Por Thomas J. DiLorenzo. (Publicado el 9 de febrero de
2001)
Traducido
del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/607.
Se ha
llevado a los estadounidenses a creer que cuando celebran el nacimiento de
Abraham Lincoln cada año están celebrando la libertad, el mantenimiento de la
unión y la reafirmación de los principios de la Declaración de Independencia.
Esta creencia da testimonio de la idea de que en la guerra los vencedores
escriben la historia.
A Lincoln
probablemente se le conocerá siempre como el “gran emancipador” a causa de la
Proclamación de la Emancipación. Pero todo estudioso de Lincoln sabe algo de lo
que pocos estadounidenses son concientes: La Proclamación de la Emancipación no
liberó a nadie, porque exceptuaba específicamente aquellas áreas de los estados
sureños que estaban entonces bajo el control de los ejércitos federales,
permitiendo que la esclavitud existiera en los estados limítrofes “leales” de
Maryland y Kentucky y en la propia Washington DC.
“El
principio [de la Proclamación] no es que un ser humano no puede legalmente
poseer a otro”, observaba el London
Spectator el 11 de octubre de 1862, “sino que no puede poseerlo salvo que sea
leal al gobierno de los Estados Unidos”.
Como
declaró Lincoln en una conocida carta del 22 de agosto de 1862 al director del New York Tribune, Horace Greeley: “Mi
objetivo principal en esta lucha es salvar la Unión y no es ni salvar ni destruir la esclavitud. Si pudiera salvar la
Unión sin liberar a ningún esclavo, lo haría, y si pudiera salvarla liberando a
algunos y dejando solos a otros, también lo haría”.
La
Proclamación de la Emancipación fue una estrategia de propaganda pensada para
impedir que Inglaterra apoyara a la Confederación. Fue una completa sorpresa
para la mayoría de la gente del norte, que pensaba que estaba luchando y
muriendo por decenas de miles para preservar la unión. En consecuencia, hubo
disturbios en los reclutamientos en la ciudad de Nueva York, se creó una crisis
de deserciones en el ejército de EEUU, con unos 200.000 desertores, según en
historiador Gary Gallagher, y cayeron en picado las ventas de bonos de guerra.
De acuerdo con James McPherson, el “decano” de los historiadores de la “Guerra
Civil”, los soldados de la Unión “estaban dispuestos a arriesgar sus vidas por
la Unión, pero no por la libertad de los negros. (…) Manifestaban sentirse
traicionados”.
La
esclavitud acabó en 1866 con el Decimotercera Enmienda, pero con el coste de
620.000 vidas; cientos de miles más que se vieron lisiados de por vida y la
destrucción de casi la mitad de la economía de la nación. Por el contrario,
docenas de otros países (incluyendo a Argentina, Colombia, Chile, toda América
Central, México, Bolivia, Uruguay, las colonias francesas y holandesas,
Ecuador, Perú y Venezuela) acabaron con la esclavitud pacíficamente durante los 60 primeros años del siglo XIX. ¿Por qué
no EEUU?
Lincoln
puede haber “salvado” la Unión en un sentido geográfico, pero su guerra destruyó la unión definida como una
asociación voluntaria de estados.
Obligar a un estado a permanecer en la unión a punta de pistola hace de ese
estado una provincia conquistada, no un socio genuino. Este era el sentimiento
abrumador de los creadores de opinión en
el norte al principio de la guerra.
Como
escribió Horace Greeley el 21 de marzo de 1861: “El gran principio encarnado
por Jefferson en la Declaración es que el gobierno deriva sus justos poderes
del consentimiento de los gobernados”. Si los sureños querían secesionarse,
“tienen un claro derecho a hacerlo”. “Nueve de cada diez personas del norte”,
escribía Greeley, se oponían a obligar a Carolina del Sur a permanecer en la
Unión.
En 1857,
escribe Roy Basler, editor de las Obras
escogidas de Lincoln, Lincoln apenas había mencionado el asunto de la
esclavitud, e incluso entonces, “cuando hablaba de respetar al negro como ser
humano, a sus palabras les faltaba efecto”. Lo que sí preocupó la mente de Lincoln durante su carrera política de veinte
años antes de convertirse en presidente fue el programa político del Partido
Whig y del hombre al que más reverenció en vida, el propietario de esclavos de
Kentucky, Henry Clay, a quien Lincoln elogiaba en 1852 como “el gran padre de
los principios whig” y “la fuente de la que nacen mis propias opiniones
políticas”.
Y esas
opiniones políticas se declararon claramente por parte de Lincoln cuando se
presentó por primera vez al parlamento de Illinois en 1832: “Mi política es
corta y dulce, como el baile de la mujer vieja. Estoy a favor de un banco
nacional (…) a favor del sistema de las mejoras internas y de un alto arancel
proteccionista”. Estas tres cosas (proteccionismo, subvenciones públicas a las
empresas ferroviarias y de canales y banca central) fueron llamadas el “sistema
americano” por Henry Clay. Los economistas tienen otra palabra para ellas:
“mercantilismo”.
Murray
Rothbard definía apropiadamente el mercantilismo como “un sistema de estatismo
que emplea falacias económicas par construir un estructura de poder estatal
imperial, así como subsidios especiales y privilegios monopolísticos a
individuos o grupos favorecidos por el estado”. A lograr esto dedicó Lincoln
toda su carrera política. Era un maestro de la política que una vez dijo a un
amigo que su ambición era ser “el DeWitt Clinton de Illinois”. DeWitt Clinton
fue el notablemente corrupto gobernador de Nueva York a quien se atribuye la
invención del sistema del
botín.
El
llamado sistema americano de mercantilismo solo podía ser implantado por un
gobierno altamente centralizado del tipo que trataba de impedir la Constitución
de EEUU. Por eso solo podía imponerse por la fuerza de las armas, que fue lo
que pasó. Tan pronto como Lincoln maniobró para hacer que Carolina del Sur
disparara el primer tiro (en una aduana, Fort Sumner) los aranceles subieron
inmediatamente a una media del 47% y mayor y permanecieron históricamente altos
décadas después de la guerra.
Durante
la guerra, Lincoln estableció una serie de precedentes tiránicos, incluyendo
declarar inconstitucionalmente una guerra sin el consentimiento del Congreso;
suspender el habeas corpus; reclutar los ferrocarriles y censurar las líneas
telegráficas; encarcelar a unos 30.000 ciudadanos del norte simplemente por
hacer pública su oposición a la guerra; deportar a un miembro del Congreso, Clement
L. Vallandigham, de Ohio, por oponerse a la propuesta de Lincoln de un impuesto
sobre la renta en un mitin político del Partido Demócrata; cerrar cientos de
periódicos del norte y encarcelar a sus directores por cuestionar los políticas
bélicas; ordenar a las tropas federales intimidar a los votantes para que
votaran a los republicanos y entablar intencionadamente una guerra contra los
civiles.
El
segundo aspecto del sistema americano de mercantilismo, la banca central, se
alcanzó con las National Currency Acts de 1863 y 1864, y hubo una virtual
explosión de las subvenciones públicas a ferrocarriles y otros negocios que proporcionaron fondos al
Partido Republicano. La consecuencia inevitable fue la notoria corrupción de
las administraciones de Grant.
En 1861,
el senador John Sherman, hermano del General William Tecumseh Sherman e
importante miembro del Partido Republicano, anunciaba que “Quienes eligieron a
Lincoln esperan de él que garantice a la mano de obra libre su justo derecho a
los territorios de los Estados Unidos, para proteger (…) por sabias leyes de
ingresos, el trabajo de nuestra nuestro pueblo, para asegurar los terrenos
públicos a los colonos reales (…), para desarrollar los recursos internos del
país abriendo nuevos medios de comunicación entre el Atlántico y el Pacífico”.
Traducido
del idioma de los políticos al español, esto significaba que el principal
objetivo de Lincoln fue siempre el proteccionismo de los fabricantes del norte,
la compra de votos con ventas baratas de terrenos federales y la compra de aún
más votos y contribuciones de campaña a través de un sistema del botín creado
por las subvenciones públicas al sector del ferrocarril. La corrupta estrategia
política de DeWitt Clinton a gran escala
es el verdadero legado económico de Lincoln.
Thomas
DiLorenzo es profesor de economía en la Universidad de Loyola en Maryland y
miembro de la facultar superior del Instituto Mises. Es autor de El verdadero Lincoln, Lincoln Unmasked, How Capitalism Saved
America y Hamilton's Curse: How Jefferson’s Archenemy Betrayed the
American Revolution — And What It Means for Americans Today.