La maquinaria de la justicia

 

Por Clarence Darrow. (Publicado el 19 de octubre de 2011)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5522.

[Resist Not Evil (1903)]

 

El estado no proporciona ninguna maquinaria para llegar a la justicia. Incluso si fuera posible juzgar bajo alguna circunstancia e incluso aunque los hombres fueran realmente criminales, el estado no tiene forma de llegar a los hechos. Si el estado pretende administrar justicia, ésta debería ser su principal preocupación. No debería interesarle condenar a hombres o sancionar el delito, sino administrar justicia entre los hombres.

Es evidente para el observador más casual que el estado no proporciona ninguna maquinaria para alcanzar este resultado. La ley penal sencillamente lleva a un hombre a su tolva y acaba fabricando un criminal. Una fuerza de hombres fornidos, bien alimentados, bien pagados se ocupa de investigar los delitos. Encuentran recompensa pecuniaria en el delito de sus conciudadanos. Una acusación se vuelve fácilmente contra un hombre sin amigos, una sospecha es suficiente en todo caso cuando la victima no tiene amigos. Si es pobre, se le envía inmediatamente a la cárcel. Luego es enjuiciado en los tribunales. Cuando se sitúa en el estrado, tanto el juez como los jurados le miran como un hombre culpable, creen que ha cometido un delito. Es custodiado cuidadosamente por guardias, como una cosa culpable y perseguida. Contra el se lanza un fiscal preparado, bien pagado y con ambiciones políticas personales que dependen del número de hombres que convierta en criminales. El fiscal tiene amplios medios para llevar el caso.

El prisionero, bastante indefenso en el mejor de los casos queda absolutamente inerme para preparar su defensa al ser encarcelado. Sin dinero, no tiene un abogado con el conocimiento, influencia o capacidad para ayudarle. Si permanece en silencio es condenado. Si habla, nadie cree sus palabras. Inocente o culpable, es un milagro si escapa y en este milagro, el hecho de su inocencia o culpabilidad desempeña el papel más pequeño. A partir de unas pocas circunstancias sospechosas, un prisionero indefenso, una acusación y otra víctima es el resultado seguro. Y en manos de un jurista hábil o bajo la creencia en la culpabilidad, cualquier circunstancia es una circunstancia sospechosa. Casi todos los actos están sujetos a diversas interpretaciones y la culpabilidad o inocencia de una circunstancia no depende del acto, sino de la mente que juzga el acto.

Miramos atrás con horror los tribunales penales de Inglaterra, de España, de Italia, incluso a nuestros propios jueces puritanos que condenaban a muerte a las brujas. Estos jueces eran sin duda tan inteligentes como los nuestros. Sus juicios brutales y crueles no derivaban de un corazón pervertido y malvado, sino del hecho de que estaban juzgando a sus conciudadanos. Estos juicios injustos eran el fruto del cruel sistema de fuerza y barbarie con visten a un hombre con la autoridad y el poder de condenar a su igual. Todas las acusaciones son maliciosas y todos los juicios se administran con enfado y odio.

Nuestros propios jueces están demostrando esto constantemente. En casi cualquier caso, condenan a un prisionero a un plazo de trabajos forzados y cuando la pasión ha desaparecido y los sensatos y benditos sentimientos de piedad, de caridad, de humanidad han recuperado su lugar, reclaman el poder de perdonar para rescindir sus crueles actos. En todos estos casos de reflexión de perdón los jueces ven que la castigo impuesto fue al menos demasiado severo. La diferencia está en el estado mental del juez cuando se dedica a administrar justicia y cuando está dispuesto a escuchar esos sentimientos de caridad humana que son la parte más divina del hombre.

El castigo, si ha de justificarse, debería disminuir la miseria humana total, el resultado de la amargura y el odio de los hombres. Pero aquí, como en cualquier parte, el castigo se queda corto. Allí donde entra el juicio de los tribunales, lo hace para corromper y destruir. Nunca se ha empezado a contar la miseria y el sufrimiento que suponen para el hombre los patíbulos, potros, tajos, mazmorras y cárceles. Sangre y miseria y degradación han marcado la administración del castigo.

Desde que el hombre encerró por primera vez a sus iguales,

Como bestias, en una celda de hierro.

Dejemos que cualquier ser con uso de razón considere las decenas de miles que han sido quemados y ahorcados y hervidos y muertos de otras formas por brujería; los millones, por herejía; los miles de nobles víctimas que han sufrido por traición; las víctimas del fuego, de la tortura, del patíbulo, del tajo y de la mazmorra, por todos los delitos concebibles desde el principio de los tiempos. Dejemos que considere los océanos de sangre y los ríos de lágrimas alimentados por la fuerza y la brutalidad de los gobernantes del mundo; la crueldad, tortura y sufrimiento impuesta a los desamparados, los débiles, los desafortunados y luego que se pregunte si cree que el castigo es bueno.

Aunque la violencia hubiese podido alguna vez impedir el delito, la brutalidad, sufrimiento, sangre y delito de los gobernantes creció hasta ser mayor que una montaña por encima de las débiles y oscuras víctimas cuyos errores habían pretendido vengar. Y esta crueldad no disminuye. Es una simple locura que duda de la justicia de las condenas pasadas y cree en los juicios justos de hoy. Ninguna condena es justa y ningún juicio es justo. Toda violencia y fuerza son crueles, injustas y bárbaras y no pueden sostener por el juicio de los hombres.

Pero el mal del juicio y el castigo no acaba con la desafortunada víctima. Brutaliza y hace inhumanos a todos los tocados por su poder. Bajo la influencia de las sanciones, carceleros, policías, sheriffs, detectives y todos los que se ocupan de las prisiones se brutalizan y endurecen. Las iniquidades producidas a los desamparados prisioneros dejan sus efectos en los captores igual que en los cautivos. Atestiguar el constante sufrimiento e indignidades de la vida en prisión es destruir las más finas sensibilidades del alma. Hombres que de otra forma serían amables en las distintas relaciones de la vida no evitan la crueldad con estos prisioneros despreciados a los que la ley ha puesto fuera de su prohibición.

Alimentar poco y trabajar mucho, insultar, degradar y golpear son incidentes comunes de la vida en prisión y esto tampoco es porque los carceleros sean naturalmente crueles o malvados, sino porque las prisiones son prisiones y los convictos marginados. En lugar de aproximarnos a estos desafortunados como hermanos en camaradería y amor, su única preocupación es hacerles sentir que la dura mano del estado ha caído sobre ellos con malicia y violencia.

 

 

Clarence Darrow (1857-1938) fue un abogado que aprendió por experiencia que todo el aparato del estado de tribunales, juicios y prisiones era la peor característica de dicho estado. Por esta razón, se volvió un radical y escribió Resist Not Evil como su manifiesto.

 

Published Thu, Oct 20 2011 6:38 PM by euribe