Por Henry Hazlitt. (Publicado el 27
de octubre de 2006)
Traducido del inglés. El artículo
original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/2359.
[Este artículo se ha extraído de
los dos primeros capítulos de Man vs. The Welfare State,
publicado en 1969]
La utopía instantánea
Hoy en Estados Unidos, la mayoría
de la generación de los mayores (y de muchos de los jóvenes) se asombra ante el
estilo de la llamada Nueva Generación y sus demandas de reformas inalcanzables
o simplemente de la destrucción de lo que haya establecido.
Pero el cinismo, nihilismo y la
revuelta de la “juventud” e incluso de algunos de sus padres, son el resultado
de una causa común. En la última generación los políticos y gobiernos han
estado prometiendo a los no solo que podían conseguir pleno empleo, prosperidad
y “crecimiento económico” perpetuos, sino resolver el viejo problema de la pobreza
de la noche a la mañana. Y el resultado final no es solamente que el resultado
se ha quedado muy corto respecto de lo prometido, sino que el intento de
cumplirlo ha producido un enorme aumento en el gasto público, un enorme aumento
en la carga impositiva, déficits crónicos, inflación crónica y una constante
pérdida en el poder adquisitivo de los ingresos y ahorros de la gente. La
“Seguridad Social” ha producido un ominoso aumento en la inseguridad social.
Otro resultado de la promesa de
utopía instantánea ha sido un gigantesco crecimiento del poder público, de la
interferencia en los detalles de los negocios y la vida de todos. Al aumentar
este poder, también se ha ido concentrando en casa vez menos manos. En Estados
Unidos, los pueblos y villas han perdido constantemente poder respecto de los
estados, los estados respecto del Gobierno Federal y el Congreso respecto del
Presidente.
Un distintivo del estado de
bienestar en todas partes ha sido la entrega de poder en las manos de un
hombre. No es una mera coincidencia desafortunada: ha sido inevitable. Hace
treinta y seis años, el eminente economista sueco Gustav Cassel explicaba en
una lección profética cómo la “economía planificada”, si dura suficiente
tiempo, debe llevar al despotismo:
El liderazgo del Estado en asuntos
económicos que quieren establecer los defensores de la economía planificada
está, como hemos visto, necesariamente conectado con una apabullante masa de
interferencias públicas de una naturaleza constantemente acumulativa. La
arbitrariedad, los errores y las inevitables contradicciones de dicho política
solo fortalecerán, como muestra la experiencia diaria, la demanda de una
coordinación más racional de las distintas medidas y, por tanto, de un
liderazgo unificado. Por esta razón la economía planificada siempre se
convertirá en dictadura.
Los siguientes capítulos de este
libro explican en detalle la ideología y métodos detrás de la presente
inflación y agrandamiento del poder del Estado, las condiciones hacia las que
ha llevado y, finalmente, las soluciones que debemos aplicar si vamos a
conjurar esta siniestra amenaza (no solo para el futuro económico del pueblo
estadounidense, sino para el futuro de la propia civilización).
La salvación mediante el gasto público
A principios de la década de 1930,
en medio de la Gran Depresión, se puso de moda la teoría de que la causa de
todas las depresiones era la falta de poder adquisitivo. Simplemente la gente
no tenía suficiente dinero y a causa de un pesimismo injustificado rechazaba
gastar lo suficiente, ni siquiera de lo que tenía.
Por tanto, la solución era
sencilla: en ese momento el gobierno debería aumentar agresivamente su propio
gasto, “cebar la bomba” y “hacer que las cosas se volvieran a mover”.
Los ingenuos defensores de esta
teoría suponían que más gasto público rea toda la respuesta. Los defensores más
complejos veían que un aumento en el gasto no daría a la gente más poder
adquisitivo si el gobierno mantenía el presupuesto equilibrado y volvía a
llevárselo todo con impuestos más altos. Lo que había que hacer es gastar más sin más impuestos. El truco, en otras
palabras era desequilibrar deliberadamente el presupuesto: generar un déficit.
La mayoría de los defensores de los
déficits (incluyendo al eminente John Maynard Keynes, el arquitecto jefe de la
teoría) profesan, al menos públicamente, creer que el déficit requerido podría
financiarse vendiendo bonos directamente al público, para que se paguen con los
ahorros. Pero también los partidarios del déficit más complejos deben haber
visto que un hombre que compra un bono de 1.000$con sus ahorros entrega ese
mismo poder adquisitivo durante la vida del bono. En resumen, pierde tanto
poder adquisitivo como obtiene el gobierno. En un balance neto, no se ha creado
nuevo poder adquisitivo.
¿Cómo puede entonces el gobierno
“crear” nuevo poder adquisitivo? Solo puede hacerlo si no aumenta los
impuestos, sino que “vende” sus bonos al sistema bancario y si los bancos
“pagan” por ellos creando créditos de depósito a favor del gobierno en sus
cuentas. Esto lleva a un aumento en la “oferta monetaria”, es decir, a un
aumento o bien en la cantidad de moneda o de depósitos bancarios a la vista.
Si los nuevos bonos del gobierno se
venden directamente a los bancos miembros, tiende a haber un aumento de dólar
por dólar en la oferta monetaria comparada con la cantidad de nuevos bonos.
Pero si los títulos del gobierno llegan a las manos de los bancos de la Reserva
Federal, se usan para crear lo que se llama dinero “de alto poder”. Esto puede
llevar a la creación alrededor de 6$ de nuevo dinero por cada dólar de nuevos
títulos del gobierno.
No es fácil dar una explicación
satisfactoria pero breve de la razón de esto a lectores sin ningún conocimiento
previo de teoría monetaria. Cuando los bancos miembros “compran” bonos públicos
y “pagan” por ellos creando un depósito de crédito en sus cuentas del que puede
tomar el gobierno, están añadiéndolos a
la oferta nacional de medios de compra. Están creando dinero a partir de
promesas del gobierno y hay quien diría que están creando dinero de la nada.
Ahora, si un banco miembro que haya
comprado dichos bonos públicos los vende a su banco de la Reserva Federal,
puede pedir que el banco de la Reserva acredite lo recaudado a las reservas del
banco miembro en ese banco de la Reserva. Pero si el banco miembro es un “banco
ciudadano”, tiene que mantener una reserva en el banco de la Reserva Federal de
solo el 16,5% frente a sus depósitos netos a la vista. Esto significa que el
banco miembro puede prestar, y por tanto crear depósitos a la vista, por
alrededor de seis veces la cantidad de sus reservas con el banco de la Reserva
Federal: por eso al dinero creado directa o indirectamente por los bancos de la
Reserva Federal se le llama dinero “de alto poder”.
Así se crea el nuevo “poder adquisitivo”.
Así la gente tiene más dinero para comprar más bienes, crear más empleos,
estimular más producción y restaurar la prosperidad.
Al menos eso parece por el momento.
Pero pronto hay otras consecuencias.
Si ha habido un fuerte desempleo y
mucha “capacidad ociosa”, el nuevo poder adquisitivo monetario en el sistema,
al aumentar la demanda de productos, puede realmente llevar a un aumento en la
producción y por tanto a un aumento en el empleo. Esto ha sido alabado como la
gran contribución keynesiana a la teoría y la política económicas. Pero hay
defectos fatales en ella.
Salvo que haya una falta seria de
coordinación entre precios, costes y salarios, el desempleo no existiría, para
empezar. Cuando sí existe, la única cura apropiada es el ajuste individual de
precios, costes y salarios entre sí: la vuelta a la coordinación. Pero esto
puede hacerse automáticamente solo con que se deje jugar libremente a las
fuerzas competitivas del mercado.
La razón por la que puede funcionar
la medicina keynesiana (bajo condiciones especiales y por periodos cortos) es
que al aumentar la demanda monetaria y los precios puede aumentar las ventas y
los márgenes de beneficios y restaurar así la producción y el empleo. Aún así
esto podría hacerse más eficazmente (y sin el lado venenoso de sus efectos y
consecuencias) restaurando la libertad de competencia y la coordinación
individual de precios y salarios.
Los keynesianos piensan en términos
de agregados. Su remedio es aumentar la oferta monetaria total y por tanto
poner el “nivel” de precios suficientemente por encima del “nivel” de salarios
para restaurar o mantener los márgenes de beneficio y mantener girando las
ruedas de la industria toda velocidad.
El remedio es defectuoso en dos
aspectos. Supone tácitamente que hay una discrepancia uniforme entre precios y salarios y un porcentaje uniforme de “capacidad ociosa” en toda
la industria. Nada de esto es cierto. Si se estima que la “industria” está
operando a un 80% de capacidad, debemos recordar que esta cifra es en el mejor
de los casos una media. Puede cubrir
una situación en la que, digamos, la industria A está operando solo al 60%, la
industria B al 63% y así sucesivamente hasta la industria M al 97% y la
industria N al 100%. Si tratamos de expandir la oferta monetaria lo suficiente
como para devolver a las industrias A y B hasta su plena capacidad, podemos
“recalentar” completamente las industrias M y N y ocasionar serias distorsiones
productivas y cuellos de botella.
Es más, un aumento en las
existencias de dinero, contrariamente a la teoría keynesiana, empezará a
obligar a un aumento irregular de los precios muchos antes de que se haya
llegado a la “capacidad completa” y recuperado la “tensión”, aunque solo sea
porque la “tensión” nunca es uniforme en toda la industria. También, en un
plazo muy breve, con el aumento en precios y en la demanda de mano de obra, los
salarios también aumentarán. Luego si el problema previo era que los salarios
ya eran demasiado altos en relación con los precios, habrá de nuevo
descoordinación entre salarios y precios y la receta keynesiana reclamará
mayores dosis de gasto público, déficit y nuevo dinero.
Así que la medicina keynesiana debe
llevar a déficits crónicos y a una inflación crónica de la oferta monetaria.
Esto es precisamente lo que hemos tenido. No es accidental que acabemos de
tener ocho déficits anuales sucesivos y que hayamos tenido 32 déficits en los
últimos 38 años. No es accidental que la oferta monetaria de EEUU (moneda más
depósitos a la vista) se haya multiplicado por cinco: de 3.600 millones de
dólares a finales de 1939 a 199.000 millones en septiembre de 1969. Y así
tampoco es accidental que, a pesar del tremendo aumento en la producción
industrial en este periodo de treinta años, los precios para el consumidor
hayan aumentado (hasta junio de 1969) en un 164%.
Hoy el Gobierno Federal está
gastando en un solo año 269 veces más
que en el año fiscal antes del inicio de la Primera Guerra Mundial. El reciente
aumento en el gasto anual lo atribuyen los portavoces del gobierno al coste de
la guerra en Vietnam. Aún así los gastos de defensa nacional planificados para
1970 son 35.600 millones de dólares mayores que en 1960, los gastos totales son
103.100 millones mayores. Esto significa que los gastos que no son solo de
defensa han aumentado en 67.500 millones en el mismo periodo. No es la guerra,
sino la determinación de imponer el estado de bienestar, lo que ha llevado a
este increíble derroche.
Una falacia central del
keynesianismo, como pasa con todas las panaceas inflacionistas, es que confunde
crónicamente “ingresos” en términos de papel moneda con renta real en bienes y
servicios. Es posible aumentar las rentas en papel moneda hasta cualquier
cantidad envileciendo la moneda. Pero la renta real solo puede aumentar
trabajando más dura y eficientemente, ahorrando más, invirtiendo más y
produciendo más.
Así que no dejemos que nos
impresionen los políticos que citan constantemente el aumento en las rentas en
dólares, en el “producto nacional bruto”, para demostrar que nunca hemos estado
mejor. Hoy en Italia, como consecuencia de las inflaciones pasadas, cuesta 624
liras comprar un dólar estadounidense. Así que cualquiera en Italia con una
renta anual o incluso una propiedad total por valor de más de 1.600 dólares
estadounidenses es ya un millonario en su propia divisa.
Henry Hazlitt (1894-1993) fue un
famoso periodista que escribió sobre asuntos económicos en el New York Times,
el Wall Street Journal y Newsweek, entre otras muchas
publicaciones. Es tal vez más conocido como autor de La
economía en una lección (1946).