El inflexible amigo de la libertad

Por William E. Rappard. (Publicado el 3 de octubre de 2011)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5684.

[On Freedom and Free Enterprise (1956)]

 

Cuando fui invitado a aportar un ensayo para un libro en honor de Ludwig von Mises, me sorprendí y, más aún, me encantó. Mi asombro se debía al hecho de que los participantes iban a ser elegidos de entre algunos de los economistas vivos más ilustres, entre los cuales no había ninguna razón para que me consideraran a mí. Por otro lado era una perspectiva feliz que se me permitiera declarar públicamente mi estima y afecto por un amigo muy querido y que se me permitieran al menos unas semanas de intimidad intelectual con él.

Confieso que ése fue el principal motivo de mi aceptación. Durante los demasiados breves años, de 1934 a 1940, durante los cuales el Dr. Von Mises aceptó participar en el Instituto en Ginebra que yo estaba dirigiendo con mi amigo Paul Mantoux, disfruté de su compañía muy a menudo y me temo que muy indiscretamente. Todos los que hayan tenido alguna vez un privilegio similar saben que no solo es una de las mentes analíticas más agudas entre los economistas contemporáneos, sino que también tiene a su disposición un almacén de cultura histórica, cuyos tesoros se ven animados a iluminados por una forma de humanidad e inteligencia austriaca difícil de encontrar hoy en la superficie de este planeta. De hecho a veces me pregunto, no sin temor, si nuestra generación no es la última en verse bendecida con lo que parece haber sido un monopolio de la Viena prebélica.

Al reflexionar sobre nuestras numerosas y, para mí, siempre muy ilustrativas conversaciones, dos puntos sobre los cuales la opinión esencial de L. von Mises nunca varió son los más importantes.

Por un lado, siempre insistía en el carácter y funciones puramente científicas de la economía. Como todas las demás ciencias, el papel de la economía era solamente analizar y explicar la realidad, no evaluarla o mejorarla. Era completamente wertfrei [neutral]. Los valores podían suponerse, proponerse, creerse o no creerse, afirmarse o negarse. No podían conocerse ni demostrarse. Por tanto, los economistas que invocaban la autoridad de su disciplina intelectual para pedir a la sociedad medidas destinadas a reformarla eran impostores.

Las reformas solo pueden ser medios para un fin. La economía se ocupa, y solo podría ocuparse legítimamente, solo de los medios. Los medios adoptados o rechazados, dependen, por supuesto, esencialmente de los fines elegidos. Pero la elección de fines está bastante lejos de la discreción de nuestra ciencia o de cualquier otra.

Por tanto, mientras los economistas bien podrían asesorar a los estadistas respecto de los resultados probables de los medios sugeridos para alcanzar sus fines, no podrían, como hombres de ciencia, expresar ningún juicio válido respecto de la excelencia de estos medios. Esto se lo dejarían a videntes, profetas, metafísicos o al hombre de la calle. Las visiones de estos podrían ser admirables, pero sus afirmaciones no podrían ser sino la expresión de su fe y nunca los postulados de su sola razón.

Por otro lado, Von Mises no perdía la oportunidad, ni en privado ni en público, de proclamar su aborrecimiento de todas las formas de intervención del estado en el proceso de la vida económica. Nuestra época no conoce a ningún defensores más consistente y muy pocos tan apasionados de las políticas de completo laissez faire en una economía de mercado no intervenida.

Un solo recuerdo personal (que podría multiplicarse fácilmente) puede servir como ejemplo. Este recuerdo proviene de una reunión en la Sociedad Mont-Pelèrin. Como es bien sabido, esta muy general asociación de intelectuales liberales se formó hace unos años con economistas, historiadores y filósofos de una serie de países. Lo que les unía era un amor común a la libertad y una comprensión común de que las políticas estatistas, cada vez más predicadas y practicadas en todo el mundo, produjeran un eclipse de la libertad y consecuentemente también de la prosperidad.

Mises era naturalmente miembro de esta organización que, desde el principio, estaba presidida por nuestro colega Von Hayek. Podría esperarse que las reuniones periódicas de esta Sociedad no pudieran dejar de generar un ambiente excepcionalmente amigable para el reverenciado decano de los liberales del siglo XX.

Bien, lo que voy a contar demuestra que incluso la Sociedad Mont-Pelèrin se parecía peligrosamente infectada por el virus del estatismo. El episodio tuvo lugar en Seelisberg, un centro de montaña suizo situado justo encima de Grütli, el lugar tradicional de nacimiento de la libertad suiza. El tema a discusión era las políticas sociales del liberalismo.

¿Qué intervenciones de las autoridades públicas había que defender, o al menos tolerar para combatir el desempleo y la pobreza industrial? Seguro social, salarios mínimos garantizados por el estado, se indicaron tímidamente estas y otras medidas similares por parte de algunos de los liberales presentes. Ninguna de sus propuestas encontró la más mínima compasión a manos de Von Mises.

“¿Pero qué haría usted”, se le preguntó, “si estuviera en el lugar de nuestro colega francés, Jacques Rueff?”, que estaba presente en la reunión y que en ese momento tenía responsabilidad de la administración del Principado de Mónaco.

Supongamos que por alguna razón que podría imaginarse fácilmente, hubiera en el Principado un desempleo generalizado y por tanto hambrunas y descontento revolucionario. ¿Aconsejaría, podría aconsejar usted, al gobierno que limite sus actividades a la acción de la policía para el mantenimiento del orden y la protección de la propiedad privada?

Nuestro amigo Von Mises ni se inmutó. Replicó:

Si prevalecieran las políticas de no intervención que yo defiendo (libre comercio universal, salarios nominales fluctuando libremente, ninguna forma de seguro social, etc.) no habría un desempleo agudo. La caridad privada sería suficiente para impedir la pobreza absoluta del muy restringido grupo duro de personas incontratables.

Podría ser tentador recordar otros ejemplos en los que, en el curso de conversaciones privadas o debates colectivos, Von Mises rechazaba absolutamente como poco recomendable cualquier forma de intromisión del estado en las operaciones del mercado libre. Tentador, pero bastante superfluo. Nadie que pueda hojear estas páginas puede ignorar la postura inflexible que nuestro amigo siempre ha mantenido en estos asuntos.

De hecho, a pesar de sus muchos escritos originales y eruditos, que han hecho de él desde hace tiempo uno de los más reconocidos economistas vivos, me aventuro a afirmar que es más conocido ampliamente en todo el mundo como el más acérrimo, impertérrito e inflexible amigo de la libertad económica y social de mediados del siglo XX.

Ahora, una pregunta me ha rondado a menudo: cómo encajaba su postura sobre este importante asunto político con su también inflexible prohibición de valores absolutos en la órbita de la ciencia económica  y por tanto de la política económica. Por supuesto, no hay inconsistencia necesaria lógicamente entre estas dos actitudes mentales.

Sin embargo, psicológicamente no las adopta a menudo una misma persona. Los agnósticos teóricos en el asunto del valor final suelen ser algo reservados y cautelosos como defensores de políticas. Y los cruzados entusiastas y críticos intolerantes en el campo de la acción normalmente se encontrarían en las filas de que sienten menos reservas en proclamar como absolutamente buenas o malas las políticas que defienden o combaten.

Para entender completamente el pensamiento de mi estimado amigo sobre estos dos temas fundamentales, la invitación a formar parte en este simposio intelectual sugería la idea de descubrirlo mediante un estudio cuidadoso de su importante obra más reciente, La acción humana, publicada en inglés en 1949. Por tanto decidí dejar de lado otras obras disponibles hasta obtener todo el beneficio de la intimidad espiritual y mental con él que suponía la lectura cuidadosa de principio a fin de esta gran exposición de su filosofía social de madurez.

La experiencia valió la pena. Aparte del beneficio y placer derivado de las muchas semanas dedicadas a esta muy estimulante tarea, aparecía insistentemente una pregunta en mi mente: ¿cuántos, antes que yo, habrían encontrado tentador emprender y posible realizar el largo viaje intelectual de las alrededor de 880 páginas del que acabo de regresar?

Nadie habría estado en disposición de responder a esta pregunta. El número de ejemplares del libro absorbidos por el mercado no ofrecen una pista adecuada. Todo periódico que se precie ha revisado sin duda el libro y ninguna librería que se precie ha dejado de comprarlo. Pero leer un libro es una cosa muy diferente de comprarlo o incluso de revisarlo.

No pretendo seguir con esta cuestión incidental. Pero se refiere a lo que para mí es uno de los problemas fundamentales de nuestra civilización contemporánea. Un tratado erudito no es un diccionario que uno mantenga a efectos de referencia en sus estanterías. Incluso cuando está admirablemente escrito y tiene un índice adecuado, como en el caso presente, no puede ser juzgado real y justamente por quien se contente con picar en sus capítulos aquí y allí. El autor tiene derecho a esperar y tratamiento menos somero por parte del lector.

¿Pero cómo puede esperar recibirlo en el momento actual cuando se publican al menos mil libros por cada uno que aparecía en el época de Adam Smith? Es verdad que entre esta producción torrencial no es probable que uno encuentre una Riqueza de las naciones. Si los economistas contemporáneos encuentran posible leer cuidadosamente un libro extenso al año, no sería mal consejo que seleccionaran, si no lo han hecho aún, La acción humana, de Ludwig von Mises.

En su última gran obra, nuestro autor me confirma muy claramente lo que pensaba que sabía de sus posturas intelectuales sobre los dos puntos mencionados antes. Deja abundantemente claro que la ni economía, ni ninguna otra ciencia puede establecer la validez absoluta de ningún objetivo definitivo de la conducta humana. Además, nunca, en todo lo que recuerdo de él, le he encontrado más apasionadamente partidario de la defensa de la economía de libre mercado ni más intolerante con todas las formas de lo que a él le gusta llamar “estadolatría”.

 

 

William Emmanuel Rappard fue in influyente académico y diplomático liberal. Fue cofundador del Instituto Universitario de Altos Estudios Internacionales, donde enseñó Mises en la década de 1930.

Published Tue, Oct 4 2011 6:51 PM by euribe