El desastre llamado New Deal

Por David Gordon. (Publicado el 9 de diciembre de 2008)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/3234.

[New Deal or Raw Deal? How FDR's Economic Legacy Has Damaged America • Burton Folsom, Jr.  • Threshold Editions, 2008 • Xvi + 318 páginas]

 

A los lectores de The Mises Review no les sorprenderá descubrir que Folsom considera al New Deal como un fracaso. Sin embargo, incluso los familiarizados con libros como The Roosevelt Myth, de John T. Flynn, encontrarán valioso el libro de Folsom.  Folson aporta nuevos e importantes argumentos.

Su veredicto contra el New Deal es difícil de discurrí: los niveles de desempleo al final de la década de 1930 seguían en los niveles de la depresión. En mayo de 1939, el Secretario del Tesoro, Henry J. Morgenthau Jr., uno de los mejores amigos de Franklin Roosevelt, testificaba ante la Comité de Formas y Medios de la Cámara: “Digo que después de ocho años de esta Administración, tenemos tanto desempleo como cuando empezamos (…) Y un enorme déficit a enjugar” (p. 2). Cuando hablaba, el desempleo excedía el 20%. Además, y aquí Folsom ha asimilado la investigación pionera de Robert Higgs, ni siquiera el inicio de la Segunda Guerra Mundial acabó con la Depresión. Es verdad que se acabó el desempleo, pero fue a causa del reclutamiento. A falta de esta esclavitud militar, hay todas las razones para pensar que Roosevelt habría continuado luchando con el desempleo.

Un defensor acérrimo de Roosevelt podría intentar dos respuestas a esta acusación. Podría argumentar que Roosevelt no llegó suficientemente lejos: a pesar de su reputación radical, Roosevelt solo adoptó a regañadientes la prescripción keynesiana de aumentar el gasto público. Roosevelt si gastó realmente mucho en programas públicos, pero esto debe compararse con sus aumentos en impuestos. Cuando se toman juntos ambos, el estímulo que proporcionó a la economía del desembolso del New Deal fue menor del necesario para restaurar la prosperidad. William Leuchtenburg, uno de los más influyentes historiadores del New Deal, apoya esta postura.

“El caos que se había producido antes de que Roosevelt asumiera el cargo”, argumenta Leuchtenburg, “era tan grande que ni siquiera las medidas sin precedentes del New Deal fueron suficientes como para reparar el daño”. (…) Algunos historiadores dicen que FDR debería haber realizado más gasto en déficit durante la recesión de 1937. (p. 12).

Folsom rechaza sabiamente este argumento. Se basa en una falacia familiar, expuesta clásicamente por Frédéric Bastiat en el siglo XIX y Herny Hazlitt en el XX. El gasto público no ayuda al empleo, ya que los impuestos desplazan al gasto e inversión privados. Folsom cita apropiadamente a Hazlitt a este respecto:

“Todo dólar de gasto público debe provenir de un dólar de impuestos”, destacaba Hazlitt. Si la WPA construye, por ejemplo, un puente de 10 millones de dólares, “el puente tiene que pagarse con impuestos (…) Por tanto”, observaba Hazlitt. “por cada trabajo público creado por el proyecto de puente se ha destruido un trabajo privado en algún otro lugar (…) Lo único que ha pasado, como mucho, es que ha habido un desvío de trabajos a causa del proyecto. (p. 84).

Por supuesto, los keynesianos tienen lista una respuesta. Dirán que los inversores, debido a su pesimismo acerca del futuro, no habrían gastado por sí mismos el dinero que se lleva el gobierno en impuestos. En su lugar, lo habrían atesorado; el el dinero hubiera permanecido en manos privadas, el aumento en el empleo habría sido menor del que se produjo bajo los beneficiosos auspicios de Washington.

Folsom se ocupa adecuadamente de este bulo keynesiano. Si los empresarios fueron reticentes a invertir, fue en gran parte precisamente por la actitud antiempresas de la administración Roosevelt. Roosevelt apoyó tipos fiscales confiscatorios, así que no sorprende que los inversores fueran reacios a emprender nuevos proyectos. Tenían buenas razones para pensar que si hubieran tenido éxito, Roosevelt se habría apropiado de sus beneficios para sus propios y dudosos planes. Las encuestas a empresarios realizadas en 1939 hacen evidente esta reticencia.

Por ejemplo, en marzo de 1939, el AIPO [American Institute of Public Opinion] preguntó a una muestra nacional: “¿Piensa que la actitud de la administración Roosevelt hacia las empresas está retrasando la recuperación empresarial?” Más del doble de encuestados dijo “si” frente a los que dijeron “no”. (p. 248).

Por desgracia, hay un fallo en la defensa de Folsom. Su argumento, así presentado, es sólido, pero ¿qué pasa si el gobierno sencillamente aumenta la oferta monetaria? En ese caso, los defensores del intervencionismo afirmarán que los nuevos trabajos creados por el gobierno generan un aumento neto del empleo.

Para refutar esto, necesitamos la teoría austriaca del ciclo económico. El gasto público, si tiene lugar a través de la expansión de crédito bancario, sin tiene “éxito”. Generará otro auge creado artificialmente. La recuperación así generada ocasionará a largo plazo problemas económico incluso peores, una vez que el nuevo auge colapse a su vez. Tampoco una política de mayor expansión monetaria pospone indefinidamente el desastre.  Al final, la confianza de la gente en el sistema monetario disminuirá y aparecerá la hiperinflación.

Folsom, aunque no ciego ante el peligro de la inflación, ignora la teoría austriaca. En su relato la continua severidad de las depresiones que empezaron en 1929, destaca correctamente los malignos efectos del arancel Smoot-Hawley. Sus tipos extraordinariamente altos restringieron mucho el comercio, no solo restringiendo las importaciones, sino asimismo por los aranceles recíprocos impuestos por otras naciones. Pero no dice nada en absoluto acerca de la visión austriaca, es decir, que la expansión del crédito bancario durante la década de 1920 fue la cusa principal del crash de 1929.

Muy al contrario, sigue a Milton Friedman y la Escuela de Chicago en lamentar la contracción de la oferta monetaria por parte de la Reserva Federal.[1] Parece no conocer la visión austriaca. No cita a Hayek o Mises al hablar del ciclo e ignora la extraordinaria The Great Depression, de Lionel Robbins. (El hecho de que Robbins rechazara erróneamente su propio libro no debería hacernos reticentes a beneficiarnos de su análisis). Incluye sólo una referencia a America's Great Depression, de Rothbard, y es en conexión con Herbert Hoover y la RFC (p. 276, nota 18).

Pero no voy a enterrar a Folsom, sino, principalmente, a alabarlo. Un de sus mejores hallazgos es que los programas del New Deal fueron financiados en buena parte por los pobres. A instancias de Roosevelt, se fijaron impuestos internos sobre muchas cosas de consumo popular y éstos recayeron de forma especialmente dura sobre los pobres. “En los primeros cuatro años de la presidencia de Roosevelt, los ingresos por impuestos internos excedieron los de los impuestos de la renta y de las sociedades” (p. 126). (Aunque no creo correcto llamar “regresivos” a los impuestos internos, como hace Folsom. Todos pagan el mismo tipo, no se grava más a los pobres).

No es con mucho la única forma en que los programas del New Deal dañaron a los pobres. A los negros les fue muy mal bajo Roosevelt, el supuesto gran ejemplo de liberalismo moderno ilustrado. Las leyes de salario mínimo resultaron ser un bloque contra el que se estrellaban los esfuerzos de los negros por encontrar trabajo. Estas leyes impedían a los empresarios infravalorar a los sindicatos ofreciendo salarios más bajos a miembros no sindicalizados. Como los negros sufrían la exclusión de muchos de los sindicatos poderosos, en la práctica estaban excluidos. Por cierto que Roosevelt permitía a los sindicatos violar alegremente los derechos de propiedad privada: las sentadas, es decir, la apropiación y ocupación forzada de la propiedad de un empresario eran para él algo correcto. En la famosa sentada de la United Auto Workers de Walter Reuther contra General Motors, ni el “Gobernador Frank Murphy de Michigan no el Presidente Roosevelt estaban dispuestos a apoyar echar a los huelguistas de la propiedad de GM” (p. 120).

A Roosevelt no le preocupaban los efectos de sus programas en los negros. De hecho, hizo poco por apoyar los derechos civiles: por ejemplo, no apoyó la legislación antilinchamiento. Hacerlo le podía hacer ganar el antagonismo de importantes congresistas sureños. A pesar de su aparente indiferencia hacia los negros, Roosevelt obtuvo el apoyo de muchos miembros de la comunidad negra, en parte debido a gestos públicos cuidadosamente calculados por parte de miembros de su administración. Sin embargo muchos negros prominentes se dieron cuenta. Roosevelt desairó a Jesse Owens tras el triunfo de éste en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 y desde entonces Owens hizo campaña contra él. Joe Louis envió un telegrama de apoyo a Wendell Willkie en las elecciones de 1940: “‘Gana por KO’ telegrafió Louis” (p. 210).

Folsom se ocupa adecuadamente de una objeción a su tesis anti-Roosevelt. Si las políticas de Roosevelt fueron un fracaso tan completo, ¿por qué fue reelegido? En 1936, ganó aplastantemente al candidato republicano, el Gobernador Alf Landon de Kansas. Además, ni siquiera el partidario más opuesto a Roosevelt puede negar la popularidad del presidente.

En parte, dice Folsom, la respuesta reside en el gran encanto personal de Roosevelt. Incluso sus oponentes, como el eminente periodista Arthur Krock, caían bajo su influjo. Krock explicó una vez a Roosevelt por qué iba a dejara de asistir a las conferencias presidenciales: “Me gusta usted tanto que cuando voy a escribir sobre el evento, no puedo ser imparcial” (p. 223).

 Pero Folsom tiene una explicación más profunda. Roosevelt manipulaba los programas de bienestar para ganar votos. Los oficiales de WPA estaban bastante dispuestos, si hacía falta, a retorcer brazos con el fin de ganar votos para el presidente y sus apoyos en el Congreso. Más en general, bajo el experto consejo de Emil Hurja, el ayudante principal del Director General de Correos James Farley, se realizaban encuestas para indicar dónde podía obtenerse más ventaja con los patrocinios y prebendas.

Folsom aprovecha aquí un libro olvidado desde hace tiempo: Who Were the Eleven Million?, de David Lawrence, fundador y editor del US News & World Report. A través de un análisis condado a condado de las elecciones de 1936, Lawrence demostraba que el votar a Roosevelt variaba en proporción a los patrocinios y trabajos concedidos. A veces puede trazarse con detalle la forma en que actos concretos de beneficencia política trasladaban a los votantes al campo demócrata. Los republicanos estaban atrapados. Con el partido fuera del poder, no podían igualarse a Roosevelt como dispensadores de favores. Podían hasta cierto punto probar el camino de la virtud, denunciando las tácticas de Roosevelt tal y como eran, pero esta táctica no podía llevarse demasiado lejos. Hacerlo corría el riesgo de perder a los votantes que se beneficiaban de la generosidad del gobierno. Así, Landon prometía mantener el pago a los granjeros bajo la AAA, comprometiendo de forma fatal sus denuncias de Roosevelt por manipulación política del bienestar.

Folsom pone un gran énfasis en el personaje de Roosevelt y el presidente sale realmente bastante mal parado. Los políticos difícilmente son conocidos por su honradez, pero incluso juzgado por los bajos estándares del grupo, Roosevelt era un mentiroso. En un discurso en las elecciones de 1920, cuando se presentaba a vicepresidente por los demócratas, Roosevelt afirmaba falsamente haber redactado la constitución de Haití. Cuando se le descubrió, afirmó incluso no haber hecho nunca esa declaración, aunque numerosos testigos declararon que lo hizo. Folsom podría haber mencionado también la acusación de acuerdos dudosos contra la Warm Springs Foundation de Roosevelt para víctimas de la polio. (Folsom sí menciona este proyecto, pero dice poco de él).

El presidente no se hizo más honrado con los años. Aunque había prometido mantenerse neutral en la pelea entre Alben Barkley y Pat Harrison por el liderazgo de la mayoría en el Senado, se inclinó de forma decisiva por Barkley, que ganó la votación 38-37.[2] Como consecuencia, convirtió al popular Harrison de un gran defensor del New Deal a su enemigo.

Roosevelt tenía asimismo una insaciable sed de poder. Aunque las elecciones de 1936 dieron a los demócratas una abrumadora mayoría en el Congreso, no era suficiente para él. Buscó purgar a quienes no estuvieran completamente a favor de su programa. En particular, no podía perdonar a quienes se atrevieron a oponerse a su fracasada propuesta de intervenir en el Tribunal Supremo. Se opuso a congresistas demócratas veteranos e influyentes, favoreciendo en su lugar a recíen llegados más flexibles. Uno de sus favoritos fue Lyndon Johnson, cuyos posteriores esfuerzos por llevar el New Deal a Vietnam del Sur no fue en absoluto un éxito). En la mayoría de los casos, los esfuerzos de Roosevelt fueron inútiles. El una vez dominante Roosevelt, a pesar de sus indudables dotes políticas, se encontró en una posición política mucho más débil a finales de la década de 1930 de lo que lo había estado en 1936. Roosevelt se había extralimitado.

La búsqueda de poder de Roosevelt y su desdén por la crítica tuvo un lado siniestro. Utilizó las agencias del gobierno, especialmente el FBI y hacienda, para acosar a sus oponentes políticos. Así, a instancias del presidente, se puso en marcha una investigación de evasión de impuestos contra el antiguo Secretario del Tesoro Andrew Mellon, aunque se sabía que no tenía fundamente, por parte de Elmer Irey, el jefe de la unidad especial de inteligencia de Hacienda. Robert Jackson, que ordenó la investigación de Mellon, fue más tarde elevado al Tribunal Supremo. Mellon acabo siendo absuelto. Tan pronto como Jesse Owens y Joe Louis criticaron a Roosevelt, empezaron investigaciones sobre ellos en Hacienda. Los lectores de este libro bien documentado verán a Roosevelt con desagrado.[3]

 

 

David Gordon hace crítica de libros sobre economía, política, filosofía y leyes para The Mises Review, la revista cuatrimestral de literatura sobre ciencias sociales, publicada desde 19555 por el Mises Institute. Es además autor de The Essential Rothbard, disponible en la tienda de la web del Mises Institute.



[1] Es posible apoyar la visión austriaca de la causa de la Depresión rechazando al tiempo la política monetaria de la Fed una vez que empezó la Depresión por abiertamente deflacionista, pero es muy improbable que Folsom adopte esta postura. Para una crítica de la ortodoxia de Chicago, ver Murray Rothbard, America's Great Depression, y Melchior Palyi, The Twilight of Gold.

[2] No puedo resistir la tentación de contar la historia de la muerte de Barkley. En un discurso de 1956, dijo: “Prefiero ser un servidor de la Casa del Señor que sentarme en los asientos de los poderosos” y momentos después murió de un ataque al corazón.

[3] Parece haber una errata en el texto en la página 306, nota 38. Folsom se refiere a una carta de Arthur Sears Henning a Herbert Hoover, aparentemente sobre el plan de intervención en el Supremo y da las gracias a Gary Dean Best por llamar su atención hacia esta carta, pero la carta no se menciona en el texto que la acompaña.

Published Sat, Apr 30 2011 3:10 PM by euribe