Reconsiderando la Constitución, completamente

Por David Gordon. (Publicado el 16 de agosto de 2007)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/2657.

[The Politically Incorrect Guide to the Constitution • Kevin R.C. Gutzman • Regnery Publishing, 2007 • Xiii + 258 páginas]

 

Kevin Gutzman da a sus lectores mucho más de lo que tienen derecho a esperar. La serie de “Guías políticamente incorrectas” en la que aparece este libro parece dirigirse a una audiencia popular: su objetivo es corregir mitos comúnmente sostenidos por la propaganda izquierdista.[1]

Gutzman cumple sobradamente con este objetivo, pero su libro no puede calificarse como elemental. Muy al contrario, The Politically Incorrect Guide to the Constitution es una importante contribución a la historia constitucional estadounidense.

Gutzman es una eminente autoridad en los debates de ratificación de Virginia de la Constitución y usa su investigación con eficacia. Se ha visto muy influenciado por la original investigación pionera de Raoul Berger, pero refuerza y extiende las opiniones de Berger.

La tesis principal del libro es que la comprensión de los derechos de los estados de Jefferson de fundación de Estados Unidos y de la Constitución son correctos. Cuando las colonias americanas se reunieron en el Congreso Continental y adoptaron la Declaración de Independencia en 1776, no crearon una nueva nación, a pesar de que Abraham Lincoln dijera lo contrario.

La misma palabra “congreso” lo demuestra. “El Congreso era, como dice John Adams de Massachusetts, un lugar de reunión de embajadores. De hecho la palabra congreso siempre se había referido a asambleas de representantes soberanos, como en el caso del Congreso de Westfalia en el siglo XVII” (p. 10). La Declaración decía que las colonias eran ahora estados, es decir, gobiernos independientes. “En la culminante cuarta sección de la Declaración, el Congreso declaraba que las colonias era ‘estados libres e independientes’ y reclamaba para ellas el derecho a hacer todo lo que los países libres pudieran hacer” (p. 11).

Tampoco los Artículos de la Confederación cambiaron la cosa. Cada estado retenía una completa soberanía sobre todos los asuntos no “delegados expresamente” a los Estados Unidos. Es verdad que los Artículos hablaban de “Unión Perpetua”, pero como apunta astutamente Gutzman, el “hecho de que su unión no tuviera fijada una fecha de finalización, en parte porque no podía preverse la duración de la guerra, se expresó llamándola ‘perpetua’. (En esos tiempos, los tratados entre estados europeos a menudo pretendían ser ‘perpetuos’. Esto no significaba que ninguna parte pudiera acabar con un tratado, sino que no había ninguna provisión de finalización)” (p. 12). Además, en el Tratado de París que acabó la guerra, Jorge III mencionaba a cada una de las colonias por su nombre, reconociéndolas como “estados soberanos e independientes” (p. 10).

Gutzman ha realizado un fuerte alegato de que, antes de la adopción de la constitución, los estados no estaban subordinados a un gobierno nacional. Podríamos alegar por otro lado que los estados no estaban representados en el exterior por distintos embajadores, pero esto está sobradamente compensado por las consideraciones que aduce nuestro autor. Ahora afronta el principal reto a su tesis: ¿cambió las cosas la Constitución? ¿Ya no era Estados Unidos una alianza de estados sino una nación unificada?

Como deja claro Gutzman, algunos delegados de la Convención de Filadelfia ciertamente querían cambiar la naturaleza del sistema americano. Sin embargo en lugar de la división habitual entre nacionalistas y sus oponentes, Gutzman mantiene que había tres partes en la convención: “La primera era el partido monárquico, cuyo ejemplo principal era Alexander Hamilton, de Nueva York. Los monárquicos intentan borrar del mapa a los estados y sustituirlos por un gobierno unitario para todo el continente (…) La segunda parte consistía en nacionalistas, gente que (sin confesar nunca admiración por la forma monárquica) quería impulsar la centralización tan lejos como fuera posible (…) Finalmente había una cohorte en la Convención de miembros que insistían en proponer un reforzamiento del gobierno central al tiempo que mantenían el lugar primario de los estados en la política americana: un gobierno verdaderamente federal, en lugar de nacional” (pp. 22-24).

Gutzman apunta correctamente que ninguna de las dos partes nacionalistas tuvo éxito. Madison, el “Padre de la Constitución”, quería que el Congreso federal tuviera el poder de vetar la legislación estatal, pero su propuesta fue rechazada. Hasta aquí, nuestro autor ha realizado la narración habitual, pero ahora empieza su movimiento interpretativo clave.

Mantiene que lo esencial para entender el significado de la Constitución eran las intenciones de los delegados de las convenciones ratificadoras. Después de todo, estos delegados eran la gente cuyo voto estableció la Constitución como legalmente aplicable. Gutzman se concentra en la convención de Virginia y pone mucho énfasis en un punto.

Los delgados de Virginia veían la nueva Constitución con gran escepticismo, temiendo que se convirtiera en una herramienta para que el gobierno federal aplastara a los estados. Para aplacar a opositores como Patrick Henry, los líderes de las fuerzas pro-ratificación, que incluían al Gobernador Edmund Randolph, el proponente del Plan nacionalista de Virginia en Filadelfia tuvo que realizar una concesión. Tenían que acordar que los poderes del nuevo Congreso estuvieran limitados a los “expresamente delegados” en la Constitución. Los delegados rechazaban cualquier movimiento de las nuevas autoridades para expandir sus poderes más allá. Además, escribieron en su declaración de ratificación el derecho a abandonar el nuevo gobierno si éste excedía sus poderes adecuados.

Gutzman sostiene que como esta comprensión era parte del instrumento de ratificación de Virginia, ningún gobierno central puede afirmar la autorización de Virginia. Y como no tendría sentido pensar que la Constitución da al gobierno central más poder sobre algunos estados que sobre otros, las restricciones de Virginia son aplicables a todos los estados.

Esta es la visión jeffersoniana de la Constitución. La gran contribución de Gutzman es demostrar que las Resoluciones de Virginia y Kentucky de 1798 y 1799, las declaraciones clave de la postura jeffersoniana restauraban la comprensión de la convención ratificadora de Virginia. Al contrario que los oponentes federalistas de las resoluciones, Jefferson y Madison no actuaron como innovadores en 1798 y su postura no puede desdeñarse como meramente una de varias interpretaciones en competencia. Estaba firmemente basada en el instrumento de ratificación de Virginia legalmente válido.

Gutzman resume su principal argumento de esta forma:

La mayoría de los libros de texto de historia y derecho dicen que Jefferson y Madison inventaron la idea de la soberanía estatal. Pero (…) solo argumentaron lo que los fundadores ya entendían ser cierto acerca de los estados soberanos desde el principio, incluso si algunos de los fundadores (las ramas nacionalista y monárquica) querían cambiar ese entendimiento. (p. 73).

Por muy sólido que fuera el entendimiento jeffersoniano de la Constitución, por supuesto no ha prevalecido en la posterior historia estadounidense. Gutzman asigna a los jueces federales una gran parte de la responsabilidad en la transformación del entendimiento original, y aparece un juez en concreto en su desdeñosa crítica. El juez en cuestión es el principal de todos los jueces federalistas, el Magistrado Jefe John Marshall. Para mi sorpresa, Gutzman no centra su ataque en Marbury vs. Madison. Critica el razonamiento de Marshall, pero “a pesar de lo que les digan la mayoría de los estudiosos legales, la ‘revisión judicial’ era incontrovertida antes de Marbury vs. Madison” (p. 78). Me gustaría que Gutzman hubiera se huiera ocupado de los argumentos en contra avanzados por L. Brent Bozell en su olvidado The Warren Revolution. No digo que Bozell tenga razón, pero su defensa contra la revisión judicial merece una respuesta.

Para Gutzman, el pecado capital de Marshall no es la revisión judicial sino su rechazo del entendimiento jeffersoiniano de los límites del poder federal. En McCulloch vs. Maryland, Marshall “escribió que mientras que los Artículos de la Confederación habían especificado que el Congreso solo tenía los poderes que se le habían ‘delegado expresamente’, la Constitución no incluía esas expresiones, así que ese principio no le era aplicable. Era un argumento extraordinario, ya que el propio Marshall y otros federalistas (…) habían asegurado a sus colegas de ratificación que este mismo principio de poder federal limitado (…) estaba implícito en la Constitución no enmendada incluso antes de que se adoptara la Décima Enmienda” (p. 91).

Dadas sus posturas jeffersonianas, no resulta sorprendente que Gutman piense que los estados del Sur actuaban completamente dentro de su derecho cuando se secesionaron de la Unión en 1861. “Los federalistas siempre insistieron durante los debates de ratificación (sabiendo que tenían que ganar apoyos para la Constitución) en que los estados eran partes individuales de un compacto federal. Rechazando la lógica del compacto, tres estados (Virginia, Maryland y Rhode Island) se reservaron explícitamente (en el acto de ratificación de la Constitución) su derecho a secesionarse de la Unión” (p. 122).

Como siempre, Gutzman aporta un fuerte argumento, pero pienso que se equivoca en un punto menor. Dice que un “legado” de Dred Scott vs. Sandford fue que después de 857 prácticamente cualquier candidato republicano estaba seguro de derrotar a Buchanan a la presidencia en 1860, lo que significaría casi con seguridad la disolución de la Unión (p. 120; ver también p. 160). Pero Buchanan no era candidato a presidente en 1860. Supongamos que el Partido Demócrata no se hubiera dividido. ¿Sería una conclusión previsible que Lincoln hubiese derrotado a Stephen A. Douglas?

Un ejemplo final de la iconoclastia constitucional de Gutzman debe bastar. El Tribunal Supremo ha usado la cláusula del proceso debido de la Decimocuarta Enmienda como instrumento principal para eliminar la soberanía estatal. Varias decisiones del Tribunal han sostenido, por ejemplo, que la Enmienda se aplica a las restricciones de las Declaraciones de Derechos de los estados.

Gutzman rechaza esta postura de la forma más radical posible. Sostiene que Decimocuarta Enmienda nunca se adoptó legalmente. El Congreso requirió a los estados del Sur que ratificaran la Enmienda como una condición para la readmisión a la Unión. Pero esto es escandalosamente ilegal: si los parlamentos que “ratificaron” bajo coacción no fueron ya representantes válidos de gobiernos estatales existentes, sus votos no tuvieron efecto legal. Nuestro autor concluye: “Por tanto la Decimocuarta Enmienda no fue nunca propuesta constitucionalmente a los estados por el Congreso ni fue nunca ratificada constitucionalmente por los estados y aún así hoy se mantiene (después de las provisiones estructurales de la Constitución) como la parte más significativa del sistema legal estadounidense” (p. 133).

Gutzman ha hecho una fuerte defensa de su entendimiento jeffersoniano de la Constitución. Un crítico podría responderle basándose en que hoy no necesitamos preocuparnos acerca de cómo se entendía la Constitución por parte de sus ratificadores del siglo XVIII. Pero Gutzman podría decir en respuesta que eso es lo que se aprobó legalmente; quienes estén a favor de otras visiones de gobierno no deberían intentar alcanzar sus objetivos mediante lecturas torcidas y distorsionadas del texto constitucional.

 

 

David Gordon hace crítica de libros sobre economía, política, filosofía y leyes para The Mises Review, la revista cuatrimestral de literatura sobre ciencias sociales, publicada desde 19555 por el Mises Institute. Es autor de The Essential Rothbard, disponible en la Mises Store.



[1] Otros excelentes libros de esta serie incluyen The Politically Incorrect Guide to American History de Thomas Woods y The Politically Incorrect Guide to Capitalism de Robert Murphy. Ver mi crítica de Woods en The Mises Review, Invierno de 2004.

Published Mon, Jan 10 2011 6:43 PM by euribe