El crepúsculo de los dioses

Por Sean Corrigan. (Publicado el 18 de septiembre de 2007)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/2706.

 

Se ha escrito mucho acerca de los pánicos y manías (…). Pero una cosa es cierta: que en momentos concretos, una gran cantidad de gente estúpida tiene una gran cantidad de dinero estúpido. A intervalos (…) el dinero de esta gente (el capital ciego, como lo llamamos, del país) es particularmente grande y ansioso: busca a alguien al que devorar y hay una ‘pletora’, encuentra a alguien y hay ‘especulación’, es devorado y hay pánico. – Walter Bagehot “Essay on Edward Gibbon”.

El nuevo ejército modelo

En la segunda mitad de julio, no solo los mercados de commidities estaban fuertes, sino que la renta variable mundial seguía enloquecida hacia adelante negando completamente los desastres en el auge del crédito, con tanto S&P como los índices de los mercados emergentes marcando máximos históricos. Todo ello a pesar del hecho de que lecturas de opiniones sublimes: máxima longitud de margen en el NYSE, mínimo porcentaje de tenencia de activos líquidos en fondos mutuos, un cambio grande en la amplitud del mercado (que para el NASDAQ había, en realidad, llegado a nuevos mínimos desde hace años) e índices de volatilidad que estaban aumentando con (en lugar de contra) el aumento en las existencias.

Ahora está claro que el sentido de invencibilidad mostrado por tantos jugadores era un juicio singularmente malo. Lejos de formar una “meseta permanente”, el verano temprano parece haber marcado nada menos que el vertiginoso pináculo de la hemorragia nasal que de lo que probablemente haya sido la más espectacular histeria de masas de toda la historia de los las manías del mercado financiero, que es el esquema de Ponzi de billones de dólares de crédito que hemos creado desde el colapso de la locura tecnológica.

Aunque hubo quienes ocasionalmente olfatearon que la “exuberancia racional” había empezado a aparecer en una serie de clases de activos, a la mayoría les faltó la idea crucial de que la causa de todo este lío no era sino que la burbuja financiera que había estado inflando continuamente los precios dondequiera que miráramos (aunque, irónicamente, dondequiera que los bancos centrales eligieran no mirar, al mismo tiempo).

La burbuja real estaba en el crédito: todas las demás (ya fueran en compañías de uranio, objetivos apalancados, relojes Patek Philippe o decoraciones modernistas) fueron secundarias respecto de lo que de una deplorable forma incompresible el expresidente de la Fed llamó una vez un “acertijo”, pero que era, en realidad, un fenómeno demasiado comprensible.

Al decir esto, a menudo nos olvidan altivamente los inversores institucionales que no podrían asentir reconociendo que, por ejemplo, el níquel podría estar bajo tensión o que los contangos del petróleo hicieron a los índices energéticos un juego de trileros, pero que seguían perfectamente conformes con comprar otra de gambas de morralla de créditos dudosos a sus directores de cuenta de su muy impaciente banco inversor, cada uno seguro en la creencia de que el abracadabra estadístico que dio valor a estas canastas le otorgaría un amplio margen de seguridad.

Como han empezado a revelar los acontecimientos de las pasadas semanas, esta última presunción ha resultado ser tan fatal como sus predecesores menos ilustres en la perpetración de la arrogancia matemática. Como dijo fríamente un gestor de un hedge fund a sus anonadados inversores: “¡El fondo iba bien hasta que el mercado súbitamente se volvió ineficiente (…)!”.

Esa es la incuestionable fe generad por una generación de tecnócratas autosatisfechos en la mascarada alquímica de los “modelos” bajo la cual venden sus habilidades a los inversores.

Un hogar dividido

A pesar de la fijación periodística con el término “subprime”, no debemos permitirnos pensar erróneamente que el mundo va a caer en picado a causa de las penalidades de los cerca de cien mil pobres tipos cuyo doloroso deseo de hacer dinero rápido invirtiendo en chalets se encontró con un prestamista no demasiado difícil de contentar con motivos igualmente miopes.

Sin embargo, el hecho sencillo es que la laxitud en los préstamos y la eufórica carrera de depuración del riesgo nunca se limitaron a un rincón del mundo de bajas rentas, pues había operadores financieros mucho más sofisticados también demasiado dispuestos a ponerse sus mejores galas y unirse al charlestón de Chuck Prince mientras la banda siguiera tocando.[1]

Así la variopinta fauna de pistoleros de hedge funds, barones de la renta variable, emisores de bonos, mercaderes de CDO e inversores de renta fija; todo el negocio fuera de control de las empinadas fusiones y adquisiciones, de enormes readquisiciones de participaciones (y por tanto del rendimiento del mercado de renta variable del mercado principal, así como la recalificación del mercado emergente); toda la engrandecedora arrogancia de la bonanza de bonus en los grandes bancos; todo ello, hasta el último centavo, ha sido a su vez causa y efecto de la construcción del sistema tormentoso que ahora amenaza con arrasar esta vida fácil de falsa prosperidad, dejando a su paso poco más que las astillas de sueños rotos y expectativas desengañadas.

Por tanto aunque nosotros personalmente no hayamos participado conscientemente dentro de los irregulares límites del juego del crédito, el hecho de que el poderoso huracán que se abate sobre nosotros llegue primeramente a tierra en los suburbios extendidos de pladur de las subprime no es una razón para la complacencia, pues como acaba de empezarse a adivinar, las subprime en sí mismas no son más que una parte particularmente indefensa de los peligros mucho más extendidos que todos afrontamos ahora.

En realidad es un testimonio de la mentalidad completamente propia de Lewis Carroll de hoy en día el que la visión de algunos de los más grande bancos del mundo se den codazos en la cola para asegurarse una tasa de financiación bonificada de los bancos centrales haya sido conseidrada casi unánimemente ¡como algo positivo y una señal para recomprar algunos de los valores más castigados! Con pocas posibilidades de disfrutar de algo, salvo unas pobres gachas de malas noticias económicas en los próximos meses, la inexperta disposición de ir a la pesca de fondo después de una corrección tan superficial solo debería servir para confirmar la creencia de que la manada se dará un porrazo por su indisposición a admitir que nos esperan tiempos duros.

 En realidad todo el gran guiñol actualmente representado en Wall Street y la City no es sino una alegoría altamente dramatizada y extremadamente comprimida de la miseria que una inflación del crédito inflige a los negocios y la gente real. Aunque pueda ser duro suprimir un toque de regodeo ante las dificultades que ahora tiene los hedge funds plagados del tipo de persona que había “olvidado” que había dejado su Maserati a medida de 150.000$ aparcado durante meses en un parquímetro de Londres, un sentimiento de que ha recibido lo que merecía desde hace tiempo no debería ocultar tampoco las más amplias lecciones a sacar de la crisis ni tampoco el hecho de que el correspondiente dolor es muy probable que mantenga a los abogados de quiebras trabajando hasta tarde mucho más allá de los Hamptons y los escondites de los condados locales de los luciferes caídos del apalancamiento.

Los sospechosos habituales

 El denominador común de todos estos episodios que se repiten de locura evitable no es otro que el dinero fácil. Este puede fomentarse deliberadamente por políticos, puede ser el resultado de algún accidente histórico como la conquista del Nuevo Mundo o el descubrimiento de oro en California o Kalgoorlie o puede resultar de la adopción de una innovación financiera que economice las existencias de dinero, posiblemente introduciendo nuevos instrumento derivados bien engranados, como la banca de reserva fraccionaria del Renacimiento, las opciones en los bulbos de tulipanes, las acciones parcialmente abonadas de la Compañía del Mississippi, la deuda marginal de Nueva Era o las mucho más poderosas implantaciones de la las Frankenfinanzas de hoy.

El crédito superfácil (y los tipos de interés reales y ajustados al riesgo artificialmente suprimidos que genera) anima inevitablemente a invertir demasiado en demasiados falsos proyectos. Los financieros se vuelven imprudentes, los inversores cambian lo que aún producen sus ahorros a vehículos más especulativos y de mayor vida y (deslumbrados por el botín resultante) los empresarios se ven equivocados, en masa, viendo oportunidades reales donde solo hay un brillante espejismo producido por el dinero caliente.

El aumento resultante de nuevas financiaciones de proyectos, de más préstamos bancarios y emisiones de bonos y de una provisión entusiasta de capital riesgo da lugar pronto a un remarcable resurgimiento de la actividad de los negocios en general y a la caída en los niveles de paro.

Hasta que los costes recuperen su retraso inicial y empiecen a aumentar en proporción a los precios de venta, la inyección de nuevo crédito y el estímulo de las nuevas inversiones también tendrán el efecto de disparar los beneficios contables tanto a nivel microeconómico como agregado, y por tanto parecerán justificar la histeria masiva de que se ha desatado ahora esta última de las “nuevas eras”.

Tristemente, toda esta reluciente superestructura tiene los pies de barro. Pues como una vez Leon Walras, aquí en Lausana: “La expansión del (…) crédito no crea capital [físico], sino una nueva demanda de capital y el capital mismo sigue pendiente de crearse”.

Es en esta omnipresente confusión semántica sobre el significado de la palabra “capital” en donde aparecen todos los problemas, pues el hecho de que se hayan impreso demasiados billetes de guardarropa (se ha otorgado demasiado crédito nuevo no ahorrado) probablemente signifique que va a haber una pelea en el vestíbulo después de que caiga el telón. Aunque no se produzcan puñetazos, la simple realidad de que algún alma cándida va a acabar yéndose a casa sin protección contra el frío de invierno.

Así que el fallo crucial en el desarrollo del auge residiría en el hecho de que los empresarios y financieros cometan el error de considerar una abundancia de capital financiero (que ellos mismos han creado de la nada) como un profundo fondo correspondiente de capital físico y recursos laborales del que tomar, sin alterar los precios demasiado adversamente los precios incluidos en sus retorno de inversión.

Esencialmente, los tipos de interés del mercado (que se supone que expresan el grado de nuestra preferencia por mermelada para hoy respecto de mermelada para mañana) se ven revueltos por la expansión del crédito y no reflejan que los ahorros hayan aumentado voluntariamente (menos mermelada hoy, por favor), así que hay disponible una mayor cantidad de recursos para su reubicación en nuevos proyectos de inversión (más mermelada mañana, gracias).

Así que el calendario para la entrega de suficientes bienes de consumo para cumplir con las demandas secuenciales de los rentistas queda desviado. Los tipos más bajos bien pueden permitir a los promotores accesos acceder a financiación, pero no hacen nada que garantice que sean capaces de convertirla en el capital físico que necesitan para llevar a cabo sus planes, al menos no sin ponerse peligrosamente en contra de los deseos de los mismos consumidores a los que piensan estar sirviendo.

Aumenta la inversión a largo plazo, aunque nadie ahorra voluntariamente nada más. Por el contrario, dado el aumento en las rentas monetarias que producirá toda esta actividad de negocio extraordinaria, en combinación con el entorno de bajos tipos de interés que prevalece, el ahorro bien puede disminuir, tanto proporcional como absolutamente. Este es el caso especialmente si se empuja a la gente a creer que la apreciación del precio del activo que probablemente acompañe a estas condiciones le ha hecho de alguna manera más rica sin esfuerzo.

Por sí mismo, esto es suficiente para introducir un grado debilitante de abrasividad en el sistema pues, aunque el crédito sirve bastante bien como combustible, resulta ser un mal lubricante. Los horizontes directivo efectivos (aunque no siempre imaginarios) ahora empequeñecen (en lenguaje ejecutivo, hay poca “visibilidad”) aunque como planes de hayan hecho más grandiosos. Parafraseando a von Clausewitz: Todo es muy fácil en un auge inflacionista, pero la cosa más simple es difícil. Estas dificultades se acumulan y producen una fricción que ningún hombre que no haya visto la inflación puede imaginar exactamente.

Que coman bollos

Pero ésta solo es una etapa temporal, pues la consecuencia inevitable es que los precios finales de los bienes empezarán a subir, estrechando el margen, y eliminándolo al final, en la ganancia en precio pagado por los bienes de inversión e intermedios.

Una vez que ocurre esto, las semillas del desastre, sembradas por la expansión del crédito, empezarán a germinar, pues éste es el momento en que se pujará por los “factores” menos específicos (o, si lo preferimos, los más versátiles: personas, maquinaria, tierra y materiales en bruto) lejos de utilizarlos en empresas  largo plazo y de menor amortización, o. igual de calamitosamente, del posterior procesado de su producción en algún punto entre su intrincada progresión de la mina y la tienda de electrodomésticos a centro comercial. En su lugar, se verán atraídos por actividades ahora más lucrativas que buscan directamente cumplir los deseos del tumulto de los presuntos consumidores, abarrotando ansiosamente la calle y rondando las oficinas de propiedad inmobiliaria.

Después de setenta años de adoctrinamiento keynesiano, lo esencial (que demasiado consumo en lugar de demasiado poco, es la causa más probable de un infarto en toda la economía) se ha hecho más difícil de entender de lo que debería. En realidad no hay tanta diferencia en los mecanismos que funcionan (incluso si las ramificaciones son menos trascendentales) cuando aparece una competencia horizontal en lugar de vertical: cuando la gente decide comprar deportivas y no sandalias, o un Lexus y no un Lotus. El ganador prospera y puede pagar más por sus materias primas: el perdedor no puede responder pues sus ingresos disminuyen rápidamente. Piensen en “Betamax”.

Quizá la razón por la que esto tenga sentido intuitivamente es que se basa en la microeconomía (en realidad, la única parte viable del canon moderno). Sin embargo, cuando nos trasladamos a la macroeconomía, existe la ridícula convención de que un trago homogéneo de nueva demanda de consumo anima instantánea y automáticamente a un bloque de capital igualmente monótono a llevar a cabo las acciones apropiadas para aprovecharlo. Esto lleva directamente a la creencia de que mientras que la competencia por los recursos a lo largo de una franja concreta de la estructura productiva es algo común, una competencia similar hacia arriba o abajo debe eliminarse con decisión.

Aún así, si empezamos por el extremo contrario, quizá podamos explicar cómo esta atrofiante desarmonía entre inversión y consumo puede a veces brotar tomando el ejemplo de una nación en guerra o mirando a la brutal industrialización en tiempo de paz perseguida por las camisas rojas y pardas de Europa en la década de 1930.

Persiste la popular mentira de que estos actos de violenta coacción masiva resultaron ser en único remedio efectivo ante la Depresión que asolaba esa oscura década, un error de percepción que confunde un proceso de recuperación genuina con la sencilla realidad de que toda la mano de obra había encontrado trabajo, aunque los últimos consumidores que poblaban los enormes ejércitos de esclavos reclutado por ele estado o como brazos en factorías que fabricaban bienes, no para su propio disfrute, sino herramientas de destrucción con las que se dotaría a sus hermanos y personas queridas en el frente de la guerra.

La verdad es que toda esta “inversión” estaba, en realidad, impidiendo la satisfacción de los deseos cotidianos de los individuos. Pueden haberse enarbolado banderas y cantado bravamente himnos, pero lo que tocaba al trabajador era soportar la penuria forzada de un trabajo duro e implacable, su única remuneración real eran escaseces, colas y racionamiento, mientras eran intimidados para enterrar su inutilizable sobrante de las ganancias en bonos de guerra (un instrumento especialmente inapropiado para preservar su riqueza en una situación tan inflacionista).

Aunque siendo menos extremo en su alternativa de medios, debe reconocerse que hay a priori pocas diferencias económicas entre esta tiranía concreta y el intento mucho más comúnmente practicado de negar la libre expresión de una elección individual a la hora de disponer de su renta (el llamado “ahorro forzoso”) que tiene lugar bajo las condiciones de una expansión del crédito generada por la inversión.

De hecho, puede ser precisamente el método más eficiente precisamente porque no necesita el látigo del supervisor o la amenaza del gulag para llevarlo a cabo (como han descubierto desde hace tiempo los bastante más suaves planificadores colectivistas de la China actual). El hecho de que el trabajador coopere en principio a su propia expropiación puede parecer en principio la principal fortaleza de esta postura, pero, una vez que se descubre el engaño, este voluntarismo mal orientado degenera rápidamente en un fracaso crítico si al final debe decidir que realmente le gustaría probar algo de la tarta que ha estado preparando en la cocina colectiva.

En todos estos ejemplos, se ha reafirmado en fin una sensación subyacente de impaciencia agregada (o “preferencia temporal”, en la jerga) y sacudido las distorsiones iniciales de la inyección de crédito para determinar, una vez más, los precios relativos del efectivo (o los bienes) hoy y la promesa de efectivo (o bienes) mañana.

Es en esta crítica encrucijada (en ausencia de una mayor intervención para revigorizarla inyectando aún más crédito a los fabricantes en el sistema de forma que las grandes empresas puedan de nuevo disfrutar de una fugaz diferencia entre la subida de los costes de las materias primas y los precios de venta) cuando la gran ola del auge probablemente rompa y supere los arrecifes de sus propias contradicciones internas.

Lanzando una curva

Suponiendo que aparezca ninguna inyección fresca de fondos, también puede ser el momento en que pueda aparecer la temida maldición de una curva negativa de rendimientos. Los tipos monetarios a corto plazo aumentarían al tiempo que los empresarios muy presionados se encontrarían atrapado en una guerra por obtener los factores que tan urgentemente necesitan para completar la transformación de sus productos intermedios por bienes finales vendibles (factores para cuyo pago los flujos de caja internos se han convertido repentinamente en demasiado magros como para realizarlos).

Otra característica de la necesidad agravada de capital circulante puede ser que algunos de los atrapados por este desarrollo de la maraña inflacionista elijan financiar una  provisión de inventario no vendido o extender más crédito a un cliente a través de sacarlo de sus cuentas y evitar temporalmente su examen. Reticentes aún a admitir la derrota y liquidar a cualquier precio decepcionante que pueda actualmente ofrecer el mercado, se han convertido así en nada más que en especuladores apalancados sobre un aumento recuperado del precio de ese inventario.

En resumen, ansiosos por salvar todo lo que puedan del naufragio de sus planes, las tumefactas filas de fabricantes en lucha estarían dispuestas a pagar intereses no solo hasta el nivel de su beneficio esperado, como antes, sino incluso también por la totalidad de sus depreciados complementos (que desaparecerán pronto), un fenómeno al que Hayek calificó: “inversión que aumenta la demanda de capital”.

Sea cual sea la forma que adopte, el desenlace inevitable de este drama es que la fatal división entre la inversión arrastrada y el deseo ex ante de ahorrar llegará a revelar las premisas completamente falsas sobre las que se ha producido el auge.

A medida que aumentan los costes y disminuyen los ingresos en la multitud de empresas sufriendo esta dolorosa dislocación, empezarán  congelando todo gasto discrecional, especialmente el señalado para nuevos desembolsos de capital (adviertan que esto reducirá las medidas macro para los beneficios y presionará a las verdaderamente micro, al rebajar el total de ingresos en desacuerdo por las partidas de costes del mismo periodo en las cuentas). Luego se recortarán los servicios empresariales externos que se consideren “no esenciales” y, finalmente, se enviarán avisos de despido a los trabajadores.

La primera de estas contramedidas tenderá a centrar mucho del dolor en los sectores de los bienes superiores. Aquí los ingresos derivan en buena parte de los gastos realizados por sus colegas empresarios por debajo de la línea en lugar de por encima, el tipo de gasto que es el más aplazable de ambos. Además, los que sufren lo peor normalmente se deshacen del rango más estrechamente concreto de productos, bienes que a menudo requieren el equipo más especializado para fabricarlos. Por tanto éstos son los tipos de compañías que menos probablemente encuentren un mercado alternativo, una vez que las órdenes dejen de renovarse o empiecen a cancelarse por parte de la clientela habitual.

Cualquiera que sea el detonador para el cambio, una vez que hemos llegado al punto en que estalla el auge inversor, encontramos que normalmente toma la forma de una cascada de quiebras y reducciones que se extiende hacia abajo (no hacia arriba) de los fabricantes de bienes de capital hasta la Calle Mayor.

Como en una economía moderna le gasto empresarial empequeñece el total final de los desembolsos “en la tienda”, al contrario de lo que cree la gente, la intensidad de tendencia al gasto de los consumidores finales dista de ser una señal importante de preocupación, pues es solo ahora, cuando la maligna influencia del creciente desempleo le hace sentir que disminuyen los ingresos al amparo del auge y empieza a desaparecer el sonido de las cajas registradoras.

Ya ha llegado la recesión de verdad, aunque, según advertirán, no por una falta de “demanda efectiva”, sino más bien debido un exceso de demanda defectuosa (es decir mutuamente incompatible).[2]

Al decir esto, no deberíamos perder de vista el hecho de que cada declive tiene su propia idiosincrasia que diverge de una u otra forma de este desgastado estereotipo. Por ejemplo, en nuestra actual representación de la tragedia, aunque la clásica avalancha de quiebras de arriba abajo es aún probable que haga su aparición entre las industrias “reales” a medida que la disrupción empresarial se extiende ante la aparición de la sacudida del crédito, el giro en la trama habitual es que, esta vez, la Dama Finanzas bien puede ser la primera en sucumbir al daño de sus muchas heridas autoinfligidas.

Por supuesto, las “finanzas” modernas son en sí mismas una industria de escala significativa, que supone más de un sexto del producto bruto de EEUU. Por si fuera poco, es la que actualmente tiene más problemas, en buena parte como resultado de su atroz comportamiento durante el auge. De hecho, como negocio que ha sufrido un periodo de notable hipertrofia (ya nos fijemos en el crecimiento en activos, volúmenes de transacciones, emisión de títulos, contratos de derivados existentes, espacio ocupado, nóminas o sobre de paga) una suspensión prolongada de la presente inflación de activos no puede dejar de revelar un grado de error directivo colectivo entre banqueros, intermediarios y gestores de fondos a una escala similar a que empequeñece las penosas tribulaciones de los superambiciosos magnates del acero o los decepcionados mineros del cobre que puedan mirar fijamente el fondo del mismo barril de restricciones como el que ahora amenaza a sus mayores acreedores.

Como una de las principales beneficiarias de este último episodio de transferencia inflacionista de riqueza, las finanzas han hecho mucho más que sencillamente canalizar fondos baratos a los negocios reales. En su lugar, sus propias decisiones de gasto han llegado a asomar demasiado en el conocimiento de demasiados otros (ya sean arquitectos estrella, vendedores de TI, agencias de viajes de negocios, vendedores de yates o sastres de Savile Row) lo que significa que el humo que aparecía sobre el Valhalla del valor en riesgo resultaría ser un augurio de muchos problemas en el futuro para todos los que hasta ahora han ayudado a su vez a aligerar los protuberantes bolsillos de los financieros.

Revolviendo en los escombros

¿Cuánto durará la crisis? Es muy difícil decirlo, pero debe advertirse  que (como confesó Hayek en su vejez) nuestro moderno estado intervencionista y su régimen favorecido de divisa flotante sí da a las autoridades mucha libertad de acción para “suavizar” (en realidad, para ocultar) la amplitud del ciclo, pero solo a costa de estrechar su longitud de onda y enterrar sus errores más profundamente en el sistema.

Como este auge concreto se tambalea al borde del abismo del reajuste, el primer impulso sería continuar tratando de revigorizar la hidrópica red financiera, que ha sido la primera baja de la crisis. Después de todo, además de financiar a los órganos predatorios del estado, los banqueros centrales existen principalmente para apoyar a su cártel local de perpetradores de ese fraude imperfecto al que llamamos reserva de banca fraccionaria.

Sospecho que aquí podrían afrontar una tarea más difícil de que por lo general se le supone en el presente. Pues aunque el uso de operaciones en el mercado abierto, ventanillas de descuento y disposiciones especiales pueden ayudar a superar un brote de iliquidez (una situación que aparece cuando las obligaciones vencidas son de un tenor mucho menor que los activos esencialmente sólidos que les corresponden), el problema de la insolvencia (cuando el valor de los activos cae bastante por debajo del de las obligaciones existentes) es mucho más inabordable.

Tristemente es este último caso el que parece ser el más pertinente mientras intentamos encontrar un camino entre los imponentes macizos de deuda altamente comprometida y con una falsa AAA. Estas montañas de finanzas nada sólidas, deben ustedes saber que no eran originalmente nada más que pantanos de basura invendible antes de la maravillosa metamorfosis ocurrida cuando el supuesto riesgo residual (pero que luego resultó estar inflavalorado) se metió en esos dispositivos explosivos improvisados de apalancamiento extremo tan caro a jugadores ellos mismos enganchados hasta el cuello y financiados en el fondo por más apalancamiento: el del último recurso que es el moderno sistema bancario.

El grado de retorcida ingenuidad que implica todo este reembalaje infernal significa que poner de nuevo a Humpty Dumpty intacto sobre su muro bien puede resultar imposible para todos los caballos y todos los hombres del rey, aunque respondan al crescendo de las exhortaciones políticas de “usar todas las herramientas disponibles” (supuestamente esa “tecnología a la que llamamos imprenta”), tal vez realizando “acciones no convencionales” (monetizando promiscuamente primero y preguntando después) previamente arrogadas a su caja mágica al principio del último fiasco.

A medida que la oficialidad lucha por superar la crisis bancaria, per se, los pensamiento ya estarán dirigiéndose a otras medidas planteadas en la economía real. Por ejemplo, el por otro lado impecable consejo de Bill Gross en PIMCO ha sido que Leviatán se preparare para arreglar el lío y pase luego la factura a los ahorradores y prudentes por el privilegio de rescatar los más avariciosos y miopes de sus vecinos.[3]

Luego como ya defendía un intelectualmente funesto editorial del FT escrito por Martin Wolf,[4] se intentará promover un puro gasto sin sentido en algún lugar del globo en una virulenta pandemia de keynesianismo, encabezado tal vez por la gente al cargo de los billones de dólares de reservas forex acumuladas en los cofres centralizados de los exportadores asiáticos y los grandes productores de energía.

Si los mercados exportadores se secan junto con los pozos del sus crédito a los consumidores, sus gobiernos indudablemente convencerán a la gente para comprar más de su propia producción como compensación. En la medida en que dichos bienes contengan en sí mismos un alto nivel de importaciones (y déficits comerciales que amenazan así con reemplazar los superávits actuales) calcularán que esas mismas reservas pueden disminuir para pagar la factura. ¿Y si la divisa se debilita por el camino? Está bien, desde su mentalidad típicamente mercantilista.

Aunque realmente esto puede ofrecer un espacio para respirar si se realiza con suficiente determinación “en el largo plazo todos estamos muertos”, nos estremece pensar el momento en que dentro de unos años, cuando se descubra que el último emperador está desnudo y temblando los vestíbulos a medio terminar de su mal construida Ciudad Prohibida, cómo los andamios destartalados de la mala deuda china, las industrias innecesariamente duplicadas, la contabilidad rudimentaria y la omnipresente corrupción ya no están envueltas en las brillantes sedas de la propaganda oriental y el pensamiento optimista occidental y la estela del dinero caliente consecuentemente se dirija del flujo tumefacto al ruidoso reflujo.

Sin embargo, incluso si los agregados del PIB inclinado al consumo empiezan a parecer mejores, como consecuencia de un ejercicio masivo de “rescate y construcción”, no olvidemos que cuando el movimiento al alza tome fuerza, el ciclo se manifestará en lo que llamamos un “alargamiento” de la estructura productiva, el emprendimiento de inversiones incrementalmente eliminadas de la provisión inmediata de bienes de consumo y especialmente de productos básicos de consumo.

Como consecuencia, ha aparecido una aplastante asimetría. Ésta reside en el hecho de que es mucho más fácil alcanzar dicho alargamiento (utilizar dinero fácil y acciones caras para construir una planta, instalar tuberías y llenar la fábrica con hileras de nueva y brillante maquinaria especializada) que volver a acortarlo: reequipar la línea de producción para un uso distinto (más exhaustivamente consumible), sacar un mineral distinto de la misma mina, desmontar el equipamiento para hacerlo rentable como chatarra; cuando la premisa sobre cómo se dan estos pasos audaces resulta ser una mera falsedad hilada en medio de una actitud intoxicadora de incontinencia financiera.

Como la cantidad de capital, probablemente varado cuando la marea de la fortuna se retire, será a la vez tan grande como inmóvil, habrá consecuentemente poco entusiasmo, si es que hay alguno, para desmantelar directamente esa capacidad. En Occidente, un expediente de quiebre puede tanto aumentar la carga de un duro dividendo y los pagos de intereses como romper los acuerdos laboral ahora insoportables mientras se deja la capacidad intacta: en el este, el estado central impedirá la liquidación igual de eficazmente por otros medios. Ninguna de ambas cosas hará mucho por acelerar el proceso de reajuste.

Como consecuencia, probablemente le siga un periodo de retornos económicos submarginales a soportar en cualquier empresa tan sobredimensionada al disolverse lentamente su capital en medio de una lacerante corrosión de una depreciación falta de mantenimiento y olvido de alto grado.

También es indudable que algún idiota ofuscado por la Ventana Rota abrirá la boca para decir que ha merecido la pena: que no tendríamos todas estas fábricas, todos estos centros de comercio internacional y parques tecnológicos si no hubiera sido por la burbuja, pero eso es un poco como tratar de consolarnos por nuestras pérdidas diciendo que no tendríamos esos trajes italianos casi nuevos colgando en el armario si hubiéramos sabido que íbamos a ponernos tanto peso después de comprarlos.

Por mucho que se tinte de rosa la perspectiva, permanece el hecho de que se ha desperdiciado innecesariamente mucho capital precioso durante el auge y como la acumulación de  capital productivo es el único medio por el que podemos mejorar nuestro nivel general de vida, esa pérdida no puede dejar de tener sentido, aunque sus consecuencias solo puedan calcularse condicionalmente a través de una descripción contrafactual.

Bajo un sistema financiero más racional, esta recuperación de fuerzas generalmente iría acompañada por tipos de interés reales más altos en consonancia con el reducido nivel de capital real ahora disponible y la próxima subida empezaría por tanto bajo fundamentos más sólidos, aunque en un calendario más considerable que lo que podría desear tu buscador de votos medio. Por tanto, en la práctica esa intemperancia política significará que los tipos de interés oficiales probablemente se mantendrán demasiado bajos, demasiado tiempo, volviendo a empezar, al coste de animar a otra obra en dos actos de optimismo inapropiado y desengaño aplastante dentro de unos pocos años.

Al este del edén

Al tratar de visualizar cómo se verá el paisaje económico después de que este huracán de desapalancamiento se haya disipado, le sugerimos que aprenda la lección de las subprime y empiece a buscar los equivalentes coportaivos, financieros y soberanos de aquéllos que tomaron (así como los parecieron genios por ofrecerlos) cada vez mayores bocados de préstamos NINJA (“No Income, No Job or Assets” [“Sin Ingresos, Sin Trabajo ni Activos”], incluso cuando el barco se dirigía visiblemente hacia los escollos. Entre ellos se encontrarán probablemente la mayoría de las bajas del declive.

Otro obstáculo que tenemos que superar aparece porque, como dijo Bagehot (de nuevo):

También los buenos tiempos de los altos precios engendran siempre mucho fraude. Toda la gente es más crédula cuando es más feliz, y cuando se ha hecho mucho dinero, cuando alguna gente está ganando mucho, hay una feliz oportunidad para la ingeniosa mendacidad. Se creará casi todo por un tiempo y, mucho antes de que se descubra, los peores y más diestros estafadores están geográfica o legalmente lejos del alcance del castigo. Pero el daño que han hecho difunde daño, pues debilita el crédito aún más.

Al acabar de echar el telón sobre la exhibición más espléndida de credulidad en masa nunca experimentada, bien podemos imaginar que los tabloides pronto estarán publicando ediciones extra con el fin de poder mostrar las futuras revelaciones de “ingeniosa mendacidad”. Igual que hicimos tras la burbuja tecnológica, también podemos esperar cansinamente que lo que parecía en su momento haber sido una Edad de Oro de la rentabilidad corporativa se considerará un buen acuerdo menos extraordinario, una ves que se vuelvan a hacer las cuentas apropiadamente, en una época de mayor rigor en esa materia.

Pero debería ser así. Se desperdiciaron prodigiosas cantidades de capital en el auge y mucho de lo que se gastó como renta en los buenos tiempos incluía claramente una buena parte de ese capital desperdiciado. Los principales vicios de la subida (fraude, estupidez y frivolidad) fueron terriblemente costosos de mantener y (al dar paso por un tiempo a sus virtudes opuestas de la diligencia, el escepticismo y la sobriedad) nuestras cuentas tendrán que corregirse para reflejar ese hecho.

Al menos nos dará algo que hacer hasta que descubramos donde enganchar luego la máquina de la inflación. En ese punto podremos de nuevo quitarnos el cilicio, ponernos nuestras mejores galas y empezar otra orgía salvaje, exuberante y al final destructiva de buena vida y dinero caliente y ¡sálvese quien pueda!

 

 

Sean Corrigan es Estratega Jefe de Inversión en Diapason Commodities Management.



[1] “Cuando la música se pare, en términos de liquidez, las cosas se complicarán. Pero mientras suene la música, tienen que levantarte y bailar. Seguimos bailando” – Chuck Prince, Presidente de Citigroup, Entrevista en el Financial Times, Julio de 2007.

[2] Sin embargo, incluso en este auge concreto (donde la locura financiera sin precedentes llevó a que los primeros problemas se produjeran en el ámbito del extremo del consumidor duradero en el mundo real, es decir, en la vivienda) , ha sido el aumento en los precios causado por la creciente inversión mundial no financiada en su integridad por verdadero ahorro mundial que (a) ha llevado a los tipos de interés más altos que han explotado la burbuja de las finanzas-propiedades y (b) ha empezado a estrechar los márgenes, siguiendo un modelo de libro, en muchas de las empresas cuyas actividades compensaban de sobra hasta entonces estos contratiempos.

Esto resulta indiscutible a pesar de los esfuerzos de negación practicados por quienes se han convencido a sí mismos de vivimos de distinta forma un “empacho de ahorro” y una “escasez de activos”. Por ocuparnos primero de la última, solo podemos decir que la acción del precio en los mercados estas últimas pocas semanas parece sugerir que ocurre precisamente lo contrario: que los activos solo parecen escasos (es decir, se han hecho irracionalmente caros) porque las obligaciones creadas con el propósito de comprarlos no lo eran. Respecto de la primera, diríamos que cuando una nación árabe o asiática extiende billones de dólares de crédito comercial a sus atribulados clientes occidentales y luego usa el dudoso respaldo de las obligaciones asociadas como base sobre la que inflar su propia oferta monetaria local y alimentar así un orgía de construcción y expansión industrial, dudamos profundamente de la validez del uso de la palabra “ahorro” para describir el proceso.

[3] Bill Gross, Investment Outlook, Septiembre de 2007. “Where's Waldo? Where's W?

Published Thu, May 19 2011 7:04 PM by euribe
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