Por
Jeff Riggenbach. (Publicado el 18 de julio de 2011)
Traducido
del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4881.
[Este artículo está transcrito del podcast Libertarian Tradition]
Considero
que parte de mi trabajo aquí es llamar la atención sobre nuevos libros que se
relacionan de alguna forma con la tradición libertaria (es decir, con la
historia del pensamiento libertario). Uno de esos libros se publicó por primera
vez hace poco más de un año, en septiembre de 2009, por la Yale University
Press. Hasta ahora (noviembre de 2010) no se había publicado en rústica con una
reducción de alrededor del 30% en su precio. Es la obra de James C. Scott,
profesor de ciencias políticas y antropología en Yale y su título es The Art of Not Being
Governed: An Anarchist History of Upland Southeast Asia.
Excepto
una reseña muy inteligente este mismo año en Reason, este libro no parece haber atraído ninguna atención en
absoluto entre los libertarios. Aún así es un libro que los libertarios a los
que les entusiasme la historia encontrarán realmente interesantísimo, aunque
probablemente no tanto por su extremadamente ilustrativa exposición de las
historia del Sudeste de Asia como por sus aún más ilustrativas observaciones
sobre el lugar del estado en la historia humana en general.
“Hasta
poco antes de la era común”, escribe Scott, lo que equivale a decir los últimos
2.000 años, “el último 1% de la historia humana, el paisaje social consistía en
unidades de parentesco elementales autogobernadas que podían, ocasionalmente,
cooperar en la caza, las fiestas, las escaramuzas y los tratados de paz. No
contenía nada que pudiésemos llamar un estado. En otras palabras, vivir en
ausencia de estructuras estatales ha sido la condición humana normal”.
Según
Scott, la historia del mundo puede dividirse en
cuatro
eras: 1) una era sin estado (con mucho, la más larga), 2) una era de estados a
pequeña escala rodeados por periferias sin estado y fácilmente alcanzables, 3)
un periodo en que dichas periferias encogen y son asediadas por el expansión
del poder del estado y finalmente, 4) una era en la que virtualmente todo el
planeta es ‘espacio administrado’ y la periferia no es mucho más que una
remanente folclórico. La progresión de
una era a la siguiente ha sido muy desigual geográficamente (siendo China y
Europa más precoces que, digamos, el Sudeste Asiático y África) y temporalmente
(con las periferias creciendo y decreciendo dependiendo de las vicisitudes de
la creación de los estados). Pero respecto de la tendencia a largo plazo no
puede hacer ni una pizca de duda.
No
sorprende que Scott piense que la importancia del estado normalmente es
exagerada por los historiadores.
Los
primeros estados en China y Egipto (y más tarde en la India de los Chandra
Gupta, la Grecia clásica y la Roma republicana) fueron insignificantes en
términos demográficos. Ocupaban una porción minúscula del mundo y sus súbditos no eran más que un error de redondeo en las
cifras mundiales de población. En el territorio del Sudeste Asiático, donde
solo empezaron a aparecer los estados a mediaos del primer milenio de la era
común [hace unos 1.500 años] su rastro en el paisaje y sus pueblos es
relativamente trivial cuando se compara con su abultado lugar en los libros de
historia. Centros pequeños, dispersos y amurallados junto con sus villas tributarias,
estos pequeños nodos de jerarquía y poder eran al tiempo inestables y limitados
geográficamente. Para un ojo aun no hipnotizado por restos arqueológicos e
historias centradas en el estado, el paisaje les habría parecido prácticamente
todo periferia y sin centros. Prácticamente toda la población y territorios
estaban fuera de su ámbito.
Cada
uno de estos primeros estados, según Scott era
una
reunión de pueblos previamente sin estado, Algunos súbditos se vieron sin duda
atraídos por las posibilidades de comerciar, la riqueza y el estatus disponible
en las cortes, mientras que otros, casi seguramente la mayoría, eran cautivos y
esclavos capturados en guerras o comprados a los comerciantes de esclavos. La
enorme periferia “bárbara” de estos estados pequeños fue (…) la fuente de
cientos de in portantes bienes y productos forestales de comercio necesarios
para la prosperidad del (…) estado (…) [así como] el bien de comercio en
circulación más importante: los cautivos humanos que formaban el capital trabajador
de cualquier estado de éxito. Lo que hoy sabemos de estados clásicos como
Egipto, Grecia y Roma, así como los primeros estados jmer, thai y birmano,
sugieren que la mayoría de sus súbditos no fueron formalmente libres: esclavos,
cautivos y sus descendientes.
La
“enorme periferia ‘bárbara’” que rodeaba a cada uno de estos primeros estados
era asimismo un lugar al que podían huir las víctimas del estado en busca de
una mayor libertad. Como punta Scott, el “espacio no estatal” más allá de la
frontera “operaba como un dispositivo homeostático tosco y eficaz: cuanto más
presionara un estado a sus súbditos, menos súbditos tendría. La frontera
apoyaba la libertad popular”. Scott utiliza el término “espacio no estatal”
para referirse a “ubicaciones donde, debido principalmente a obstáculos
geográficos, el estado tiene una
dificultad especial en establecer y mantener su autoridad”. Históricamente,
sostiene Scott, “es un territorio difícil o inaccesible, independientemente de
su elevación, que presenta grandes dificultades para el control estatal” y es
por tanto en un territorio difícil o inaccesible donde se encuentra más
habitualmente el espacio no estatal. Y, como destaca Scott, “esos lugares han
servido a menudo como refugios para pueblos que resisten o huyen del estado”.
Scott
observa que
desde
1945, y en algunos casos antes, el poder del estado para implantar tecnologías
de demolición a distancia (ferrocarriles, carreteras ante cualquier clima,
teléfono, telégrafo, poder aéreo, helicópteros y ahora las tecnologías
informáticas) ha cambiado tanto el balance estratégico del poder entre pueblos
autogobernados y estados nación, ha disminuido tanto la aspereza de los
territorios, que mi análisis en general deja de ser útil.
Pero
destaca que
evitar
el estado era, hasta los últimos pocos siglos, una opción real. Hace mil años
la mayoría de la gente vivía fuera de estructuras estatales, bajo imperios mal
tejidos o en situaciones de soberanía fragmentada. Hoy es una opción que se
desvanece rápidamente.
Por
supuesto, los estados trabajaban para impedir que sus súbditos escaparan a
territorios donde el alcance del estado estaba dificultado por un terreno
difícil. Un método que usaron fue la propaganda. Como escribe Scott, “la
historia oficial que la mayoría de las civilizaciones cuentan de sí mismas”
casi invariablemente se refiere a “un pueblo atrasado, ingenuo y tal vez
bárbaro” que “se incorpora gradualmente a una sociedad y cultura avanzada,
superior y más próspera”. De hecho, apunta que “bárbaro ha sido otra palabras que usaron los estados para describir
a cualquier pueblo autogobernado, no sometido”. Sin embargo “muchos de estos
bárbaros no gobernados habían elegido, en un momento u otro, como alternativa
política, tomar distancia respecto del estado” y vivir en su lugar en una
sociedad sin estado en la que
sus
rutinas de subsistencia, su organización social (…) y muchos elementos de su
cultura (…) se organizaron a propósito tanto para frustrar la incorporación a
estados cercanos como para minimizar la probabilidad de que aparezcan
concentraciones de poder similares a estados. La evasión y el impedimento del
estado permean sus prácticas y, a menudo, también su ideología.
Otra
forma de decir esto podría ser que los centros de comercio prósperos y
densamente poblados, en los que la civilización existe en su forma más avanzada,
normalmente se vieron apropiados por un estado de algún tipo antes de haber
sido centros de comercio prósperos y densamente poblados por mucho tiempo. Lo
mismo podría decirse acerca de los pueblos agrícolas más prósperos y más
densamente poblados. En realidad, irónicamente, el estado es el precio de la
civilización (no, como dicen los estatistas, porque el estado sea necesario
para salvaguardar o proteger la civilización, sino más bien porque es la civilización
la que impone el estado como una sanguijuela o una solitaria, porque las
sociedades más civilizadas son las más ricas y por tanto las más rentables de
saquear. Ante ese dilema, ha habido mucha gente que ha elegido alejarse de la
civilización y por tanto escapar del estado en lugar de quedarse en la
civilización y tratar de reformar o abolir el estado.
Por
supuesto, como punta Scott, en la primera propaganda del estado aconsejando
contra esa huida de la civilización, “la
relación entre ser civilizado y ser un súbdito del estado se (…) da por
supuesta”. E incontables generaciones de historiadores han seguido la vía de
los primeros intelectuales cortesanos y alegremente “confundieron
‘civilización’ con lo que era en realidad una construcción del estado”. Como consecuencia, argumenta Scott, hoy nos
encontramos con una “enorme literatura
sobre construcción del estado, contemporánea e histórica, [que]
prácticamente no presta atención a su reverso: la historia de una falta de
estado deliberada y reactiva. Es la historia de los que se fueron”.
Scott
entiende que un lector en los Estados Unidos del siglo XXI puede que considere
este argumento con cierta incredulidad.
En un
momento en que el estado parece omnipresente e inevitable, es fácil olvidar que
durante buena parte de la historia vivir dentro o fuera del estado (o en una
zona intermedia) era una alternativa, que podría revisarse de acuerdo con las
circunstancias. Un centro estatal rico y pacífico podría atraer a una población
creciente que encontrara recompensa en sus ventajas.
Aún
así, “parece que mucha, si no la mayoría, de la población de los primeros
estados no era libre: eran súbditos bajo coacción”. Y “era muy común que los
súbditos del estado huyeran”. Pues “vivir dentro del estado significaba, prácticamente
por definición, impuestos, servicio militar, trabajos forzados” (es decir
trabajo obligatorio, no remunerado a corto plazo, como que se les obligara a
trabajar sin paga un día o dos reparando caminos) “y, para la mayoría, una
condición de servidumbre”.
Así
que el primer estado expulsaba poblaciones tan habitualmente como las absorbía
y cuando, como era a menudo el caso, se derrumbaba completamente como resultado
de la guerra, la sequía, las epidemias o las luchas civiles por la sucesión,
sus poblaciones se disgregaban. Los estados no eran, en modo alguno, una
creación de una vez y para siempre. Innumerables descubrimientos arqueológicos
de centros estatales que florecieron brevemente y luego fueron eclipsados por
guerras, epidemias, hambrunas o desastres ecológicos muestran una larga
historia de formación y derrumbamiento del estado en lugar de permanencia del
mismo. Durante largos periodos la gente entraba y salía de los estados y la
“estatitud” era, en sí misma, a menudo cíclica y reversible.
Por
supuesto, no fueron solo las hambrunas, epidemias o luchas internas por el
poder político las que derribaron estos frágiles primeros estados. Casi igual
de a menudo, fue la codicia. Como observa Scott, “uno podrían haber esperado
que la política consistiera en navegar lo más ceñido al viento que pudieran: es
decir, extraer recursos casi hasta el punto en el que provoquen la lucha o la
rebelión. (…) Ésta sería la estrategia más razonable”. Pero no fue la
estrategia que siguieron la mayoría de estos primeros estados.
Por
ejemplo, los primeros gobernantes en el Sudeste Asiático sabían que
la
capacidad fiscal de la población variaba ampliamente, como ocurriría en
cualquier economía agraria, de estación en estación dependiendo de las
fluctuaciones de las cosechas debidas al tiempo, las plagas y las enfermedades
en los cultivos. Incluso aquí el robo y el bandidaje podrían ser un factor: los
cultivos concentrados sobre el terreno serían una tentación tan grande para
bandas de bandidos, rebeldes o reinos rivales como lo era para el estado.
Permitir la gran variación en la capacidad de los agricultores de pagar de año
en año habría obligado a la corona a sacrificar sus propias demandas fiscales
por el bienestar de su campesinado. Todas las evidencias sugieren que, muy al
contrario, los estados precoloniales y coloniales trataron de garantizarse una
apropiación constante a costa de sus súbditos. (…)
Dada
la alternativa entre patrones de subsistencia que son relativamente
desfavorables para el cultivador, pero
que produce un mayor retorno en mano de obra o grano para el estado, y esos
patrones que benefician al cultivador pero privan al estado, el gobernante
elegirá el primero en todos los casos. Luego el gobernante maximiza el producto
accesible para el estado, si es necesario a costa de la riqueza general del
reino y sus súbditos.
Como
incluso los estados de más éxito estaban adyacentes a áreas que no podían
controlar, los pueblos oprimidos seguían teniendo un lugar adonde ir. “Al menos
hasta el principio del siglo XIX”, escribe Scott, “las dificultades del
transporte, el estado de la tecnología militar y, sobre todo, las realidades
demográficas fijan límites estrictos al alcance incluso de los estados más
ambiciosos”. Por ejemplo, en el Sudeste Asiático, en 1600, la densidad de
población era “de solo 5,5 personas por kilómetro cuadrado (…) (comparada con
los aproximadamente 35 de la India y China)”, así que cualquier súbdito de un
gobernante del Sudeste Asiático “tenía un acceso relativamente fácil a una
enorme frontera llena de riquezas”. Y justo más allá de esa frontera estaban
las tierras altas, las colinas, “un área aproximadamente del tamaño de Europa”,
a la que Scott, como números más crecientes de historiadores y sociólogos,
llama “Zomia”.
Zomia es un
nuevo nombre para prácticamente todos los territorios aproximadamente por
encima de los trescientos metros de altitud desde las Tierras Altas de Vietnam
o en nordeste de la India y que atraviesan cinco naciones del Sudeste Asiático
(Vietnam, Camboya, Laos, Tailandia y Birmania) y cuatro provincias de China. (…)
Es un espacio de 2,5 millones de kilómetros cuadrados que contiene alrededor de
100 millones (…) de personas (…) en la periferia de nueve estados.
Zomia
es, nos dice Scott “uno de los más grandes espacios sin estado del mundo, sino el mayor”. De hecho, dice Scott, “la
señal, el rasgo distintivo de Zomia (…) es que está relativamente sin estado.
Por supuesto, históricamente ha habido estados en las montañas “aunque han
abundado [allí] los proyectos de creación de estado, es justo decir que pocos
han llegado a concretarse” y “aquellos pretendidos reinos que se las arreglaron
para desafiar a la fortuna lo hicieron para un periodo relativamente breve y
llenos de crisis”.
Los
asentamientos humanos que constituyen Zomia, mantiene Scott, se “entienden mejor como (…)
comunidades [de fugitivos] que, en el curso de dos milenios, han estado huyendo
de la opresión de los proyectos de creación de estados en los valles (esclavitud,
servicio militar, impuestos, trabajos forzados, epidemias y guerras)”.
Y no
debería sorprender a nadie, escribe, que
prácticamente
todo lo relativo a la vida, organización social, ideologías de esta gente e (…)
incluso sus culturas en buena parte orales, puedan considerarse como
posicionamientos estratégicos pensados para mantener a distancia al estado (…)
para evitar la incorporación a que aparezcan estados entre ellos.
Por
ejemplo, los residentes de Zomia normalmente practican lo que Scott llama “agricultura
de escape: formas de cultivo pensadas para dificultar su apropiación por el
estado”. Y “su estructura social bien podría calificarse como estructura social
de escape al ser diseñada para ayudar a la dispersión y la autonomía y prevenir
la subordinación política”. Si queremos entender las tradiciones, costumbres y
comportamientos de estos pueblos, insiste Scott, debemos empezar reconociendo
que “los habitantes de esta zona han venido, o permanecido, aquí en buena parte
porque queda fuera del alcance del estado”.
Por
supuesto, esto no significa que a sus sociedades descentralizadas les falte
ningún orden coherente. De hecho Scott escribe sobre su deseo de “intentar
explicar las unidades elementales de orden
político en el centro del Sudeste Asiático” y comenta luego: “Destaco el
término orden político para evitar
dar la impresión equivocada de que fuera del ámbito del estado solo hay
desorden”. Y resulta interesante que uno de los puntos principales que indica
acerca de las “unidades elementales de orden político” que ha encontrado entre
los pueblos de las tierras altas del Sudeste Asiático es que, y éstas son sus
palabras,
Sus
estructuras políticas son, con excepciones extremadamente raras, imitativas en
el sentido de que aunque puedan tener los trucos y retórica de la monarquía, les
falta lo sustancial: una población sujeta al pago de impuestos o al control
directo sobre sus unidades constituyentes, por no hablar de un ejército
regular.
Una forma
más sencilla de decir esto sería, empleando la terminología de Albert Jay Nock,
que la gente de las tierras altas del Sudeste Asiático tiene gobierno, pero no
estado. “Hasta donde puede uno seguir el discurrir de la civilización”,
escribía Nock en 1935,
presenta
dos tipos fundamentalmente diferentes de organización política. Esta diferencia
no es de grado, sino de clase. No basta con considerar a un tipo como uno
meramente mostrando un nivel más bajo de civilización y el otro como una
superior: normalmente se consideran así, pero erróneamente. Aún menos
clasificar ambas como especies del mismo género, clasificar a ambas bajo el
nombre genérico de “gobierno”, aunque también esto, hasta hace muy poco, se ha
hecho siempre y ha llevado siempre a confusión y equívoco.
El
origen del gobierno, argumentaba Nock,
Está en
la comprensión y acuerdo común de la sociedad: (…) el gobierno implanta el
deseo común de la sociedad, primero, de libertad, y segundo, de seguridad. No
va más allá: no contempla ninguna intervención positiva sobre el individuo,
sino solo una intervención negativa.
Nock
creía que
el código
legal debería ser el del legendario rey Pausolo, que no dictó nada más que dos
leyes a sus súbditos, siendo la primera No
dañar a ningún hombre y la segunda Hacer
lo que quieran y (…) toda la ocupación del gobierno debería ser la
puramente negativa de ver que se cumple este código.
Por
el contrario, argumentaba Nock, el estado
no se originó
en la comprensión y acuerdo común de la sociedad: se originó en la conquista y
la confiscación. Su intención, lejos de contemplar la “libertad y seguridad”,
no contemplaba nada de este tipo. Contemplaba en primer lugar la explotación
económica continua de una clase por otra y solo le preocupaba cuánta libertad y
seguridad eran compatibles con su primera función, que era, en realidad, muy
pequeña. Su función o ejercicio principal no se realizaba con (…) intervenciones
puramente negativas frente al individuo, sino con intervenciones positivas innumerables
y carísimas, todas las cuales tenían el fin de mantener la estratificación de
la sociedad en una clase propietaria y explotadora y una clase dependiente sin
propiedades. El orden de intereses que reflejaba no era social sino puramente
antisocial y quienes lo administraban, juzgados bajo los patrones éticos
habituales, o incluso el patrón común de la ley aplicada a personas privadas,
eran indistinguibles de una clase de criminales profesionales.
Aún
así, James C. Scott, no solo en su explicación de los refugiados del estado que
viven en Zomia, sino asimismo en sus comentarios más generales acerca de la historia
del estado en la sociedad humana, no hace distinción entre gobierno y estado. Alrededor
de la mitad de las veces se refiere a los zomianos y a sus equivalente en otras
áreas del mundo y otras eras de la historia mundial como “no gobernados”. La
otra mitad de las veces se refiere a estos mismos grupos de individuos como “pueblos
autogobernados”. Pero, por supuesto, si realmente se están “autogobernando”, no
están “no gobernados”. Se están gobernando a sí mismos. No están practicando “el
arte de no ser gobernados”: están practicando el arte de no ser administrados.
Esto
puede parecer un mero juego de palabras, pero, como Nock, creo que es una
distinción importante, una distinción que si no se tiene en cuenta llevará a
confusiones y equívocos. Si Scott puede criticar a la mayoría de sus colegas
historiadores por confundir “civilización” con “creación de estados”, él mismo
puede ser criticado por confundir falta de estado con falta de gobierno,
particularmente cuando está claro en su propio texto que entiende la diferencia
y qué diferencias genera.
The Art of Not Being
Governed: An Anarchist History of Upland Southeast Asia, de James C.
Scott, fue publicado en cartoné y ahora en rústica por la Yale University
Press. A pesar de sus defectos, es una
obra soberbia y magníficamente inteligente.
Jeff
Riggenbach es periodista, autor, editor, locutor y educador. Miembro de la
Organización de Historiadores Americanos, ha escrito para periódicos como The New York Times, USA Today, Los Angeles Times
y San Francisco Chronicle; para
revistas como Reason, Inquiry y Liberty y sitios web como LewRockwell.com, AntiWar.com y
RationalReview.com. Aprovechando sus cualidades vocales empleadas en radio
clásica y de noticias de Los Ángeles, San Francisco y Houston, Riggenbach
también ha narrado las versiones en audiolibros de numerosas obras libertarias,
muchas disponibles en Mises Media.
Este
artículo está transcrito del podcast
Libertarian
Tradition.