Por David Gordon. (Publicado el 26
de septiembre de 2011)
Traducido del inglés. El artículo
original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5636.
[The Conscience of an Anarchist: Why It's Time
to Say Good-Bye to the State and Build a Free Society • Gary Chartier • Cobden Press, 2011 • X + 118 páginas]
Gary Chartier es un autor difícil
de reseñar. En este excelente
libro muestra una notable habilidad para explicar una profusión de
argumentos en un corto número de páginas. Dada esta abundancia, no puede
esperar dar una explicación completa del libro. Propongo en su lugar
concentrarnos en unos pocos argumentos, pero para experimentar el impacto
completo de la forma en que Chartier trata punto tras punto en su alegato
infatigable contra el estado, necesitamos leer la obra completa.
Chartier despacha rápidamente los
argumentos filosóficos que afirmar demostrar una obligación de obediencia al
estado. Uno de esos argumentos afirma que “simplemente permanecer dentro del
territorio de un estado constituye de alguna forma un reconocimiento de su
autoridad” (p. 7). Contra esto, Chartier indica dos cosas. Primero, si alguien
permanece en un territorio, esto no significa en modo alguno que haya
reconocido de hecho la autoridad del estado. Podría tener todo tipo de razones
distintas para quedarse. “Tal vez me quede aquí porque hay muchas oportunidades
de trabajar o porque estén aquí mis amigos o porque me guste el estilo
arquitectónico. Y tal vez no [me vaya] porque parezca haber bandas de matones
al mando en todos los demás lugares” (p. 7).
El estatista podría responder a
esto que incluso si uno tiene otras razones para permanecer en un territorio
que no tengan nada que ver con la supuesta autoridad del estado, esto no
importa. Estar en un territorio basta
para reconocer el poder de un estado, independientemente de si el residente lo
pretende. (Creo, pero no estoy seguro, que esto es lo que quiere decir Chartier
con su distinción entre reconocimiento señalado y constituido).
Esta respuesta de los estatistas no
funciona. Como apunta Chartier, solo es posible afirmar que la residencia
constituya reconocimiento si hay una razón antecedente para creer que
tendríamos que reconocer la autoridad del estado. (Chartier no dice que esto
sea una razón suficiente para considerar que la residencia constituye
reconocimiento, solo una razón necesaria). Pero precisamente esa cuestión es lo
que se discute:
Los gobernantes de Bozarkia podrían
afirmar razonablemente que [la residencia] constituye reconocimiento de su
autoridad solo si ya tuviesen
autoridad legítima. (…) Un procedimiento para establecer la autoridad del
estado que suponga que el estado ya tiene
autoridad no demuestra realmente mucho acerca de nada (p. 7).
Si no podemos probar que moralmente
tendríamos que obedecer al estado ¿debemos aceptar el estado como una necesidad
práctica? Sin una ley comúnmente aceptada y aplicada, ¿no se disolvería una
sociedad en un caos? Chartier da argumentos decisivos contra esta idea
superficialmente factible. ¿Por qué una ley común requiere una sola agencia
para aplicarla? Además, ¿tienen los propios estado la única ley que la idea
estatista supone que hay?
¿Pero por qué deberíamos suponer (…)
que necesitamos un estado (una organización con un monopolio del uso de la
fuerza en un territorio concreto) para protegernos contra la violencia? (…)
Nuestra experiencia con otros monopolios indudablemente no nos da ninguna razón
para pensar que el estado, un monopolio, provea probablemente seguridad,
justicia y otros servicios de alta calidad con un coste bajo. (…) Y está claro que la gente puede resolver
disputas pacíficamente a pesar de los conflictos en los sistemas legales (pp.
12-14).
El estado, mantiene Chartier, ni se
requiere moralmente ni es necesario en le práctica. Podemos ir mucho más allá.
Como él sostiene, es un instrumento de saqueo, que actúa contra los intereses
de las masas para mantener y preservar los privilegios de una élite.
El estado está activamente implicado
en todos los aspectos de la vida económica. Y, sea el efecto deliberado o no,
el resultado práctico de su implicación (…) es que las escalas se filtran
constantemente a favor de las élites privilegiadas (p. 25, cursiva omitida).
Chartier hace una defensa
contundente de esta opinión. Apunta, por ejemplo, que las regulaciones que
pretenden proteger a los consumidores en realidad hacen difícil a las pequeñas
empresas desafiar a los gigantes establecidos. “Las grandes empresas
establecidas encuentran más fácil gastar lo que se necesite para cumplir con
las nuevas regulaciones, al contrario que las compañías más pequeñas” (p. 30).
Hasta aquí, he estado completamente
de acuerdo con los argumentos de Chartier; pocos escritores pueden igualarle en
capacidad de entender de una sola vez el esencia de un asunto. Pero Chartier no
es solo un libertario, sino además un libertario de izquierdas. Esto le lleva a
algunas afirmaciones cuestionables. Dice:
Por ejemplo, en Inglaterra, los
terrenos comunales previamente no cercados fueron cercados y los grandes
terratenientes se apropiaron de ellos. Mucha de la gente que llenaba las
“oscuras fábricas satánicas” de la Revolución Industrial se había visto desposeída
de los terrenos en los que trabajaban (p. 26).
Aquí, tal vez influido por la obra
de Kevin Carson, a la que califica en su bibliografía como una “síntesis y
reinterpretación brillante y creativa de la tradición anarquista” (p. 107),
ignora las investigaciones recientes que niegan que los cercados tuvieran los
malos efectos que menciona.
(Por cierto, el que Blake al decir “oscuras fábricas satánicas” quisiera
referirse a la nuevas fábricas de de la Revolución Industrial es también un
asunto muy discutido).
Chartier dice que “los sindicatos,
no los legisladores, ganaron las primeras grandes batallas en la lucha por la
jornada de ocho horas” (p. 35). Parece dar por sentado que el poder de
negociación determina los niveles salariales, no la productividad marginal de
los trabajadores, como mantiene la economía austriaca. Tal vez Chartier
respondería que la teoría estándar del mercado no es aplicable cuando empresas
poderosas han adquirido predominio con ayuda del estado: si lo han hecho, los
trabajadores necesitan sindicatos fuertes para defenderse. Pero incluso
empresas grandes que no habrían existido en un mercado libre están sujetas a la
ley económica y la competencia y también ellas deben pagar a los trabajadores
lo que requiere su productividad marginal. Los libertarios de izquierdas, como
los economistas neoclásicos, piensan a menudo (en mi opinión, equivocadamente)
que la competencia requiere una abundancia de empresas pequeñas, pero los
economistas austriacos lo rechazan. E incluso si Chartier desea destacar la
debilidad de los trabajadores frente a los poderosos y malvados capitalistas
aliados con el estado, tendría que haber mencionado, en su explicación de las
restricciones a la inmigración, que algunos trabajadores se benefician de
ellos. La intervención del estado no es invariablemente una herramienta que
ayude a la élite.
De nuevo, Chartier deplora
correctamente los requisitos de licencias públicas para los bancos. ¿Pero por
qué piensa que el mercado libre “tendería a hacer caer los tipos de interés”
(p. 32)? La opinión de que los bancos monopolistas mantienen los tipos de
interés incorrectamente altos, aunque común entre maniáticos monetarios, no
tiene ninguna base. Y su afirmación de que “al menos, en cierto grado” (p. 38),
la forma corporativa no existiría sin la acción del estado ignora los
argumentos en contra de Robert Hessen en su In
Defense of the Corporation.
Cuando Chartier se ocupa de la
política exterior, me agrada de nuevo suscribir todo lo que dice. Como apunta
agudamente:
Las guerras declaradas y no
declaradas del gobierno de EEUU son demasiadas veces ejercicios sin sentido de
expansión imperial. La construcción de un imperio toma formas militares,
políticas y económicas (…) las guerras del gobierno de EEUU no tienen sentido
porque no hacen que los estadounidenses estén más seguros. Las intervenciones
militares en Corea, Vietnam, Líbano, Granada, Iraq, los Balcanes, Somalia y
Afganistán no han servido para proteger a los estadounidenses contra ataques
extranjeros (p. 53).
Un punto que indica Chartier es un
completa acusación de militarismo es especialmente valioso y se olvida a
menudo. Los veteranos del ejército a menudo consiguen cargos en las fuerzas de
policía, pero la violencia de las guerras que han soportado, en Iraq y en otros
lugares, se ajustan mal para ocuparse de asuntos civiles. Demasiado
frecuentemente responden a las dificultades con estallidos de violencia. “Las
organizaciones militares y los entornos de alta presión ligados al combate
pueden promover las deshumanización de los supuestos enemigos. Y la gente puede
llevar su pasado con ella en la vida civil” (p. 64).
El libro de Chartier es una lectura
esencial para los libertarios. Manifiesta un amplio conocimiento del autor de
la filosofía, la ética, la historia y la política contemporánea.
David Gordon hace crítica de libros
sobre economía, política, filosofía y leyes para The Mises Review, la
revista cuatrimestral de literatura sobre ciencias sociales, publicada desde
1955 por el Mises Institute. Es además autor de The Essential Rothbard,
disponible en la tienda de la web del Mises Institute.