La solución real al problema de la deuda

Por David S. D’Amato. (Publicado el 16 de septiembre de 2011)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5562.

 

En su famosa y lúgubre distopía novelada, 1984, George Orwell describía un mundo cautivado por lo que era funcionalmente una “economía de guerra permanente”, una “existencia económica por y para la guerra continua”.

Hoy, sobre los talones de un aumento en el techo de la deuda calculado para impedir un impago del gobierno federal, estamos a la vez siendo testigos y subyugados por las muchas indisposiciones de lo que podría calificarse como una economía de deuda permanente.

El Sistema de la Reserva Federal, como base y seguramente componente más definidor del paradigma económico estadounidense, está alimentando un azote a la actividad productiva que ha hecho metástasis en toda la sociedad hasta un grado ya catastrófico.

Como un tumor maligno comiéndose los fundamentos de la prosperidad y la libertad, el estado, junto con sus cortesanos parásitos, no podría sobrevivir sin la deuda y la insolvencia que han permitido las últimas acciones del Congreso.

Detrás del falso lenguaje del compromiso y el pragmatismo, la élite del poder de Washington ha condenado a los estadounidenses a lo que calificaba en un discurso el presidente de Instituto Mises, Doug French, como “La cultura de la deuda y la desesperación”. El sistema fraudulento del estado, basado en el paraíso de los locos de una base monetaria en continua expansión, se adapta perfectamente a engendrar una condición indisoluble de dependencia en la gran mayoría de los estadounidenses.

Aunque los comentaristas de los grandes medios casi nunca los reconocen, hay una relación causal crítica entre el sistema bancario que prevalece en Estados Unidos y la hinchada deuda federal: los dos están íntimamente ligados tanto en la teoría como en la práctica, un hecho que han entendido bien los economistas del libre mercado (y particularmente la escuela austriaca) durante degeneraciones y eso se manifiesta ahora.

Como observa el Profesor Jörg Guido Hülsmann en The Ethics of Money Production, dentro de un sistema de moneda fiduciaria, la deuda pública aumenta “a un ritmo mucho más rápido” que incluso la oferta monetaria dilatada. Apuntando a Estados Unidos desde 1971 como ejemplo, el Profesor Hülsmann apunta que mientras que el dinero en circulación “aumentó multiplicándose por 6”, la deuda del gobierno federal aumentó multiplicándose por 20.

Este desequilibrio no es una coincidencia. Los incentivos retorcidos del entorno bancario cartelizado estimulan desequilibrios precarios de la clase bancaria privilegiada por el estado, existiendo completamente fuera de la disciplina del mercado. Los bancos comerciales conspiran con el banco central en una asociación simbiótica, en la que el primer grupo se atiborra de bonos de deuda pública mientras los bonos facilitan dinero fácil sin coste y sin ningún valor de respaldo. Por tanto, no podemos esperar ocuparnos del problema de una deuda federal aumentando como un bola de nieva sin afrontar antes la enfermedad que aqueja a la economía, el marco de banca centralizada.

En 1817, el librecambista inglés y oponente al proteccionismo William Cobbett, reconocía perspicazmente la conexión única entre deuda pública y banca central. En Paper Against Gold, escribía:

Se descubrió en seguida que para pagar el interés de su Deuda, el gobierno necesitaba algo distinto del oro y la plata; lo que, en realidad, cualquiera podía haber previsto, porque la Deuda misma deriva necesariamente del deseo de oro y plata dentro del alcance del gobierno. Por tanto, era una locura suprema suponer que el gobierno, que había pedido prestadas guineas al pueblo a voluntad, tuviera suficientes guineas como para llevar a cabo guerras y pagar también [a sus acreedores].

En un ciclo en el que se crea una ilusión que sigue a la anterior, son anuladas por el estado las protecciones propias del libre mercado ante una quiebra del sistema. En un mercado verdaderamente libre, un los primeros y más importantes diques contra la devaluación inflacionista de la divisa sería la propia competencia entre monedas, es decir, entre certificadores y acuñadores de divisas.

Actualmente, las leyes de curso legal consagran un monopolio del estado, que aísla al papel moneda de la competencia en otro caso capaz de derivar los riesgos asociados a la dilución extendida de, por ejemplo, el dólar de EEUU. Al quedar completamente fuera de discusión (sujeta a un debate continuo) si la sociedad libre demanda una “banca libre” (permitiendo la práctica de la reserva fraccionaria) o una reserva del 100%, una abierta rivalidad entre divisas tiene la ventaja práctica de exponer la mentira que definen las leyes de curso legal.

Esa mentira, imponiéndose a los acuerdos voluntarios de los actores del mercado, insiste en que cualquier dinero que se agrande por medio de la ley de curso legal vale una cantidad determinada arbitrariamente de algún otro producto monetario (por ejemplo, plata). La salvaguardar el tipo de dinero preferido por la leyes, el estado promueve una disrupción de las señales naturales de los precios del libre mercado, un desequilibrio que permite a los “líderes políticos (…) obtener beneficio personal por la exportación del dinero [artificialmente] infravalorado y por la posibilidad de reducir deudas contraídas en [éste]”.[1]

Lejos de mejorar la verdadera confianza en una divisa en concreto otorgándole el imprimatur del estado, las leyes de curso legal funcionan de forma análoga a las normas de licencia del estado. Quitar funciones como la certificación y la licencia de los juicios pacíficos del mercado y erigir así un monopolio, genera resultados bastante opuestos a la preservación de la calidad o la confianza.

Con las alternativas al papel moneda del estado prohibidas coactivamente, la prevalencia de un medio de intercambio concreto y favorecido es el resultado, no de su confiabilidad o pureza, sino del decreto de la clase burocrática que trata de beneficiarse. Igual que las “corridas bancarias” en un mercado libre impedirían la acumulación de riqueza en instituciones inestables y demasiado agrandadas, igualmente las corrientes de riqueza en una sociedad libre seguirían a las agencias de acuñación y sustitutivos del dinero más fiables.

El que para la mayoría de los estadounidenses no haya escape en la práctica al uso del dólar solo sirve para agravar las peligrosas inestabilidades del modelo de banca central. Los billetes de banco privados, esencialmente, documentos de rescate que dan derecho a su tenedor a cierta cantidad de, por ejemplo, oro, están prohibidos actualmente.

Sin embargo, no hay razón por la que, en un paisaje económico libre y sin estado estos billetes no pudieran cumplir con la necesidad de la sociedad de objetos listos para transferirse de un valor capaz de transportar cantidades precisas. De hecho, no tenemos que suponer que dicho mercado de billetes de banco llevara a la misma inflación que ha definido a la divisa fiduciaria bajo la banca central.

Como argumentaba Ludwig von Mises: “la libertad de emisión de billetes habría limitado considerablemente su uso, si es que no lo hubiera suprimido. Más aún, si se permitiera esa competencia abierta en los instrumentos monetarios, se habría alejado ella misma de generar la creciente marea de deuda “pública”.

La correlación entre banca central y moneda fiduciaria por un lado y deuda del gobierno federal por el otro tal vez sea indirecta a primera vista.

En Wall Street, Banks, and American Foreign Policy, Murray Rothbard observaba que ambas ramas de la clase bancaria (las variantes comercial y de inversión) tienen un “interés propio en promover déficits y en obligar a los contribuyentes a redimir deuda pública”. El primer grupo, protegido de la competencia por regulaciones arbitrarias y el aumento de la oferta monetaria a voluntad mediante su préstamo, está evidentemente deseoso (y en necesidad) de que el gobierno lo subsidie. También los bancos de inversiones están situados especialmente para beneficiarse de la proliferación de deuda pública, financiando el gasto pródigo del estado a través de la compra de bonos del tesoro.

Libre de las restricciones estructurales para pedir préstamos establecidas por las evaluaciones de riesgos en el mercado libre, el estado total puede acumular deuda sin límite mediante apelaciones a dinero recién creado de su banco central. Repito que los nuevos dólares no se transfieren sencillamente al creciente estado en el acto flagrante de añadirlos al tesoro, sino que se trasladan para beneficiar al gobierno mediante la política de “mercado abierto” de la Reserva Federal. Es a través de esta política (en la que la supuestamente “independiente” Fed entra en el mercado financiero como compradora) como se compran (principalmente por bancos de inversión) las obligaciones deudoras del estado con el fin de subvencionar un estado progresivamente omnipresente. Por tanto, no deberíamos considerar como un accidente al “riesgo moral” creado en la estructura de la economía financiera a cualquier nivel.

Los plutócratas de la clase bancaria están bastante contentos de beneficiarse prestando dinero creado de la nada, protegidos como están de la consecuencias de hacerlo en un mercado verdaderamente libre. La competencia abierta entre bancos, frente al sistema cartelizado de la Reserva Federal, desanimaría a los bancos a sobreextenderse, a, como escribió Rothbard, “crear dinero literalmente de la nada”.

Pero como no hay coste para lo bancos para prestar “este dinero mágico”, que no se ha acumulado mediante el ahorro de nadie, los beneficios acumulados mediante sus intereses lo hacen a expensas de quienes Rothbard llamaba los “paganos de la inflción”. En The Organization of Debt into Currency, Charles Holt Carroll se burlaba de forma similar de la expansión del crédito bancario bajo el principio de que creaba “precio sin valor”, una indicación de la clásica teoría del valor trabajo que suscribía Carroll.Por supuesto, uno no tiene que acceder a la teoría del valor de los clásicos para entender y explicar los problemas morales de otorgar a muy pocos el privilegio de ser esencialmente alquimistas, transformando la nada en dinero. El proceso ha permitido una casta gobernante de élites bancarias, entremezclada y revuelta con el estado, no solo para patrocinar una deuda desbocada sino para prosperar mediante la falsificación de moneda, mediante la privación a la gente del valor de sus dólares.

Como consecuencia de la crisis de la deuda alimentada por la inflación en Estados Unidos, somos ahora testigos de un “estado de dependencia financiera desconocido por generaciones anteriores”.[2] El decreciente poder adquisitivo bajo la inflación elimina cualquier incentivo para ahorrar y por tanto estimula la acumulación de deuda privada, un hecho que solo sirve para fortalecer el estado de bienestar mientras perjudica a la familia y a otras instituciones sociales pacíficas.

Como herramienta para el avance de los intereses de la clase política, la inflación bajo dinero fiduciario y banca central es por tanto claramente politrópica: es capaz de generar un impuesto oculto que centra toda la economía en un pequeño cártel de banqueros estratégicamente posicionados, que no tienen otro interés que patrocinar (repito, con moneda fiduciaria sin valor) la expansión del control público sobre nuestras vidas. Coincidiendo con la centralización del poder dentro de las entrañas del estado, las decisiones de los negocios también se concentran cada vez más, enredadas con la nobleza moderna del sector bancario.

Y la razón es muy sencilla: a medida que el ahorro se desanima por parte del sistema monetario, las empresas se hacen cada vez más dependientes de la deuda, financiando sus trabajos con crédito que fluye de una clase de prestamistas naturalmente entrometidos. Encadenados por el poder condensado de los grandes bancos de Wall Street, el economía se vuelve rígida y esclerotizada, impidiendo la agilidad e innovación que reinarían en un mercado verdaderamente libre. La inflación fiduciaria, argumenta Hülsmann, “crea mayor jerarquía y poder centralizado en la toma de decisiones de la que existiría en el mercado libre”.

Así que no solo las políticas inflacionistas de la Fed hacen inevitable una deuda pública insostenible: también otorgan a los grandes bancos la dirección de todo el marco económico. Aunque su influencia se vería controlada por las mareas de un mercado libre, se convierten, dentro de la economía cartelizada de la Fed, en el eje central de todo el comercio. Ese privilegio acaba costando a contribuyentes y consumidores miles de millones, poniendo perpetuamente a toda la economía en la ruta de la crisis y la ruina. La alternativa es un mercado liberado de las innecesarias regulaciones del estado y de su canceroso banco central, un mercado que no impida por la fuerza respuestas racionales a las señales económicas. Esa alternativa es la única solución real al problema de la deuda.

Dentro del sistema actual, un presupuesto equilibrado solamente podría significar niveles agobiantes y abrumadores de impuestos, que servirían incluso para arruinar aún más la economía. Una remedio real a la situación de la deuda pública es la eliminación de sus incentivos subyacentes y su causa raíz. Es hora de liberar a la vida económica de la carga del Sistema de la Reserva Federal, dejando que los intercambios voluntarios de los individuos decidan las cuestiones del dinero y del crédito.

 

 

David D’Amato es analista de noticias para el Center for a Stateless Society. Es abogado y trabaja actualmente en un máster legal sobre derecho mercantil internacional.



[1] Jörg Guido Hülsmann, The Ethics of Money Production, p. 129

[2] Ibíd.

Published Mon, Sep 19 2011 6:40 PM by euribe
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