Raíces religiosas de la libertad

Por Rev. Edmund A. Opitz. (Publicado el 26 de agosto de 2009)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/3639.

[The Freeman, 1955]

 

Toda variedad de tiranía se basa en la creencia de que algunas personas tienen un derecho (o incluso una obligación) de imponer su voluntad a otra gente. La tiranía puede imponerse a otros por el mero capricho de un hombre, como un rey o un dictador bajo varios nombres. O la tiranía puede imponerse a una minoría “por su propio bien” por una mayoría elegida democráticamente. Pero el cualquier caso, la tiranía es siempre una negación (o una mala comprensión) de los mandatos de una autoridad o ley superior al propio hombre.

La libertad se basa en la creencia de que toda autoridad adecuada para las relaciones del hombre con sus iguales procede de un origen más alto que el hombre, del Creador. La libertad decreta que todos los hombres (súbditos y gobernantes por igual) están bajo esta autoridad superior que está por encima y más allá de la ley hecha por los hombres, que cada persona tiene una relación con su Hacedor con la cual ninguna otra persona, ni siquiera el gobernante, tiene ningún derecho a interferir. Con el fin de hacer efectivas estas ideas para la libertad, deben estar profundamente integradas en los valores fundamentales de un pueblo. Es como decir que deben ser parte de la religión popular. Hubo un pueblo de la antigüedad para el que esto fue cierto, el pueblo que nos dio nuestro Antiguo Testamento. Fue entre los antiguos israelitas donde se asentó la convicción y apareció en la práctica que había un Dios de justicia cuyos juicios aplican incluso a los gobernantes.

Ninguna inscripción real

La ciencia de la arqueología ha desenterrado algunas ruinas espectaculares en Egipto, Babilonia, Creta y Grecia. En todo el Oriente Medio, pacientes investigadores han descubierto monumentos e inscripciones de vanagloria esculpidas en la roca o modeladas en arcilla a instancias de reyes orgullosos. ¡Excepto en Palestina! No se ha traído a la luz en Palestina nada comparable a los monumentos que ensalzan a los vanidosos reyes de Egipto.

Una autoridad indica que hay una sola inscripción real de ninguno de los reyes de la Biblia. ¡Los profetas se ocuparon de eso! Ningún rey jactancioso en el antiguo Israel habría pretendido dejar una inscripción dedicada a su propia gloria, por mucho que pensara que lo merecía. Los profetas habrían puesto rápidamente a ese rey en su lugar y el rencor popular habría actuado contra esa hinchazón de orgullo humano.

En Grecia y Roma hubo hombres notables como grandes legisladores: Licurgo, Solón, Justiniano y otros. En otros países hubo decretos reales a miles. Una ley se promulgaría con palabras como “Yo, el Rey, ordeno…”. En Egipto y Babilonia, e incluso en Grecia y Roma, la autoridad de una ley derivaba de un hombre, el gobernante. Pero en Palestina la situación era diferente.

En la literatura bíblica no hay una sola ley que emanara de los reyes u otra autoridad secular que fuera registrada y preservada como permanentemente válida. Tampoco los arqueólogos han desenterrado en Palestina decretos reales inscritos en tablas de arcilla o grabados en la roca.

Ahora, ningún pueblo vive unido sin conformar un código aceptado comúnmente y sin tener que recurrir a veces a la ley. El pueblo de la antigua Palestina vivía bajo una autoridad, no en una condición de anarquía. Si el rey no era la fuente de su ley, debe haber habido otra fuente superior. No hay duda acerca de cuál era su autoridad: veían a Dios como fuente de su ley.

“El Señor es nuestro guía, el Señor es nuestro gobernante, el Señor es nuestro rey” (Is. 33:22). Todas, o casi todas, las leyes básicas de este pueblo fueron escritas como si emanaran del propio Dios. En lugar de “Yo, el Rey”, era “Yo, el Señor”.

“Obedezcan mis estatutos y pónganlos por obra. Yo soy el Señor” (Lev. 20:8). “Así dice el Señor: Practiquen el derecho y la justicia. Libren al oprimido del poder del opresor. No maltraten ni hagan violencia al extranjero, ni al huérfano ni a la viuda” (Jer. 22:3).

Éste es el sistema legal, establecido en las Escrituras, expandido e interpretado por la razón humana, del que dijo el salmista: “La ley del Señor se deleita, y día y noche medita en ella” (Sal. 1:2).

Casi todos los hombres han aprendido bajo esta ley y también está profundamente implicado en la relación religiosa con Dios en la que está enraizada la ley, y la libertad es un precioso subproducto de estas condiciones. Implantemos estas condiciones (es decir, valores religiosos extendidos en los que Dios es considerado como la fuente de autoridad y justicia, superior a cualquier poder terrenal) y proporcionarán unos cimientos firmes para la libertad política.

En estas circunstancias hay un continuo control a la tiranía, si es que ésta intentara asomar la cabeza. Olvidemos estas circunstancias y la libertad no tendrá raíces. Es como cortar una flor que no tiene vitalidad por sí mismas y no dura más allá de la vida que obtiene de la planta. El camino queda preparado para la tiranía.

Esto no equivale a decir que no haya problemas económicos y políticos propios de la misma libertad, ni que la libertad no está a veces dificultada por la ignorancia entre una gente cuyos valores religiosos estén intactos. Es destacar la importancia de mantener las cosas de las que depende la libertad, y éstas son las cosas de la religión. Estos cimientos deben ser sólidos, pero la estructura erigida sobre ellos también debe serlo.

Los regímenes colectivistas, por su naturaleza, deben ser profundamente irreligiosos, incluso hasta el grado de promover una religión corrupta al servicio de apuntalar la tiranía. La experiencia religiosa genuina conlleva el reconocimiento de una esencia inviolable en los hombres, el alma humana. Ella inculca una sentido de la dignidad de la persona y alimenta la resistencia a sumergir a los individuos en la masa.

Los hombres cuya experiencia personal les convenza de que son criaturas de Dios no se convertirán voluntariamente en criaturas del estado, ni intentarán hacer criaturas de otros hombres. Para ellos, Dios es el Señor, cuyo servicio es la libertad perfecta y César es el gobernante, cuyo servicio es cautiverio.

Este país se fundo bajo una fe como éste. Quienes emigraron a estas costas en los primeros días no siempre vieron todas las implicaciones de sus creencias y a veces actuaron contra ellas. Pero al final prevalecieron esas creencias y son reconocibles en las instituciones estadounidenses.

Se que últimamente ha estado de moda despreciar los motivos de los hombres que realizaron los primeros asentamientos en las costas americanas, pero estoy convencido de que el juicio hecho por Alexis de Tocqueville hace 120 años está más cerca de la verdad. Escribiendo sobre la gente que estableció la colonia de Plymouth, de Tocqueville decía: “Fue un antojo puramente intelectual el que les llamó desde las comodidades de sus antiguos hogares y al afrontar los inevitables sufrimientos del exilio, su objeto era el triunfo de una idea”.

Esta idea fue una que se había estado extendiendo en Inglaterra desde incluso antes de la Reforma, pero pertenece más directamente al tiempo en que el pueblo inglés tuvo por primera vez la Biblia en su propia lengua. La idea de una nueva comunidad, encendida con la lectura en el Antiguo Testamento de la gente de la alianza impulsó la América que Tocqueville describía como “una democracia más perfecta de lo que la antigüedad se había atrevido a soñar”.

El primer ministro de la iglesia en Boston en 1630 fue John Cotton. Cotton Mather le escribió que “les propuso trabajar por una teocracia, lo más cercana posible, a la que fue la gloria de Israel, el ‘pueblo elegido’”- El régimen puritano, por sí mismo, no fue demasiado riguroso. Pero maduró y su madurez recibió una inyección de algo radicalmente distinto: el racionalismo de la ilustración.

La Ilustración por sí misma siguió su curso en Francia  y se convirtió en su propia caricatura. Se unió a una revolución en cuyo final estaba Napoleón. Pero en América se fusionaron los elementos aparentemente diversos. Aquí concebimos la idea de un gobierno limitado bajo una constitución escrita, la idea de una separación de poderes en el gobierno federal y una retención de la soberanía en esferas importantes por parte de los estados individuales, el concepto de inmunidad de la personas frente al encarcelamiento arbitrario por parte del gobierno.

Se empezó un experimento basado en esos principios en estas costas hace menos de dos siglos. Fue el resultado de un esfuerzo consciente de forjar una instrumentalizad de gobierno de acuerdo con la ley superior, basado en la convicción ampliamente sostenida de que Dios es el autor de la libertad.

Bases de la libertad política

Nuestras libertades políticas no nacieron en el vacío, sino entre un pueblo que tenía un sentido de su destino único bajo Dios. Se aludía a nuestros fundamentos religiosos en una sentencia del Tribunal Supremo (1892, 143 U.S. 457):

Éste es un pueblo religioso. Esto es históricamente cierto. Desde el descubrimiento de este continente hasta el día de hoy, hay una sola voz que hace esta afirmación.

Mientras los hombres acepten las afirmaciones básicas de la religión (que hay un Dios de todos los pueblos con el cual cada individuo tiene una relación personal), nuestras libertades están básicamente aseguradas. Cuando hay una brecha en ellas, poseemos un principio por el cual podemos descubrir y reparar la brecha. Pero cuando deja de haber un recurso constante a los principios fundamentales, nuestra libertad política se pone en juego. La libertad política no se sostiene por sí misma: descansa en una base religiosa.

Todos los hombres desean ser libres y la voluntad de ser libres se renueve perpetuamente en cada individuo que use sus facultades y afirme su humanidad. Pero el mero deseo de ser libre nunca ha salvado a ningún pueblo que no supiera y estableciera las cosas de las que depende la libertad, y éstas son las cosas de la religión. El concepto de Dios, cuando se aprecia en los valores de un pueblo, es el disolvente universal de la tiranía, pues, como dijo Job: “Despoja de su autoridad a los reyes” (Job 12:18).

Hoy se construyen en nuestro país muchos “monumentos para la posteridad”. ¿Se dedican más al hombre y sus vanos decretos o al Creador del hombre y la ley superior? El futuro de nuestra civilización depende de la respuesta al espíritu de esa pregunta.

 

 

El Reverendo Edmund A. Opitz fue un pastor congregacionalista  que defendió durante décadas la causa de la sociedad libre y la necesidad de basar esa sociedad en una moralidad trascendente. Durante 37, fue miembro señor y teólogo residente en la Fundación para la Educación Económica. Al principio de los años 1950, fue parte de Spiritual Mobilization, una organización que publicaba la revista Faith and Freedom, en la que escribieron a menudo Murray Rothbard y Henry Hazlitt. Ésta se enviaba a más de 20.000 pastores. En la FEE, creó una pequeña organización llamada Remnant, una hermandad de pastores conservadores y liberales, empleando el tema principal de un ensayo reimpreso, que publicó la FEE, escrito por Alert Jay Nock en 1937, “Isaiah's Job”.

Este artículo se publicó originalmente en The Freeman, febrero de 1955.

 

Published Fri, Jul 22 2011 6:08 PM by euribe