Los orígenes coloniales de la libertad americana

Por Thomas E. Woods, Jr. (Publicado el 3 de marzo de 2000)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/392.

[Conferencia realizada en el Instituto Mises, enero de 2000]

 

Se ha sugerido recientemente que dejemos de usar la palabra “fundadores” para referirnos a los pensadores y políticos estadounidenses que influyeron en la formación de la Unión Americana y la escritura de la Constitución e insistido en que les llamemos en su lugar “autores”. La idea es muy recomendable. “Fundadores” tiene ciertos tonos straussianos inaceptables. Sugiere que un grupo de hombres en un momento cualquiera en el tiempo “fundaron” Estados Unidos ex nihilo, como si no se debiera nada a la herencia colonial. Pero en realidad, por supuesto, para comprender la verdadera historia de la libertad americana tenemos que empezar, no en la década de 1780 y la Constitución, sino con  Jamestown y Massachusetts.

Ahora mismo la tesis del importante libro de David Hackett Fischer, Albion's Seed: Four British Folkways in America es bien conocida por los estudiosos de la América colonial. El periodo que va de 1629 a 1775, empezando por la emigración de puritanos ingleses del este de Inglaterra a la Bahía de Massachussets y acabando con los primeros indicios de la revolución, se caracterizó por la migración de gentes de distintas regiones geográficas de Inglaterra. Tras los puritanos, Fischer identifica como segundo grupo una pequeña falsa aristocracia y un número considerable de sirvientes contratados originarios del sur de Inglaterra que se dirigieron a Virginia (ca. 1642-75). La tercera migración se originó en las Midlands del Norte de Inglaterra y Gales y acabó en el Valle del Delaware (ca. 1675-1725). Finalmente, desde aproximadamente 1718 hasta 1775, un cuarto grupo, consistente en emigrantes de las fronteras del norte de Inglaterra y el norte de Irlanda, se dirigieron a los campos de los Apalaches.[1]

Naturalmente, estos grupos compartían una serie de cosas evidentes e importantes en común. Provenía de la misma parte de Europa, hablaban un idioma común y, al menos en un sentido amplio, compartían la misma religión. De hecho fueron precisamente estas características comunes las que citaba John Jay en los Federalist Papers, en concreto en el Federalist nº 2 como una fuente esencial de la cortesía y oren que caracterizó a la república americana. “La providencia”, escribía, “ha tenido a bien conceder a este país conectado a un pueblo unido un pueblo descendiente de los mismos ancestros, hablando el mismo lenguaje, profesando la misma religión, unido a los mismos principio de gobierno, muy similar en sus maneras y costumbres”. En otras palabras, las gentes de las distintas colonias poseían suficientes características comunes como par hacer de la unión federal una idea factible y al menos teóricamente posible en la práctica.

Pero aunque buena parte del análisis de Jay esté bien traído, Fischer insiste en que las diferencias culturales entre los pueblos que comprendían Estados Unidos eran reales, significativas y resistentes. A mediados del siglo XVII, un puritano, hablando de los virginianos, los declaraba “los más alejados de la conciencia y la honradez moral de cualquier tipo en el mundo”. Igualmente, el virginiano William Byrd II, refiriéndose a los puritanos, advertía a un corresponsal que “debe mantenerse un ojo vigilante en estos comerciantes enredadores”. Los dos grupos compartían a su vez un desagrado por los cuáqueros. Se decía frecuentemente que los miembros de la Sociedad de Amigos, como se conocía a los cuáqueros, “rezaría por sus conciudadanos un día a la semana y por ellos los otros seis”. Los cuáqueros devolvían el favor. Aunque los puritanos pensaban que habían eliminado su adoración del ritual y la “superstición” que les había hecho tan desagradable la Iglesia de Inglaterra, la suya les seguía pareciendo a los cuáqueros una religión demasiado exterior y formalista. Décadas antes de que William Penn colonizara Pensilvania en la década de 1680, los cuáqueros que vivían en Rhode Island y otros lugares se trasladarían a Massachussets tratando de alejar a sus ignorantes habitantes de su letargo dogmático y despertarles a lo ardiente de su fe.

Los cuáqueros interrumpirían los servicios de iglesias puritanas, los sermones de los ministros y a veces incluso recorrerían desnudos las naves de las iglesias. Los Amigos fueron prohibidos repetidas veces en Massachussets. Por su parte, aún en 1795 un cuáquero se  refería a Nueva Inglaterra en general como “el rebaño de Caín”.[2]

El mutuo antagonismo de estos grupos contribuyó de una forma peculiar al desarrollo de la libertad americana. Cada uno de estos pueblos procuraría excluir la interferencia en sus asuntos internos por parte de los otros. El muy comentado problema de reconciliar los intereses de estados grandes y pequeños en la Convención Constitucional ha oscurecido, en opinión de Fischer, la tarea más interesante, sensata y reveladora de los autores, que fue “reconciliar culturas políticas diferentes”, como existían en diversas regiones. (Una de las razones por las que Patrick Henry se opuso a la Constitución era que creía que no iba suficientemente lejos en garantizar la integridad regional; estaba seguro de que cuando una sección se hiciera suficientemente poderosa, utilizaría su peso para oprimir a las otras). Equilibrar estas distintas culturas políticas fue a menudo un problema verdaderamente delicado. La misma idea de libertad poseía distintas connotaciones en las diversas colonias. Cuando, por ejemplo, la Primer Enmienda declaraba “El Congreso no hará ley alguna con respecto a la adopción de una religión o prohibiendo el libre ejercicio de dichas actividades”, esta “declaración engañosamente sencilla” en opinión de Fischer, ocultaba un compromiso regional de alta complejidad”. “Su propósito”, continuaba, “era preservar la libertad religiosa de Virginia y Pensilvania y al mismo tiempo proteger a las clases religiosas de Nueva Inglaterra frente a interferencias exteriores”.[3] Con el fin de desarrollar un política que fuera satisfactoria para todos, se decidió por tanto que sencillamente el gobierno federal no tendría autoridad alguna respecto de las distintas posturas religiosas adoptadas por los distintos estados.

Por supuesto, hubo mucho más que un gran antagonismo que dio impulso a la tradición de la libertad americana. Lo que caracterizaba a los colonos americanos, en su mayor parte, era, primero una completa practicidad, eran hombres prácticos, no planificadores, y segundo, un indudable compromiso con el autogobierno. Estas dos cualidades no se separan fácilmente: cuando, por ejemplo, los estados ratificaron cautamente la Constitución federal en la década de 1780, su insistencia en que quedara una unión limitada estrictamente se basaba en parte en su falta de voluntad de entregar grandes prerrogativas de autogobierno y en parte porque no tenían ningún interés en hacer a una confederación algún tipo de fin en sí mismo, un objetivo que se justificara por sí mismo, como dijo Clyde Wilson. Los revolucionarios americanos no eran como los franceses, los más radicales de los cuales buscaban extirpar de la memoria histórica el más mínimo resto de la Francia prerrevolucionaria. Los americanos no tenían ninguna intención de anticipar el ejemplo francés de abandonar el calendario gregoriano y empezar desde cero con el Año I en recuerdo del establecimiento de la nueva república. La Unión Americana era simplemente un acuerdo político, creado para cumplir con unos objetivos concretos y limitados.

Fue precisamente la falta de inclinación entre estos pueblos de rehacer el mundo, o siquiera su propia civilización, de acuerdo con un plan arbitrario lo que ayudó a ha hacer la libertad americana al tiempo posible y duradera. El whig de Massachussets del siglo XIX Rufus Choate, un importante pensador legal estadounidense y varias veces congresista y senador, apuntaba con orgullo al juicio y sentido de estado de su parte nativa:

Hubo otra gran obra, distinta de ésta, y más difícil, más gloriosa, más mejoradora, que tuvieron que hacer y fue establecer sus sistema de gobierno colonial, escribir su código de derecho interno y administrar la enorme y desconcertante empresa política de las colonias en sus novedosas y difíciles relaciones con Inglaterra a lo largo de toda la etapa colonial. De todas sus labores, ésta fue la mayor, la más intelectual, la mejor calculada para su ajuste en la independencia. Pensemos en cuánto pensamiento paciente, cuánta observación del hombre y la vida, cuánta sagacidad, cuánta comunicación de mentes, cuantos conejos generales, conspiraciones y reuniones, cuánta lenta acumulación, cuánta transmisión cuidadosa de sabiduría reclamaba este trabajo. ¡Y qué escuela de capacitación civil debe haber resultado para los que participaron en ella! Pienso que de ahí las opiniones y conductas sobrias, racionales y prácticas que distinguieron incluso los primeros años apasionados de la época revolucionaria. ¡Qué poca frivolidad, enfado y locura vemos ahí! Nada de manifestaciones tumultuosas y vociferantes, nada de grandes fiestas a la diosa de la razón, nada de sueños impíos de perfectibilidad humana, nada de desatar las pasiones contenidas de años de las restricciones de ley, orden, moralidad y religión, como las que se simularon y generaron temor en la recién nacida libertad de la Francia revolucionaria. Por tanto nuestras victorias de paz fueron más brillantes, más beneficiosas, que nuestras victorias de guerra.[4]

Nada podía estar más lejos de las ideas de los colonos que la idea de que por haberse establecido en un nuevo territorio habían heredado un mandato divino único de rehacer el mundo. Es verdad que los puritanos hablaban en términos de misión divina. La alusión bíblica de John Winthrop a una “ciudad sobre una colina” sugería que la piadosa comunidad de la Bahía de Massachussets podría llevar a una regeneración de la Iglesia de Inglaterra y en realidad del mundo entero. Sin embargo, la condición importante era que esta regeneración iba a tener lugar por el ejemplo en lugar de por la fuerza. Con la vista fijada firmemente hacia el cielo, los puritanos habrían considerado un acto de impiedad suprema y de clásica estupidez humana esperar la regeneración del mundo a través de cualquier empresa meramente humana. Solo cuando el severo calvinismo de los puritanos dio paso al optimista unitarismo de la Nueva Inglaterra del siglo XIX y finalmente a las utopías seculares del progresismo y la socialdemocracia, la imagen de la ciudad sobre la colina llegó a poseer los tonos imperialistas con los que hoy estamos tan familiarizados.

Realmente no se cuestiona que los asentamientos originales de Massachussets tuvieron su aspecto teocrático. Se esperaba que la ley reflejara los preceptos bíblicos tan precisamente como fuera posible. Las concesiones se limitaban a los miembros de la iglesia, había que pasar un proceso que quizá sea demasiado fuerte decir que era un interrogatorio, pero si uno en que los llamados “pilares de la iglesia” intentarían determinar, en la medida en que entraran dentro del ámbito de la capacidad humana de discernimiento, si un pretendido miembro pertenecía a los elegidos, es decir, si había sido predestinado al cielo o a ser uno de los condenados. Al último grupo, aunque excluido de las concesiones y de recibir la Cena del Señor, se le obligaba de todas formas a asistir a la iglesia. Empapados como estaban de una teología del pacto, los puritanos creían que si tenían éxito en establecer una comunidad verdaderamente santa, Dios les otorgaría su favor y si fracasaban estarían sujetos a Su ira. Querían vivir entre personas de ideas similares con el fin de vivir mejor un ideal compartido. En el pacto de Dedham (Mass.) redactado durante la década de 1630, se resolvía “que debemos por todos los medios trabajar para evitar entre nosotros a quienes piensen distinto y recibir solo entre nosotros a los que probablemente tengan nuestro mismo corazón”.[5] Toda la empresa contenía un elemento de utopía, es cierto, pues los colonos buscaban “construir la comunidad más perfecta posible, tan perfectamente unida, perfectamente en paz y perfectamente ordenada como pueda disponer el hombre”.[6] Sin embargo era una utopía que acababa en la frontera de la comunidad. Sencillamente querían que les dejaran en paz.

El aspecto comunitario de la primera Nueva Inglaterra se ha destacado tan a menudo que el compromiso de los puritanos con las libertades inglesas tradicionales ha tendido a olvidarse. Es relativamente poco conocido fuera de los rarificados ambientes de los estudiosos de las colonias el hecho de que fue un movimiento popular a finales de la década de 1630 el que reclamó la codificación explícita de los derechos de los colonos. John Winthrop, figura clave en la emigración puritana y durante mucho tiempo gobernador de la Bahía de Massachussets, favoreció siempre tener tan poca ley escrita como fuera posible para darle a él y a sus jueces la autoridad discrecional que creían que necesitaban para gobernar de acuerdo con la Biblia. Sin embargo, para los propios colonos esta discrecionalidad era sencillamente demasiado grande. En 1641, con Winthrop temporalmente despedido del cargo por esta misma razón, se obtuvo la aprobación de lo que se llamaría en Cuerpo de Libertades de Massachussets. Las provisiones del documento, de las que había más de un centenar, incluían cosas familiares para el estudiante del derecho y la política inglesa: el principios de que no hay impuestos sin representación, el derecho a un juicio con jurado y la garantía de que ninguna persona sería privada de  vida, libertad o propiedad sin el debido proceso legal. (También contiene una curiosa provisión prohibiendo pegar a la esposa, salvo cuando el marido actúa en legítima defensa).[7]

Con el tiempo, una serie de factores, entre los cuales estaban las presiones de una población creciente, que forzaba a la gente a establecerse cada vez más lejos del centro del pueblo y les hacía cada vez menos fáciles de ser observados y controlados por el gobierno y la autoridad religiosa, así como el aumento en la atracción del liberalismo teológico, disolvería gradualmente los que podrían considerarse como los aspectos más desagradables de la vida comunitaria en la Nueva Inglaterra puritana. Así que lo que en un tiempo había sido una empresa corporativa consciente acabaría dando paso a un mayor grado de libertad individual.

La evolución de Virginia siguió el camino contrario. Empezó como una colonia claramente individualista. La primera colonización de Virginia estaba dominada por varones jóvenes solteros. Una serie de factores, siendo el más importante entre ellos la reputación (no del todo inmerecida) de Virginia como una trampa mortal plagada de enfermedades, sirvieron para desanimar al tipo de emigración con conciencia grupal y orientada a la familia que había caracterizado la experiencia puritana. Gradualmente, a medida que disminuía la tasa de mortalidad y la prosperidad de la colonia se iba conociendo, se hizo más sensato que familias enteras construyeran sus viviendas en Chesapeake. A medida que Virginia se colonizaba y establecía, también se convertía en más aristocrática. La aristocracia de Virginia crecería unida al principio del autogobierno y estos hombres se tomaban sus responsabilidades muy en serio. Era un requisito estricto que todos los miembros estuvieran presentes, especialmente en la sesión de apertura de la Cámara de los Ciudadanos y que cualquier ausencia tuviera que perdonarse- Pobre James Bray: en 1691, la Cámara de los Ciudadanos estaba tan ofendida por su explicación de su ausencia que el presidente llegó a emitir una orden de arresto y le mantuvo bajo custodia hasta que pidió disculpas.[8] Era el gobierno de una élite y con una concesión restringida, es cierto, pero la importancia de la concesión en salvaguardar la libertad se ha exagerado excesivamente (recordemos que F.A. Hayek advertía sobre hacer un “fetiche de democracia”. Lo que importa es que esta élite estaba compuesta por un grupo de hombres de extraordinario talento, quienes, cuando llegó la crisis, fueron capaces de articular exactamente dónde y cómo se estaban amenazando los derechos y libertades americanos.

Los virginianos son también hombres con una inclinación práctica única. Este aspecto de la nobleza de Virginia siempre se ha visto oscurecido por la descuidada fusión de los historiadores de esta élite colonial con los philosophes franceses. Es verdad que los hacendados de Virginia eran hábiles en el derecho, la meteorología, la medicina, etc., pero no era porque trataran de hacer una declaración ideológica acerca de la unidad soberana de la razón o algo parecido. Como observa Daniel Boorstin: “¡Qué artero es explicar estas necesidades de las haciendas como si fueran inspiradas por el ejemplo distante y enseñanzas abstractas de la ilustración europea! No eran más que un índice a los problemas de un hacendado de Virginia”.[9]

Además, y también en contraste con los philosophes, los virginianos eran especialmente devotos a su religión, a su pedazo de tierra concreto. “Su localismo ha recibido demasiada poca atención y demasiado poco crédito”, apunta Boorstin. “En estos tiempos, cuando los derechos de los Estados están pasados de moda, se nos dice a a menudo que la preocupación de un hombre por las costumbres del lugar en el que vive solo pueden ser una rémora para el progreso nacional. Tenemos la fortuna de que los virginianos del siglo XVIII pensaran de forma diferente. Su preocupación por los requisitos especiales de su propio lugar en la tierra no solo sazonaron su vida y expectativas políticas, dieron a su pensamiento el aroma de lo concreto y mantuvieron todos sus ideales sociales dentro de límites finitos”.[10]

Por tanto, las colonias acabaron consiguiendo ofrecer la libertad individual que hace posible una vida racional  y civilizada, cultivando al mismo tiempo un sentimiento de cuerpo que ofrecía una fuente de resistencia a planes de centralización consolidación. Podemos ver la importancia de esta última consideración, que en algunos análisis libertarios podría olvidarse, en la ventaja de su previsión. La necesidad de vigorosas instituciones intermediarias fue destacada especialmente por el eminente liberal clásico Benjamin Constant: “Los intereses y recuerdos que nacen de hábitos locales contienen un germen de resistencia que la autoridad solo sufre con remordimiento y trata de erradicar. Con los individuos se abre camino más fácilmente; usa su enorme peso sobre ellos sin esfuerzo, como si fuera sobre arena”.[11] Por ejemplo, los revolucionarios franceses, despreciaron las costumbres y peculiaridades locales que salpicaban el paisaje de su país y reorganizaron Francia en “departamentos” arbitrarios que no tenían ninguna relación con sus regiones históricas. En nuestro propio siglo, la destrucción deliberada y coordinada de instituciones locales y asociaciones de intermediarios ha sido un arma importante de distintos sistemas totalitarios para eliminar fuentes potenciales de resistencia. Hitler, por supuesto, despreciaba en federalismo alemán, que percibía correctamente como un obstáculo a su consolidación en el poder. Stalin, por su lado, intentó matar de hambre a Ucrania para que se sometiera cuando la habitual propaganda soviética demostró ser insuficiente como para deshacerse de su sentimiento nacional tradicional. En el suave totalitarismo de la socialdemocracia, hemos visto cómo nuestro propio gobierno ha amparado agitación social a nivel local para fortalecer su control en todas partes.

Fue la combinación de su estricta practicidad y su bien cultivada identidad de cuerpo lo que hizo que los colonos americanos vieran con recelo confederaciones de cualquier tipo. No se ponía en duda que podían aducirse buenas razones para unirse a las colonias vecinas para fines limitados y prácticos. Pero los términos de dichas confederaciones tendrían que mantenerse bajo vigilancia. Así que solo tardíamente se agruparon los puritanos en una alianza intercolonial, la llamada Confederación de Nueva Inglaterra. Los persistentes rumores de inminentes hostilidades indias y las crecientes sospechas sobre la tribu Narragansett en concreto, llevaron a las colonias a considerar esta acción. Y aún así, siguiendo la tradición americana clásica, los colonos vigilaron muy de cerca esta Confederación. Nueva Inglaterra había vivido sin incidentes durante años en creciente proximidad con Nueva Holanda. Pero cuando en 1652 Cromwell atacó Holanda a ambas metrópolis entraron por consiguiente en guerra, la posibilidad de un conflicto colonial, con cada bando armando a sus aliados indios, preocupó a la gente de Nueva Inglaterra: Connecticut y New Haven empezaron a hacer sonar los tambores de guerra. “Massachussets escogió este momento”, apunta Alden Vaughan, “para cuestionar el derecho fundamental de las Colonias Unidas a declarar una guerra ofensiva por encima de las objeciones de cualquier Tribunal General. Massachussets no estaba dispuesta a ser arrastrada a una guerra internacional por sus tres pequeños e impulsivos vecinos”. Vaughan observa también que la fortaleza de la Confederación se veía seriamente obstaculizada por la cuestión constitucional de Massachussets, pero este resultado solo refuerza la idea de que la integridad del autogobierno era la consideración suprema en las mentes de los colonos.[12]

El que el carácter robusto aunque celoso de la vida comunal en la Nueva Inglaterra puritana hubiera acostumbrado a sus habitantes al principio de autogobierno se hizo muy evidente hacia el final del siglo XVII cuando la Corona intentó establecer su autoridad más firmemente allí y en todas partes. En parte por un intento de garantizar que las regulaciones comerciales británicas se aplicaran adecuadamente y en parte debido a una legítima preocupación por la defensa efectiva de las colonias contra una potencialmente agresiva Nueva Francia, el rey Jacobo II estableció durante la década de 1680 el llamado Dominio de Nueva Inglaterra, que combinaba Massachussets, Maine y New Hampshire en un único gobierno bajo un solo gobernador real. Con el tiempo, Jacobo II añadiría Rhode Island, Connecticut, Nueva York y las Jersey  al Dominio y tenía sus miras puestas en Pensilvania cuando fue derrocado.[13] Su primer gobernador fue el desventurado Joseph Dudley, hijo del antiguo gobernador puritano Thomas Dudley, pero la figura más memorable asociada con el Dominio fue el odiado Sir Edmund Andros, que llegó al cargo a finales de 1686.

Dado el apego de los colonos al autogobierno, Andros habría hecho parecer amargura en la mejor de las circunstancias. Pero estaba por temperamento claramente incapacitado para la tarea. Su estilo de gobierno parecía calculado para generar resentimiento: fijó impuestos por su cuenta, por ejemplo, y encarceló a quienes protestaron por estos abusos. Los enfurecidos colonos, celosos protectores de sus libertades, esperaban una oportunidad para rebelarse. Ésta llegó con la Revolucion Gloriosa de 1688.

Las comunicaciones eran lentas en el siglo XVII, así que solo después de varios meses del hecho las colonias americanas supieron que Jacobo II había sido depuesto y Guillermo y María entronizados. El 4 de abril de 1869, llegó a Boston la noticia de que los nuevos reyes querían que “todos los magistrados que hubieran sido despedidos injustamente” recuperaran “sus antiguos puestos”. Era todo lo que necesitaba escuchar la ciudadanía. “La precisión mecánica con la que [esta revoluciónparalela] desarrolló puntos en planes cuidadosos y liderazgo que nadie ha sacado a la luz hasta ahora”, escribe Boorstin. “La gente de los pueblos se levantó, el campo se levantó, Andros y algunos de sus principales consejeros acabaron en la cárcel”. Una reunión presidida por el último gobernador bajo el fuero de la Bay Colony adoptó la “Declaración de caballeros, mercaderes y habitantes” que había redactado el eminente religioso puritano Cotton Mather.[14] El Dominio había acabado y en la práctica volvía el autogobierno.

Fue el mismo espíritu el que llevó a los colonos a rechazar el Plan de la Unión de Albany propuesto por Benjamin Franklin en 1754. Para la presión de la guerra india, Benjamin Franklin y Thomas Hutchinson, el último de los cuales desempeñaría un papel ignominioso en los acontecimientos que llevarían a la Guerra de Independencia redactaron un plan de acuerdo con el cual las colonias entregarían una considerable cantidad de su autoridad a una nueva estructura de gobierno intercolonial. Ninguna asamblea colonial ratificó el plan.

Por tanto, podemos ver por qué es erróneo datar la tradición de la libertad estadounidense a finales de la década de 1780, ya que la Constitución de los Estados Unidos fue en realidad la culminación de generaciones de autogobierno en la práctica por parte de los americanos. En el momento de la redacción de la Constitución y la formación se una supuesta “unión más perfecta”, los colonos tenían precedentes de desafíos a los poderes de una confederación, como en el caso del Plan de la Unión de Albany y de acabar por la fuerza con una confederación, como en el caso del Dominio de Nueva Inglaterra. Por tanto, difícilmente puede sorprender saber que en el momento de la ratificación de la Constitución tres estados, Virginia, Nueva York y Rhode Island, al acceder a la nueva confederación, se reservaran explícitamente el derecho a separarse de la Unión si ésta se volvía opresiva. Al hacerlo solo estaban ejercitando el principio libertario de vigilancia que había animado la experiencia americana durante el periodo colonial.

Así que cuando una unión de organizaciones políticas se convierte en un fin en sí mismo, como pasaba en las mentes de algunos desde los días de Daniel Webster, pero indudablemente desde la revolución de Abraham Lincoln, el rechazo e incluso la perversión del ideal colonial resulta completo. Aún hoy, incluso los autoproclamados conservadores, de los que uno podría esperar que se dedicaran a preservar la tradición de libertad de su país, condenan caballerosamente los principios encarnados en la bandera confederada como “traición”, aunque el valor del autogobierno reivindicado por el Sur había existido desde los tiempos coloniales. Sin embargo los verdaderos traidores no son los confederados, sino quienes traicionan la tradición americana real de independencia y autogobierno en favor del principio de sumisión ilimitada a la autoridad central. Es lo que el periodo colonial tiene que enseñarnos.

 

 

Thomas E. Woods, Jr. (visite su website) es investigador residente del Instituto Mises. Es autor, más recientemente de Rollback: Repealing Big Government Before the Coming Fiscal Collapse. Sus otros libros inluyen los bestsellers en el New York Times Meltdown: A Free-Market Look at Why the Stock Market Collapsed, the Economy Tanked, and Government Bailouts Will Make Things Worse y The Politically Incorrect Guide to American History así como Nullification: How to Resist Federal Tyranny in the 21st Century, 33 Questions About American History You're Not Supposed to Ask y The Church and the Market: A Catholic Defense of the Free Economy



[1] David Hackett Fischer, Albion's Seed: Four British Folkways in America (Nueva York: Oxford University Press, 1989), p. 6.

[2] Ibíd., pp. 821-822.

[3] Ibíd., p. 830.

[4] Rufus Choate, “The Colonial Age of New England”, en The Works of Rufus Choate, with a Memoir of His Life, ed. Samuel Gilman Brown (Boston: Little, Brown, and Co., 1862), pp. 365-366.

[5] Kenneth A. Lockridge, A New England Town: The First Hundred Years (Nueva York: W.W. Norton, 1985) p. 5.

[6] Ibíd., p. 16.

[7] Edmund S. Morgan, The Puritan Dilemma: The Story of John Winthrop (Glenview, IL: Scott, Foresman, & Co., 1958), pp. 155-173; Samuel Eliot Morison, The Oxford History of the American People, vol. 1, Prehistory to 1789 (Nueva York: Oxford University Press, 1965), pp. 108-109.

[8] Daniel Boorstin, The Americans: The Colonial Experience (Nueva York: Random House, 1958), p. 113.

[9] Ibíd., p. 108.

[10] Ibíd., p. 141.

[11] Citado en Ralph Raico, “Benjamin Constant”, New Individualist Review 3 (Invierno de 1964): 53.

[12] Alden T. Vaughan, New England Frontier: Puritans and Indians, 1620–1675, 3rªed. (Norman, OK: University of Oklahoma Press, 1995), pp. 174-175.

[13] Morison, Oxford History, p. 167.

[14] Ibíd., p. 171.

Published Fri, Jun 17 2011 5:49 PM by euribe