Una visión rothbardiana de la historia de Estados Unidos

Por David Gordon. (Publicado el 11 de mayo de 2007)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/2512.

 

Rothbard va mucho más allá de la economía en su obra histórica. En una serie de cuatro volúmenes, Conceived in Liberty (1975-1979), presentaba una relación detallada de la historia colonial americana que destacaba los antecedentes libertarios de la Revolución Americana. Su tesis esencial aparece en su explicación de los acontecimientos del siglo XVII. Dice:

El ilustre historiador Carl Becker planteó una vez la cuestión acerca del grado en que la Revolución Americana fue una batalla por el “gobierno local” de las colonias frente a Inglaterra, frente a una batalla por “quién debería gobernar localmente” dentro de las colonias (…) Ahora podemos enmarcar un juicio sobre este asunto para las primeras revoluciones de finales del siglo XVII y sus consecuencias. Hemos visto cómo la revolución, en la década de 1670 y especialmente tras 1688, se extendió a casi todas las colonias en América: de la rebelión de Bacon en Virginia a la de Leisler en Nueva York al continuo estado de revolución en las dos Nueva Jerseys. Todas ellas pueden clasificarse como “liberales” y populares; en resumen, como movimientos esencialmente de masas a favor de objetivos libertarios y en oposición a la tiranía, los altos impuestos, los monopolios y las restricciones impuestas por los distintos gobiernos. (CL, Vol. I, p.510).

Como las revueltas se dirigieron contra la opresión del estado, la antítesis de la revolución interna frente a la externa planteada por Becker debe rechazarse:

Cuando se rebelaron estas colonias, no lo hicieron contra Inglaterra por sí misma, sino contra las opresiones del estado, dominado por el gobierno inglés. Y el hecho de que este repentino levantamiento de la autoridad inglesa durante la Revolución Gloriosa emocionara a esas revueltas no niega en ningún sentido esta conclusión”. (CL, Vol. I, p.510).

La era colonial, en opinión de Rothbard, no fue totalmente una batalla por la libertad. Tenía poco sentido para el puritanismo de Nueva Inglaterra:

Una influencia básica en el pensamiento de la América colonial era el hecho de que aparecieron dos tradiciones en contraste a partir de su herencia protestante y puritana. Una era la tradición de persecución teocrática fanática, que alcanzó su apogeo en la Bahía de Massachussets y en el Partido Naranja Holandés”. (CL, Vol. II, p.188).

Su lúgubre juicio se basa en parte en el relato detallado del volumen precedente de la persecución de la antinomista Anne Hutchinson. Recomienda The Puritan Oligarchy, de Thomas Jefferson Wertenbaker como “crítica brillante y profunda”. (CL, Vol. I, p.516).

Mucho más del gusto de Rothard era la otra tradición:

La otra era optimista, individualista, libertaria e incluso deísta y estaba reflejada en los Niveladores y en fugitivos de Massachusetts como Anne Hutchinson y Roger Williams, y más tarde en Charles Chauncy y Jonathan Mayhew”. (CL, Vol. II, p.188).

Destaca la influencia de Algernon Sidney, John Locke, y Trenchard y Gordon en las Cato's Letters. “Cada uno hizo una profunda contribución al crecimiento y desarrollo del pensamiento libertario en América”. (CL, Vol. II, p.188).

Considera a Locke como un radical libertario en esencia:

Hay dos tendencias en el Ensayo de Locke: la individualista y libertaria y la conservadora y mayoritaria y son fáciles de encontrar ejemplos de precaución e inconsistencia. Pero la visión individualista en el centro del argumento. (…) Locke era un escritor extraordinariamente timorato y reservado en asuntos políticos (…) De ahí que no sea irrazonable suponer que la tendencia conservadora en Locke fuera un camuflaje para la esencia libertaria radical de su postura”. (CL, Vol. II, p.190).

Trenchard y Gordon interpretaban a Locke justamente de esta manera: “radicalizaron mucho el impacto del credo libertario de Locke”. (CL, Vol. II, p. 192). Las Cato's Letters advertían contra la tiranía del poder. Éste amenazaba constantemente la libertad y debe, si es necesario, dominarse mediante una revolución.

Cato aseguraba a sus lectores que no había peligro de que el público pudiera ejercer su derecho a la revolución frente al gobierno tiránico demasiado frecuente o imprudentemente: debido a los hábitos establecidos, así como a la propaganda y poder del gobierno, el peligro es más bien el opuesto. (CL, Vol. II, p.195).

Los comentarios de Rothbard hacen aparecer aquí un asunto fundamental: ¿hasta qué punto eran influyente intelectuales como Locke y Trenchard y Gordon y qué les motivaba? Su respuesta expresa una característica fundamental de toda su aproximación a la historia. Compara dos tipos de intelectuales: los “intelectuales de corte”, que sirven a las autoridades, deseando principalmente obtener dinero y poder para sí mismos. Los intelectuales revolucionarios, que se oponen al estado, lo hacen con convicción genuina.

No ahorra epítetos para el primer grupo:

La clase gobernante (ya sean señores de la guerra, nobles, burócratas, señores feudales, mercaderes monopolistas o una coalición de varios de estos grupos) deben emplear intelectuales para convencer a la mayoría del público de que su gobierno es benéfico, inevitable, necesario e incluso divino. El papel principal del intelectual a través de la historia es el de intelectual de corte que, a cambio de una porción, una pequeña participación en el poder y el vil metal ofrecido por el resto de la clase dirigente, crean las apologías del gobierno del estado que convencen a una opinión pública desorientada”. (CL, Vol. III, p.352).

Rothbard estaba de acuerdo con Etienne de la Boétie y David Hume en que el gobierno depende del apoyo popular: “ningún estado, ninguna minoría, puede durar mucho en el poder salvo que esté apoyado, aunque sea pasivamente, por la mayoría”. (Ibíd.). De ahí la necesidad imperativa de intelectuales para guiar a la opinión pública.

El caso es muy diferente en los intelectuales revolucionarios.

Normalmente son directamente los intereses económicos de los intelectuales radicales los que les hacen ‘rendirse’, ser captados por el aparato del estado gobernante. Los intelectuales que eligen el camino de la oposición radical (…) raramente pueden ser dominados por motivos económicos; por el contrario, solo una ideología férreamente mantenida, centrada en una pasión por la justicia, puede mantener a los intelectuales en la rigurosa vía de la verdad (…) Así, los estatistas tienden a ser gobernados por los motivos económicos, con la ideología sirviendo como una pantalla de humo para esos motivos, mientras que los libertarios o antiestatistas se ven motivados principalmente por la ideología, con la defensa económica desempeñando un papel secundario”. (CL, Vol. III, pp.353-354).

Cuando se ocupa de la propia Revolución Americana, Rothbard, como es habitual, desafía a la opinión generalizada. Las virtudes y liderazgo militar de George Washington no le impresionaban.

Washington se propuso transformar un ejército popular, solo apropiado para una revolución libertaria, en otra fuerza estatista gobernada despóticamente siguiendo el familiar modelo europeo. Su objetivo principal era aplastar el espíritu individualista y democrático de las fuerzas americanas”. (CL, Vol. IV, p.43).

Para Rothbard, los Artículos de la Confederación no fueron, al contrario de lo que piensa la mayoría de los historiadores, un débil acuerdo general que tenía que reemplazarse por la Constitución más enfocada a la centralización. Muy al contrario, los propios Artículos permitían demasiado control centralizado.

Aunque los radical tuvieron éxito en arrancar muchos de los dientes centralistas, los Artículos seguían siendo un paso trascendental de la unidad laxa pero eficaz del Congreso Continental original a la creación de un poderoso nuevo gobierno central. En ese sentido, fueron una importante victoria para el conservadurismo y la centralización y resultaron ser un compromiso en el camino hacia la Constitución”. (CL, Vol. IV, p.254).

Para Rothbard era decididamente el camino equivocado.

Destacaba la naturaleza radical de la Revolución.

Fue la primera guerra de liberación nacional con éxito contra el imperialismo occidental. Una guerra del pueblo, librada por la mayoría de los americanos teniendo el coraje y el entusiasmo por levantarse contra el gobierno “legítimamente” constituido, que realmente acabó con su “soberano”. (CL, Vol. IV, p.443).

A esto podría objetarse que una revolución externa no tiene que ser también internamente radical, pero Rothbard está preparado con su respuesta:

la repentina derrota de ese gobierno [británico] inevitablemente devolvía el gobierno a una forma fragmentada, local, casi anarquista. Cuando consideramos también que la Revolución se dirigía consciente y radicalmente contra los impuestos y el poder del gobierno central, el inevitable impulso de la Revolución para una transformación radical hacia la libertad se hace cristalino. (CL, Vol. IV, p.445).

Thomas Jefferson y Tom Paine están entre los principales héroes de esta dirección radical hacia la libertad. Paine, en El sentido común,

no dejaba al desnudo las raíces de la monarquía, sino que ofrecía una brillante idea de la naturaleza y orígenes del propio estado. Había realizado un avance crucial en la teoría libertaria sobre la doctrina del contrato social del origen del Estado. Aunque seguía a Locke en sostener que el Estado debería confinarse a la protección de los derechos naturales del hombre, veía claramente que los estados reales no se habían originado así o para este fin. En su lugar, habían nacido de la simple conquista y saqueo. (CL, Vol. IV, p.137).

Por el contrario, está de acuerdo con Richard Henry Lee en que Benjamin Franklin era un “viejo perverso”. (CL, Vol. IV, p.360).

Rothbard no se ocupó de la historia de Estados Unidos del siglo XIX con tanto detalle como del periodo colonial, pero en su revelador artículo “Origins of the Welfare State in America” ofrece una clave para su interpretación de este periodo. Argumenta que el estado de bienestar no puede remontarse al movimiento laborista. En su lugar, los pietistas postmilenaristas yanquis abrieron el camino a la reforma social estatista. Fueron el producto del Segundo Gran Despertar, liderado por Charles Finney. Creyendo que Cristo no retornaría a la tierra hasta que el mundo no se reformara, buscaban regenerar el orden social a través de la coacción estatal.

Después de unos pocos años de agitación, quedó claro para estos nuevos protestantes que el Reino de Dios en la tierra solo podría establecerlo el gobierno, que era necesario para reforzar la salvación de los individuos eliminando las ocasiones para el pecado.

Entre los principales pecados a combatir estaba la bebida “el ron del demonio” y “cualquier actividad en sábado excepto rezar y leer la Biblia”. Los pietistas postmilenaristas se oponían fuertemente a la Iglesia Católica: el movimiento de la escuela pública fue en gran medida un intento de “protestantizar” a los hijos de los inmigrantes católicos.

El grupo se concentraba principalmente en Nueva Inglaterra. “La concentración de los nuevos estatistas en áreas yanquis no era nada notable”. Pronto adoptaron también el gran gobierno en la economía. “Utilizar el gran gobierno para crear una economía perfecta parecía equivaler a utilizar ese gobierno para acabar con el pecado y crear una sociedad perfecta”. Los pietistas postmilenaristas se orientaron hacia el Partido Republicano.

“Por otro lado, los todos los grupos religiosos que no querían estar sujetos a la teocracia de los pietistas postmilenaristas gravitaron naturalmente hacia el partido político del laissez faire, los demócratas”. Rothbard mantenía que la lucha entre los pietistas postmilenaristas y sus oponentes demócratas estuvo en el centro de las campañas políticas de buena parte del siglo XIX.

Hacia el final del siglo, los intelectuales progresistas a menudo se secularizaron. Su énfasis cambió:

alejándose cada vez más de Cristo y la religión, que se hicieron cada vez más vagos e imprecisos y cada vez más hacia un evangelio social, con el gobierno corrigiendo, organizando y finalmente planificando la sociedad perfecta.

Richard T. Ely y su alumno John R. Commons fueron figures cruciales en esta transición. Otro fue

el profeta de la democracia superior atea, el filósofo John Dewey (…) Es poco conocido que en una primera etapa de su aparentemente inacabable carrera, Dewey fue un ardiente predicador del postmilenarismo y la llegada del Reino.

Rothbard también tenía en cuenta a los progresistas en su ensayo “World War I as Fulfillment: Power and the Intellectuals”. Documentaba hasta el tope a los intelectuales progresistas, los “pensadores avanzados”, en su opinión, estaban bastante dispuestos a imponer sufrimiento y muerte a otros, si hacerlo hacía avanzar sus locos planes. Como advierte: “La guerra ofrecía una oportunidad de oro (…) para traer un control colectivista en interés de la justicia social”. De nuevo, John Dewey es una figura importante. “La fuerza, declaraba, era simplemente ‘un medio para obtener resultados’ y por tanto no podía alabarse ni condenarse por sí misma”. (John V. Denson, ed., The Costs of War, Transaction, 1997, p.225).

 

 

David Gordon hace crítica de libros sobre economía, política, filosofía y leyes para The Mises Review, la revista cuatrimestral de literatura sobre ciencias sociales, publicada desde 19555 por el Mises Institute. Es además autor de The Essential Rothbard, disponible en la tienda de la web del Mises Institute.

Published Tue, Mar 29 2011 7:28 PM by euribe