La política de la política monetaria

Por William H. Hutt. (Publicado el 23 de noviembre de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4827.

[Este artículo ha sido extraído del capítulo 3 de Politically Impossible?]

Supongamos que un economista está convencido de que el sistema monetario internacional más apropiado en una época civilizada es uno en que la vara de medir en todos los países tenga un valor definido común y, además, que la unidad monetaria ideal en ese sistema tenga un valor consistente con un índice de precios valorado, en la medida de lo posible, como para dar igual importancia proporcional a todos los componentes del ingreso real (el flujo de servicios productivos). Podría al mismo tiempo sostener que, siendo gobiernos y política como sabemos que son en el siglo actual, el patrón oro pasado de moda sería un sistema más oportuno solamente porque, bajo el tipo de obligación de convertibilidad que requiere el patrón, los políticos en el cargo podrían ser sujetos de una disciplina monetaria sencilla y comprensible.

En una recomendación así, estaría reconociendo llanamente que la inferioridad del patrón oro para una era futura imaginaria o predecible en la que las tendencias de los gobiernos a manipular el valor de la unidad monetaria con el fin de ganar las elecciones  hayan sido superadas constitucionalmente. Estaría diciendo, en la práctica:

Como no hemos llegado aún a esos altos niveles de sabiduría electoral o de integridad en el gobierno, tenemos que contentarnos con la segunda mejor solución. Dadas las realidades actuales, la forma práctica de alcanzar un mayor orden en las relaciones monetarias internacionales sería un retorno al sistema de patrón oro anterior a 1914. En todo caso, eso haría “políticamente imposible” la inflación progresiva, creciente y crónica que ha asolado a la humanidad desde la década de 1930.

Es importante destacar que, al seguir esa línea, el economista no permitiría a sus lectores aceptar el mito actual de que la inflación es un azote que los gobiernos tratan de controlar con diverso éxito. Aún así este mismo mito, aceptado por los críticos de los gobiernos así como por los propios gobiernos, en una de las consecuencias de que los economistas normalmente olviden hacer explícitas sus suposiciones acerca del proceso de adquisición del voto.

Imaginemos ahora que el economista va más allá y reconozca que, como los gobiernos del mundo no han recuperado aún esos estándares de responsabilidad e integridad que hicieron que el patrón oro de antes de la Primer Guerra Mundial operara con tan fantástico éxito, no puede recomendar que se vuelva a éste. Podría entonces argumentar:

Lo más que puede esperarse es algo como el sistema presente de un Fondo Monetario Internacional con Derechos Especiales de Giro [DEG]; pues esto no requeriría que los gobiernos abandonen el uso de la política monetaria para ganar elecciones y no probablemente no estén dispuestos a renunciar a ello. De hecho, ningún gobierno en el poder se atrevería a hacerlo porque la oposición podría obtener muchos réditos políticos de la impopularidad de la coordinación no inflacionista de sistemas económicos cuando haya amenazas de recesión.

El análisis de la política monetaria como rama de la economía en la que la actividad gubernamental se observa realistamente como entremezclada con la actividad del mercado, debe destacar explícita y repetidamente la conexión entre el valor de la unidad monetaria y el proceso de adquisición de votos.

Pero ahora podemos imaginar al economista yendo aún más allá y argumentando:

Ni siquiera el actual sistema del FMI con DEG está adecuadamente ajustado a las realidades de adquisición de votos de esta época. El rendimiento en votos de la progresiva inflación tiende a declinar cuando crece el escepticismo público acerca del compromiso del gobierno con un valiente esfuerzo por luchar contra el dragón inflacionista. La inflación pierde su poder coordinador en proporción al grado que se espera; cuando se espera, la depreciación de la unidad monetaria, por muy expertamente que se maneje, no consigue impedir despidos y desempleo; el rentista no llega a ser especialmente explotado porque aumentan los intereses de los bonos, tal vez doblando el rendimiento de los valores, demostrando así ser tan buena defensa contra la inflación como la disponible para el inversor en acciones; mientras que bajo tipos de interés fijos, la actividad en declive genera presiones externas a favor de la deflación u obliga a pasos impopulares para producir ajustes de precios-costes, debido a un empeoramiento de la balanza de pagos.

La situación acaba obligando a recurrir a la proliferación de diversos “controles” aplicados a los restos del sistema de libre mercado. Todos los “controles” tienden a reprimir la productividad y todos tienen un efecto regresivo. Por ejemplo, podemos esperar controles de cambios, controles de importaciones, abominaciones como la ley de “igualación de intereses” de Estados Unidos[1] e incluso “políticas de ingresos” con coacciones o “persuasiones” gubernamentales extralegales y la imposición de tipos salariales y precios fijados legalmente en el mecanismo coordinador del mercado.

Normalmente los gobiernos preferirán esta forma de mantener bajos los precios a restricciones voluntarias a través de una política monetaria no inflacionista; pues los precios o salarios concretos a reprimir pueden seleccionarse de forma que minimicen la expectativa de pérdida de votos. La propensión de los gobiernos a actuar de esta forma, especialmente cuando crecen las presiones de la balanza de pagos, pueden aliviarse recurriendo a tipos de cambio flotantes. Así que los gobiernos pueden seguir “una política de negligencia benigna” de consideraciones de paridad y evitarse preocupaciones acerca de las consecuencias de la inflación. Esta solución es ciertamente un mal menor cuando se compara con otros males como el control de cambios, las cuotas de importación y toda la demás parafernalia para la anulación colectiva de los valores remanentes del libre mercado. En sí misma, permite una valoración de mercado continua de las divisas influidas por las inflaciones independientes que permite la autonomía monetaria nacional.

El obstáculo principal que hace que los tipos de cambio flotantes resulten “políticamente imposibles” es la tozudez de ciertos funcionarios y banqueros que hoy actúan tan poco razonablemente como los  funcionarios y banqueros que se resistían a la devaluación de la divisa en la década de 1930. Pero fueron finalmente anulados entonces y pueden ser anulados de nuevo. Dejemos que el valor de las divisas sea determinado en un mercado libre sobreviviente, sin que haya gobiernos constreñidos por contratos monetarios con el mundo en su función esencial de adquisición de votos.

Por supuesto, los tipos flotantes de cambio implican el sacrificio de los beneficios de una actividad económica internacional mejor coordinada. El abandono de las relaciones contractuales entre divisas nacionales tiene que deplorarse. Pero toda alternativa “políticamente aceptable” es aún peor.

Si los economistas que han defendido una vuelta al sistema de patrón oro o a la adopción de los DEG bajo el FMI o los tipos de cambio flotantes hubieran hecho su alegato en estos términos realistas, recordando continuamente a las agencias de creación de opinión las suposiciones subyacentes de ganancia de votos, las consecuencias en las políticas de esa forma de exposición podrían haber sido profundas.

Las soluciones explícitamente indicadas pero rechazadas por razones políticas no se habrían mantenido así inoperantes. Los creadores de opinión pública habrían empezado a percibir más claramente que los intereses del pequeño grupo de gente privada que forman los gobiernos o de quienes conspiran para reemplazarlos o de quienes financian sus campañas electorales han dominado indebidamente la política.[2] Es decir, si las suposiciones tácitas acerca de consideraciones políticas hubieran sido reemplazadas por suposiciones explícitas, la reacción definitiva sobre la conducta en el voto podría haber sido diametralmente distinta.

 

 

Nacido en Londres, William Hutt (1899-1988) fue un economista de la tradición clásica que se identificaba con la Escuela Austriaca. Estudió en la London School of Economics y fue profesor en la Universidad de Ciudad del Cabo. Es especialmente conocido por sus obras “The Factory System of the Early Nineteenth Century2 (1925), La negociación colectiva (1930) y The Strike-Threat System (1973).

Este artículo ha sido extraído del capítulo 3 de Politically Impossible?

 



[1] Bajo la “igualación de intereses”, los estadounidenses que inviertan fuera de Estados Unidos tienen que pagar altos impuestos, por ejemplo, un 15% del capital en el caso de inversiones en valores.

[2] Los incentivos que mueven a los políticos no son menos difíciles de disciplinar en el interés social incluso si son frecuentemente no pecuniarios y alentados por el público. En sus estudio de 14 primeros ministros canadienses, Bruce Hutchinson remarca que, “con dos excepciones”, todos “estaban animados por (…) un insaciable apetito de poder”, aun así “ninguno se benefició financieramente de su cargo” (del prólogo de MacDonald to Pearson: The Prime Ministers of Canada, Don Mills, Ontario: Longmans Canada Ltd., 1967). Aún así, Hutchinson tiene que mostrar que los motivos corruptos eran endémicos entre los legisladores canadienses. Así, aunque el Primer Ministro Wilfrid Laurier “siguió siendo un hombre pobre, la maquinaria liberal” que encabezaba “estaba claramente corrompida” (ibíd.., p. 79) y el Primer Ministro William Lyon Mackenzie King asimismo “lideraba un partido condenado por corrupción” (ibíd.., p. 133).

Published Tue, Nov 23 2010 7:10 PM by euribe