Trabajo en marcha: Un niño y su mamá

Por Robert Higgs (Publicado el 7 de abril de 2011)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5176.

[Independent Institute,The Beacon, abril de 2011]

 

Todos los que me conocen bien, saben también que adoro a mi padre. Hace dos años, en el centenario de su muerte, escribí una breve semblanza de él como tributo al hombre más importante de mi vida, el tipo de hombre que bien podría inspirar a otros, como me inspiró a mí. A la vista de lo mucho que estimo a mi padre, hay quien podría pensar que no tengo en mucho aprecio a mi madre (Doris Geraldine Higgs, de soltera Leiby, 14 de mayo de 1917 – 25 de mayo de 1980). Sin embargo ese pensamiento sería erróneo. Aunque mi madre era en muchos sentidos un tipo distinto de persona de mi padre, también tuvo una gran influencia en su hijo más joven (Bobby Larry, como me llamaba). Como he reflejado en mi relación con ella, he llegado a creer que en algo extremadamente importante me influyó exactamente de la misma forma que mi papá; me refiero a que me hizo apreciar el placer de trabajar y de hacer tu trabajo de buena gana y bien, en lugar de gruñendo y descuidadamente.

Tal vez lo más importante es que mamá fue un buen ejemplo: fue una gran trabajadora en su propia vida diaria. Como el pueblo en que nació no tenía instituto y su padre no se podía permitir que abandonara la casa para continuar con su educación, no pasó del octavo grado. Cuando tenía 16 años se casó con mi padre (que era ocho años mayor) y durante los 45 años de su matrimonio (acabado con la muerte de él en 1977) se ocupó de la casa como si ser una buena esposa y madre constituyera una ocupación vital y digna.

Aunque tuviera otras cosas que hacer, preparaba tres comidas diarias (cada una cocinada desde el principio). La preparación de las comidas podría ser un proceso de producción completamente integrado empezando con la matanza de un pollo, luego desplumándolo y limpiándolo y cortándolo en piezas para freírlo. A veces yo traía a casa peces o cangrejos que había pescado o un conejo que había cazado y, con mi ayuda para limpiarlos o pelarlos, según requiriera el material en bruto, los cocinaba para la cena. (Yo también criaba conejos para la mesa). Después de cada comida, lavaba y secaba los platos (aunque era papá quien los solía secar tras la cena) y limpiaba la cocina. Limpiaba diariamente toda la casa, manteniéndola limpia e impoluta a pesar de que vivíamos en un área rural polvorienta durante la mayoría de los años de mi infancia y juventud. El lunes era su día de colada, lo que significaba que trabajaba en el garaje con su lavadora pasada de moda, colgaba toda la ropa para que se secara y luego la recogía y la doblaba cuidadosamente y, para cosas como camisas, sábanas y fundas de almohadas, la planchaba antes de poner todo en el armario correspondiente.

Cocinar, limpiar y lavar, sin embargo, no era toda su labor. De joven había “sentido la vocación” de predicar el mensaje de Jesucristo y cuando yo tenía cuatro o cinco años, se había convertido en pastor de la remota iglesia Pentecostal en algún lugar más allá de McAlester, Oklahoma, el pueblo junto al que vivíamos entonces. Más tarde nos mudamos a California en 1951, fue de nuevo pastor en una sucesión de distintas iglesias. Su ministerio requería mucho trabajo por su parte, para preparar sermones, realizar ceremonias varias veces por semana (a veces todas las noches, cuando se producía una “reunión de renacimiento”) y atender a las necesidades espirituales y personales de su congregación en momentos de enfermedad, muerte y otros problemas. Su compasión natural y su sincera simpatía, así como su fe religiosa, le sirvieron bien en esta vocación.

Aunque ser ama de casa, madre y pastor a tiempo completo podría haber sido bastante, o incluso demasiado, para la mayoría de las mujeres, tenía tiempo para muchas actividades adicionales: su secreto era que no importaba que actividad emprendiera, trabajaba muy rápido. Tejía y bordaba adornos, especialmente blondas y cojines para casa. Una vez por semana, durante varias horas, se reunía con otras señoras en la iglesia para hacer edredones en un esfuerzo conjunto por sostener la iglesia. (Sigo teniendo varias de estas bellas obras de arte popular). Cultivaba una gran huerta en primavera y verano, así como sus queridas rosas y otras flores. En ciertas épocas del año iba a los campos de algodón, que en aquel entonces todavía requerían mucho trabajo manual, para trabajar con grupos de labradores en “cortar” (desbrozar) y “recoger” (cosechar) algodón.

Como de joven iba a todas partes donde iba ella (no recuerdo haber tenido nunca cuidadora como tal, aunque a veces pasaba el rato en una casa de un vecino con mis amigos) le acompañaba en su trabajo fuera de casa. La primera experiencia tiene que ver con recoger algodón, cuando tal vez yo tenía cuatro o cinco años. Era demasiado pequeño como para tener mi propio saco, así que iba delante de ella en la fila, recogiendo las suaves hebras y haciendo un pequeño montón en la fila. Cuando ella llegaba a mi montón, lo depositaba en el saco y yo me volvía a adelantar para repetir el proceso una y otra vez. Me encantaba este trabajo. Además de disfrutar de la propia recogida, en buena compañía con otros recogedores, lo pasa bien lanzando capullos sin abrir a otros niños, que naturalmente me devolvían en ataque. Cuando tuvo seis años, convencí  mi madre de que me dejara un saco, lo que hizo utilizando un saco de patatas, poniéndole una bandolera que yo podía ponerme al hombro de la forma habitual de los recogedores de algodón. Cuando mi pequeño saco se llenaba lo llevaba a las balanzas, se pesaba, recogía mi paga por libra, echaba los contenidos de mi saco al trailer (a veces añadiendo un salto sobre el algodón si había suficiente en el trailer) y volvía al campo para volver a llenarlo. Según crecía, mis sacos se hacían más grandes. Cuando tuve 10 u 11 años, me había graduado con el saco estándar de 12 pies que usaban los adultos y era capaz de recoger hasta 200 libras en un día. Sin embargo al acabar la década de 1950 las máquinas cosechadoras habían desplazado a los recogedores manuales casi completamente en nuestra área de California, así que mis recogidas de algodón con mamá acabaron cuando yo tenía 12 o 13 años.

Mamá también me llevó a muchos sitios. Al acabar el verano visitábamos las plantaciones de melocotones y albaricoques cuando había terminado la cosecha comercial y quedaba bastante fruta aquí y allá en los árboles. Se iba a estropear si nadie se molestaba en recogerla, así que los propietarios permitían a cualquiera y a todos entrar en las plantaciones y recogerla gratis. Llevábamos a casa grandes cajones llenos de fruta con las que mamá podía hacer conserva para consumirla el próximo año. También íbamos a las orillas del río San Joaquín done crecían las moras y recogíamos muchas. También podían conservarse y (lo mejor de todo) hacerse la deliciosa mermelada de moras de mi madre. También durante la temporada encontrábamos y recogíamos a lo largo del río brotes de mostaza salvaje, un manjar para el gusto de mi madre, aunque intolerables para el mío.

Mamá me enseñó a conducir un coche. Cuando tenía 10 años empecé a conducir en los caminos rurales y cuando tuve 15, me llevó a obtener una licencia de conducción (seis meses antes de celebrar mi 16º cumpleaños, lo que se permitía en aquel entonces porque había recibido un curso de formación en conducción en la escuela). Le avergonzó pero no me prohibió tener mi primera escopeta con diez años. Con mi pequeña escopeta .410 de un solo tiro y una extensión inacabable de campos, pantanos y marismas como territorio de caza, me convertí en un gran cazador, al menos en mi opinión. (Confieso que era considerablemente más cuidadoso con mi arma que con el coche y la consecuencia final puso a prueba la paciencia de papá en más de una ocasión). Mamá me enseñó a vestir, a “comportarme”, a firmar un cheque y a cómo realizar mil otras tareas que debe dominar un adulto. Aprendí a cocinar viéndole y ayudándole en pequeñas tareas en la cocina, como limpiar peces y picar coles con la picadora manual para hacer ensalada de col. A veces ayudaba a limpiar los platos tras la cena.

Desde que tuve 14 años, durante las vacaciones escolares de verano trabajaba a tiempo completo en trabajos regulares junto con hombre, primero en el rancho donde vivía y más tarde en una fábrica local de cajas. Mis padres no reclamaron ni sugirieron siquiera dichos empleo (“tendrá mucho tiempo para trabajar más tarde”, decían) pero había aprendido de su ejemplo a valorar ganarme mi propio dinero. Así que desde mi segundo año en el instituto en adelante, no necesité que me dieran ningún dinero, aunque continuaba recibiendo de ellos mi alojamiento y manutención, como siempre.

Cuando era un niño, mamá me permitía moverme a todo lo largo y ancho del campo y mi infancia no estuvo ocupada solo con ir a la escuela y jugar en sus equipos deportivos (y trabajar, como he dicho) sino asimismo con explorar, pescar, cazar y nadar en los canales. Por la tarde, cuando estaba lista la cena, seguía estando por ahí fuera y la voz de mi mamá sonaba por los campos que se oscurecían llamándome: “Bobby Laaaaaareeee”. En mis recuerdos, la oigo tan claramente como la oía entonces.

Cualquier niño habría sido afortunado, como sin duda yo lo fui, al tener una madre así: cariñosa, amable, gentil, compasiva, de buen humor, trabajadora, dedicada a su familia y leal a sus amigos, en su mundo en casa y en paz con su lugar en el mundo.

 

 

Robert Higgs es socio distinguido en economía política en el Independent Institute y editor de The Independent Review. En 2007 recibió el premio Gary G. Schlarbaum por una vida dedicada a la causa de la libertad.

Este artículo apareció originalmente en el blog del Independent InstituteThe Beacon. 2 de abril de 2011.

Published Fri, Apr 8 2011 5:03 PM by euribe
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