consejo de censores para revisar las acciones del gobierno del estado en los años anteriores y ver si éste había excedido, y dónde, sus poderes constitucionales, a partir del cual podía decidirse una nueva convención constitucional para corregir estos excesos. Y en cuarto lugar, y aplicando una severa limitación en el cargo, los asambleístas, elegidos anualmente, no podían ostentar el cargo más de cuatro de cada siete años.[20]

Es a la vez curioso y desafortunado que el movimiento por la limitación de mandatos se haya limitado hasta ahora a los legislativos estatales y federales y no haya continuado para incluir a las ramas ejecutiva y judicial del gobierno. Antes de la Revolución, el judicial nunca había sido en absoluto independiente en América. Las propias asambleas coloniales ejercitaban funciones judiciales y en el siglo XVII las asambleas en Maryland, Virginia y Nueva Inglaterra funcionaban como el brazo judicial supremo en sus respectivas colonias. En el siglo XVIII, los jueces eran nombrados por la Corona y los gobernadores reales y por tanto se convertían en un instrumento del poder ejecutivo británico. Como parte de su lucha por la autonomía, las asambleas coloniales empezaron a apuntar la idea de mandatos de por vida, o “mientras observen buena conducta” para las mayores instancias judiciales provinciales, como medio para obtener algún grado de independencia del judicial respecto del control del ejecutivo británico. Así que la tentación fue simplemente continuar con esta práctica después de la independencia de Gran Bretaña, incluso aunque no había ningún ejecutivo británico contra el que luchar. Incluso aunque la Constitución de EEUU establecía mandatos de por vida, o mientras observen buena conducta, para el judicial federal, los jueces de los estados han sido generalmente elegidos popularmente por un plazo de varios años.

Sin embargo para quienes quieran controlar el crecimiento del poder nacional centralizado en Washington ya es tarde para reexaminar la idea de plazos fijos para el judicial federal. Un plazo fijo para los jueces del Tribunal Supremo reduciría el poder despótico que se acumula rápidamente en manos de los nueve oligarcas absolutos y sin control que constituyen el Tribunal Supremo de los Estados Unidos.

No sólo ese plazo sometería a plazos en el cargo a los tribunales federales superiores a algún tipo de control por parte de la opinión pública. Sino que, claramente, se reduciría en buena parte la histeria y los conflictos que ahora rodean a todo nombramiento al Tribunal Supremo por el conocimiento de que la opinión pública no estaría soportando a ese oligarca durante digamos cuatro décadas; un plazo fijo, digamos de seis u ocho años, mitigaría el problema y rebajaría mucho las discusiones en cada nombramiento.

 IV.    Funcionariado frente a rotación en el cargo

Pero la esfera del gobierno que está con mucho más consolidada, con mucho más protegida y es con mucho la más cara, es la que examinaremos largamente en este documento: la burocracia del poder ejecutivo. Si la furia contra el legislativo se h traducido en el movimiento por la limitación de mandatos, no ha habido esa canalización de la furia en un movimiento para restablecer la limitación de plazo equivalente para el poder ejecutivo: la rotación en el cargo. Esa rotación en el poder ejecutivo del estado se asegura aplicando tan completamente como sea posible la idea de “echar a los granujas” en cada cambio de administración por elección. El sistema de cambio radical en toda una administración tras su derrota en unas elecciones ha desaparecido y se ha estrechado y marginalizado cada vez más después de la “reforma” del funcionariado a finales del siglo XIX, una “reforma” que se ha venido intensificando y expandiendo desde entonces. Ningún sistema ha sido tan ridiculizado por los bienpensantes y los benefactores del Establishment como el sistema de rotación en el cargo, llamado peyorativamente “el sistema de cesantías”. La oposición a la reforma del funcionariado ha sido invariablemente denunciada como simplemente la voz de la corrupción y de las malvadas “maquinarias” políticas. Y aún así, y a pesar del hecho de que los hombres del buen gobierno del laissez faire de finales del siglo XIX eran fanáticamente devotos de él, ninguna medida de gobierno ha sido más destructora de la libertad y del gobierno mínimo que la reforma del funcionariado. Pues ninguna medida ha fortalecido tan profundamente a la burocracia.

Hay dos aspectos entrelazados en este fortalecimiento y en la expansión del gobierno como consecuencia del sistema de funcionariado. En primer lugar, el funcionario no puede ser despedido y reemplazado por otro. Disfruta de su puesto de por vida, salvo recortes drásticos de presupuesto y eliminación de puestos de trabajo. Eso fortalece la burocracia y abre el camino para el tipo de sistema disfuncional explicado por Parkinson, Tullock y Barber. Pero hay otra razón olvidada por la que el funcionariado y su continua expansión llevan inexorablemente al crecimiento y al fortalecimiento de la burocracia. Digamos que en cierto año los recién llegados republicanos (o demócratas) nombran a 10.000 personas para cargos políticos. (Pueden obtener estos puestos o bien echando a demócratas o añadiendo nuevos puestos). Antes de la reforma, los demócratas, antes de ser elegidos a su vez podían echar alegremente a los 10.000 granujas republicanos y reemplazarlos por los merecedores demócratas.

Pero imaginemos que durante este supuesto periodo republicano, éstos, sucumbiendo a un ajuste del espíritu público y a una devoción a la reforma del funcionariado, expanden ahora la dicha protección del funcionariado a esos 10.000 cargos. De ahí el feliz resultado, que quizá no percibieron los republicanos en su celo reformista: 10.000 republicanos se han visto ahora fijados permanentemente en sus cargos, por cortesía de la “reforma” del funcionariado. Cuatro años más tarde, cuando los demócratas vuelvan al poder, encontrarán que no pueden simplemente recuperar sus buenos viejos modos, echar a los 10.000 granujas y reemplazarlos por los 10.000 buenos demócratas. Para encontrar trabajo para estos 10.000 tienen que expandir la burocracia en 10.000. Por supuesto, más tarde, atacados a su vez por el celo reformista expandirán la reforma del funcionariado a estos nuevos trabajos, haciendo así que 10.000 buenos demócratas tengan nombramientos de por vida. Y así, bajo la dulce disculpa de eliminar a la burocracia del sórdido proceso de la política, ambos partidos colaboran en la práctica para ligar ambos grupos de granujas a los contribuyentes. Por supuesto, el proceso sólo funciona expandiendo el número total de empleos públicos.

O dicho de otra forma: independientemente de lo muy ideologizado y fiel a los principios que pueda ser un partido político, algo esencial para los partidos políticos es encontrar trabajo para los fieles del partido ganador. Si no pueden encontrarse empleos, el sistema de partidos se marchita y muere, dejando sólo detrás una oligarquía burocrática que se autoperpetúa. Un sistema de gobierno mínimo puede ofrecer empleos al partido ganador echando a los de la facción perdedora que estén en el cargo. Pero si la ley del funcionariado deja en su puesto a los que ostentan los empleos, la función de proveer empleos a los ganadores sólo puede producirse expandiendo el número de empleos: esto es, a costa de los contribuyentes y del sector productivo privado. El “sistema de cesantía” permite que todos los costes se impongan al partido perdedor y no a todos los contribuyentes. Sin duda un sistema justo y admirable: ¿quién mejor para soportar los costes de la derrota política que el partido perdedor?

Sólo he visto este análisis del efecto impulsivo del funcionariado en el crecimiento del gobierno en el encantador pequeño libro de Thomas Barber indicado antes. Así, Barber escribe:

Antiguamente, los nombramientos para la burocracia los hacía el partido político en el poder. Cuando ese partido era derrotado, todos los burócratas en el cargo eran cesados inmediatamente y sus lugares ocupados por fieles seguidores del partido victorioso. No era un sistema muy noble. No llevaba a una administración eficiente del gobierno (…). Sin embargo, sí tenía ciertas virtudes. Impedía que nadie se convirtiera en burócrata de por vida y así perdiera completamente el punto de vista del hombre de la calle. También permitía a los cargos electos recompensar a sus trabajadores políticos cambiando, en lugar de aumentando, la burocracia.

Después de la llegada de la reforma del funcionariado, por el contrario, “una vez instalado en la burocracia (…) el afectado estaba allí de por vida o mientras observara buena conducta”. Estas leyes significaban que los cargos electos “para recompensar a sus trabajadores políticos, ahora tenían que idear nuevos trabajos para ellos en lugar de simplemente dirigirse a los afectados del partido de la oposición y ocupar sus puestos. Por supuesto, el resultado ha sido un gran aumento en el número de trabajos y por tanto en impuestos (…)”.[21]

Barber añade otro punto altamente importante: con la llegada de la reforma del funcionariado, los burócratas hasta entonces temporales se convirtieron en una clase o casta permanente y concienciada, aparte y en oposición esencial a la masa de la ciudadanía. Hasta la llegada de las leyes del funcionariado, señala Barber, los burócratas habían “mantenido temporalmente sus puestos hasta que un cambio en el partido electo les devolvía a ganarse lo que pudieran (…) como ciudadanos normales”. En resumen, antes de la reforma los que ocupaban los puestos “no eran una clase, simplemente eran un grupo de gente haciendo temporalmente el mismo tipo de trabajo”. Pero la ley del funcionariado “les dio un puesto de por vida, les convirtió en una clase”. Cuando la clase de los burócratas empezó a ser impopular entre la opinión pública, añade Barber, “empezaron muy silenciosamente a organizar ‘oficinas de publicidad”, es decir, oficinas de propaganda para ‘educar a la opinión pública’ a creer en la sabiduría y munificiencia divina del gobierno (representado por ellos mismos) en gestionar todo y a todos”. En otras palabras, “se dio a los burócratas un fuerte incentivo para organizar y formar un poderoso lobby burocrático”.[22]

  V.    El funcionariado de Estados Unidos: Los inicios federalistas

Las elecciones sólo pueden servir como método para la circulación forzosa de las élites burocráticas si existe más de un partido político organizado. Aún así, los antifederalistas estaban tan desmoralizados tras la adopción de la Constitución y después de su decisión de aceptar una declaración de derechos a cambio de no insistir en una segunda convención constitucional que se permitió a los federalistas asumir el poder como un partido prácticamente sin oposición. Por tanto se permitió a los federalistas ajustar la naciente burocracia a su propia condición de los mejores y los más brillantes, es decir, a los hombres de su partido, en contraste con los despreciados antifederalistas o los posteriores republicanos.

Los historiadores obnubilados han pretendido que Washington llenó la burocracia administrativa con los mejores y los más brillantes con una visión verdaderamente no partidista ni política. Sin embargo, Carl Prince ha demostrado que, guiado por su distinguido teórico y organizador Alexander Hamilton, Washington desarrolló deliberadamente un funcionariado federal altamente partidista y orientado hacia el Partido Federalista. En primer lugar, todos los antifederalistas fueron excluidos deliberadamente de cualquier cargo. En segundo lugar, Prince concluye que “el funcionariado (…) creó un refugio para los cuadros del partido [Federalista] (gestores de partido a nivel local y estatal), prácticamente profesionalizando el liderazgo secundario ligando individualmente el estatus y las remuneraciones pecuniarias al éxito del partido nacional”. Los más de dos mil cargos federales nombrados por Washington y Adams en la década de 1790 constituyeron la clase media activista para el liderazgo de la élite del Partido Federalista; “en parte por su conexión con el primer funcionariado federal, el nuevo partido maduró rápidamente en la mayoría de los estados en forma de una red profesional densamente tejida a nivel estatal y local, prietas la filas y dirigida por el liderazgo nacional en Filadelfia”.[23]

Alexander Hamilton estaba perfectamente preparado para el papel de construir una maquinaria política en el funcionariado. Su departamento del Tesoro contenía tres cuartos de los empleados federales y fue capaz de utilizar esta gran base para penetrar en otros departamentos y conseguir la lealtad de los fiscales y jueces entonces empleados en el Departamento de Estado de Jefferson.[24] Incluso antes del fin de la Guerra de Independencia, Hamilton ya estaba pensando en un línea similar. Al defender la idea de atribuir al gobierno central la recaudación de aduanas e ingresos en todos los estados, en lugar de permitir que los estados respectivos continuaran ejerciendo dichas funciones, Hamilton escribió que la razón para ese cambio sería “crear en el interior de cada Estado un grupo de influencia a favor del Gobierno Federal”. De esa forma un grupo de personas en cada estado serían fieles defensores del gobierno federal y su acrecentado poder. Como Hamilton asumió su poderoso cargo al principio del nuevo gobierno constitucional, recibió la agradable ayuda del eminente mercader de Massachusetts Stephen Higginson, uno de los líderes de la federalista Essex Junto. Los cargos federales, advertía Higginson, deben ser limitados a Federalistas entregados. Tolerar a no federalistas en cargos “aumentaría la maldad” de la oposición a las opiniones federalistas: esa blandura “anima a otros a actuar de igual manera” y el “número de opositores por estos medios generalmente aumenta”.[25]

La política partidista de nombramientos bajo el Presidente John Adams fue muy parecida, pero mucho más descarada y carente de las falsas alegaciones de flata de partidismo del primer presidente. Como dijo el principal historiador de la administración federal, bajo Adams “la referencia directa a la actitud de partido (…) se hizo más común y menos oculta”.[26] Adams estaba mucho más preocupado que Washington en dirigir personalmente el proceso de nombramientos en toda su administración. Durante la segunda administración Washington, Washington y Hamilton se habían asegurado de excluir de los cargos a miembros del nuevo Partido Republicano y Adams no sólo continuó esta política sino que aumento los esfuerzos por eliminar y cesar sumariamente a cualquier republicano en un cargo. Así, Adams, al justificar su cese de varios recaudadores de aduanas en Portsmouth, New Hampshire, escribió a la Recaudación de Aduanas de Boston que el “lenguaje diario” de esos funcionarios federales era “de una aversión tan evidente, si no de hostilidad, a la Constitución y el gobierno nacionales, que no podía evitar hacer algunos cambios”. Adams concluía que “si los funcionarios del gobierno no lo apoyan, ¿quién lo hará?”[27] En otra ocasión, amargado por las críticas del radicalmente jeffersoniano Aurora de Filadelfia, de William Duane, Adams y su Secretario de Estado comunicaron su descontento al fiscal de EEUU para Pennsylvania William Rawle, por no tomar serias medidas contra el Aurora por libelo sedicioso. “Si Mr. Rawle no piensa que este periódico es sedicioso”, tronaba el presidente, “no es adecuado para este cargo y si no lo demanda no hará su trabajo”.[28]

El funcionariado federal durante las administraciones federalistas consistía en cuatro partes: dos, aduanas y hacienda, estaban en el Departamento del Tesoro y constituían tres cuartas partes de la burocracia total; correos, heredados de los días de la Confederación, quedaron bajo un director general que informaba directamente al Presidente y los funcionarios legales y judiciales, incluyendo el tribunal Supremo, jueces de distrito, fiscales de distrito, jefes de policía y oficiales de juzgados, quedaron bajo la jurisdicción nominal del Departamento de Estado. Aparte de los funcionarios legales y judiciales, que permanecieron en un número en torno a los 63, todas las demás ramas de la burocracia crecieron rápidamente durante la era federalista. Los funcionarios de aduanas se doblaron de 478 en 1792 a 944 el final del periodo federalista; los funcionarios de hacienda, creados por el nuevo impuesto interno de 1791, se multiplicaron por dos y medio de 219 en 1795 a 533 y correos, que dobló el número de sus jefes de oficina de 100 al final del periodo de la confederación a 200 en 1791, superaron su cuádruplo de nuevo con 824 en 1801. Toda la burocracia se multiplicó por dos y medio de la mitad de las dos administraciones de Washington hasta el final del reinado federalista.

John Adams como Presidente no sólo mantuvo o aceleró el ritmo de crecimiento de la burocracia y la politizó aún más descaradamente; también encontró formas de expandir el politizado funcionariado a nuevas áreas. Así, en el ejército provisional que Adams reclutó en la alto de la guerra no declarada con Francia en 1798, Adams politizó su liderazgo prohibiendo el nombramiento de republicanos en los niveles superiores del ejército. También la aprobación por el Congreso de un impuesto directo a la propiedad en 1798, permitió a Adams nombrar a muchos buenos federalistas para los nuevos cargos a los niveles más bajos del servicio recaudatorio. Los republicanos acusaron a los hombres de Adams de haber concluido que un impuesto directo “dará sitio para más funcionarios; para entonces todos los aulladores ya estaban puestos en el cargo con buenos salarios”.[29]

Por desgracia, la judicatura federal disfrutó desde el principio de los cargos vitalicios contra los que advertía Thomas Barber, cortesía de la Constitución de EEUU. Los federalistas se habían asegurado, en el Artículo III, Sección 1 de la Constitución, de que todos los jueces federales disfrutarían de un mandato vitalicio mientras observaran buena conducta. La judicatura federal, que entonces constaba de seis jueces del Tribunal Supremo y 28 jueces de tribunales de distrito, estaba ampliamente politizada durante la década de 1790, los tribunales de distrito incluso más que el Tribunal Supremo.[30] De los 28, tres cuartos completos eran partidarios de la ratificación de la Constitución en incluso los tres dudosos acabaron apoyándola. Además, la mayoría de los jueces de distrito eran fieros partidistas federalistas, haciendo campaña por los candidatos federalistas, denunciando a los republicanos y ha menudo llegando a asegurarse jurados federalistas en casos importantes, como juicios a editores republicanos por violar la ley de extranjería y sedición. Así, en un caso de sedición, el juez federalista del tribunal de distrito de Massachusetts John Lowell maniobró para asegurarse obtener “un tribunal de federalistas infiltrados de pura sangre y de ellos un veredicto político”.[31] El juez de distrito de Pannsylvania Richard Peters asumió una cruzada personal durante el periodo de las leyes de extranjería y sedición para eliminar “a los canallas sediciosos”. Hay “algunos granujas”, escribió Peters al ultrafederalista Secretario de Estado Timothy Pickering, “a quienes quería echarles mano si pudiera hacerlo legalemente”. Un crítico advertía que se había “convertido en una práctica habitual de la jueces federales realizar discursos políticos a los grandes jurados en todos los Estados Unidos”.[32] En general, el Profesor Prince concluye que “tanto los primeros tribunales de distrito como de circuito de Estados Unidos  están entre las instituciones judiciales federales más completamente politizadas de la historia de Estados Unidos (…). A pesar de la ‘independencia’ e ‘integridad’ de George Washington y la evidente amenaza a las libertades individuales propia de la situación”.[33]

 VI.    La fallida revolución de Jefferson

Los republicanos reemplazaron a los federalistas en lo que se ha llamado justamente “La revolución de 1800”. Por desgracia, Thomas Jefferson no era realmente el mejor hombre para liderar esa revolución. Brillante teórico literario-republicano antes de alcanzar el poder y después de abandonarlo, Jefferson es un caso clásico de corrupción del principios estando en el poder. Sin embargo la primera Administración Jefferson fue ciertamente uno de los mejores momentos libertarios en la historia de Estados Unidos. Se rebajaron los gastos, el ejército y la armada se redujeron drásticamente, se recortó la burocracia, se eliminó la deuda pública y el impuesto interno federal y se abolieron las leyes de extranjería y sedición. Sin embargo, en el segundo mandato, se cambió el rumbo al empezar Jefferson a expandir el gobierno y prepararse para la guerra económica y un eventual conflicto militar con Inglaterra.

Pero incluso en su primer mandato de carácter libertario, los republicanos militantes (los jeffersionianos) se vieron amargamente decepcionados. Jefferson afrontaba un problema crítico: qué hacer con la burocracia, con el funcionariado politizado que habían construido los federalistas. Si Jefferson hubiera seguido los principios de circulación de las élites y la rotación en los cargos, habría echado a patadas a los federalistas y habría instalado a buenos republicanos. Pero ya en su primer discurso de toma de posesión, Jefferson empezó a contemporizar, empezó a pedir unidad, restañar las heridas y el resto de sermones que dicen los políticos cuando están dispuestos a echar por tierra los principios que les llevaron a su situación actual. En su primer discurso de toma de posesión, Jefferson aseguraba a su audiencia que “Todos somos republicanos; todos somos federalistas”. Jefferson decidió seguir por el camino de en medio: esperar a que se produjeran las vacantes, por muerte o jubilación, y ocuparlas sólo con republicanos hasta que éstos fueran alrededor de la mitad del funcionariado y sólo despedir a los oficiales descaradamente antirrepublicanos. Jefferson estaba particularmente irritado con los “nombramientos de medianoche” que Adams había realizado en el último minuto antes de que Jefferson asumiera el cargo. Durante sus dos primeros años en el cargo, Jefferson cesó a los cuarenta nombramientos de medianoche más importantes, junto con otros setenta antirrepublicanos en el grupo de funcionarios presidenciales, que eran alrededor de un cuarto de los grandes cargos federales. Pero eso fue todo: Jefferson no cesó prácticamente a nadie después de 1803 y sus sucesores también cesaron a muy pocos burócratas. Madison despidió a sólo 27 funcionarios importantes en sus ocho años en la Casa Blanca u Monroe sólo a 27 es sus dos mandatos. E incluso aunque John Quincy Adams fue muy crítico con el Presidente Monroe por ser “universalmente indulgente y escrupulosamente deferente con los sentimientos individuales” y por tanto no despedir prácticamente a nadie, el propio Adams fue el que menos eliminó de todos: sólo 12 en sus cuatro años en el cargo.

No es que los presidentes no tuvieran el poder legal para cesar a los titulares de los cargos. De hecho, tenían el poder para echar a cualquiera a voluntad. Este poder se estableció, aunque con una votación ajustada, en el primer Congreso, en la fundamental “Decisión de 1789” de carácter administrativo. La posición más extrema en la oposición la adoptó el republicano William L. Smith, de Carolina del Sur (que más tarde cambiaría de opinión). Smith, absurdamente, pero anunciando los argumentos modernos de sindicatos y funcionariado, mantenía que el cargo era “la propiedad” de cada burócrata, que por tanto sólo podría ser cesado por imputación y juicio por abuso de autoridad o comportamiento impropio.[34]

A así, de Jefferson a Adams, el funcionariado, aunque teóricamente cesable a voluntad, por la costumbre y el deseo de los sucesivos presidentes, se convirtió en una burocracia afianzada y rígida. Como es habitual, hizo que John Quincy Adams, aún un federalista en el fondo, aunque técnicamente un republicano, expresara esta costumbre en rigurosos términos ideológicos. Cualquier despido del cargo, excepto “con motivo”, es decir, por actos ilícitos en el cargo, podría ser políticamente conveniente pero violaría la concepción del “bien público” de Adams. Aunque no estaba ratificado por la ley, la posesión vitalicia con un comportamiento correcto para la burocracia federal se había consagrado por la costumbre de cuarenta años, de 1789 a 1829.[35]

La defección más importante del Presidente Jefferson del principio republicano militante fue su fracaso en desafiar al afianzado judicial federalista. No sólo el judicial disfrutaba de una posesión vitalicia bajo la Constitución, sino que, en el último minuto y poco antes de que se les obligara a abandonar el cargo, el pato cojo del Congreso federalista aprobó la Ley Judicial de 1801, que creaba seis nuevos tribunales de circuito con dieciséis jueces federalistas rápidamente nombrados y expandía la jurisdicción de dichos tribunales de circuito. Además, en uno de sus nombramientos de medianoche, el Presidente Adams nombró a John Marshall, de Virginia, como Juez Principal del Tribunal Supremo, un Juez Principal federalista que atacaría a los republicanos libertarios con sus decisiones durante más de tres décadas.

La posición radical libertaria, o veterorrepublicana, estaba liderada por virginianos como John Taylor, de Caroline y John Randolph, de Roanoke, por Benjamin Austin, líder de los artesanos de Boston y por William Duane, editor del Aurora de Filadelfia. Muchos de los viejos republicanos de Virginia eran amigos y parientes de Jefferson, pero pronto se dieron cuenta de que su líder no era realmente uno de ellos, que realmente no estaba preparado para llevar a cabo la revolución “jeffersoniana”. Inmersos en la hostilidad antifederalista al gobierno central fuerte y a la burocracia autoperpetuante, los viejos republicanos buscaban una revolución desde los cimientos. El viejo republicano de Virginia William Brach Giles expuso su programa judicial al Presidente Jefferson con fuerza y claridad:

Lo que más nos preocupa es la situación del Judicial como está ahora organizado (…) la Revolución está incompleta, mientras esos fuertes baluartes estén en poder del enemigo; y sin duda es una circunstancia singular que el sentimiento público se haya impuesto en los poderes legislativo y ejecutivo y el judicial no sólo no reconozca esta influencia, sino que se enorgullezca en resistirse a su voluntad, bajo a idea mal aplicada de la “independencia” (…). No hay remedio posible para redirigir este sistema malévolo, salvo una abolición absoluta de todo el judicial y acabar con los cargos actuales y crear un nuevo sistema, definiendo la doctrina de la ley común y restringiendo al ámbito constitucional apropiado la jurisdicción de los tribunales.[36]

En otoño de 1801, el veterano viejo republicano Edmund Pendleton, proponía en su tratado The Danger Not Over enmiendas constitucionales que fueron pronto apoyadas por el parlamento de Virginia. La naturaleza antioligárquica y pro-rotación de estas enmiendas propuestas debería quedar clara: el Presidente no sería elegible para más de un mandato, el mandato de los senadores se reduciría y se pondrían severas limitaciones a la deuda pública. Respecto del judicial federal, los nombramientos a los tribunales los realizaría el Congreso sin intervención del Presidente y los jueces serían cesados a voluntad por voto conjunto de Cámara y Senado.

Sin embargo, los centristas republicanos, hombres como James Madison, Wilson Cary Nicholas, de Virginia, Samuel H. Smith, de Maryland, Robert R. Livingston, de Nueva York, y Alexander J. Dallas y Albert Gallatin, de Pennsylvania, adoptaron una postura muy diferente. Todos ellos, excepto Gallatin habían apoyado la adopción de la Constitución y todos ellos apoyaban un gobierno central fuerte despojado de los excesos federalistas; en resumen, estaban contentos con el sistema existente, siempre que uno de ellos, como Jefferson, estuviera en el poder. Como creían que con Jefferson en el cargo ya se había consumado la revolución y no había necesidad de más cambios radicales o constitucionales, apoyaban la política jeffersoniana de reconciliación con el Partido Federalista. Al menos mientras estuvo en el poder, Jefferson se alineó con los centristas de su partido. De ahí su fracaso en realizar una reforma estructural o administrativa desde los cimientos.

De hecho, con la victoria asegurada, los centristas creyeron entonces que los colegas viejos republicanos, no los federalistas, eran el peligro principal. Para James Sullivan, gobernador republicano de Massachusetts, los viejos republicanos se oponían “a todos los gobiernos normales bien establecidos”. Estaban poseídos por una confianza que derivaba de “un frenesí” y “Al no tener ninguna idea de un gobierno racional sólido, no se les puede confiar poder (…)” El senador de Virginia Wilson Cary Nicholas también denunciaba es estos viejos republicanos cuya tendencia libertaria “está fuertemente contra quienes gobiernan”.[37] Para Sullivan, la solución a este problema era “destruir las líneas de distinciones del partido”, un resultado que los centristas iban a alcanzar finalmente en el sistema de partido único durante las administraciones de Monroe y Adams. Pero las líneas de este conflicto estaban difuminadas por el hecho de que, como apunta el Profesor Ellis, el propio Jefferson, aunque moderado en sus políticas, era en general radicalmente libertario y de retórica de viejo republicano. Además, al contrario que los centristas, quería reconciliarse con los viejos republicanos en lugar de purgarlos del partido.[38]

Sobre el judicial, Jefferson, al principio de su administración, cesó a los fiscales agresivamente federalistas y a los jefes de policía que seleccionaban a los jurados y ejecutaban las sentencias. Sobre los propios jueces, aunque Jefferson no intentó tocar su posesión vitalicia, se las arregló para derogar la Ley Judicial de 1801 al año siguiente y por tanto impedir la ola de expansión de los jueces federalistas del último minuto.

La defección de Jefferson de los principios de rotación en el cargo fue el acontecimiento más importante en el afianzamiento de la burocracia combinada de los viejos federalistas y los nuevos republicanos. Desde Jefferson, el Partido Republicano permaneció en el poder y con Monroe y Adams Estados Unidos vivió en un estadod e partido único, habiendo desaparecido los federalistas. Sin competencia partidista, prácticamente no había presión para echar a los granujas.

Pero en 1820 apareció lo que el Profesor Leonard White, un típico entusiasta académico de un funcionariado vitalicio, llamó “la nube en el horizonte”, el presagio del temido “sistema de cesantías” escrito por el movimiento jacksoniano. El Secretario del tesoro en la Administración Monroe, William H. Crawford, de Georgia, llevó al Congreso la Ley de Mandatos Públicos, que Monroe lamentó haber aprobado y que fue duramente criticada por todos los defensores de la burocracia atrincherada, incluyendo a Thomas Jefferson. Madison y Monroe a su estela llegaron a acusara a la ley de “inconstitucional”.

La Ley de Mandatos Públicos de mayo de 1820 decretaba que todos los funcionarios presidenciales relacionados con la recaudación o desembolso de dinero desde entonces no tendrían mandatos indefinidos, sino de plazos fijos de cuatro años, después de los cuales tendrían que ser reconfirmados por el Senado de EEUU después de ser renovados por el Presidente. Los funcionarios afectados incluían a los fiscales de distrito, recaudadores de aduanas, funcionario públicos y registradores de terrenos, agentes y tesoreros del ejército y la armada. No se veían afectados los jedes de correos o los empleados de contabilidad o de labores administrativas. La Ley de Mandatos Públicos significaba (a) que al menos los altos burócratas tendrían que afrontar mandatos fijos y (b) que el poder para cesarlos ya no estaría exclusivamente en manos del Presidente, sino que el Senado podría participar en el proceso de cese.

La Ley fue una sacudida para la hasta entonces satisfecha oligarquía. Jefferson escribió a Madison con horror, acusando a la ley de “minar la funciones constitucionales y beneficiosas del Presidente e introducir un principio de intriga y corrupción (…) Estas plazas, cada cuatro años, todas nombradas bajo su poder [el del Senado] (…) Mantendrá en constante agitación a todos los cormoranes hambrientos de cargos, les hará, igual que a los que ya estén en el cargo, aduladores de sus senadores, enzarzando a éstos en una eterna intriga por quitar a uno y poner a otro (…)” Por supuesto, hay otra forma de ver esta ley que no es esta frenética diatriba: que un sistema así introduciría un aire fresco de competencia y transparencia pública en las filas estólidas y complacientes de la burocracia gobernante.[39]

Puede que no sea una casualidad que el Secretario Crawford fuese el autor de esta norma. Georgiano cercano a los viejos republicanos, Crawford era en 1824 el candidato presidencial de ese grupo junto con Martin Van Buren, el brillante estratega político que se había visto inspirado por un fin de semana con Jefferson en Monticello en mayo de 1824 para emplear su vida a formar un nuevo partido político (que luego sería el Partido Demócrata) dedicado a devolver a Estados Unidos a la vieja causa de los ideales libertarios de los viejos republicanos de 1776 y 1798.[40] Para las elecciones de 1824, Crwaford había caído enfermo y tenía pocas posibilidades para la presidencia, pero los ideales de los viejos republicanos, incluyendo los de dar transparencia y rotación en los cargos de la burocracia, serían defendidos por el movimiento jacksoniano y el partido Demócrata forjado por Van Buren y otro dedicados al ideal del viejo republicanismo.

Sin embargo, bajo el Presidente John Quincy Adams, la Ley de Mandatos Públicos se convirtió en letra muerta. Adams detestaba la ley: “Difícilmente podría haberse ideado algo más pernicioso” y reconfirmó por principio a todos desde en acceso al cargo y durante su mandato. Se convenció al Senado de que lo aceptara. Fue tan insistente Adams con el puesto vitalicio que durante su campaña perdedora para la reelección en 1828, reconfirmó a James R. Pringle como recaudador de aduanas en Charleston, a pesar de que Pringle era abiertamente “partidario de la oposición”. En su diario, Adams escribe que “Mi sistema ha sido, y sigue siendo, nombrar para la reelección a todos los funcionarios para plazos de años cuyo mandato expire, salvo que se les acuse y pruebe una mala conducta oficial o moral. Esto no se ajusta a los amigos de Falstaff que ‘buscan la recompensa’ (…)”.[41]

VII.    Andrew Jackson y el “sistema de cesantías”

El “sistema de cesantías”, un término peyorativo para la rotación en los cargos administrativos,[42] fue introducido en Estados Unidos por el Presidente Andrew Jackson. Jackson, un ferviente jeffersioniano y viejo republicano, estaba dedicado, como otros líderes jacksonianos, a un nuevo Partido Demócrata que restauraría los principios republicanos jeffersonianos originales de laissez faire y gobierno ultramínimo. Jackson siguió a Jefferson en arreglárselas, por segunda y presumiblemente última vez en la historia de Estados Unidos, para liquidar la deuda nacional y, junto con sus entregados sucesores, Van Buren y Polk, consiguió con dificultad establecer una moneda fuerta y separar al gobierno federal del sistema bancario, así como eliminar el arancel proteccionista. Jackson, un rico plantador de algodón y comerciante en Nashville, se había puesto en acción por la corrupción de la administración Monroe y el desmoronamiento del crédito bancario en el Pánico de 1819.[43] Fue miembro de la Cámara de Representantes y dos veces del Senado de EEUU.

Uno de los aspectos del gobierno que necesitaba desesperadamente una reforma, según Jackson, era la burocracia vitalicia. El sistema de cesantías había estado funcionando en Nueva York y en Pennsylvania durante algunos años y había sido incorporado formalmente a la Ley de Mandatos Públicos. Pero ahora Jackson, cabeza de un nuevo partido entrante hambriento de cargos, se convertía en el primer presidente en hacer sonar las trompetas y ofrecer una justificación ideológica para la rotación en los cargos. Quería cambiar el funcionariado, así como disminuirlo. En su primer discurso anual, Jackson denunciaba a la burocracia atrincherada:

Tal vez haya pocos hombres que puedan durante un gran periodo de tiempo disfrutar de cargos y poderes sin estar más menos bajo la influencia de sentimientos desfavorables al cese regular de sus tareas públicas (…) Son capaces de adquirir una costumbre de ver con indiferencia los intereses públicos y de tolerar conductas ante las que se rebelaría un hombre sin experiencia. El cargo se considera una especie de propiedad y el gobierno más como un medio de promocionar intereses individuales que un instrumento creado solamente al servicio del pueblo.

En consecuencia, proseguía Jackson, se desvía al gobierno de “su fin legítimo” y se convierte en “una máquina en apoyo de los pocos a expensas de los muchos”. Luego Jackson procedía a atacar la idea de cargos privilegiados para unos pcoso y apoyaba una ampliación de la Ley de Mandatos Públicos:[44]

En un país en el que los cargos se crean solamente para el beneficio del pueblo, ningún hombre tiene ningún derecho intrínseco más a un puesto público que otro. Los cargos no se establecieron para apoyar a particulares a costa pública.

Jackson continuaba sacando punta a la teoría absurda y despótica de que los funcionarios públicos adquieren un derecho de propiedad en el cargo:

Por tanto, no hay ningún error individual por el cese [del cargo], pues ni el nombramiento ni la continuidad en el cargo es un asunto de derecho (…) La limitación propuestas [cuatro años] destruiría la idea de propiedad ahora tan generalmente ligada a los funcionarios y aunque pueden producirse algunos problemas individuales, sería una acción saludable para el sistema al promover la rotación que constituye un principio esencial del credo republicano.[45]

La oposición whig, que era como ahora se calificaban los antiguos y oligárquicos neofederalistas, así como los republicanos centristas, no perdieron el tiempo en tratar de bloquear la reforma de Jackson, que amenazaba la longevidad de su propia gente en la oficina. Daniel Webster, un federalista convertido en whig, tronaba que las agencias del gobierno, como las fuerzas armadas, correos, la oficina territorial o la aduana son “instituciones del país, establecidas para el bien de la gente” y que por tanto amenzaba a las instituciones libres pues se considerarían a esos cargos como “el botín del victoria”. Más fuertes en los tribunales y en el Senado que en la presidencia, los whigs continuaron presentando objeciones constitucionales al poder de despido del presidente. Pero por suerte, el Tribunal Supremo en Ex parte Hennen (1839), su primer caso sobre el asunto, determinó inequívocamente que ningún funcionario público, incluso en el judicial federal por debajo del Tribunal Supremo, tenía un derecho de propiedad sobre su cargo que el Presidente o cualquier otra autoridad establecida tenía derecho a despedirles a voluntad.[46]

Al afrontar una fiera resistencia en el senado, Jackson tenía que moverse con cuidado, pero consiguió el mayor grado de despido hasta hoy: durante su administración, cesó 252 de los 610 empleados presidenciales, más del 41%. Sin embargo, incluyendo todos los empleados federales menores, la tasa de despido era menor del 20%.[47] Van Buren, su sucesor y un decidido jacksoniano, tenía pocas razones para cesar a los funcionarios jacksonianos. En sus últimos dos años en el cargo, despidió a 364 jefes de correos, siendo alrededor de un 3% de los 12.000, para recortar el funcionariado un poco para la venidera campaña electoral.

La verdadera prueba de fuego de la pervivencia del sistema de cesantías era qué iban a hacer los whigs cuando echaron de la Presidencia a los demócratas en 1840. ¿Mantendrían sus supuestamente fieramente sostenidos principios contra la rotación en los cargos? ¿O sucumbirían al atractivo de echar a los demócratas y reemplazarlos por buenos whigs? Por suerte, abandonaron sus principios y sucumbieron a la tentación, echando las administraciones Harrison y Tyler al 50% de los funcionarios presidenciales. Cuando James K. Polk volvió con los demócratas en 1844, despidió al 37% de los empleados presidenciales y asimismo se las arregló para nombrar, durante sus cuatro años, 13.500 de las 16.000 plazas de jefes de correos, a pesar de que sólo 1.600 fueron echados del cargo, mientras que 10.000 ocuparon vacantes por renuncia. Cuando Zachary Taylor llegó a la segunda administración whig, estableció el principio de rotación en el cargo, echando al 50% de los oficinistas presidenciales. De hecho, Taylor dijo a su Secretario del Tesoro que “la rotación en el cargo, siempre que se nombre a buenos hombres, es una sólida doctrina republicana”.[48]

En el siglo XIX, especialmente después de la aparición del Partido Demócrata, los partidos políticos en Estados Unidos eran los portadores indispensables de doctrinas en furiosa pelea. Cada niño o inmigrantes estadounidense era socializado en un partido político y en su ideología, y como consecuencia cada estadounidense era fieramente leal a su propio partido. En la mayoría de los estados las elecciones eran muy reñidas y si el candidato de un partido se atrevía a parlotear en su compromiso ideológico, el partido le castigaba sistemáticamente alejándole de las urnas. Al contrario que en la escena política actual, en la que los partidos no tienen ninguna ideología en particular y no tienen ninguna lealtad en particular, había muy pocos votantes flotantes e independientes.

Al ser portadores e instrumentos de una ideología de partido, los partidos políticos en los Estados Unidos del siglo XIX eran un medio vitalmente importante por el que la ideología podía dominar la dura lucha de grupos de intereses especiales y buscadores de subsidios y privilegios públicos. La desaparición de los partidos ideológicos, que empieza en 1896, trajo los débiles y difusos partidos políticos con los que hoy estamos familiarizados.

Está claro que los partidos políticos en lucha estarían más dispuestos a echar a los granujas, pues realmente creían que sus oponentes eran granujas. El sistema de cesantías añadía el sano incentivo de ocupar los cargos para el partido propio, así que el propio interés del partido podía concertarse con el objetivo ideológico. Tanto las ideologías comunes de los partidos como el sistema de cesantías mantuvieron el sistema de partidos sano y floreciente. Lo que ahora todos lamentan como la anemia y agonía de la organización y la lealtad del partido lo trajeron los golpes simultáneos del abandono del sistema de cesantías y la desaparición de una ideología de partido fervientemente mantenida.

Escribiendo más tarde, en la década de 1920, el historiador Charles R. Lingley expresaba bien la importancia del sistema de cesantías y su ligazón con la ideología:

En el campo de la política real, los partidos son una necesidad y es esencial una organización. Es por tanto responsabilidad del ciudadano apoyar al partido que defienda las mejores políticas y asociarse estrechamente con su organización oficial. La lealtad debería recompensarse con puestos dentro del albedrío del partido y la deslealtad debería considerarse como una traición política.

Lingley añade que cualquiera que vote por quienes no sean candidatos de la organización del partido y “se sienta superior al partido” es “infiel al gran ideal”. Y él

es poco menos despreciable que quien, habiendo sido elegido para un cargo mediante la energía y devoción de los trabajadores del partido, es luego tan ingrato como para rechazar a nombrar a los trabajadores a puestos bajo su albedrío. Los cargos constituyen la fuerza cohesiva que mantiene intacta la organización.[49]

En un inteligente ensayo lamentando el abandono del sistema de cesantías como un control democrático importante ante el crecimiento y arrogancia de la burocracia, el Profesor Fred W. Riggs, un experto en Administración Pública Comparada, apunta primero a la todopoderosa burocracia del despotismo oriental y a otros ejemplos en los que la burocracia se situó rápidamente más allá de cualquier control de los partidos políticos en competencia. Continúa apuntando que el muy alabado “sistema de mérito” de promoción dentro de una burocracia vitalicia “corta de raíz uno de los puntales más fuertes de un sistema naciente de partidos políticos, que es el sistema de cesantías”. En Estados Unidos “el sistema de cesantías desempeñó un papel importante en galvanizar a los partidos para la acción”. Aunque a menudo pareciera más eficiente en sus tareas, apunta Riggs, “la carrera burocrática puede proyectar un mayor poder político, resistir con más éxito a los intentos políticos de lograr un control efectivo. Lo que se pierde en eficiencia administrativa mediante las cesantías puede ganarse en desarrollo político, especialmente si el patronazgo político puede usarse asimismo como palanca para obtener control sobre la administración”. E incluso el argumento de la eficiencia, apunta Riggs, es a menudo ilusorio:

Sin una firme guía política, los burócratas tienen incentivos débiles para ofrecer un buen servicio, independientemente de sus cualificaciones formales previas en formación y profesionales. Tienden a usar su control efectivo para salvaguardar sus propios intereses burocráticos (cargo, derechos de jubilación, beneficios adicionales, tolerancia ante bajo rendimiento, derecho a incumplir las normas oficiales) en lugar de buscar el cumplimiento de los objetivos del programa.[50]

VIII.    La administración Johnson y la llegada de la “reforma”

Cuando los demócratas volvieron al poder en 1853, al Administración Pierce eliminó de golpe a aproximadamente el 89% de los nombramientos presidenciales whig. Pero el empleo más masivo del sistema de cesantías llegó con la Administración Lincoln, cuando el Partido Republicano llegó al poder por primera vez. De los 1.520 nombramientos presidenciales existentes en 1859, Lincoln no eliminó a menos de 1.457, o el 96%. Los empleados que estaban en categorías subordinadas, a los que normalmente les iba mejor durante los cambios, sufrieron esta vez en el mismo grado. Incluso los nombramientos militares se hacían ahora con criterios en buena parte partidistas.[51]

El Profesor Van Riper, generalmente un admirador de Abraham Lincoln, concede:

De 1861 a 1865, la política de [George] Washington, selección de acuerdo con su capacidad y ajuste relativo, se olvidó casi completamente (…) Lincoln dejó la mayoría de los nombramientos para cargos presidenciales y subordinados a sus amigos y asesores políticos. Las fuerzas militares, así como el establishment civil, fueron explotadas libremente y los generales políticos fueron notoriamente numerosos. Con más cargos a su disposición que ningún presidente hasta entonces, (…) Lincoln parece haber usado (o permitido el uso de) el poder de nombramiento a su orden tan deliberadamente como podía usarse para propósitos políticos, habitualmente partidistas.[52]

Aún así es curioso que el insufrible y presuntuoso grupo de los reformistas del funcionariado, muchos de los cuales concentrarían el resto de sus vidas en atacar las cesantías y pedir puestos vitalicios y oposiciones, y que empezaron su activismo al final del reinado de Lincoln, no hicieran queja alguna al uso máximo del sistema de cesantías del Presidente Lincoln. Quizá la razón fuera que los reformistas, casi todos republicanos, se beneficiaron grandemente del patrocinio de Lincoln.

De hecho, los hombres que pronto se convertirían en destacados reformistas disfrutaron de puestos confortables en el servicio exterior durante la Administración Lincoln. El gran patricio de los brahmines de Boston, Charles Francis Adams, hijo de John Quincy, obtuvo el leal nombramiento de embajador en la Corte de St. James en Gran Bretaña.[53] John Lothrop Motely, historiador brahmín de Boston, fue elegido embajador en Austria. El novelista William Dean Howells se convirtió en embajador en Italia, en pago a escribir un hinchada biografía de campaña para Abraham Lincoln. John Bigelow, de Nueva York, fue cónsul general en Francia, mientras que al hombre que iba a convertirse en el principal portavoz para la reforma del funcionariado, George William Curtis, educado en Boston y editor del influente Harper's Weekly, se le ofreció el nombramiento como embajador en Egipto, pero lo rechazó. Al inmigrante alemán Carl Schurz, destacado republicano en la comunidad germano-estadounidense en Missouri y todo el Medio Oeste, que ayudó a Lincoln a ganar las elecciones, se le recompensó con el puesto de embajador en España. Inquieto por estar lejos de la acción, Schurz volvió a Estados Unidos, donde se convirtió en uno de los muchos mediocres generales de la Unión.[54]

Los reformistas del funcionariado eran un grupo notablemente homogéneo. Concentrados casi exclusivamente en el Nordeste urbano, incluyendo Nueva York y especialmente Boston, los reformistas constituían prácticamente una élite altamente educada y organizada procedentes de  familias de la antigua riqueza patricia, mercantil y financiera en lugar de procedentes de las nuevas industrias, estos hombres despreciaban lo que consideraban burdo materialismo del nouveau riche, así como su falta de linaje o de educación en Harvard o Yale. Los reformistas no sólo eran comerciantes, abogados y maestros, sino que prácticamente constituían la “élite de los medios” más influyentes del momento: editores, escritores e investigadores. A pesar de que muchos estaban a favor del laissez faire en el comercio y en asuntos monetarios, estaban ahormados por los valores culturales y religiosos de la cultura yanqui neopuritana. En religión, los reformistas eran o bien protestantes pietistas posmilenaristas ortodoxos, que intentaban conseguir el Reino de Dios en la Tierra, o, especialmente en Boston, unitarios que secularizaban en términos morales la búsqueda del Reino de los mil años. Durante la década de 1850, su postura moral y religiosa de acabar con la esclavitud, ya sea como abiertos abolicionistas o simplemente bloqueando la esclavitud en los nuevos estados y territorios del oeste, les llevó a todos al ala radical del Partido republicano. Subyaciendo su ofensiva religiosa había un temperamento coactivo yanqui y una doctrina moral que había creado las primeras escuelas públicas de Estados Unidos mucho antes que el resto del país, con el fin de inculcar a los niños de la región el valor de la obediencia al Estado, así como la religión protestante. Al mantener sus preocupaciones morales y religiosas, su énfasis en la reforma del funcionariado, fue desde el principio más por moralidad que por eficiencia.

Para ellos, cambios estructurales como el carácter vitalicio y las oposiciones abiertas eran meros medios para un fin, siendo su objetivo principal poner a “buenos hombres” en el cargo. Y demasiado a menudo estos “buenos hombres” eran simplemente ellos mismos o gente de su cuerda.

El movimiento de reforma del funcionariado empezó cuando el Senador Charles Sumner (R., Mass), un brahmín de Boston y líder de los republicanos radicales, presentó un proyecto de ley para que fuera vitalicio y por oposición, para su estudio por la comisión federal del funcionariado. La propuesta de Sumner se presentó en abril de 1864, como expresión de cierta oposición radical a la renominación de Abraham Lincoln, a quien consideraban demasiado blando respecto de la esclavitud y del Sur.[55] La propuesta era un disparo de aviso para doblegar a Lincoln, pero obtuvo poco apoyo público y el propio Sumner no apoyó con firmeza la propuesta y pidió que fuera postergada. Hacía mucho tiempo que Sumner tronaba contra el sistema de cesantías y repetía estas acusaciones cuando presentó la propuesta, pero, como presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, no dudó en usar su influencia para obtener cargos para sus amigos. Tampoco George William Curtis, que pronto se convertiría en el principal defensor de la reforma, tuvo escrúpulos a la hora de pedir a Sumner a favor de sus propios amigos.[56] Aún así, a Sumner le sorprendió descubrir que su “pequeña propuesta sobre el funcionariado” obtuviera mayor apoyo que el que esperaba: varios de los principales periódicos de Washington y Nueva York; varias figuras académicas; el embajador de Lincoln en Dinamarca, Bradford R. Wood, de Alabany; William E. Dodge, Jr., de los importantes importadores de metal, Phelps, Dodge & Co., que consiguió el apoyo del Union League Club de Nueva York; y E. B. Ward, empresario de Detroit y secretario de la National Manufacturers Association.[57]

A pesar de la maniobra abortadora de Sumner, los radicales estaban en general contentos con las políticas de Lincoln, así como con su patrocinio , así que la reforma realmente no tomó altura hasta después de del asesinato del Lincoln en abril de 1865. El Vicepresidente Andrew Johnson, era un demócrata de la Unión más que un republicano y sus políticas moderadas de reconstrucción irritaron profundamente a los radicales. En diciembre de 1865, el Representante Thomas Allen Jenckes (R., RI.), uno de los líderes de la abogacía de Rhode Island, se convirtió en líder de la reforma del Congreso presentando una propuesta de reforma del funcionariado. Jenckes, un acaudalado abogado de patentes, mantenía correspondencia con los reformistas del funcionariado ingleses y siguió en su propuesta el modelo de su programa: puesto vitalicio bajo buen comportamiento, oposiciones abiertas y una comisión de funcionariado de tres personas para administrarlo.

Thomas Jenckes explicaba que se había convertido a la reforma por su propia experiencia como funcionario durante la Guerra de Secesión y por el estudio del sistema inglés. Aún así, su supuesta oposición a las cesantías no le impidió ejercer un importante patronazgo mientras estuvo en el Congreso. Parece más probable que su recién descubierto celo por la reforma derivara de la llegada de la odiada Administración Johnson. Jenckes había sido un celoso radical, pero un leal pro-lincolniano y ahora trataba de bloquear a Johnson para que no usara sus propios poderes de patrocinio para eliminar a los radicales de Lincoln. De hecho, Jenckes iba a escribir uno de los artículos del impeachment del Presidente Johnson y estuvo a punto de ser elegido por los radicales anti-Johnson como director de la Cámara en el juicio de impeachment.[58]

Sin embargo durante 1866 la propuesta de Joenckes sólo obtuvo el apoyo del nuevo y cada vez más influyente semanario The Nation, una revista de Nueva York fundada por el joven periodista británico Edwin Lawrence Godkin, que había emigrado a Estados Unidos en 1856 y fundó The Nation en 1865. Inspirado por el modelo británico, Godkin de dicó el resto de su vida al libre comercio, la moneda fuerte y la reforma del funcionariado. Pero la mayoría de los futuros reformistas tenían en este momento poco interés en la reforma, uniéndose a los demás radicales en tratar de quitar el poder de patrocinio al Presidente y ponerlo en manos del Senado dominado por los radicales. Johnson trató de despedir a los radicales de los cargos ejecutivos, cesando a más de un tercio de los nombramientos presidenciales, por encima de la fiera resistencia del Senado. Finalmente, en marzo de 1867, el Congreso Aprobó la Ley de Mandatos Públicos superando el veto de Johnson, haciendo, de una forma sin precedentes, que el Presidente no pudiera cesar a ningún cargo (incluyendo a los miembros del Gabinete) sin aprobación del Senado. De hecho, fue la insistencia de Johnson en despedir al radical Edwin M. Stanton como Secretario de Guerra lo que llevó a la Cámara al impeachment de Johnson y al Senado a absolverle por un voto en su juicio de impeachment en mayo de 1868.

El representante Jenckes represento una propuesta de reforma en diciembre de 1866, pero aunque obtuvo el apoyo del New York Times, los esfuerzos republicanos, incluyendo los del futuro reformismo, se acabaron concentrando en la batalla del Senado con el Presidente sobre el patrocinio. En las salas del Congreso, Jenckes denunciaba el sistema de cesantías y mostraba el ejemplo de la eficiencia burocrática prusiana recientemente demostrada en la Guerra Austro-prusiana. La oposición a la reforma estaba liderada por el republicano de Vermont Frederick E. Woodbridge, abogado y constructor ferroviario, que declaraba que los cambios periódicos de los funcionarios era saludable y democrático y atacaba a la propuesta de Jenckes como “antidemocrática”. Los cambios políticos, declaraba Woodbridge, “una la gran garantía de valor del la forma republicana de gobierno (…) La salud de la nación requiere que lo estable se tale de vez en cuando”.[59] La propuesta Comisión del Funcionariado, acusaba Woodbridge, sería “este gran zoológico ambulante, este tribunal inquisitorial”. En la votación en la Cámara a principios de 1861, el líder radical  Thaddeus Stevens actuó con éxito para aplazar la propuesta de Jenckes. La propuesta perdió con una votación de 71 a 67; los republicanos votaron 56 a 49 a favor de la reforma, mientras que los demócratas votaron 22 a 11 en contra. El Este urbano era mucho más favorable a la propuesta de Jenckes que el Oeste rural, mientras que en Nueva Inglaterra los estados más urbanizados de Massachusetts, Connecticut, Rhode Island y New Hampshire votaron unánimemente a favor, mientras que los más rurales Maine y Vermont votaron completamente en contra.[60]

Sin embargo, durante 1867 la creciente desilusión reformista con Johnson, unida con la aprobación de la Ley de Mandatos Públicos, potenció un mayor interés en la reforma del funcionariado. Durante el otoño de 1866, el brahmín de Boston Charles Eliot Norton lanzó una campaña  para hacer que su querido amigo George W. Curtis fuera senador de EEUU por Nueva York. Cuando fue elegido en su lugar Roscoe Conkling, le llevaron sólo tres semanas al aspirante al cargo jugársela y declararse  a favor de la reforma del funcionariado, una causa que le ocuparía el resto de su vida. Los reformistas estaban particularmente disgustados por la afrenta del Presidente Johnson de despedir a uno de los suyos (John Lothrop Motley) como embajador en Austria por ser hostil a la Administración Johnson. A Charles Sumner, un amigo íntimo de Motley, y Godkin, de The Nation, les molestaba especialmente que Motley fuera reemplazado por Edgar Cowan, de Pennsylvania, un hombre que no sólo estaba a favor de las políticas de Johnson, sino que se atrevía a defender las virtudes de la rotación en los cargos. Adoptando la habitual postura de superioridad moral de los reformistas del funcionariado, The Nation lanzó el guante moral a la Administración Johnson:

Mr. Lincoln (…) nombró a los mejores embajadores en el extranjero que hayamos tenido en muchio tiempo, y todos nuestros representantes en las cortes más importantes durante los últimos seis años han sido hombres fueron un honor para el país, en toda la amplitud de la palabra (…)

Pero desgraciadamente, continuaba The Nation, “ahora están siendo cesados uno a uno para hacer sitio a los ineficaes partidarios de ‘la política [de Johnson]’ y si puede hacerse algo para detener el proceso, debería ser detenido”.[61]

La agitación por la reforma se centró en el Comité Conjunto de Selección sobre Limitación en la Cámara, creado en julio de 1866 para recortar el gasto público. La antigua propuesta de Jenckes de 1866-67 se presentó en el Comité Conjunto de Selección. En la primavera de 1867, el misterioso Julius Bing, un inmigrante empobrecido que había conocido al Senador Sumner, recibió el nombramiento como empleado del Comité Conjunto de Selección. Durante 1867-68, Bing trabajó incansablemente y en todos los círculos para promover la causa de la reforma del funcionariado. Bing no escribió menos de veinte artículos para el semanario neoyorquino Round Table desde el otoño de 1867 a la siguiente primavera apoyando la reforma, así como artículos en Chicago Tribune, Putnam's Magazine y un importante artículo en la revista mensual más influyente de la nación, la North American Review, en 1867. Además, Bing distribuyó panfletos a congresistas y editores, cabildeó ante miembros del Congreso y fue el brazo derecho del representante Jenckes para el progreso de la causa.

En mayo de 1868, Julius Bing preparó y escribió el informe de Jenckes del Comité Conjunto de Selección sobre Limitación, un informe enorme y completo que iba a servir durante muchos años como biblia para la reforma del funcionariado. Además de incluir informes sobre el funcionariado, chino, europeo y británico, el informe incluía las respuestas de varios cientos de supervisores de funcionarios de EEUU al cuestionario de treinta y siete preguntas del comité. No sorprende que el 97% de las respuestas estuvieran a favor de la reforma, es decir, de asegurarse el cargo vitalicio.

El punto de vista de Juluis Bing se expresaba abiertamente en su artículo de la North American Review de octubre de 1867. “En lños primeros tiempos de la República”, recordaba melancólicamente Bing, los funcionarios, así como los Presidentes y el Gabinete, eran “generalmente elegidos de familias bien conocidas”. Con la llegada del sistema de cesantías, sin embargo, este principio aristocrático había caído en desuso, pero ahora, con la propuesta de Jenckes, las cosas serían muy diferentes. Andrew Johnson, se quejaba Bing, no hubiera aprobado un examen de la comisión del funcionariado:

no hubiera hecho falta un profundo conocimiento psicológico para llegar a la conclusión de que un hombre puede ascender de la sastrería a (…) el sillón gubernamental y aún así ser incapaz de presidir (…) los destinos de una gran nación.

La única objeción de Bing a la propuesta de Joenckes era que no iba suficientemente lejos, que no era aplicable al servicio exterior de arriba abajo.[62]

Finalmente, tras un año de actividad frenética, Bing abandonó el centro del movimiento reformista para convertirse en agente diplomático de Creta en estados Unidos.[63]

 IX.    El coqueteo con Grant

Los reformistas miraban al futuro con grandes expectativas respecto del nuevo Presidente, el General Grant a inicios de 1869. Radical indiscutible, el General Grant era un militar, previamente no contaminado por la política y sin deudas con las maquinarias políticas. Sin duda Grant, del que se pensaba que estaba a favor de la propuesta de Jenckes, vería la sabiduría de nombrar a los mejores y más brillantes en los cargos. Charles Eliot Norton proclamaba que “‘la honradez y Grant’, ‘la buena fe y Grant’, deben triunfar” y Julius Bing escribía al representante Jenckes que la inminente elección de Grant hace que “las perspectivas de nuestro éxito (…) sean mayores ahora que (…) en cualquier tiempo anterior”.

La investidura de Grant no debilitó el entusiasmo de los reformistas. Norton decía que “mi respeto y confianza en Grant crecen diariamente” y describía con adoración a Grant como “tan sencillo, tan sensato, tan fuerte y tan magnánimo”. The Nation decía exultante que “tenemos en Grant un hombre que acabará con el sistema actual”.[64]

Un aspecto crucial del entusiasmo reformista por Grant era una convicción de que ellos mismos, al ser claramente los mejores y más brillantes, se repartirían el botín de la primera administración republicana tras Lincoln. Particularmente activos en aprovechar las cesantías era nada menos que el líder de los reformistas, George William Curtis. Ante la solicitud de su amigo Norton de recomendarle a Holanda o Bélgica, Curtis intercedió ante el nueva Secretario de Estado, Hamilton Fish, a favor de Norton. Curtis también pidió al senador Sumner obtener el nombramiento de dos amigos como cónsules en francia y recomendó para el puesto de supervisor de la aduana de Albany a un amigo, el poeta Alfred Billings Street. Defendiendo a Street, Curtis aseguraba que el hombre no era un borracho, como se decía, sino más bien un hombre “envilecido” por el alcohol.

Entretanto, los reformistas, e incluso The Nation, dejaban claro que las oposiciones no eran realmente un fin en sí mismas, sino un medio hacia el verdadero objetivo: ocupar los puestos públicos con la gente más cualificada. Y estaban seguros de quiénes podían ser esa gente especialmente cualificada: gente muy parecida a ellos mismos.

Sin embargo, el Gabinete de Grant desilusionó pronto a los reformistas, aunque no lo suficiente como para precipitar una ruptura. Resultó que las pocas relaciones de Grant con las maquinarias políticas era una ventaja mixta, pues Grant insistía en seleccionar a personas acaudaladas no partidistas que habían donado (“suscrito”) dinero en su campaña. Los reformistas empezaron a quejarse de que el Presidente era demasiado independiente del partido, es decir, de ellos. Los únicos nombramientos satisfactorios en el Gabinete fueron el joven exgobernador de Ohio, Jacob D. Cox, como Secretario de Interior y particularmente el paradigmático brahmín de Boston, Ebenezer Rockwood Hoar, como Fiscal General.[65]

Los nombramientos menores del Presidente confirmaron pronto el desencanto de los reformistas. Aparte de dar el codiciado puesto de embajador en Inglaterra al brahmín de Boston John Lothrop Motley, que había ayudado a escribir la biografía de campaña de Grant, Grant no reconoció el estatus de mejores y más brillantes a los reformistas. El nuevo senador por Missouri, Carl Schurz, decubrió para su consternación que el Presidente había elegido al jefe de correos de St. Louis sin consultarle, rematado con su frase a Schurz de que “Conozco Missouri mucho mejor que tú”. Charles Eliot Norton, encontrándose a la intemperie respecto de un nombramiento como embajador, ya no estaba encantado con el Presidente Grant en julio del primer año de presidencia. Para entonces, los reformistas ya no se quejaban de que Grant era insuficientemente político, todo lo contrario. Norton escribió a su amigo Curtis de la “rendición de Grant (…) a los políticos”, que iba a “arruinar al país”. John Hay, un brahmín de Boston en carrera del servicio exterior, escribió con enfado acerca de “la piara de cerdos” que “había nombrado” el Secretario de Estado Hamilton Fish. A finales de abril, el taimado reformista Henry Adams se había lavado las manos ante la administración de Grant:

Todas mis esperanzas en la nueva administración se han visto decepcionadas: es muy inferior a la anterior. Casi todos mis amigos han perdido terreno en lugar de ganarlo como esperaba. Mi familia está enterrada políticamente sin posibilidad de recuperarse en años. Me voy quedando cada vez más aislado mientras se van mis aliados.

Adams escribía a su hermano, Charles Francis Adams, Jr., lamentando su destino político común:

No puedo conseguirte un cargo. Los únicos miembros de este Gobierno con los que me he reunido son meros conocidos, no amigos y me temo que ninguna solicitud mía es probable que genere un chorro de simpatía.[66]

No sólo estaban los Adams, Curtis, Schurz y otros reformistas descontentos con la política de patrocinios de Grant, sino que también lo estaba la élite de  los medios de comunicación: los editores nacionales, que estaban molestos por no recibir nombramientos lucrativos. A ningún editor o director se le ofreció ningún puesto y, a mediados de abril, sólo a Charles A. Dana, editor del New York Sun, se le ofreció el ridículo puesto de tasador de Nueva York. En general, era fácil para los reformistas ver, con Juluis Bing a mediados de abril, que Grant había actuado “con aparente desprecio del principio de la aptitud intrínseca y la capacidad (…)”.

Si no se podía confiar en Grant, entonces los reformistas debían redoblar su actividad para un funcionariado vitalicio. Henry Adams, que no había estado especialmente interesado en la reforma antes de su desencanto ahora se unió a la pelea. En febrero de 1869 Adams había concluido que la reforma era fundamental y en junio estaba escribiendo lo que calificaba como un artículo de reforma a favor del funcionariado “muy amargo y combativo con la Administración”. Esperaba que el artículo le metiera en “un lío”, pero sentía que no tenía “nada que perder”. Desencantados en su búsqueda de cargos, los editores de la nación redoblaron sus esfuerzos de reforma. Como dice Hoogenboom, “Los editores, siempre una parte vital de movimiento reformista, ofrecieron la fuerza motriz que acabó garantizando la legislación esencial”. Pero éstos sólo eran los editores “respetables”: The Nation dejaba claro amargamente que la prensa no respetable no estaba interesada en la reforma pues ya estaban suficientemente en política como para poner “sus propias manos y las de sus amigos en el tesoro público”.[67]

Espoleado por su propio desencanto, los reformistas se encendieron con el Presidente Grant despidió sistemáticamente a todos los anteriores cargos y cuando hizo sitio en la burocracia para todos los congresistas republicanos derrotados en las elecciones de noviembre de 1868. En junio, The Nation se quejaba de que “poca gente (sin duda pocos de sus seguidores) estaban preparados para la ‘barrida’ que hizo”. Los escándalos, acusaba The Nation, “han sido enormes y han sido profundamente sentidos por toda la comunidad”.[68]

Entretanto, la agitación por la Propuesta Jenckes, que había aumentado tras la elección de Grant con la expectativa de que el nuevo Presidente apoyaría la reforma, se había intensificado aún más ahora que Grant había defraudado a los reformistas- El Secretario del Tesoro saliente Hugh McCulloch defendió la propuesta de Jenckes y la poderosa Union League Club de Nueva York pedía unánimemente la reforma. Ademásn e diciembre de 1868, la American Social Science Association, fundada en Boston unos pocos años antes para oponerse a la esclavitud, añadió ahora la reforma de funcionariado a su programa. El inmigrante alemán Henry H. Villard, secretario de la ASSA y pronto jefe de la Northern Pacific Railroad, trajo el representante Jenckes a Boston para reunirse con la sociedad y sus influyentes apoyos empresariales y profesionales. Una gran audiencia, incluyendo a la Cámara de Comercio, y varios antiguos alcaldes de Boston, firmaron unánimemente un solicitud pidiendo la aprobación de la propuesta de Jenckes. A la semana siguiente, Villard tuvo otra reunión con Jenckes en Nueva York, a la que acudieron 1.200 empresarios entusiastas. A partir de esta base, Villard extendió la organización de la ASSA para la reforma del funcionariado a Washington y a todo el país. En junio Villard fue capaz de establecer una sucursal de la ASSA en Filadelfia, alrededor del famoso historiador anticatólico Henry Charles Lea y cincuenta de los “mejores ciudadanos de la ciudad”.[69]

En octubre de 1869, George William Curtis tomó el liderazgo de los reformistas al hablar ante la reunión anual de la ASSA en Nueva York, atacando el sistema existente y defendiendo la propuesta de Jenckes. The Nation alabó el discurso y afirmó que la gente tenía una gran deuda con la ASSA por organizar la charla; también estaba impresionado por el hecho de que Curtis, uno de los oradores más populares hiciera compaña por la reforma en todo el país.

Durante el mismo mes, Henry Adams publicó su “muy amargo” artículo sobre la “Reforma del funcionariado” en la  North American Review. Quitándose los guantes sobre Grant, acusaba al presidente de llevar el sistema de cesantías a un nuevo extremo. En particular, precisaba el poderoso políticamente grupo de veteranos de la Guerra de Secesión (del Norte), el Gran Ejército de la República, como ayudante de Grant en organizar una purga en departamentos administrativos. Sin embargo Adams no era un entusiasta ni de las oposiciones ni de la propuesta de Jenckes: quería que el Presidente impusiera la reforma del funcionario por decreto y no quería tanto las oposiciones como la permanencia de la oligarquía administrativa. Adams traicionó los principales motivos de los reformistas cuando contrastó la supuesta magnificencia del Fiscal General Ebenezer Hoar con su colega bostoniano y republicano, el radical Secretario del Tesoro George S. Boutwell. Mientras que Boutwell era un hombre hecho a sí mismo que llegó a ser importante y “era el producto de caucus y promoción del partido” [el desprecio de Adams casi puede verse], Hoar, viniendo de una de la principales familias brahmines de Boston era “por nacimiento y formación un representante de la mejor escuela de Nueva Inglaterra, indiferente ante la oposición dentro o fuera de su partido”. Adams añadía que

El Juez Hoar pertenecía de hecho a una clase de hombres que habían sido gradualmente alejados de la política, pero a quienes los reformistas esperan restaurar. Mr. Botwell [por el contrario] pertenecía a la clase que ha excluido a sus rivales, pero que no ha conseguido ocupar con igual dignidad el puesto que ha usurpado.[70]

Era un contraste que The Nation aplaudió inmediatamente.

Entretanto, los republicanos radicales, llegando al poder con la Administración Grant, no estaban dispuestos a ver peligrar sus prioridades. En primer lugar, son su hombre en la Casa Blanca, rápidamente abolieron  (o enmendaron haciendo que dejara de existir) la Ley de Mandatos Públicos, que habían aprobado dos años antes para que el Senado radical quitara el poder a Andrew Johnson. Con uno de los suyos como presidente, se apresuraron a restaurar el poder presidencial único para destituir del cargo a los nombramientos federales.

Igualmente, con su hombre en el poder, los radicales habían perdido su entusiasmo previo por la reforma del funcionariado. ¿Qué sentido tenía ahora que era presidente el General Grant y no un enemigo como Johnson? Liderando la oposición a la propuesta de Jenckes inmediatamente después de las elecciones estaba, por ejemplo, el líder radical Senador John A. (“Black Jack”) Logan, de Illinois. Sin embargo, cuando estaba en el poder el odiado Andrew Johnson, Logan, en diciembre de 1867, había presentado una propuesta de reforma del funcionariado. Ahora que Grant era presidente era, sin embargo, una historia muy diferente. Ahora Logan denunciaba la reforma como inconstitucional, aristocrática, monárquica, antirrepublicana y no democrática. Por el contrario, quien no apoyara una administración no debería trabajar en ella. Como dijo Logan, “quien no está unido en su visión no debe ser confirmado en su empleo”.

Logan apuntaba la importancia de la rotación en los cargos: “Es al tener sus agentes constantemente ante ellos que sus actos pueden denunciarse o confirmarse por lo que el pueblo mantiene su supremacía y aplica su voluntad. Ésta, señor, es la teoría y práctica de nuestro Gobierno. La responsabilidad inmediata en que todos incurrimos y las rápidas explicaciones que todos debemos dar”. Logan concluía que “el derecho a ser por un tiempo parte de la fuerza administrativa del gobierno es uno de lso derechos reconocidos al pueblo a los cuales esta propuesta se propone privarle completamente y para siempre”.[71]

La propuesta Jenckes también fue atacada eficazmente por el representante demócrata de Pennsylvania Geroeg W. Woodward. Rememorando la democracia de Jackson, Woodward en su lugar recogía las virtudes jacksonianas de la rotación de en los cargos, la moneda fuerte, no gravar a la industria con impuestos, el libre comercio, el recorte presupuestario y la liquidación de la deuda pública. La rotación en los cargos. Aseguraba Woodward, aseguraría más fácilmente la moralidad en los cargos que la reforma de funcionariado.[72]

La oposición de logan y otros radicales condenó a la propuesta de Jenckes durante el mandato de pato cojo del 70º Congreso; Los reformistas lo intentarían de nuevo en el 71º Congreso que se produciría con la nueva administración Grant en primavera de 1869. Las perspectivas, sin embargo, se vieron empañadas por el hecho de que los demócratas, condenados a una extrema minoría durante la Guerra de Secesión, habían obtenido considerables avances en las elecciones al Congreso de 1868.

El primer mensaje anual del Presidente Grant al Congreso en diciembre de 1869 desanimó a los reformistas aún más, al omitir cualquier mención a la reforma del funcionariado; The Nation calificó de manera extravagante a esta omisión como el “gran escándalo de la administración del General Grant”. Los reformistas se amargaron aún más cuando su admirado Juez Hoar, nombrado por el Presidente Grant para el Tribunal Supremo, fue rechazado por Senado dominado por los radicales, enfadado por el rechazo de Hoar a tolerar nombramientos políticos en el Departamento de Justicia.

Jenckes volvió presentar su propuesta en el siguiente Congreso, en mayo de 1870. Esta vez; Jenckes hizo una concesión al principio de rotación en el cargo, pero no a la rotación política, al disponer que su propuesta Comisión del Funcionariado pudiera somter a los funcionarios a reevaluación cada cuatro años. La mayoría del apoyo popular seguía confinado al nordeste.

Mientras la propuesta de Jenckes languidecía en el Congreso, el año 1870 vio una serie de golpes administrados a los reformistas por la Administración Grant. Sus dos amados líderes en la administración fueron ambos despedidos sumariamente: Ebenezer Hoar como Fiscal General y John Lothrop Motley como embajador en Inglaterra. Ambos hombres se unieron al Senador Charles Sumner en oponerse al plan del Presidente Grant de que Estados Unidos se anexionara Santo Domingo y Hoar en particular era detestado por el representante radical de Massachusetts Ben Butler, un defensor del “sistema de cesantías” y enemigo de la reforma. Además, el otro reformista del Gabinete, el Secretario del Interior Jacob Dolson Cox, reñía con el poderoso Butler y se enzarzaba con el senador radical de Michigan y rico mercader de Detroit, Zachariah Chandler.[73]

Después de su dimisión en octubre, se pidió a Cox que hiciera públicas las razones por parte de un colega reformista de Ohio, el representante James A. Garfield y la revelación tuvo el efecto de demostrar una creciente desorganización en las filas republicanas. Las posteriores elecciones de 1870 mostraron una ganancia republicana de treinta escaños en la Cámara, así como obtener los estados críticos de Nueva York e Indiana. Después de las elecciones, continuó la agitación reformista, con los profesores de Yale generando una “carta de cálida simpatía” a Cox en la reunión de New Haven, denunciando el estado actual del funcionariado como “la raíz de mucha de nuestra corrupción política”. Harvard metió baza rápidamente, un “caucus” republicano en Cambridge aprobó unánimemente una resolución a favor de Cox y un grupo de alumnos de Harvard habló de formar un club para la reforma del funcionariado.

Sin embargo durante las elecciones la reforma perdió a su más firme defensor en el Congreso. Thomas A. Jeckes fue derrotado a la reelección por un oponente apoyado por el poderoso senador republicano William Sprague, un rico fabricante textil, hombre de ferrocarriles y especulador de terrenos. Después de acusar a Sprague de todo tipo de corrupciones y luego perder las elecciones, Jenckes continuó protestando al final por fraude, acusando a Sprague de haber comprado los votos ganadores.

Realmente las elecciones de 1870 vieron el ascenso de una nueva facción dentro del partido nacional, los republicanos liberales, que reclamaban libre comercio pero se decantaban por la reforma del funcionariado. Carl Schurz controlaba el Partido Republicano de Missouri y consiguió elegir a un republicano liberal como gobernador. The Nation llegó a pedir un nuevo partido dedicado a la reforma del funcionariado, aranceles menores y, en particular, más representación en el gobierno de la parte de la población “pensadora, consciente e inteligente (…) ahora excluida de toda participación directa en el gobierno”.

Más profética fue la reclamación de la Bostonian American Free Trade League para una alianza de republicanos liberales o reformistas y demócratas, una idea secundada por el prorreformista Chicago Tribune. Poco después de las elecciones, la Free Trade League convocó una conferencia en Nueva York para una nueva alianza. Mientras Schurz, Cox y otros líderes republicanos rechazaron comprometerse en ese momento a romper con Grant, muchos editores prorreformistas estaban presentes, incluyendo a Henry Adams de la Henry Adams of the North American Review, Horace White del Chicago Tribune, y E.L. Godkin de The Nation. La conferencia abarcaba tanto la reforma del funcionariado como el libre comercio, aunque el portavoz de la Cámara James G. Blaine fue capaz de contener a los reformistas para que no formaran un nuevo partido prometiendo hacer uno propio, James A. Garfield, presidente del poderoso Comité de Medios de la Cámara. George Curtis también rechazó la idea de un nuevo partido porque aseguraría la victoria de los odiados demócratas.

Las graves pérdidas de las elecciones, así como la creciente desafección del partido por parte de los reformistas generaron un cambio por parte de la Administración Grant. El Presidente Grant, en su mensaje anual al Congreso de diciembre reclamó en 1870 realmente una reforma del funcionariado; el sistema actual de patrocinios, decía, “no garantiza los mejores hombres, y a menudo ni siquiera hombres apropiados para los empleos públicos”.

Durante la sesión del pato cojo del 41º Congreso, fracasaron las aprobaciones de varias propuestas de reforma, a pesar de ser aprobadas por el Presidente Grant, hasta que los líderes de la reforma en el Congreso acordaron una resolución conjunta autorizando al Presidente a nombrar una comisión del funcionariado para dictar las normas de examinar las solicitudes. Y a pesar del hecho de que esta resolución tenía truco consiguió la aprobación de ambas cámaras del Congreso en el último minuto en marzo como cláusula adicional en una propuesta de asignación, los reformistas celebraron su aprobación sin comentar la forma precipitada y tortuosa con que se había manejado el proceso.

La táctica de la Administración Grant se las arregló para dividir a los reformistas. De hecho, la mayoría de los reformistas seguían a Carl Schurz, Jacob Cox y E.L. Godkin en formar una poderosa facción republicana liberal dedicada a tomar el control del Partido republicano y negar la renominación de Grant en 1872. Los liberales desafiaban a los dominantes radicales en todos los niveles. Mientras que lso radicales defendían continuar la reconstrucción del Sur, altos aranceles proteccionistas, continuar la inflación de los greenbacks y mantener el sistema de cesantías, los liberales defendían la reconciliación con el Sur y acabar con la Reconstrucción ahora que se había abolido la esclavitud, el libre comercio y la recuperación del patrón oro: en resumen, la plataforma de la rama minoritaria de Sumner de la antigua facción radical. Pero su enorme celo no era tanto por el credo del laissez faire de la democracia de Jackson, sino por la doctrina especialmente detestada por el grupo que estaba desapareciendo: la reforma del funcionariado. Cuando Jacob Cox formó su Central Republican Association en Cleveland a principios de 1871, presentando el programa anterior, Carl Schurz le alabó diciendo que ése era el credo de sus republicanos liberales de Missouri y pidiendo que hubiera organizaciones similares en todo el país.

Desfasado respecto de la mayoría de sus compañeros, George W. Curtis estaba tan encantado con la llamada a la reforma de Grant y con la subsiguiente cláusula adicional del Congreso que alabó a Grant y apoyó su renominación, una conversión a favor de Grant posiblemente influida por la creencia de Curtis de que el Presidente planeaba hacerle embajador en Inglaterra. En su lugar, Curtis recibió otra llamada del Presidente: respondiendo a la subsiguiente cláusula adicional del Congreso y a acusaciones de corrupción en la Aduana de Nueva York, el Presidente Grant sorprendió y deleitó a los reformistas en Junio nombrando una Comisión del Funcionariado (CSC, por sus siglas en inglés) compuesta por siete hombres, nada menos que con Curtis como presidente. El New York Times, ahora un sólido órgano de la Administración desde que el rival de Horace Greely, el New York Tribune, se iba haciendo cada vez más liberal, alabó el nombramiento de la CSC de Curtis por ofrecer “una prueba práctica de que el Presidente es activamente partidario de la reforma y de que tiene el sentido y coraje para llamar en su ayuda a hombres que están seriamente fuera de sospecha”.[74]

Curtis tuvo éxito, superando las objeciones de muchos miembros de la Comisión y las reticencias del Presidente, en hacer que la CSC promulgara, a mediados de diciembre, reglas de despido para todos excepto un pequeño puñado de altos funcionarios de la administración federal. También hizo que el Presidente Grant promulgara las reglas en 1 de enero de 1872 para que tuvieran en efecto en sólo dos semanas. Estas reglas draconianas hicieron a la CSC dictadora de prácticamente todo el poder ejecutivo, proviniendo los nuevos ingresos en cada departamento casi exclusivamente hasta el fondo, con empleados a seleccionar en oposiciones abiertas y promociones a seleccionar de la misma manera.

Sin embargo, la CSC se suponía que dividiría al funcionariado en grados y estaba claro que era absurdo creer que pudiera completar su tarea en dos semanas. Por tanto, el 10 de enero Grant suspendió las nuevas reglas para dar a la CSC tiempo para llegar a una clasificación detallada en grados. Si hizo el 12 de marzo de 1872, dividiendo toda la administración en cuatro clases, con todas excepto la pequeña cuarta, la más alta, sujetas a las reglas de la oposición y sus salarios determinados por la clase. Grant rápidamente se plegó a los deseos de la CSC y promulgó las reglas de reforma.

En una carta al miembro más preocupado por la reforma de la CSC tras Curtis, el director del Chicago Tribune, Joseph Medill, el Presidente Grant se ponía abiertamente del lado de la reforma: “El gran defecto in las costumbres pasados es que el patrocinio ha llagado a considerarse como la propiedad del partido en el poder”.[75]

Sin embargo, los reformistas apenas se detuvieron para celebrar su triunfo. Tenían que batallar contra un Congreso hostil, especialmente los grantianos radicales, por las partidas presupuestarias y tratar de hacer que la normas de Grant se hicieran permanentes por ley y también continuaron arrogantemente tratando de presionar al presidente para extender las reglas a la categoría superior, incluso en aquellos puestos que tenían que ser confirmados por el Senado.

En el Congreso, los grantianos radicales golpearon fuerte. El senador Matthew Carpenter, de Wisconsin, denunciaba la reforma como inconstitucional, transfiriendo el patrocinio de los funcionarios electos a un “consejo de maestros de escuela”. Carpenter también apuntaba perspicazmente que las nuevas leyes no sólo eran antirrepublicanas, sino que favorecían a los hijos de los ricos, que podían sufragar una educación universitaria y por tanto hacerlo mejor en exámenes escritos abstractos que las personas prácticas. Carpenter identificaba sagazmente la subyacente lucha de clases implícita en la agitación a favor y en contra de la reforma:

Así que, señor, al final resulta que (…) el tonto que haya empollado para un diploma en Yale y llega directo de su empolle, será preferido en todos los nombramientos del funcionariado al más capaz, más exitoso y más recto hombre de negocios del país, que o bien no disfrutó de los beneficios de una educación temprana o para cuya mente, durante mucho tiempo ocupada en asuntos prácticos, los detalles y las exquisiteces del pensamiento académico se han disipado como los cabos desaparecen cuando el marinero da las buenas noches a su tierra nativa.[76]

Se desarrolló una batalla en el Congreso sobre las partidas asignadas a la CSC, que no sentía que podría seguir sus verdaderas inclinaciones en un año electoral y votó a regañadientes 25.000$ a principios de mayo, un severo recorte de la propuesta original de 100.000$ o incluso de la aprobación del Senado de 50.000$. De nuevo el mayor apoyo a la propuesta provino del nordeste, aunque esta vez los grantianos radicales se opusieron a la CSC aún más que lo demócratas. Liderando las fuerzas antireforma en la Cámara, estaba de nuevo el representante de Massachusetts Ben Butler, mientras James A. Garfield lideraba las filas de los reformistas.[77]

Característico de los reformistas fue que pagaron la conversión del Presidente Grant a su causa no dándole más que problemas. La mayoría de los reformistas, determinados a destruir las perspectivas de un segundo mandato de Grant, formó un nuevo partido, los republicanos liberales. Reunidos bajo la tutela de del senador Carl Schurz en Missouri en enero de 1872, convocaron una convención nacional a reunirse en Cincinatti el 1 de mayo. La idea era elegir un candidato al que los demócratas también pudieran apoyar y así poner en el poder a un presidente demócrata-republicano liberal. Particularmente importante en el nuevo partido eran los principales intelectuales de los medios nacionales de comunicación: los editores de los periódicos más importantes. Éstos incluían a Horace Greeley y el director Whitelaw Reid del New York Tribune, The Nation, el New York Evening Post, Horace White del Chicago Tribune, Samuel Bowles del Republican de Springfield, Mural Halstead del Commercial de Cincinnati y Henry Watterson del Courier-Journal de Louisville.

Los reformistas ansiaban nominar para presidente a uno de los suyos, Charles Francis Adams, pero para aumentar su base se veían  forzados a aceptar delegados no realmente comprometidos con la reforma, que eran a menudo simplemente cesantes descontentos que habían perdido la batalla por el favor del Presidente Grant. Un hombre así era Horace Greely, que fue nominado en la sexta votación por encima de Adams y otros. La nominación de Greely dejó a Schurz, el fundador del partido, y a otros reformistas amargados. Porque el anciano Greely era lo opuesto al beau ideal de un reformista del funcionariado: socialista fourierista y proteccionista veterano, Greely creía que el arancel proteccionista, en contraste con el individualismo “egoísta” del laissez faire, encarnaba el principio cristiano del “amor universal”. No sólo eso: Greely era realmente un cesante que se unió a los liberales porque había apoyado en Nueva York a la facción republicana equivocada, desde el punto de vista de la Administración Grant. Carl Schurz estaba desolado, escribiendo francamente a Greely que “el primer fruto de la gran reforma, que había empezado tan esperanzadoramente, fue un exitosa obra de charlatanería política y que todo el movimiento ha sido capturado por políticos de viejo cuño”. E.L. Godkin estaba incluso más preocupado, escribiendo enfurecido a Schurz que Greely era una “vieja criatura engreída, ignorante, medio loca y obstinada” y decía que la elección de Greely “sería una calamidad nacional de primera magnitud (…) el triunfo de la palabrería, la charlatanería y la imprudencia”.[78]

Los reformistas del funcionariado ahora estaban divididos en cuatro bandos enfrentados entre sí. El bando principal, encabezado por Schurz y Horace White, después de obtener el compromiso de Horace Greeley con la reforma del funcionariado, se tragaron su orgullo al final de junio y apoyaron a Greeley. La segunda y amargada facción, encabezada por Godkin y Charles Eliot Norton, volvió a apoyar al Presidente Grant como mal menor. Un pequeño grupo de reformistas, que detestaba tanto a Grant como a Greeley, nominó a la presidencia a finales de junio a W.S. Groesbeck de Ohio, pero no se supo más de ella en adelante. Y finalmente, la cuarta facción, encabezada por Curtis, estaba con Grant desde el inicio, continuó con Grant y denostaban con gusto a Greeley. Es interesante que las cartas de Curtis revelan que su apoyo a Grant no era tanto por la cuestión del funcionariado como por su versión radical de la reconstrucción. Curtis denunciaba a Greely como demasiado blando con el Sur, acusando a Greely de ser un verdadero copperhead. Entretanto, los acosados demócratas, ansiosos de aliado, cometieron el gran error de nominar ellos mismos a Greeley, abandonando así todos sus viejos principios de democracia jacksoniana. El abogado católico irlandés de Nueva York Charles O’Conner, un decidido libertario y demócrata jacksoniano, se presentó en una tercera candidatura de un Partido Demócrata Estricto a favor de la democracia.

En las elecciones de 1872, Horace Greeley fue aplastado, perdiendo en todos los estados y murió poco después. Los reformistas continuaron dividiéndose, con la facción de Godkin-Norton particularmente amargada con quienes seguían con Greeley, acusando a éstos de motivos políticos egoístas y sórdidos para su apoyo. Después de las elecciones, las fuerzas Schurz-White, como verdaderos pragmáticos, trataron de reconciliar las facciones, pero Godkin no quiso saber nada, declarando que “hay actualmente un ligero olor a ridículo alrededor de quienes no tienen nada que ver” con la convención de Cincinatti. Se evaporaron las ideas para una Liga de la Reforma del Funcionado o un diario en Nueva York defensor de la reforma.

A pesar de la confusión de los reformistas, el Presidente Grant continuó comprometido con el reforma, pero sólo consiguió la irritación de George Curtis. En agosto de 1873, Grant acordó promulgar las reglas de la CSC reforzando las viejas regulaciones, haciendo realmente ilegal toda solicitud personal de nombramiento por congresistas y otros. Pero Grant quería alguna flexibilidad en las reglas para puestos altos en la administración. Después de mucho tira y afloja, Grant insistía en nombrar a su propio candidato para el puesto de supervisor de aduanas en Nueva York, técnicamente dentro de las reglas del funcionariado pero realmente siempre un importante cargo político confirmable por el Senado. Sin embargo Curtis resistía tercamente y cuando una enfermedad le impidió realizar una vista u oposición para encontrar alguien que ocupara el puesto, el presidente a mediados de marzo se adelantó y nombró para el puesto al eminente político George H. Sharpe sin notificarlo a Curtis. Curtis, resentido, inmediatamente dimitió como presidente de la CSC.

El sucesor de Curtis como cabeza de la CSC tenía unas impecables credenciales reformistas. Dorman B. Eaton era un intelectual reformista y abogado erudito, nacido y criado en Nueva Inglaterra y residente en Nueva York. En 1870, Eaton abandonó su floreciente práctica legal y dedicó el resto de su vida a luchar por la reforma municipal y del funcionariado., publicando una historia erudita, Civil Service in Great Britain, en 1880. Es propio de Caris que le amargara que Eaton traicionara a la causa, ya que Eaton creía que Curtis estaba poniendo en peligro el movimiento de reforma por su acción precipitada. En cualquier caso, fue Eaton el que presidía con las reglas más estrictas aprobadas en agosto.

Pero Curtis no se iba a tranquilizar: después de seis meses de descanso, volvió en otoño de 1873, en el ataque de su Harper's Weekly, acusando a Grant de no respetar el “espíritu de las reglas” al no extenderlas hacia arriba a los importantes puestos de jefes de correos y recaudadores de impuestos. Hay evidencias de que parte de la amargura de Curtis la causó la frustración de su ambición de ascender en la administración Grant, tal vez su fracaso en ser nombrado embajador en Inglaterra. Por su parte, Eaton estaba dispuesto a reconciliarse con Grant y abandonar la reforma de las reglas para recaudadores y supervisores de puertos. Aunque los reformistas acabaron viéndose obligados a retirarse a una postura más sensata, The Nation de Godkin atacó las concesiones de Eaton, revelando así las verdaderas ambiciones de la reforma. Es fácil para el Presidente y las cabezas de los departamentos, escribía The Nation, estar a favor de la reforma “porque quita de sus manos una tarea desagradable, mientras que para los cargos más importantes, son casi abiertamente hostiles al espíritu de innovación, porque les quita poder”. Eran en los cargos más altos en los que estaban principalmente interesados en conquistar y asegurarse, no en los trabajos de los administrativos inferiores.[79]

Sin embargo, las filas de los republicanos radicales se fortalecieron con las elecciones de 1872 y estaban listas para la sangre de los reformistas. Además, los reformistas estaban cada vez más distraídos por el Pánico de 1873 y por la demanda de los radicales de una inflación monetaria para combatir un pánico que había generado la expansión inflacionista del crédito bancario en la guerra y posguerra de secesión. Como los reformistas eran en general opositores a la inflación y defensores de una moneda fuerte, la enemistad de los radicales se redobló. Cuando el presidente Grant, en su mensaje anual de diciembre de 1873, sugirió que el Congreso creara un comité especial para ayudar a la CSC a elaborar reglas aplicables, la Cámara respondió nombrando un comité que incluía al inflacionista y defensor del sistema de cesantías Ben Butler y no al líder reformista James A. Garfield. Después de una fiera discusión sobre la existencia de la CSC y su financiación, con Ben Butler liderando la lucha contra ambas, el Congreso acabó dejando la CSC tal cual pero privándole de ninguna asignación.

En las elecciones al Congreso de noviembre de 1874, los demócratas, espoleados por el dañino Pánico de 1873, obtuvieron una mayoría abrumadora de setenta escaños en la Cámara, dominando esa institución por primera vez desde la Guerra de Secesión. La mayoría republicana en el Senado se redujo a una muy estrecha. Desanimado por las victorias demócratas y las quejas de los reformistas, el Presidente Grant acabó tirando la toalla. En su mensaje anual de diciembre de 1874 continuaba apoyando la reforma del funcionariado, pero destacaba lo absurdo de continuar con la CSC y las regulaciones sin la financiación o el apoyo del Congreso. Grant amenazó con abolir el sistema de oposiciones si el Congreso no financiaba a la CSC. Feliz de acabar con la CSC mediante la inacción, el 43º Congreso de pato cojo no asignó fondos y Grant abandonó los exámenes de oposición en marzo de 1875. La Comisión del Funcionariado y la primera era de las reglas de reforma, de 1871 a 1875, había acabado. El coqueteo reformista con Grant había terminado.

  X.    El clímax de la reforma: la ley Pendleton

El abandono del Presidente Grant sirivió para movilizar y unificar a los reformistas. En febrero de 1875 Henry Adams llamó “a consulta” a los reformistas. lo que se realizó como una cena en honor a Schurz en su retirada del Senado. Los reformistas resolvieron unirse y evitar las desastrosas divisiones del 72 y mantuvieron una reunión general en Nueva York a finales de baril. Los reformistas concentraron su fuego político ese año en Ohio, donde el prorreformista y defensor de la moneda fuerte Rutherford B. Hayes consiguió derrocar al inflacionista gobernador demócrata titular William Allen. La campaña por Hayes de Carl Schurz podría haber marcado la diferencia en esa ajustada disputa.

Los reformistas se reanimaron de nuevo cuando George W. Curtis fue elegido presidente de la convención republicana del Estado de Nueva York ese mismo año y cuando la convención adoptó una resolución contra un tercer mandato de Grant. Y en el Partido Demócrata de Nueva York, el pro-reformas Samuel Tilden fue nominado (y luego elegido) como gobernador superando la oposición de Tammany.

La atención política de los reformistas estaba ahora concentrada en las elecciones de 1876. A los reformistas, ahora conocidos como republicanos independientes, les gustaba secretamente el sueño imposible de Charles Francis Adams, Sr. como nominado por ambos partidos (lo que hubiera sido el clímax de su silenciosa creencia en una “democracia” guiada por ellos). Mas realistamente, apoyaban a al Secretario del Tesoro de Kentucky Benjamin H. Bristow; en un momento determinado, Henery Adams pensó en comprar el Evening Post de Nueva York como órganod e Bristow con Schurz como editor. En abril, los reformistas tuvieron una conferencia a gran escala en Nueva York en el Hotel Quinta Avenida, en la que dejaban claro que evitarían la vía de separación del partido de 1872 y mantendrían una postura independiente, esperando a ver cuáles eran las nominaciones presidenciales. La paltaforma adoptada por la conferencia la escribió Schurz, destacando los asuntos gemelos de la reforma del funcionariado y la moneda fuerte, lo que significaba una vuelta al patrón oro. The Nation estaba exultante porque los asistentes a la conferencia eran en buena parte el ‘“elemento moral’ (…) ministros, profesores y personas respetables que no creen que las políticas deberían considerarse como un comercio”.[80]

Bristow no consiguió obtener la nominación en la convención de junio en Cincinnati, pero los reformistas quedaron satisfechos con la elección del tapado, el gobernador Rutherford B. Hayes, comprometido con la reforma, la vuelta al oro y la reconciliación con el Sur.[81] Hayes había estado manteniendo correspondencia con los reformadores desde febrero y después de su nominación escribía alegremente en su diario: “La mejor gente, muchos de ellos hasta entonces insatisfechos con el Partido Republicano, estaban especialmente cordiales en mi apoyo. Debo hacer un esfuerzo contante por merecer esta confianza”.[82] Y aunque los reformistas estaban  contentos de apoyar a Hayes, también les agradó que los demócratas nominaran a su reformista más conspicuo, el gobernador Tilden de Nueva York. De cualquier manera, los reformistas no podían perder. En su carta oficial de aceptación de la nominación en julio, Hayes, después de consultar a Curtis y Schurz, pedía insistentemente la abolición de las cesantías y una reforma “integral, radical y completa” del funcionariado.

Como presidente, como podríamos esperar, Hayes no dejó de recibir quejas de los reformistas. Durante la campaña, los reformistas rezongaban que Hayes estaba “agitando la camisa ensangrentada” contra los “rebeldes” en su campaña, que estaba levantando un sentimiento anticatólico y que estaba dando puestos de campaña a opositores a la reforma. Los reformistas luego se quejaron de que Hayes ganara la presidencia Tilden con un fraude evidente y luego recompensara a los recontadores del Sur en las elecciones fraudulentas con puestos patrocinados. E incluso aunque los reformistas estaban encantados de que Schurz fuera nombrado Secretario de Interior, de que éste impusiera el sistema de oposición en su departamento y de que se hubiera realizado otra obra de reforma en la Aduana de Nueva York, como era habitual, nada les bastaba para estar satisfechos. ¿Por qué no estaban todos los demás departamentos en manos de los reformistas? Asimismo encontraban que Hayes estaba tomándose demasiado en serio el objetivo de los reformistas del puesto vitalicio: que se suponía que iba a deshacerse de toda la malvada gente de Grant, reemplazarla por buenos reformistas y luego bloquear a los reformistas en el funcionariado a través de la reforma.

Así, en junio de 1877, Horace White escribía exasperado a Schurz:

Al principio, debería haber habido varios golpes duros y decisivos al viejo sistema: por ejemplo, la eliminación de los recaudadors en Boston, NY y Phila., seguida por nombramientos de amigos de la reforma. Conocidos como tales en el país y animados por instrucciones inequívocas para todos los funcionarios y sus subordinados.[83]

¡Pobre Presidente Hayes! Nunca lo entendió, aunque debería haber llenado de gozo sus corazones retirando tropas federales del Sur y volviendo al patrón oro en 1879.

Hayes trató de compensar a los reformistas poniendo el mayor énfasis en una demanda de una reforma del funcionariado en su mensaje anual de finales de 1879; además, pidió a Dorman Eaton, que seguía siendo nominalmente el presidente de la CSC aunque sin espacio físico ni fondos, que informara acerca del sistema británico de funcionariado y Eaton estuvo encantado completar, con su elogio a recientemente impuesto sistema vitalicio y meritorio en Inglaterra, su Civil Service in Great Britain (1880).

Los reformistas estaban confusos acerca de su postura en las elecciones de 1880. Cuando fue nominado, Hayes, en un arranque de lo que los reformistas consideraban que era un erróneo celo reformista, prometió ser candidato a un solo mandato. Así que Hayes, su favorito, se autoeliminaba de la carrera para 1880. Los principales candidatos republicanos en 1880 eran el General Grant, para un tercer mandato, y el Portavoz de la Cámara James G. Blaine, de Maine. Los reformadores detestaban a Grant y estaban descontentos con Blaine, así que consideraron una “liberación” divina cuando la convención republicana de junio en Chicago, después de no decantarse entre los dos líderes, eligió al reformista James A. Garfield como candidato de compromiso anti-Grant. E incluso aun que los reformistas preferían a Garfield a la opción demócrata, el General Winfield S. Hancock, continuamente se quejaban de que Garfield era un charlatán, que ahora rechazaba comprometerse con la reforma y que era demasiado cercano a James Blaine. Los reformistas rezongaron particularmente cuando Garfield eligió como vicepresidente a Chester A. Arthur, de la odiada maquinaria de cesantías de Nueva York, el senador Roscoe Conkling.

El paso decisivo realizado por los reformistas durante la campaña de 188º no fue la elección de Garfield, sino el establecimiento de una organización civil de reforma del funcionariado permanente y dedicada íntegramente a ello para promover dicha reforma. Empezó como una sugerencia de The Nation en agosto y en una respuesta a Frederick William Holls de Nueva York pidiendo que los republicanos independientes organizaran una sociedad que reclamara “educación e ilustración (…) logrados por agitación política, social e incluso religiosa”. Holls sugería que la nueva sociedad empleara los métodos que ellos y sus antecesores habían usado en la lucha por la abolición de la esclavitud: en particular, usar y resaltar el importante principio de la moralidad y el principio moral. Holls pedía que la nueva sociedad hiciera hincapié especialmente en la idea de “derecho moral abstracto”. La respuesta favorable en cartas a The Nation inspiró a los reformistas a organizar una sociedad así.

En particular, Dorman Eaton había creado la New York Civil Service Reform Association en mayo de 1877, pero la falta de interés había hecho que la asociación permaneciera en letargo después de 1878. Ahora Curtir la hizo revivir, que se reorganizó en septiembre y octubre y nombró a Curtis como presidente, un puesto que mantendría hasta su muerte, doce años después. La asociación iba a dedicarse a un solo asunto y no sería partidista. Iba a especializarse en cabildeo, en un comité encabezado por Eaton y en la publicación y distribución, en un trabajo encabezado por Godkin. La asociación de Nueva York constituía el modelo y el núcleo de otras asociaciones locales, que se extendieron como un incendio: en mayo de 1881, se habían establecido asociaciones afiliadas en Brooklyn, Boston, Cambridge, West Newton, Massachusetts, y en Cincinnati, Milwaukee, Filadelfia, Providence y San Francisco, y en proceso de formación en Buffalo, New Orleans, Pittsfield y Worcester, Mass.  Se distribuían panfletos y en mayo empezó a publicarse una revista mensual, The Civil Service Record, por parte de las asociaciones de Boston y Cambridge.

El estudio del Profesor Hoogenboom de los cuarenta y cinco miembros activos del comité ejecutivo de la asociación de Nueva York, desde su inicio en 1877 hasta 1883, revela lo siguiente: la mayoría de los miembros nacieron en los diez años posteriores a 1832, lo que les ponía en los últimos cuarenta y primeros cincuenta en 1880; la mitad eran abogados, nueva eran editores, tres profesores y cinco clérigos contribuían al alto tono moral y el tercio de empresarios no eran industriales sino más bien mercaderes y banqueros de nivel medio-alto. Casi todos eran protestantes; más de la mitad habían nacido en Nueva Inglaterra y el resto en Nueva York. Todos eran anglófilos. Casi todos tenían una buena educación, muchos con títulos superiores. Nueva habían acudido a la Universidad de Harvard y siete a la Escuela de Derecho de Harvard. El líder reformista neoyorquino medio estaba encuadrado en la sociedad de sangre azul y era miembro de clubs, especialmente de los clubs de Union League, Century, Universidades y Harvard. Los patrones eran similares en las asociaciones de Brooklyn, Boston y San Francisco.[84]

Finalmente, el 11 de agosto de 1881, la asociación de Nueva York convocó una conferencia general de asociaciones locales para coordinar las actividades y acciones por la reforma. DE esta conferencia salió la organización paraguas nacional, la National Civil Service Reform League, con el comité ejecutivo del grupo de Nueva York funcionando como su comité central provisional.[85]

En el Congreso de pato cojo después de la victoria de Garfield, los demócratas empezar a interesarse cada vez más en la reforma, No sólo se estaba extendiendo la idea de la reforma en los mejores círculos y haciéndose más influyente entre los medios y ele electorado, sino que las pérdidas de los demócratas en las elecciones de 1880 hicieron de muchos de ellos más entusiastas acerca de una administración no partidista. En particular, el senador George Pendleton de Ohio, un converso reciente, presentó un propuesta de reforma del funcionariado en diciembre. Por suerte para los reformistas, la New York Civil Service Reform Association estaba implantada y cuando ésta protestó acerca de errores técnicos, Pendleton estaba encantado de sustituir la propuesta escrita a finales de diciembre por la del comité legislativo de la asociación de Nueva York, es decir, en buena parte dominada por Dorman Eaton.

Los pocos meses en el cargo de Garfield resultaron un gran desencanto para los reformistas. Nombró como su Secretario de Estado al enemigo de los reformistas James G. Blaine y el nuevo Secretario de Interior, Samuel J. Kirkwood, de Iowa, desmanteló inmediatamente todas las reformas del funcionariado de Carl Schurz en ese departamento. No sólo eso: el discurso de toma de posesión de Garfield, en lugar de apoyar la propuesta de Pendleton, cambiaba inteligentemente de dirección pidiendo que la reforma limitara a los funcionarios a un plazo fijo de años. Aunque para el observador ocasional, esta propuesta parecería similar a los planes de los reformistas, era precisamente lo contrario: al obligar a la rotación en el cargo en todos los sitios en lugar de establecer puestos vitalicios por oposición entre graduados. En su correspondencia privada, George Curtis mostraba el plan: Garfield, apuntaba, “lo sabe bien y por tanto sólo puedo interpretar su herética posición de fijar plazos en el cargo por ley, como una hábil medida para derrotar todo el plan sin oponerse abiertamente a él”.[86]

Cuando Garfield fue tiroteado el 2 de julio por el demente Charles J. Guiteau, James A. Garfield herido y luego muerto resultó ser mucho mejor activo para los reformistas que Garfield vivo. Guiteau se creía que era responsable de la elección de Garfield y reclamaba un alto cargo, embajador en Austria o cónsul en París. Guiteau fue retratado entonces y ahora como un “buscador de cargos desencantado” y los reformistas redoblaron su activismo, tratando de explotar la tragedia cínica y demagógicamente y obviando que la Ley Pendleton no n habría cubierto ese puesto en ningún caso. La idea de que un asesinato por un buscador de cargos pueda sólo ser combatido aboliendo la lucha por los cargos, es incluso más tonta que el argumento comparable de que la forma de eliminar los atracos o asesinatos es prohibir las armas. Del púlpito a la prensa, los reformistas atacaban al sistema de cesantías como responsable del tiroteo a Garfield y fue tras ese tiroteo cuando la New York Civil Service Reform Association decidió hacerse nacional. En septiembre, la asociación de Nueva York distribuyó nacionalmente, redactada por Curtis y firmada por muchos hombres eminentes, del industrial Peter Cooper al expresidente Hayes, ligando el “reciente ataque asesino” a Garfield con la supuesta necesidad de una reforma del funcionariado.

Cuando Garfield murió de sus heridas, los reformistas incrementaron su propaganda.[87] Se olvidó al Presidente Garfield como débil herramienta de James Blaine, ahora se había transformado en un valiente cruzado por la reforma. Típico de las publicaciones en memoria de Garfield era un póster que la asociación de Nueva York exhibía en todas las oficinas de correos del país. El póster mostraba un monumento al asesinado Garfield, rodeado por citas a favor de la reforma de Garfield de sus días en el Congreso, mientras que en el monumento había un epitafio proclamando a Garfield “un mártir de la fiereza de la política de facciones y la víctima de esa abominable avaricia de cesantías en los cargos que fue la ruina de su breve existencia concienciada como Presidente y es el más grave peligro que amenaza el futuro de su país”. Hay que reconocer que Henry Adams estaba disgustado, escribiendo a Godkin que:

La cínica impudicia con la que los reformistas han tratado de fabricar un estadista ideal a partir de último oscuro político, supera a cualquier cosa como algo novelesco. Están haciendo capital popular, Mienten y maniobran igual que los candidatos a los cargos. Los independentistas y reformistas son tan malos como éstos lamentaban y por la misma razón. Funciona.[88]

Contrariamente a la impresión que dan los historiadores, el Congreso no aprobó la Ley Pendleton en respuesta directa a la propaganda centrada en torno al asesinato. Es verdad que la agitación de los medios de comunicación y las asociaciones del funcionariado tuvieron su influencia y que el bloque independiente estaba empezando a tener una influencia formidable en ambos partidos. Cada vez más políticos se declaraban a favor de la reforma e incluso su gran opositor Ben Butler reconoció haberse convertido a la causa. Pero el Presidente Arthur, aunque hablaba del asunto, procedió alegremente a destituir a los nombrados por Garfield y mientras pedía (infructuosamente) al Congreso que restaurara una asignación de 25.000$ a la difunta Comisión del Funcionariado, también se manifestó inteligentemente a favor de un límite de cuatro años en todo cargo de la burocracia, lo contrario de lo que demandaban los reformistas.

La clave para el éxito definitivo reformista y la aprobación de la Ley Pendleton fue el desarrollo de las elecciones de 1882. En agosto de 1882, la National Civil Service Reform League tuvo su segunda reunión anual en Newport. George Curtis denunció vigorosamente al Presidente Arthur por sus nombramientos e irritado por la actitud burlona del Congreso respecto de la reforma, la Liga decidió convertirse en activa en las elecciones al Congreso, preguntando a todos los candidatos acerca de medidas concretas del funcionariado y luego publicando sus respuestas. En consecuencia, la mayoría de las convenciones de partido incluyeron una parte pro-reforma en sus plataformas, especialmente en el Norte y el Este: cuando la convención republicana de Maine se manifestó contra la reforma, los republicanos independientes organizaron una candidatura insurgente reclamando la reforma; como resultado, Blaine se sintió obligado a estar a favor de la reforma, al menos hasta el grado de estar a favor de plan de cuatro años de Arthur.

Cuando la convención republicana del estado de Nueva York nominó para gobernador al Secretario del Tesoro Charles J. Folger, un antiguo miembro de la facción “incondicional” de Arthur-Conkling, los demócratas contraatacaron nombrando a su principal reformista, Grover Cleveland, y los independientes republicanos, encabezados por Curtis y el Reverendo Henry Ward Beecher, defendiendo cambiar de partido para votar a Cleveland.

Las elecciones de 1882 fueron un golpe terrible para las fuerzas republicanas ortodoxas. Grover Cleveland aplastó a los republicanos en Nueva York por la que entonces fue la máxima mayoría en la historia. Los demócratas superaron a los republicanos en Ohio, probablemente porque los republicanos insistían en prohibir el alcohol y por tanto se enajenaron a los luteranos alemanes, que no estaban dispuestos a que les privaran de su cerveza dominical. Pero al menos una causa secundaria fue el nombramiento de enemigos incondicionales de Garfield en el estado de procedencia del presidente asesinado. Los republicanos ortodoxos también perdieron también perdieron por enormes mayorías en Pennsylvania, Indiana, Connecticut y Nueva Jersey, e incluso perdieron Massachusetts.

Así que después de las elecciones de noviembre el Congreso en funciones fuertemente republicano que había sido elegido en 1880, afrontaba el futuro sabiendo (a), que el sucesor, el Congreso de 1882, sería mocho más demócrata y (b) que la perspectiva amenazaba con un presidente demócrata en 1884. Es ese momento, los republicanos ortodoxos escucharon repentinamente la llamada de la reforma del funcionariado. Primero, al convertirse a la reforma podrían mantener los votos de los independientes que ahora se mostraban poderosos e incluso decisivos para 1884 y, segundo, aprobando la Ley Pendleton podían mantener los republicanos actuales vitaliciamente en el cargo antes de que fueran despedidos por una administración demócrata entrante. Por otro lado, los demócratas no se atreverían a perder el voto independiente votando contra la reforma, a pesar de que eso significaría que se renunciaría a 10.000 empleos federales para demócratas que se los merecían. El resultado: ambos partidos hicieron sus cálculos y ambos se cambiaron en masa a la reforma.

El Presidente Arthur hizo los mismos cálculos. En su mensaje en diciembre, pedía la rápida aprobación de la propuesta Pendleton. Prácticamente todos los congresistas vieron la luz y los intentos de descarrilar la medida con propuestas de palzos fijos en los cargos no llegaron a ninguna parte. Incluso Black Jack Logan afirmaba haber sido siempre un devoto defensor de la reforma. El único oponente tenaz de la reforma que quedaba era el veterano senador demócrata Joseph E. Brown, de Georgia. Brown ridiculizaba a lso demócratas que apoyaban una propuesta que les privaría de los cargos que recibirían en sólo dos años. Brown también insistía en que la lucha de los partidos por los cargos era un principio. La única concesión que recibieron Brown y los demócratas fue permitir el acceso a los cargos de todos los niveles del funcionariado y no sólo al inferior, como siempre habían deseado la propuesta Pendleton y los reformistas. La propuesta original habría significado que las promociones sólo podrían tener lugar desde la filas de la burocracia y que nunca podrían haber inyecciones desde el exterior directamente en los niveles altos. La burocracia habría sido así mucho más una unidad herméticamente sellada, una élite rígida, no circulante y jerárquica. Finalmente el Senado votó, o se declaró, a favor de la propuesta Pendleton enmendada por 45 votos a 12.[89] La Cámara le siguió rápidamente. Los votantes y declarantes apoyaron la propuesta Pendleton por 162 votos a 48. Todos salvo unos pocos republicanos votaron a favor, mientras que la oposición demócrata se centró en el sur, el viejo noroeste y aquellos estados que no tenían asociaciones de reforma como Nueva Jersey. En el sur, donde no existía el movimiento reformista, sólo 14 congresistas votaron a favor de las medidas, 22 se opusieron y 26 estaban ausentes. En general, las áreas urbanas, donde los movimientos de reforma eran fuertes, apoyaron la propuesta mucho más que los representantes rurales.

La mayoría de los congresistas, incluso quienes votaron a favor de la propuesta Pendleton, la detestaban. El senador Preston Plumb, republicano de Kansas, que acabó votando a favor de la medida, protestaba porque “no estamos legislando en este asunto en respuesta a nuestro propio juicio (…) sino en respuesta a algún tipo de juicio que se ha expresado fuera”. De hecho, cada miembro del Congreso recibió una carta de la National Civil Service Reform League pidiendo la aprobación de la propuesta Pendleton y las asociaciones locales cabildearon intensamente ante sus representantes.

El presidente Arthur firmo la Ley Pendleton del 16 de enero de 1883 y nombró al último presidente de la CSC, Dorman Eaton, como jefe de la nueva CSC formada por tres hombres. La reforma del funcionario ya era parte de la normativa de los Estados Unidos. Sin embargo, el triunfo reformista no era completo. La burocracia del gobierno federal tenía de media 140.000 en la década de 1880; la Ley Pendleton aplicó su sistema de oposiciones, niveles y seguridad en el cargo al “funcionariado clasificado”, que entonces constituía alrededor del 10% de la burocracia total, principalmente administrativos en Washington y el oficinas de correos y aduanas en grandes ciudades que empleaban a cincuenta o más personas. El resto de la burocracia quedaba como “funcionariado no clasificado” igual que antes y sujeto a patrocinio y despido. Este restante funcionariado no clasificado podría incluirse en las regulaciones Pendleton si el presidente lo quisiera, cuando lo quisiera y en el grado en que lo quisiera. Los únicos empleos exentos de esta autoridad presidencial bajo la ley trabajadores y aquéllos cuyos puestos eran lo suficientemente altos como para estar sometidos a confirmación bajo el consejo y consentimiento del Senado.[90]

 XI.    El clímax de la reforma: la ley Pendleton

El presidente Arthur sorprendió y agradó a los reformistas aplicando las reglas Pendleton estrictamente, pero les desencantó no nombrando a los líderes reformistas para los puestos no clasificados. En las elecciones de 1884, la mayoría de los republicanos independientes desertaron del odiado Blaine para votar por el demócrata Grover Cleveland como presidente, ganándose la etiqueta de “mugwumps” por su colega reformista que se mantuvo con los republicanos, el joven Theodore Roosevelt, de Nueva York. Como Cleveland se llevó el Estado de Nueva York, un fortín de los reformistas, por un margen estrecho y su victoria fue decisiva en las elecciones, es probable que el apoyo mugwump fuera clave en su triunfo.[91] En su mensaje anual al Congreso en el diciembre posterior a las elecciones, el Presidente Cleveland prometió no sólo ejecutar fielmente la Ley Pendleton, sino asimismo aplicar sus principios en todo el funcionariado. Aparentemente los reformistas habían alcanzado el nirvana.

Pero el triunfo de la reforma no resultó ser como se esperaba. Aunque Cleveland ejecutó fielmente la Ley Pendleton en el servicio clasificado, purgó a todos los republicanos en el mucho mayor servicio no clasificado. Los reformistas estaban muy amargados, afirmando que Cleveland había violado su promesa y no estaba aplicando el espíritu de la reforma. Curtis lamentaba que

El mandato de Cleveland no has dejado a todos los mugwumps en una posición visiblemente desagradable (…). Indudablemente ha desacreditado la reforma del funcionariado y dejado helados a quienes eran sus más decididos partidarios en 1884.[92]

En 1888 los reformistas volvieron a dividirse: algunos apoyaban a Cleveland a regañadientes a causa de sus postura de bajos aranceles, pero otros, incluyendo a Henry C. Lea, de Filadelfia, se oponían a Cleveland por “traicionar la cusa [de la reforma del funcionariado] por la que fue elegido”. Clevelamnd estaba amargado por esta oposición, denunciando a Lea como un “calumniador de base” que “tendría que ser fustigado con el resto de la sucia banda de mentirosos”. Condenado a los reformistas después de perder las elecciones, Cleveland escribió a uno de ellos:

el trato que he recibido de los defensores de la Reforma del Funcionariado me hace hervir la sangre (…). Sé lo que he hecho y lo que he sufrido por esta causa y con eso me doy por satisfecho al retirarme de la lucha. Espero que se confíe más en el próximo hombre por parte de quienes suponen ser apóstoles de la Reforma, La causa merece mucho la pena, muchísimo; pero la gente que está dispuesta a atribuir a cualquier error en la selección de funcionarios a una violación gratuita de los principios y supone saber más acerca de las condiciones, motivos e intenciones que los que tienen las responsabilidades, no merecen nada la pena.[93]

A su vez, el Presidente Harrison desdeñaba a los reformistas. Harrison hizo una limpia total de demócratas en el servicio no clasificado y no renombró a los líderes reformistas en puestos altos de gobierno. Harrison incluso llegó más allá que Cleveland al despedir a muchos funcionarios antes de que se cumplieran sus plazos fijados de cuatro años. Los reformistas se quejaban a finales de 1890 de que en dos años en el cargo Harrison había violado su promesa al no extender el servicio clasificado en un solo hombre. Cuando volvió Cleveland en 1892, se produjo un proceso similar: los republicanos fueron expulsados de los puestos no clasificados. Incluso uno de los suyos, el brahmín de Boton Josiah Quincy, fundador de la National Civil Service Reform League, fue nombrado como Subsecretario de Estado: rápidamente despidió en pocos meses a un tercio de los funcionarios consulares republicanos y los reemplazó con demócratas.

Paradójicamente, la mayoría de estos presidentes aumentó rápidamente el servicio clasificado. Pero los reformistas no estaban realmente contentos con esta victoria, pues lo que hacía cada administración era rechazar a sus oponentes, nombrar a buena gente del partido a puestos no clasificados y luego los pasaban al servicio clasificado, dándoles así un cargo vitalicio. Con cada cambio alternativo de partido, el sistema de méritos se iba extendiendo, afianzando al alza el número de funcionarios con el fin de hacer hueco para los meritorios trabajadores del partido. Como resume el Profesor Hoogenboom:

el servicio federal clasificado aumentó rápidamente. El sistema meritorio avanzaba no por ninguna acción adicional del Congreso, sino por la acción del ejecutivo. Paradójicamente, el acción del ejecutivo derivaba más de un deseo de colocar a los miembros fieles del partido permanentemente en el funcionariado que por un deseo de reforma. El proceso implicaba reemplazar a todos los enemigos políticos con amigos en un sector del servicio no clasificado, o no reformado, y luego extender las reglas para cubrirlo. Este proceso fue acelerado por la alternancia del control de los partidos en las décadas de 1880 y 1890, que llevó a los presidentes cada cuatro años a hacer adiciones a la lista clasificada. La paradoja aumentaba. El avance del sistema de méritos estimulaba los métodos de cesantía rapaz en el servicio no clasificado y el propio movimiento de reforma del funcionariado languidecía.[94]

De verdad estaba languideciendo el movimiento de reforma. En parte este declinar era resultado de la victoria de la Ley Pendleton: pero también en parte porque los reformistas se estaban quedando cada vez más obsoletos y perdiendo influencia política. La afiliación a las asociaciones disminuía; por ejemplo, la asociación de Brooklin perdió más de la mitad de sus miembros de 1882 a 1890, cayendo más entre los que antes eran el corazón de la asociación: los profesionales (abogados, clérigos y periodistas). También disminuía el número de asociaciones. En diciembre de 1883, inmediatamente después de la victoria de Pendleton, había 59 asociaciones de reforma en existencia; sin embargo para 1892 el número había caído a 35. Las avanzadas de San Francisco y Nueva Orleáns desparecieron, igual que Louisville y Norfolk. Para 1892, el menguante movimiento de reforma estaba confinado a su antiguo Nordeste original.

En las elecciones de 1896, William Jennings Bryan era abiertamente antirreformista y el Presidente McKinley en mayo de 1899 sacó realmente a varios miles de cargos de las reglas Pendleton, produciendo así “el primer paso atrás en la historia del sistema de méritos en competencia” y echando atrás los añadidos de Cleveland al servicio clasificado. De hecho, las reglas podían haber menguado más, si no fuera por otro asesinato presidencial, que catapultó a la presidencia al decidido reformista Theodore Roosevelt. Cuando Roosevelt llegó a la presidencia, el 46% de la burocracia federal estaba clasificado; cuando lo dejó ocho años más tarde había bloqueado a los republicanos poniendo al 66% bajo as reglas. El efecto trinquete estaba vivo y coleando y fue continuado por los siguientes presidentes.

Los reformistas envejecidos, perdiendo partidarios e influencia, se atacaron unos a otros. Ya en la primera Administración Cleveland, Curtis, Silas Burt y Godkin conspiraron sucesivamente para convencer a Cleveland de que cesara a Dorman Eaton como presidente de la CSC. Les disgustaba Eaton por su gradualismo, pero pedían a Cleveland que cesara a Eaton por “desmañado, indiscreto y (…) peligroso”.[95]

En realidad, los descorazonados reformistas veían los frutos de su victoria y sólo encontraban cenizas. Habían sido refinados brahmines y élites educadas, convencidos del derecho inherente de los de su clase a gobernar y amargados por el ascenso al poder de los no educados, los que no eran élite, los industriales chillones, hechos a sí mismos y nouveau riche. También participaban de los ideales del libre comercio, la moneda fuerte, el laissez faire y la reducción del gobierno, pero su foco principal había sido un gobierno permanente por parte de los suyos y de sus cohortes. Pero habían vivido para ver que el triunfo de su “sistema de méritos” no generaba una reducción del gobierno sino su aceleración y no el triunfo de los suyos sino de los políticos y corruptores chillones a los que despreciaban. Y en la era progresista introducida por Theodore Roosevelt, iban a descubrir los ideales de “mérito” y una élite tecnocrática dedicados al servicio de todos los principios que habían detestado: gran gobierno, proteccionismo, crédito bancario inflacionista e imperialismo y guerras en el exterior.

Y así los ancianos reformistas miraban a su mundo y atrás a su obra y la veían inútil y repelente. Pocos meses antes de morir en 1892, George W. Curtis expresaba su “desprecio por la falsa democracia que siempre se encuentra en todos los partidos estadounidenses”. Seis años después, E. L. Godkin escribía a su viejo amigo Charles Eliot Norton condenando la “democracia”: “He entregado mucho como contribución al progreso moral del mundo (…). También tiemblo ante el pensamiento de tener una gran armada y el poder de hacer la guerra, alojado en manos de esa gente tan pueril e irreflexiva: 100.000.000 de efectivos. Es una perspectiva terrible para el mundo y estoy encantado de estar tan cerca del fin de mi carrera”. Al año siguiente, Godkin escribía en The Nation, viendo que el problema fundamental era el gran gobierno centralizado:

El gran obstáculo en el camino de la rforma no es estadounidense ni inglés, es simplemente humano. Todo lo que sabemos por experiencias pasadas de los intentos del hombre de proveerse un gobierno, hace muy improbable que un trabajo repetido cada cuatro años, por parte de cien millones de personas para elegir a un solo cargo como jefe del estado tenga éxito. Parecia bastante razonable cuando la Constitución haya regía a 3.000.000 de personas que llevaban una sencilla vida agrícola. Todas las democracias de las que el mundo ha tenido alguna experiencia han sido pequeñas (…) Nuestro deseo de crear un “poder mundial” de la máquina federal es un fiasco, lleno de vergüenza y desencanto.[96]

 

 

Murray N. Rothbard (1926-1995) fue decano de la Escuelainetligentemente Austriaca. Fue economista, historiador de la economía y filósofo político libertario.

Este ensayo apareció en el Journal of Libertarian Studies, 11:2 (Verano de 1995), pp. 3-75.



[1] Los notables días de agosto en Moscú y en todas partes de la Unión Soviética en 1991, es un glorioso ejemplo de cómo puede llegarse a ese límite en la tiranía.

[2] Ludwig von Mises, Bureaucracy (New Haven: Yale University Press, 1944). Publicada en España como Burocracia (Madrid: Unión Editorial, 2005).

[3] Ibíd., p. 53.

[4] Ibíd., p. 46. En la medida en que el negocio ha estado sujeto a impuestos y controles crecientes en el siglo XX, por supuesto su gestión se ha hecho más burocrática. Como dijo Mises, “ninguna empresa con ánimo de lucro, no importa lo grande que sea, es responsable de convertirse en burocrática, dado que las manos de su gestión están atadas por la interferencia gubernamental. La tendencia hacia la rigidez burocrática no es inherente a la evolución de los negocios. Es un resultado de la intromisión del gobierno en los negocios”. Ibíd., p. 12.

[5] John C. Calhoun, A Disquisition on Government (Nueva York: The Liberal Arts Press, 1953), pp. 17-18. [Publicada en España como Disquisición sobre el gobierno (Madrid: Tecnos, 1996)]. Ver también Murray N. Rothbard, “The Myth of Neutral Taxation”, Cato Journal, I (Otoño de 1981), pp. 555-558.

[6] Ver Murray N. Rothbard, Man, Economy and State: A Treatise on Economic Principles (Auburn, AL: Ludwig von Mises Institute, 1993), II, 774-776, 843-847.

[7] Gordon Tullock, The Politics of Bureaucracy (Washington, D.C.: Public Affairs Press, 1965), passim.

[8] Esta idea de la mejor vía de éxito en el gobierno subyace al famoso Capítulo 10, “Por qué los peores llegan a la cumbre” en Camino de servidumbre de Hayek.

[9]  C. Northcote Parkinson, Parkinson's Law (Cambridge, MA: Houghton Mifflin, 1957), p. 2. [Publicada en España como Parkinson: la ley (Barcelona: Grijalbo, 1982)].

[10] Ibíd., p. 4.

[11] La Ley de de Parkinson se aplica a la vida diaria igual que a la burocracia pública. “Así, una viejecita ociosa puede gastar un día entero escribiendo y enviando una postal a su sobrina (…) Gastará un hora en encontrar el material, otra en buscar sus gafas, media hora buscando la dirección, una hora y cuarto en escribirla y veinte minutos en decidir si coge o no el paraguas para ir al buzón en la calle de al lado. El esfuerzo total que ocuparía a un hombre ocupado tres minutos todo lo dicho, deja de esta forma a otra persona agotada tras un día de dudas, nervios y trabajo”. Ibíd., p. 2.

[12] Ibíd., p. 6.

[13] Ibid., p. 12.

[14] Thomas H. Barber, Where We Are At (Nueva York: Charles Scribner's Sons,1950), p. 103.

[15] Ibíd., pp. 103-104.

[16] Ibíd., pp. 100.

[17] Contrariamente al mito aceptado, Pareto no era ni un “fascista” ni ningún otro tipo de estatista. Pareto fue un decidido y brillantemente perspicaz libertario del laissez faire, e  incluso un anarcocapitalista que comprensiblemente se volvió profundamente pesimista acerca del futuro de la libertad al inicio del siglo XX. Después se retiró a su torre de marfil, desde la que escribió obras amargas y cínicas acerca de la irracionalidad de las motivaciones humanas, Ver en particular, Piero Bucolo, ed., The Other Pareto (Londres: Scholar Press, 1980); S. E. Finer, “Pareto and Pluto-Democracy: the Retreat to Galapagos”, American Political Science Review 62 (1968), pp. 440-450; y Finer, “Introduction” in Vilfredo Pareto, Sociological Writings (ed. por S. Finer, Londres: Pall Mall Press, 1966).

[18] David L. Jacobson, ed., The English Libertarian Heritage (Indianapolis, IN: Bobbs-Merrill, 1965), p. 256.  En la polémica “tesis Pocock”, J. Pocock establece una lucha artificial e inventada entre el pensamiento libertario y el “republicano clásico” y usa las Cato’s Letters como su argumento definitivo de que los Padres Fundadores estuvieran  influidos por las ideas republicanas clásicas en lugar de las libertarias. Para la demostración definitiva de que las Cato’s Letters eran decididamente libertarias, en lugar de pocockianas, ver Ronald Hamowy, “Cato's Letters, John Locke and the Republican Paradigm”, History of Political Thought, 11 (1990), pp. 273-294.

[19] “Es una noción errónea del gobierno el que sólo haya que atender al interés de la mayoría, pues (…) la mayoría puede vender a la minoría y dividir sus propiedades entre ellos y así, en lugar de una sociedad en la que se protege a todos los hombres pacíficos, se convierte en una conspiración de los muchos contra una minoría. Con esa equidad un hombre puede disponer de todo a su capricho y la violencia puede sacrificarse al mero poder”. English Libertarian Heritage, pp. 128-129.

[20] Sobre la Constitución de Pennsylvania, ver John P. Selsam, The Pennsylvania Constitution of 1776 (1936).

[21] Barber, Where We Are At, pp. 109-110.

[22] Ibíd., pp. 110-111.

[23] Carl E. Prince, The Federalists and the Origins of the U.S. Civil Service (Nueva York: New York University Press, 1977), pp. x-xi, 2.

[24] Ibíd., pp. 6-10.

[25] Ibíd., pp. 7-8.

[26] Leonard D. White, The Federalists: A Study in Administrative History,1789-1801 (Nueva York: Macmillan, 1948), p. 273.

[27] Prince, The Federalists, pp. 11, 45-56.

[28] Ibíd., p. 11.

[29] Ibíd. p. 12. Ver también Manning Dauer, The Adams Federalists (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1953), pp. 215-19.

[30] Entonces no había jueces distintos de apelación, los tribunales de circuito consistían en una mezcla de jueces de distrito y jueces del Tribunal Supremo.

[31] Prince, The Federalists, p. 251.

[32] Ibíd., pp. 242, 250.

[33] Ibíd., pp. 252, 267.

[34] David H. Rosenbloom, Federal Service and the Constitution: The Development of the Public Employment Relationship (Ithaca: Cornell University Press, 1971), pp. 26-33; White, The Federalists, pp. 20-25.

[35] Leonard D. White, The Jeffersonians: A Study in Administrative History, 1801-1829 (Nueva York: Macmillan, 1951), pp. 1-15, 347-355, 369-371, y especialmente pp. 379-381; Rosenbloom, Federal Service, pp. 38-44.

[36] Giles a Jefferson, 1 de junio de 1801. Richard E. Ellis, The Jeffersonian Crisis: Courts and Politics in the Young Republic (Nueva York: Oxford University Press, 1971), pp. 20-21.

[37] Ibíd., pp. 23-24.

[38] Ibíd., pp. 29-30.

[39] White, The Jeffersonians, p. 388.

[40] Sobre la importancia de la experiencia de conversión de Van Buren en Monticello, ver Robert V. Remini, Martin Van Buren and the Making of the Democratic Party (Nueva York: Columbia University Press, 1959), pp. 59-63. Sobre una conversión similar de Thomas Hart Benton de Missouri tras una visita a Monticello en vísperas de Navidad del mismo año, ver William N. Chambers, Old Bullion Benton: Senator from the New West: Thomas Hart Benton, 1782-1858 (Boston: Little, Brown, 1956).

[41] Ibíd., p. 390.

[42] Esta conocida expresión estaba en undicurso en el Senado de EEUU en enero de 1832 del demócrata jacksoniano de Nueva York William Learned Marcy: “a los victoriosos pertenecen los depojos del enemigo”. [N. del t.: En el texto se ha optado por traducir como “sistema de cesantías”, al que literalmente sería llamado “sistema de botín” o “sistema de despojos”, al considerar que es similar al sistema de cesantías español que imperaba en la época de la restauración].

[43] Sobre la influencia crucial del Pánico de 1819 en la conversión de Andrew Jackson y los futuros líderes jacksonianos como el Presidente James K. Polk y Thomas Hart (“Old Bullion”) Benton a una posición defensora de una moneda fuerte y un crédito bancario antiinflacionista, ver Murray N. Rothbard, The Panic of 1819: Reactions and Policies (Nueva York: Columbia University Press, 1962), pp. 187-189. Sobre la olvidada omnipresencia de la corrupción en la Administración Monroe y la respuesta de Jackson a ésta, ver Robert V. Remini, Andrew Jackson and the Course of American Freedom, 1822-1832 (Nueva York: Harper & Row, 1981), pp. 12-38.

[44] En 1836 se aplicó esa extensión a los jefes de correos, a los que luego se les otorgó un plazo de cuatro años.

[45] James D. Richardson, ed., A Compilation of the Messages and Papers of the Presidents of the United States, 1789-1897 (Washington: Government Printing Office, 1896), II, 438-439; Ari Hoogenboom, ed., Spoilsmen and Reformers (Nueva York: Rand, McNally, 1964), pp. 2-3; Paul P. Van Riper, History of the United States Civil Service (Evanston, IL: Row, Peterson, 1958), pp. 30-37; Leonard D. White, The Jacksonians: A Study in Administrative History (Nueva York: Macmillan, 1954), pp. 317-321; Rosenbloom, Federal Service, pp. 47–50.

[46] Hennen fue posteriormente reforzada a nivel estatal por Butler v. Pennsylvania (1850), que sostenía que el empleo público no era un “contrato” dentro del significado del Artículo I, Sección 10 de la Constitución, que prohibía a cualquier estado aprobar una ley “que afectara a la validez de los contratos”. Rosenbloom,Federal Service, pp. 52-53.

[47] White, The Jacksonians, p. 308. Sobre la Resistencia en el Senado, ver Van Riper, History, pp. 37-41.

[48] White, The Jacksonians, pp. 309-313.

[49] Charles R. Lingley, Since the Civil War (Nueva York: The Century Co., 1924), p. 118; citado en Van Riper, History, p. 61.

[50] Fred W. Riggs, “Bureaucrats and Political Development: A Paradoxical View”, en Joseph LaPalombara, ed., Bureaucracy and Political Development (Princeton: Princeton University Press, 1963), pp. 128-129.

[51] Quizá el más notable de los nombramientos militares de Lincoln fue el del General Grenville M. Dodge. Dodge, un líder político y empresario ferroviario de Iowa, llegó a la convención republicana de 1860 a ayudar a inclinar a la indecisa delegación de Iowa hacia Lincoln. Dodge llegó a instancias del director de campaña de Lincoln, Norman Judd, presidente estatal del partido en Illinois y colega ferroviario. En 1862. La Union Pacific Railroad recibió la primera concesión de ferrocarril transcontinental por parte del gobierno federal, incluyendo masivas concesiones de terrenos y subvenciones monetarias. Uno de los fundadores de la Union Pacific fue Grenville Dodge, que fue rápidamente nombrado general para que pudiera usar al Ejército de la Unión y quitar a los indios del camino propuesto por la Union Pacific.

El general Dodge realizó esta hazaña bajo la dirección del Secretario en Funciones y luego Secretario de Interior John Palmer Usher. Abogado de ferrocarriles en Indiana , Usher había sido empresario, justo antes de la Guerra de Secesión, de la  Leavenworth, Pawnee and Western Railroad en el territorio de Kansas y esa ferroviaria cabildeó fuertemente y con éxito para colocar a Usher en un alto puesto en del Departamento de Interior. Philip H. Burch, Jr., Elites in American History, Vol. II: The Civil War to the New Deal (Nueva York: Holmes & Meier, 1981), pp. 16, 23-24, 48, 54.

Muchos de los directores de la nueva Union Pacific habían sido empleados o directores de la conectada Chicago & Rock Island Railroad, de la que Norman Judd había sido consejero general.

Además, antes de su elección como Presidente, Abraham Lincoln había sido un veterano abogado y cabildero para la poderosa Illinois Central Railroad, la principal ferroviaria de EEUU antes de la transcontinental. Es enigmático que su primer nombramiento como comandante del Ejército de la Unión, George B. McClellan, había sido antes de la Guerra de Secesión ingeniero jefe y vicepresidente de la Illinois Central, mientras que el sucesor de McClellan, el desafortunado General Ambrose Burnside, había sido tesorero de la Illinois Central justo antes de la guerra. Ibíd., p. 55.

[52] Van Riper, History, p. 43. Ver también Rosenbloom, Federal Service, p. 65.

[53] Al contrario que su padre y abuelo, Adams era rico además de ser un líder de la élite brahmín. Pues Adams se casó con la hija de uno de los comerciantes más ricos de Boston, Peter Chardon Brooks. Un hijo de Adams, John Quincy Adams II, se cosa entrando en la rica familia de los Crowninshield, mientras que otro, Charles Francis Adams, Jr., iba a ser pronto presidente de la Union Pacific Railroad. Ibíd., p. 24.

[54] Ari Hoogenboom, Outlawing the Spoils: A History of the Civil Service Reform Movement, 1865-1883 (Urbana, IL: University of Illinois Press, 1968), pp. 21 y passim. El libro de Hoogenboom es la principal historia revisionista del movimiento de reforma del funcionariado, que culmina con la decisiva Ley Pendleton de 1883.

[55] Durante la Guerra de Secesión y después, hubo dos sectores en lucha de la facción radical del Partido Republicano. Uno, liderado por Sumner y dominante en Nueva Inglaterra, estaba a favor de políticas de laissez faire como el libre comercio y la moneda fuerte. La otra, liderada por el magnate del hierro y Representante  Thaddeus Stevens, de Pennsylvania, el economista y magnate del hierro Henry C. Carey, de Pennsylvania, y el Instituto del Hierro y el Acero, defendía aranceles proteccionistas y los greenbacks inflacionistas para ayudar a las exportaciones de acero y dificultar las importaciones, así como para ayudar a las grandes ferroviarias fuertemente endeudadas. La rama de Stevens iba a convertirse enseguida en dominante en los radicales y entre los republicanos en general. Las fuerzas de Sumner se convertirían luego en los republicanos liberales y perdieron el interés por la Reconstrucción. Ver Robert P. Sharkey, Money, Class and Party: An Economic Study of Civil War and Reconstruction (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1959).

[56] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, pp. 10-12.

[57] Uno de los apoyos académicos de la propuesta de Sumner fue el famoso teórico político Francis Lieber, del Columbia College, que al mismo tiempo aspiraba a ser uno de los comisarios del funcionariado federal. Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 11.

[58]  Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 15. Jecken era un acaudalado abogado de patentes y fabricante, cuya empresa  Rubber Sole Shoe Company se basaba en ser abogado de patentes de Goodyear Rubber, mientras que su American Wood Paper Company utilizaba las patentes para monopolizar la producción de papel a partir de la pulpa de madera. Ibíd., p. 14.

[59] Hoogenboom, Spoilsmen and Reformers, p. 21.

[60] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 31.

[61] The Nation, IV, Nº 82 (24 de enero de 1867), pp. 61-62. Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 37.

[62] Ibíd., p. 41 y pp. 42-46. Ver también al ataque frenético de Bing sobre la “total depravación” y la “total estupidez” del sistema de cesantías existente, en un artículo en el Putnam's Magazine, Agosto de 1868. Hoogenboom, Spoilsmen and Reformers,pp. 12-16.

[63] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 40n.

[64] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, pp. 48-49, 51.

[65] Hoar era juez del Tribunal Supremo de Massachusetts y miembro del Consejo de Supervisores de Harvard. Burch, Elites, pp. 35, 346. Ver asimismo Hoogenboom, Outlawing the Spoils, pp. 51-54.

[66] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, pp. 62-63.

[67] The Nation, #200 (29 de abril de 1869). Hoogenboom, Outlawing the Spoils, pp. 63-64.

[68] Ibíd., p. 62.

[69] Villard era el yerno del fiero líder abolicionista William Lloyd Garrison. Una de las personas a las que tanteó Villard para encabezar la sucursal de Filadelfia de la ASSA fue el veterano abolicionista James Miller McKim, un fundador de The Nation y suegro del cuñado de Villard, Wendell Phillips Garrison.

[70] Henry Brooks Adams, “Civil Service Reform”, North America Review, CIX (Octubre de 1869), pp. 456-457. Extraído en Hoogenboom, Spoilsmen and Reformers, pp. 25-26. Ver también Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 67. No sorprende que el Representante Jacob Benton, de New Hampshire, denunciara la propuesta Jenckes como un plan “astutamente ideado” para echar del cargo a los amigos de la Administración “salvo que pertenecieran a la clase particular y selecta de los favoritos”.

[71] En Leonard D. White, The Republican Era: 1869-1901: A Study in Administrative History (Nueva York: Macmillan, 1958), p. 292.

[72] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, pp. 57-58.

[73] En otro golpe a los reformistas, uno de sus líderes, David Ames Wells, de una familia de fabricantes de Massachusetts, fue despedido de su importante puesto como Comisario de Ingresos por el sencillo medio de permitir que caducara su puesto. Joseph Dorfman, The Economic Mind in American Civilization, Vol. III, 1865-1918 (Nueva York: Viking, 1949), p. 11.

[74] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 91.

[75] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 106.

[76]  White, The Republican Era, pp. 293-294.

[77] Para extractos de un gracioso discurso de Butler atacando la reforma y la aprobación de la cláusula adicional en el último minuto por el senador Lyman Trumbull, un republicano liberal de Illinois, ver Hoogenboom, Spoilsmen and Reformers, pp. 26-28.

[78] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 114. Sobre las opinions de Greely, ver Joseph Dorfman, The Economic Mind in American Civilization, 1606-1865, Vol. II (Nueva York: Viking Press, 1946), pp. 669-671.

[79] The Nation, Vol. XVIII (23 de abril de 1874), p. 260; citado en Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 129.

[80] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 139.

[81] Una razón importante para que Bristow se viera privado de la nominación su la traición de su jefe de campaña, el abogado de Kentucky John Marshall Harlan. En el crucial último minuto, Harlan se pasó al bando de Hayes. Hayes recompensó a Harlan haciéndole su primer nombramiento para el Tribunal Supremo, convirtiéndose Harlan en el primero de los liberales de izquierda en el Tribunal Supremo. Philip H. Burch,Jr., Elites in American History: The Civil War to the New Deal (Nueva York:Holmes & Meier, 1981), p. 105.

[82] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, pp. 140-141.

[83] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 153. Como dice el Profesor Hoogenboom, “Una estabilidad en el cargo era un medio y no un fin en sí mismo y los reformistas nunca quisieron aplicarlo a funcionarios civiles indeseables como estaba haciendo Hayes”. Ibíd., p. 149.

[84] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 190-197.

[85] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 211.

[86] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 203-204. Las cursivas son de Curtis.

[87] Van Riper, History, pp. 88-91.

[88] Adams a Godkin, 26 de septiembre de 1881. En Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 212.

[89] Los demócratas sureños votaron a favor de la propuesta por 14 a 12, siendo Pendleton el único demócrata no sureño que votara a favor. Cuatro demócratas del lejano oeste se abstuvieron.

[90] Los reformistas no estaban dispuestos en ese momento a que las reglas de la reforma se aplicaran a todos los puestos de la burocracia. El propio Dorman Eaton, testificando ante el Senado sobre la propuesta Pendleton en enero de 1881, declaraba que la aplicación de golpe sería “demasiado grande (…) Tenemos que crear la maquinaria (…) se verían completamente sobrepasados y frustrados si se les obligara a hacerla toda de una sola vez”. Van Riper, History, p. 105n.

[91] Otro factor crítico bien conocido en el voto de Nueva York fue la denuncia de un importante ministro protestante, el Reverendo Samuel Burchard, del Partido Demócrata como el partido del “ron, el romanismo y la rebelión”, ahuyentando la referencia al ron a los votantes luteranos alemanes indecisos.

[92] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 261.

[93] Cleveland a Silas W. Burt, 6 de diciembre de 1888. Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 262.

[94] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, pp. 260-261.

[95] Hoogenboom, Outlawing the Spoils, p. 264.

[96] Edwin Lawrence Godkin, “Civil-Service Reform”, The Nation, LXXI (27 de septiembre de 1900), pp. 256-257. Extraído en Hoogenboom, Spoilsmen and Reformers, pp. 49-50.

Published Mon, Nov 8 2010 6:45 PM by euribe