Salvando al estado de sí mismo

Por Murray N. Rothbard. (Publicado el 28 de diciembre de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4497.

[Can Government Go Bankrupt? • Richard Rose y Guy Peters • Basic Books, 1978 • 283 páginas]

 

Hemos llegado a esperar de Basic Books un producto único en la publicación de libros de divulgación: inteligencia aguda y sólida erudición combinadas con legibilidad. Can Government Go Bankrupt? solo puede devaluar la reputación de Basic.

En primer lugar, es una obra insustancial, escandalosamente cara y llena de notas en comparación con la fragilidad de sus contenidos. Aún peor es la equívoca naturaleza de su atractivo título. Resulta que el libro no tiene nada que ver con las bancarrotas tal y como el término es conocido tanto entre los economistas como la opinión pública en general.

(Por cierto que la respuesta a la pregunta del título [¿Puede el gobierno ir a la bancarrota?] es sí y no. Sí para los gobiernos estatales y locales que no sean políticamente capaces de gravar fiscalmente a sus ciudadanos lo suficiente como para pagar sus deudas; no para gobierno centrales, que siempre pueden imprimir dinero suficiente como para garantizar dicho pago).

Está bastante claro por qué los profesores Rose y Peters están dispuestos a seguir esta táctica: como duros politólogos y directores de “estudios de política” ahora quieren llegar al público para garantizarse la mayor cantidad posible de lectores. Está menos claro por qué Basic Books debería estar dispuesto a envilecer la acuñación de su reputación, pero tal vez encuentren la ideología del libro tan cercana que están dispuestos a soslayar la naturaleza barata del contenido.

Porque Rose y Peters con politólogos neoconservadores y como tales tienen una mensaje simplista sobre el que notifican los cambios casi inacabablemente. El mensaje es que si el gobierno trata de hacer demasiado (como ha hecho en años recientes), se convertirá en “políticamente en bancarrota”, es decir, perderá su “autoridad” entre la opinión pública. Y eso, creen Rose y Peters, sería lo peor que podría pasar en el mundo.

Al principio el mensaje parece bastante sensato, aunque escasamente original, pero se maneja con una repetición exasperante. Pues indudablemente los gobiernos no deberían tratar de asumir más de lo que pueden lograr, no deberían ocasionar gastos que resulten inaceptables cuando llegue el momento de recaudar impuestos o incurrir en los déficits necesarios para pagar por ellos, etc. Al otorgar beneficios a la gente (y a sí mismos), los gobiernos tienden a infravalorar o no examinar los costes.

Así que los avisos, incluso los muy banales y repetitivos, son siempre útiles, pensaría uno. Sin embargo es irritante ver censurar la frase de Robert Hienlein “There ain't no such thing as a free lunch” (TANSTAAFL) con su propio lema propio de un quiero y no puedo: “There is no such thing as a free lunch” [“No existe la comida gratis”]. Es aún más irritante que los autores se refieran repetidamente a “recesión mundial de la década de 1970” para hacer importante su mensaje, cuando esa recesión ha terminado en los últimos tres años.

Pero en la tesis de Rose-Peters hay problemas mucho más graves que los inmediatamente evidentes. Como neoconservadores apoyan completamente el actual sistema de bienestar y guerra. No plantean ninguna pregunta esencial acerca del sistema y simplemente rechazan esas críticas como impensables.

Igual que los keynesianos de la década de 1930 declaraban que su objetivo era “salvar el capitalismo”, los neoconservadores de la década de 1970 están tratando de salvar el sistema estatal de bienestar y guerra de lo que consideran sus excesos remediables. Quieren el sistema actual, pero lo quieren arreglar y ajustar: un estado que será fortalecido por ser más modesto y eficiente en dispensar sus beneficios a todos y cada uno.

Así que no hay un reconocimiento real de los autores de que el estado de bienestar y guerra, por muy modesto que sea al principio, puede tener efectos acumulativos inherentes; que lo que puede ser hoy moderado puede tener efectos atroces mañana, al afectar a los incentivos a la producción o generar expectativas inflacionistas entre el público.

Por supuesto tampoco hay la menor sugerencia de que tal vez el estado y sus defensores tengan intereses contrarios, no digamos idénticos, a los de la opinión pública en general. En resumen, el pluralismo prohíbe que haya cualquier señal de que todos los estados, ahora y siempre, están necesariamente gobernados por una clase dirigente minoritaria cuyos intereses son antiéticos a los del resto de la población.

Muy al contrario. Pues Rose y Peters quieren explícitamente que el estado estilice sus velas para salvarse: salvarlo, no de la revolución, que no consideran una opción realista, sino de la pérdida de “autoridad” política, de la “bancarrota”.

¿Cuál es exactamente esta terrible situación? Dicen los autores que es “la tiranía de la debilidad”, una situación en la que

los ciudadanos se vuelven indiferentes a sus demandas [del gobierno] y dejan de confiar en él para hacer realidad sus deseos. En un régimen de bancarrota política la división principal no es entre distintos partidos compitiendo por los cargos, sino entre quienes se supone que gobiernan y la masa de ciudadanos indiferente a quién gobierne.

Así que para Rose y Peters, el horror definitivo es la indiferencia, la falta de entusiasmo por el propio gobierno manifestada en indiferencia ante sus órdenes. En un mundo políticamente en bancarrota, los ciudadanos tratan de hacer lo posible por evitar los edictos políticos, que entienden como externos a sí mismos y tratan de evitar pagar impuestos de la mejor manera posible. Y ¡horror! incluso dejan de confiar en el gobierno para “hacer realidad sus deseos”.

A algunos este estado de cosas podría parecernos bastante prometedor: sin duda apenas es un mal evidentemente monstruoso como para requerir que pongamos todas nuestras energías para impedir que entre en escena. La única defensa de los autores para sostener que la pérdida de autoridad política sea el mal definitivo son una vagas referencias a desordenes estudiantiles, secuestros en Italia y una guerra civil en Irlanda del Norte. Son golpes bajos y si se quiere discutir a ese nivel, incluso quienes preferimos ver la evaporación en lugar de la restauración de la autoridad política podemos contestar fácilmente con males mucho peores atribuibles al estado con el mando total de esa defendida autoridad: el Gulag, Auschwitz, Dresde, Hiroshima, Vietnam, por citar unos pocos.

Podríamos hacer a Rose y Peters y a los neoconservadores en general algunas preguntas embarazosas más. ¿Quién son los que “se supone que gobiernan”? ¿“Se supone” por quién y con qué derecho? Esas cuestiones políticas fundamentales, por supuesto, no se insinúan aquí, ni  mucho menos se explican con detalle.

No, las cuestiones esenciales morales y filosóficas acerca de la política no son para Rose y Peters. Para ellos todo es muy sencillo: la ciencia política es simplemente un médico social aconsejando a su cliente. “Igual que un doctor puede aconsejar a un paciente obeso que cuente las calorías para rebajar el riesgo de un ataque coronario, un sociólogo puede advertir que si los políticos no cuentan el coste de las políticas públicas, puede producirse una bancarrota política”.

Así que ahí está. Rose y Peters y otros sociólogos con una visión similar no van a ser más discutidos o valorados que nuestro amigable medico de familia, aconsejándote por tu propio bien cómo llevar tu vida más eficazmente.

Pero por supuesto el problema crucial es el salto de la fe del individuo y su consejero científico al gobierno y sus consejeros. Porque el individuo que se ocupa de su propia salud no tiene consecuencias nefastas para el resto: solo podemos aplaudir su preocupación y la sabiduría del consejo de su doctor.

Sin embargo no es tan evidente que ocuparse de la salud del estado sea bueno para el resto. De hecho esta conclusión se basa en varias suposiciones asombrosas: que el interés del estado coincide con el interés de cada uno de sus súbditos, que hay armonía entre estado y sociedad y que no hay una clase dirigente dominando y explotando al resto.

¿Alguien diría realmente que es evidentemente bueno y “libre de valoración”, por ejemplo, que los sociólogos aconsejen cómo establecer más eficientemente campos de concentración o cómo reducir mejor la oposición a dichos campos por parte de la opinión pública? ¿Realmente es nuestro mayor objetivo ver que aquéllos que “se supone que gobiernan” mantienen la lealtad de la mayoría de sus súbditos bajo todas y cada una de las circunstancias?

Si no es así y si Rose y Peters podrían un límite en los estado más abiertamente despóticos, ¿qué principio propondrían para guiarlos? En resumen, ¿cuándo, si es que hay algún cuándo, el ejercicio de la autoridad política se convierte para ellos en un mal peor que su debilitamiento?

Ningún libro sobre autoridad política que ni siquiera se ocupe de esos asuntos merece una atención seria. El principal interés de este libro, en un análisis final, está en su revelación de calamitoso estado de la profesión de la ciencia política.

 

 

Murray N. Rothbard (1926-1995) fue decano de la Escuela Austriaca. Fue economista, historiador de la economía y filósofo político libertario.

Esta crítica apareció originalmente en Inquiry, Diciembre de 1978, pp. 17-18.

Published Wed, Dec 29 2010 6:18 PM by euribe