Por Llewellyn H. Rockwell Jr. (Publicado el 17 de octubre de
2011)
Traducido
del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5767.
La
degradación de la deuda de EEUU este verano no tuvo consecuencias económicas
enormes, pero las psicológicas fueron verdaderamente devastadoras para las
élites nacionales que han dirigido esta país durante casi un siglo. Para un
estado que se considera como infalible, fue un duro golpe que las fuerzas del
mercado asestaron contra el gobierno y es solo uno de los miles que han lanzado
contra la élite en el poder en años recientes.
Otro
ejemplo reciente fue el desvanecimiento de la muy pregonada ley de empleo de
Obama. Impulsó duramente este proyecto durante un mes. Hizo un discurso
nacional al estilo de FDR que intentaba generar expectación pública. Prometió
que si el legislativo aprobaba su ley, la oferta y la demanda de trabajadores
se aunarían mágicamente. ¡Solo necesitamos estar de acuerdo en gastar unos
pocos miles de millones más!
Bueno, el
púlpito bravucón se ha convertido en púlpito bravutonto. Parece que casi nadie
llegó siquiera a tomarse en serio el discurso como asunto político. Se criticó
y trató como el teatro que era, pero la reacción universal lo concreto fue de
bajar los pulgares, incluso en su propio partido.
No, Obama
no es FDR. Esto no es el New Deal. A la gente no se le intimidará como antes.
Las encuestas muestran una enorme falta de un mínimo de confianza en el
liderazgo político, cuyos fracasos nos rodean.
Cuanto
más dure la depresión, más crecerá el espíritu rebelde y éste no se limita a
las manifestaciones en Wall Street. La pobreza está creciendo, las rentas
cayendo, los negocios se ven exprimidos a cada momento y el desempleo está
atascado a niveles intolerablemente altos. La gente esta enfadada como nunca
antes y ningún partido político se acerca a ofrecer respuestas.
El estado
como lo hemos conocido (y eso incluye sus partidos políticos y sus burocracias
redistributivas, militares, regulatorias y creadoras de dinero) sencillamente
no puede poner las cosas en orden. Es tan verdad hoy como lo ha sido durante
unos 20 años: el estado nación está en un declive precipitado. En un tiempo
imbuido de grandeza y majestad, personificado por sus poderes de superhombre
para alcanzar proezas globales, ahora está roto y sin ideas.
No lo
parece porque el estado está más provocador que nunca en la historia
estadounidense. Vemos al estado en el aeropuerto con las incompetentes formas
de acoso de la TSA. Lo vemos en el ridículo dinosaurio que es correos, pidiendo
siempre más dinero para continuar haciendo las cosas como las hacía en 1950. Lo
vemos en los policías federalizados en nuestros pueblos, en un tiempo vistos como
servidores públicos para ahora revelados como lo que siempre han sido:
recaudadores de impuestos armados, censores, espías, matones.
Son
señales de decadencia. Ha caído la máscara del estado. Y ha caído durante tanto
tiempo que apenas podemos recordar cómo era cuando estaba puesta.
Así que
debemos un rápido paseo. Si vivimos en una gran ciudad metropolitana,
conduzcamos hasta la oficina de correos del centro, si sigue en pie. Allí
encontraremos una notable obra arquitectónica, alta y majestuosa y llena de
grandeza. Hay un empleo generoso de columnas de estilo romano. Los techos del
interior son extremadamente altos y bellos. Podría ser el edificio más grande e
impresionante de los alrededores.
Es un
edificio de una institución que creía en sí misma. Después de todo, ésta era la
institución que llevaba el correo, que era la única forma que tenía la gente
para comunicarse entre sí cuando la mayoría de estos lugares se erigieron por
primera vez. El estado estaba muy orgulloso de ofrecer este servicio, que se
sostenía que era mejor que cualquier cosa que pudiera ofrecer el mercado (a
pesar de que provisiones del mercado como el Pony Express tuvieron que
prohibirse). Los carteros eran legendarios (o eso se nos dice) por su voluntad
de desafiar a los elementos para traernos lo esencial que necesitábamos en la
vida, aparte de comida, ropa y alojamiento.
¿Y hoy? Veamos
lo que llamamos la oficina de correos. Es un completo desastre, una broma
nacional, un parásito de un día que se fue hace tiempo. Llevan correo basura
físico a nuestros buzones y una pocas cosas valiosas de vez en cuando, pero la
única vez que aparecen en las noticias es cuando oímos otro reportaje sobre su
bancarrota y la necesidad de un rescate.
Pasa lo
mismo con todos los grandes monumentos del estatismo pasado. Pensemos en la
Presa Hoover, el Monte Rushmore, los inacabables proyectos del New Deal, el
sistema de autopistas interestatales de Eisenhower, el viaje a la luna, los extensos
monumentos a sí mismo que el estado se ha erigido de costa a costa. Como he
explicado en otro
lugar, todos se produjeron en una era en la que la única alternativa real
al socialismo se consideraba que era el fascismo. Fue una era en la que la
libertad (en el sentido antiguo) sencillamente no se tenía en cuenta.
El estado
en todo tiempo y lugar opera por la fuerza y solo por la fuerza. Pero cambia el
estilo de gobierno. El estilo fascista destacaba la inspiración, la
magnificencia, el progreso industrial, la grandeza, todo encabezado por un
líder valiente que toma sabias decisiones respecto de todo. Este estilo de
gobierno estadounidense duró desde el New Deal hasta el final de la Guerra Fría.
Pero todo
este sistema de inspiración está casi muerto. En la tradición comunista de nombrar
las etapas de la historia, podemos llamar a esto el fascismo tardío. El sistema
fascista al final no puede funcionar porque, a pesar de lo que diga, el estado
no tiene medios para alcanzar lo que promete. No posee la capacidad de superar
a los mercados privados en tecnología, de servir a la población de la forma en
que pueden hacerlo los mercados, de hacer las cosas más abundantes o baratas o
incluso de proveer servicios básicos de una forma quesea eficiente económicamente.
El
fascismo, como el socialismo, no puede alcanzar sus fines. La grandeza pasa y
todo lo que queda es una pistola apuntando a nuestras cabezas. El sistema se
creó para ser grande pero se reduce en nuestro tiempo a ser burdo. El valor es
ahora violencia. La majestad es ahora malicia.
Consideremos
si hay ahora mismo en el poder algún líder político nacional cuya muerte
convoque al algún lugar el mismo nivel de duelo que la de Steve Jobs. La gente
sabe de corazón quién le sirve y no es el tipo con botas militares, un arma en
su cinturón y una insignia federal. El tiempo en que veíamos a este hombre como
un servidor público hace tiempo que pasó. Y esta realidad solo acelera la
inevitable muerte del estado tal y como lo reinventó el siglo XX.
Llewellyn H. Rockwell, Jr es
Presidente del Instituto Ludwig von Mises en Auburn, Alabama, editor de LewRockwell.com, y autor de The
Left, the Right, and the State