¿Qué es el fascismo?

Por John T. Flynn. (Publicado el 26 de abril de 2008)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/2903.

[Extraído de As We Go Marching (1944)]

 

Mussolini se convirtió en primer ministro en octubre de 1922. No nos importan ahora los innumerables argumentos acerca de marcha sobre Roma o el historial de tácticas violentas, ilegales y estrafalarias que usó para llegar al poder. Esa historia se ha contado muchas veces. Lo que queremos es ver el uso que hizo de su poder para diseñar una nueva forma de sociedad.

No tenía una mayoría en el parlamento. Tuvo que formar un gobierno de coalición que incluía a un socialista moderado y un miembro de los Popolari. Algunos políticos liberales mostraron esperanzas de que un gobierno estable y la Confederación General de Trabajadores (socialista) acordaran colaborar. Mussolini, por supuesto, empezó a buscar una dictadura. Pero la dictadura completa no llegó hasta 1925, después del asesinato de Matteoti,

Veremos ahora punto por punto los elementos de la emergencia de la sociedad fascista. Primero debemos apuntar una importante diferencia entre comunismo y fascismo que queda aquí clara. El socialismo tiene una filosofía definida, basada en principios claramente enunciados que han sido largamente debatidos y se entienden ampliamente. Los socialistas discrepaban entre sí en ciertos puntos y sobre programas de acción. Pero se conocía bien el socialismo como sistema de estructura social con un cuerpo doctrinal organizado. Esto no pasaba con el fascismo. Nadie podía decir si era capitalista o anticapitalista, a favor del trabajador o en contra, hasta que los líderes decidieran cómo actuar. Se improvisaba a medida que avanzaba el movimiento. Por tanto no podemos definir el fascismo como un movimiento comprometido con la serie de principios enunciados en su declaración formal de principios y objetivos: los Once Puntos de San Sepolcro. Mussolini, al asaltar el poder, hizo de ese objetivo el molde bajo el que formular sus políticas. Veamos ahora la erección del gran edificio fascista.

1.  Había sido un sindicalista y por tanto un anticapitalista. El programa original incluía una reclamación de la confiscación de los beneficios de la guerra, la confiscación de bienes eclesiásticos, altos impuestos a la herencia y la renta, la nacionalización de fábricas de armas y munición y el control de  fábricas, ferrocarriles y servicios públicos por los consejos de trabajadores. A esto, decía Mussolini, “lo hemos puesto a la cabeza de nuestro programa”. Pero en el poder no hizo ninguna de estas cosas. La Signora Sarfatti le cita diciendo:

No pretendo defender al capitalismo o a los capitalistas. Como todo lo humano, tienen sus defectos. Solo digo que sus posibilidades de ser útiles no han terminado. El capitalismo ha soportado la monstruosa carga de la guerra y hoy aún tiene fuerza como para sostener las cargas de la paz (…) No es lisa y llanamente una acumulación de riqueza, es una elaboración, una selección, una coordinación de valores que son la obra de siglos (…) Muchos piensan, y yo soy uno de ellos, que el capitalismo esta apenas al principio de su historia.[1]

En otra ocasión dijo: “¡Propiedad pública! Lleva solo a conclusiones absurdas y monstruosas: la propiedad pública significa monopolio estatal, concentrado en manos de un partido y sus seguidores y ese estado solo produce ruina y quiebras para todos”. De hecho, esto estaba más en conformidad con su fe sindicalista, pero negaba completamente el programa fascista original. Por tanto, el primer punto que tendremos que establecer es que el fascismo es una defensa de la teoría capitalista, un intento de hacerla funcionar. Esta opinión, que Mussolini no contemplaba cuando empezó, la aceptó al ver que Italia, a pesar de todo el desorden, no tenía en mente establecer un estado socialista. Además, él mismo se asoció a los poderosos industriales y financieros de Milán y Roma, junto con muchos de los nobles, dos de las minorías poderosas esenciales para sus objetivos generales. Así que moldeó al fascismo como un arma poderosa para derrotar a la amenaza roja. Pero fue Italia la que le amoldó a esta filosofía, nueva para él, el hombre que, cuando se ocupaban las fábricas, había aplaudido las acciones de los trabajadores.

2.  Después Mussolini había denunciado las “demagógicas finanzas” y prometido equilibrar el presupuesto. Sin embargo, no tardó en recurrir a algo que encanta siempre a los ministros: el presupuesto desequilibrado. Aún en 1926 escribió en su autobiografía: “El presupuesto de la nación [cuando llegó al poder] tenía un déficit de seis mil quinientos millones. Era una cifra aterradora, imposible de soportar por la estructura económica (…) Hoy tenemos un presupuesto equilibrado”. Los hechos superficiales apoyaban esa afirmación. El primer presupuesto mostraba un déficit de 4.914.000.000 de liras; su segundo, un déficit de solo 623.000.000 y su tercero (1924-25), un superávit de 417.000.000 de liras. Es muy probable que Mussolini creyera que un presupuesto equilibrado era bueno y coherente con sus demás promesas. Pero las políticas de Mussolini se hacían para sus necesidades de poder, no por las leyes de la economía. En el mismo momento en que se jactaba de un presupuesto equilibrado, estaba en vísperas de un enorme déficit de nueve mil millones, en 1926-27. El año posterior a éste equilibró de nuevo el presupuesto según su contabilidad y fue la última vez que lo hizo. A partir de entonces, Italia iba a nadar en un mar de déficits, gasto y deuda nacional siempre creciente.

Pero en realidad, Mussolini nunca equilibró el déficit. Inmediatamente después de tomar posesión, procedió a gastar más en obras públicas que sus predecesores. El Dr. Villari, apologista del fascismo, dice que entre 1922 y 1925, a pesar de economizaciones drásticas, Mussolini gastó 3.500.000.000 de liras en obras públicas, en comparación con solo 2.800.000.000 de liras en los tres años anteriores. También gastó más en el ejército y la armada y continuó aumentando estos gastos. El cómo Mussolini pudo gastar más que sus predecesores en armas y obras públicas y aún así equilibrar el presupuesto, picó la curiosidad del Dr. Gaetano Salvemini, que investigó el asunto con resultados sorprendentes.

El Dr. Salvemini descubrió que Mussolini recurrió a un subterfugio para pagar a los contratistas sin aumentar su presupuesto. Realizaría una contrato con una empresa privada para construir ciertas carreteras o construcciones. No pagaría ningún dinero, sino que firmaría un acuerdo siguiendo un plan de cuotas anuales. El gobierno no pagaba dinero. Y por tanto no aparecía nada en el presupuesto. En realidad el gobierno había contraído una deuda como si hubiese emitido un bono. Pero como se usaba dinero, toda la transacción desaparecía de la contabilidad del tesoro. Sin embargo, después de hacer ese contrato, cada año el gobierno tenía que encontrar el dinero para pagar las cuotas anuales que iban de diez a cincuenta años. Con el tiempo, al aumentar el número de dichos contratos, crecía el número y cantidad de pagos anuales. En 1932 había comprometido al estado en 75.000 millones de liras de estos contratos. Los pagos anuales eran de miles de millones. Lo que hizo por este medio fue esconder a la gente el hecho de que estaba llevando a la nación a una deuda cada vez mayor. Si estas sumas se añadieran a la deuda nacional reconocida por el tesoro, la deuda real sería abrumadora diez años después del ascenso al poder de Mussolini bajo la promesa de equilibrar el presupuesto. Según los cálculos del Dr. Salvemini, la deuda de 93.000 millones de liras cuando Mussolini ocupó el cargo, había crecido a 148.646.000.000 en 1934. Nadie sabe hasta qué asombrosa cifra habrá crecido ahora.[2] Pero una noticia de Associated Press publicada en el New York Times (8 de agosto de 1943) anunciaba que la deuda italiana era entonces de 405.823.000.000 de liras y el déficit anual era de 86.314.000.000 de liras.

Mussolini no hizo ningún secreto del hecho de que estaba gastando. Lo que ocultaba era que estaba cargando de dudas al estado. Lo esencial de todo esto es que el arquitecto fascista descubrió que, con todas sus promesas, no tenía ninguna fórmula para crear el empleo y el ahorro de los buenos tiempos al gastar fondos públicos y obtener dichos fondos pidiendo prestado de una manera u otra, haciendo, en resumen, precisamente lo que habían venido haciendo Depretis y Crispi y Giolitti, siguiendo una práctica de hacía largo tiempo en los gobiernos italianos. Así que el gasto se convirtió en una parte asentada de la política del fascismo para crear renta nacional, salvo que el estado fascista gastaba a una escala inimaginables para los viejos premieres, salvo en la guerra. Pero con el tiempo los fascistas empezaron a inventar una defensa filosófica de su política. Lo que los antiguos ministros antes de la guerra habían hecho apologéticamente, lo hacían ahora los fascistas con una pretensión de justificación económica. “Somos capaces de dar un nuevo giro a la política financiera”, decía un panfleto italiano, “que se dirija a mejorar los servicios públicos y al mismo tiempo garantice una acción más eficaz por parte del estado en promover y facilitar el progreso nacional”.[3] Era el mismo dispositivo antiguo más un toque de pretenciosas tonterías económicas para mejorar su olor. Así que podemos ahora decir que el fascismo es un sistema de organización social que reconoce y propone proteger el sistema capitalista y utiliza el dispositivo del gasto y la deuda pública como medio de crear renta nacional para aumentar el empleo.

3.  El tercer punto a tener en cuenta se refiere a la industria. Durante décadas, como hemos apuntado, hombres de todo tipo creyeron que el sistema económico tendría que ser controlado. Mussolini aceptó completamente el principio de que el sistema económico capitalista tendría que estar gestionado (planificado y dirigido) bajo la supervisión del estado. Con esto no quería decir el tipo de interferencia estatal que utilizamos en Estados Unidos antes de 1933, es decir, comisiones regulatorias para impedir que las empresas hagan ciertas cosas ilícitas como ponerse de acuerdo para restringir el comercio. Lo que tenía en mente era lo que muchos tenían en mente en Italia, que debería ejercerse alguna fuerza para dirigir y gestionar el movimiento y operación de las leyes económicas: controlar energías glandulares tan grandes como la producción, distribución, mano de obra, crédito, etc.

Al hacer esto, Mussolini cumplía de nuevo con un deseo general aunque vago de la gente. Y al hacerlo tenía en mente dos objetivos favorecidos generalizadamente. Primero, había un creciente hastió de la eterna lucha entre empresarios y empleados. Segundo, la gente que de una forma general que las funciones de producción y distribución se gestionaran en busca de tiempos mejores.

Nada de lo que hizo Mussolini encajaba tanto con sus propias ideas como esto. Era un sindicalista. Y, como he apuntado, eran los principios centrales del sindicalismo los que se abrían paso inadvertidamente en el pensamiento de todo tipo de personas. El sindicalista creía que la industria tenía que ser controlada. Lo mismo creía Mussolini y la mayoría del resto de la gente. El sindicalista creía que este control debía tener lugar fuera del estado. Lo mismo creía Mussolini y casi todos los demás. El sindicalista creía que la sociedad debería organizarse para este control en gremios. Lo mismo creían los trabajadores, industriales, el pueblo. Y lo mismo creía Mussolini. El sindicalista creía que la industria no debería estar dominada por los consumidores o ciudadanos como tales, sino por los productores. Lo mismo que la mayoría de los demás y el Duce. Solo había un punto en el que discrepaban. Era el significado de la palabra “productores”. Los empresarios se consideraban a sí mismos lo productores. Los sindicalistas creían que los trabajadores eran los productores. Una forma de resolver la cuestión era llamar a ambos productores. Después de todo, fuera de los doctrinarios de distintos grupos, las masas tenían en mente entre ellas fines muy prácticos. Los jefes querían acabar con la competencia, protegerse lo que llamaban la “sobreproducción” y de lo que ellos también llamaban las agresiones irracionales de la mano de obra. Los líderes y doctrinarios entre los grupos laborales tenían teorías sobre consejos de trabajadores, etc. Pero lo que querían sus miembros eran salarios más altos, mejores horarios, seguridad en el empleo, etc. La aparentemente enorme distancia entre la definición de empresario y trabajadores de la palabra “productores” no era tan grande. Una organización que agruparía a todos los trabajadores (empresarios y empleados) en grupos negociadores bajo la autoridad del estado en grupos separador pero aunados en algún tipo de agencia o comisión de enlace centralizado, en la que se preservaran los derechos de los trabajadores a negociar con sus empresarios, mientras que los empresarios tendrían la oportunidad de poner en práctica, con el respaldo de la ley y a una escala omnicomprensiva, regulaciones para la planificación y control de la producción y distribución, se acercaba a la satisfacción de los deseos de muchos hombres en todas las partes implicadas.

Todo esto no se correspondía totalmente con el programa sindicalista de Sorel, pero tomaba la mayoría de su inspiración de esa idea. Es tan cierto que el sistema iba a ser calificado abiertamente como sindicalismo italiano y los historiadores y apologista fascistas como Villari se refieren ahora a Italia abiertamente como el estado sindicalista.

No sería verdad decir que es esto precisamente lo que querían los que los empresarios y líderes y miembros sindicales. Lo que digo es que en el fondo de esto estaba que la idea central que estos grupos sostenían en mayor o menor grado y que aunque ciertamente generó la oposición de muchos, se correspondía lo suficiente con una tendencia general de la opinión como para paralizar cualquier oposición efectiva. Se movía en la dirección de una corriente de opinión (de varias, en realidad) y no completamente en contra de dicha corriente.

Se todo esto provino el Sistema Corporativista Fascista y luego el Estado Corporativista. En pocas palabras, se construye sobre el viejo principio sindicalista de que hay una diferencia entre el estado político y económico. El estado político se organiza en divisiones geográficas y tiene como funciones el mantenimiento del orden y la dirección de la defensa y el progreso de la nación. El estado económico se organiza en divisiones económicas, es decir, según grupos artesanos o industriales y tiene como función la planificación y dirección de la sociedad económica.

Los empresario se organizan en asociaciones comerciales locales llamadas sindicatos. Los sindicatos locales se agrupan en federaciones regionales y estas federaciones regionales en una Confederación Nacional. Lo mismo pasa con los trabajadores. En cada localidad, el sindicato laboral local y el sindicato empresarial local se juntan en una corporación. Las federaciones regionales se agrupan en una corporación regional. Y las confederaciones nacionales de empresarios y trabajadores se unen en una gran Corporación Nacional. Me abstengo de entrar en detalles acerca de las funciones y técnicas de estos entes. Es concebible que en distintos países podrían diferir mucho, como así pasa en realidad. Pero el principio central sería el mismo: que a través de estas federaciones y corporaciones empresarios y trabajadores planificarían y controlarían el sistema económico bajo la supervisión del estado. El propio Mussolini llamaba a esto “la autorregulación de la producción bajo los auspicios de los productores”.

Con el tiempo, Mussolini fue más allá he hizo de esto la base de la reorganización del estado. En lugar de abolir el Senado, como prometía en su programa original, abolió la Cámara de Diputados y la sustituyó por la Cámara de Fascios y Corporaciones,cuyos miembros se suponía que representaban a las grandes fortunas comerciales y profesionales junto con los representantes del estado fascista. A esto lo ha llamado Mussolini el Estados Corporativista. Lo considera como su máxima contribución a la ciencia del gobierno.

En este punto, podemos decir que el fascismo es (1) un tipo capitalista de organización económica, (2) en el que el gobierno acepta la responsabilidad de hacer que el sistema económico funcione a plena potencia, (3) utilizando el instrumento de un poder adquisitivo creado por el estado efectuado por medio de gasto y préstamos solicitados por el gobierno y (4) que organiza la vida económica del pueblo en grupos industriales y profesionales para someter el sistema a control bajo la supervisión del estado.

4.  Mussolini, habiendo incorporado en su sistema el principio del poder adquisitivo creado por el estado, recurrió naturalmente al viejo proyecto fiable del militarismo como el medio más sencillo de gastar dinero. Apenas tenemos que ocuparnos de esto, ya que los archivos de nuestros periódicos están llenos de declaraciones de viajeros estadounidenses desde 1935 diciendo, con cierto grado de aprobación, cómo Mussolini ha resuelto en problema del desempleo en Italia por medio del gasto en defensa nacional. Algunos de nuestros principales funcionarios han encontrado la ocasión de comentar este hecho, contrastando sus logros con nuestro propio fracaso en poner a trabajar a nuestro pueblo.

Se gastó dinero en carreteras, escuelas, proyectos públicos de todo tipo y en la desecación de las Lagunas Pontinas, que se convirtieron en Italia en el gran proyecto estrella no muy distinto de la TVA en Estados Unidos. Pero no bastaba y así se dedicó cada vez más a los gastos militares. También hay que decir que esto coincidía con sus propios gustos y temperamento y con ciertos otros objetivos que tenía en mente, como la elevación del espíritu italiano mediante esta muestra de poderío bélico.

William Ebenstein da las siguientes cifras de desembolsos fascistas en el ejército y la armada:[4]

1924-25

3.240.000.000 liras

1934-35

4.330.000.000 liras

1935-36

10.304.000.000 liras

1936-37

12.865.000.000 liras

Comparada con Gran Bretaña, que gastó el 20% de su presupuesto en defensa en 1936, y Francia, que gastó el 27,2%, Italia gastó el 31%. En 1939 gastó el 52%.

La militarización de Italia se convirtió en una característica importante del nuevo régimen. Y el valor económico de esta institución en aliviar el desempleo mientras al tiempo inducía a la población a someterse dócilmente al enorme coste se convirtió en algo de lo que alardeaban los comentaristas fascistas.

5.  No es necesario comentar el aspecto imperialista del fascismo. Lo que ya hemos observado en ese encabezado (la íntima conexión del militarismo y el imperialismo) se aplica aquí con toda su fuerza. Es impensable que Mussolini pudiera inducir al pueblo de Italia a que soportara con paciencia la carga de déficits y deudas e impuestos a las que obligaba esta política sin ofrecerle una razón adecuada. Por supuesto, las razones eran las de siempre: la necesidad de defensa frente a enemigos y los peligros exteriores diariamente magnificados por la propaganda., la necesidad económica de colonias y la apelación al espíritu de batalla en la población, los amantes de la acción y el peligro y la gloria. El grado en que trabajó Mussolini estos instrumentos es demasiado bien conocido y reciente como para requerir mayor comentario. La misma naturaleza de su régimen reclamaba acción, acción incesante, como un hombre en una bicicleta que, si se para, se cae. Las ambiciones imperialistas, la recreación de un nuevo Imperio Romano se convirtió en parte esencial de todo el esquema de cosas, ligado íntimamente con la política de gastos y con la propaganda del egoísmo y la gloria dirigida contra la imaginación del pueblo.

En 1929, la Depresión, que golpeó a todas las naciones capitalistas, llegó a la Italia fascista. El comercio internacional e interno se recortó a la mitad. El desempleo aumentó un 250%. El problema del mago fascista era invertir todo esto. Mussolini echo la culpa, no a los defectos de la doctrina fascista, sino al “espíritu burgués con su amor a la comodidad y la velocidad” que aún acechaba en Italia. ¿Cuál era el remedio? “El principio de la revolución permanente”, gritaba en un discurso el 19 de marzo de 1934. Repudiaba la doctrina de la paz. “Solo la guerra trae el máximo punto de tensión de toda la energía humana y pone el sello de nobleza en los pueblos que tienen el coraje de afrontarla”. A esto lo llamó el “dinamismo”. Lo que quería decir era que no tenía ningún arma contra la inevitable crisis económica, salvo la vieja: más y más gastos militares pagados con dinero tomado prestado y apoyados en el evangelio del heroísmo y la aventura que acababan en la guerra.

Resumiendo, podemos decir, por tanto, que el fascismo en Italia tenía y tiene una forma de sociedad organizada (1) capitalista en su carácter, (2) diseñada para hacer que el sistema capitalista funcione a su máxima capacidad, (3) utilizando el instrumento de un poder adquisitivo creado por el estado efectuado por medio de deuda pública, (4) y la planificación y control directo de la sociedad económica mediante el corporativismo, (5) con el militarismo y el imperialismo imbricados en el sistema con una herramienta inseparable para dar empleo a una gran masa de trabajadores.

Hay un ingrediente más. Pero antes de que lo veamos, déjenme apuntar que ninguna de estas actividades o políticas ya descritas implican un comportamiento inmoral de acuerdo con los códigos de las grandes naciones de Occidente. Es completamente posible para una persona normalmente decente aprobar tanto la deuda pública como el gasto, el sistema corporativista o gremial junto con el militarismo y el imperialismo. En mi opinión, tanto el militarismo como el imperialismo son malos, pero no en la opinión de la cultura occidental. No hay ninguna sublevación contra la cultura occidental en ninguna de estas cosas, pues todas ellas han estado presenten en ella durante siglos y Occidente está plagado del bronce y el mármol de las estatuas de héroes que se han asociado a su avance.[5]

Por esta razón resulta sencillo que ciudadanos ordinariamente buenos vean con indiferencia o tolerancia o incluso aprobación la unión de estas diversas fuerzas entre nosotros. Sin embargo, mi propia opinión es que ningún estado puede asumir operar estos distintos dispositivos juntos para salvar al sistema capitalista sin encontrase antes o después afrontando la necesidad de emplear la fuerza y la represión dentro de sus fronteras y sobre su propio pueblo.

Es un hecho, como hemos visto, que un ministro tras otro utilizaron las políticas a lo largo de muchos años (gastar y pedir prestado, militarismo e imperialismo y que se ha intentado el control de los negocios por organizaciones empresariales privadas), pero el uso de estas herramientas nunca tuvieron éxito, primero porque no se intentaron a una escala suficientemente grande y persistente y segundo porque dentro del marco del sistema representativo constitucional no era posible llevarlas a sus conclusiones completas y lógicas. La diferencia entre Mussolini y sus antiguos predecesores y precursores parlamentarios es que utilizó sus herramientas a la gran escala que era necesaria para darles una amplia prueba y organizó la fuerza interna en este mismo sentido. Y fue capaz de hacerlo a causa del extenso y desmoralizante desplome de todo el sistema que había venido degenerando lentamente durante varias décadas y cuya degeneración se había completado en el Primera Guerra Mundial. Podemos ahora examinar este sexto y último ingrediente.

En todo lo que hemos visto hasta ahora hay un patrón familiar del hombre dedicado al poder y en posesión de tal poder dudando acerca de los medios de afrontar los problemas de la sociedad que le presionan por todos lados. Hay una evidencia total de que Mussolini, cuando empezó su marcha hacia el poder no tenía programa. Tanto el profesor Volpe como el profesor Villari, apologistas del fascismo, admiten que el programa original era “confuso, mitad demagógico, mitad nacionalista, con una tendencia republicana”. Renunció uno tras otro a sus principios originales al encontrar conveniente hacer que sus políticas fueran conformes a las grandes corrientes de opinión y demanda públicas a medida que las reconocía. Cuando tomó el poder su programa había cambiado hasta el punto de que estaba comprometido con un intento de hacer que funcionara el sistema capitalista. El antimonárquico, se convirtió en el pilar de la Corona. El sindicalista se convirtió en el salvador del capitalismo. El anticlerical se convirtió en el aliado de la Iglesia. Pero el cómo haría que funcionara este sistema capitalista era algo que estaba lejos de quedar claro. Su postura era completamente diferente de la de Lenin o Stalin, que eliminaron un orden económico y político existente y afrontaron la tarea de establecer uno nuevo cuyos principios fundamentales y objetivos y técnicas supuestamente se conocían bien. Mussolini se comprometía a hacer que funcionara el sistema económico existente tras varias décadas en que se estaba precipitando hacia la ruina.

Indudablemente, Mussolini no era un dictador absoluto cuando asumió el cargo de primer ministro en 1922. Fue elevado al cargo de una manera constitucional, aunque había creado las condiciones que acabaron con esa elevación mediante medidas violentas que no podrían calificarse de civilizadas. No tenía la mayoría en la Cámara. Tenía que trabajar con un gobierno de coalición que incluía a un socialista y a un miembro de los popolari. Encabezaba en todos los sentidos un gobierno parlamentario. Pocos buscaban la dictadura absoluta que se produjo finalmente. Como es habitual, a los hombres les engañaban su propio optimismo inveterado y las palabras de los políticos. Una de las características más exasperantes de los movimientos políticos en los últimos veinte años ha sido el uso habitual de palabras sin sentido por parte de sus maquiavélicos líderes.

Siempre ha habido entre los políticos una tendencia a jugar con las palabras. Pero en los últimos doce años, cuando el arte de la propaganda se ha desarrollado hasta un alto grado se ha evaporado todo sentido de valor moral en las declaraciones y documentos públicos, los líderes de los países democráticos hacen declaraciones tan sorprendentemente contrarias a sus convicciones e intenciones que el oyente casual está casi completamente indefenso contra ellas. Es difícil creer ahora que Mussolini hablara alguna vez de democracia. Pero lo hizo. Solo dos años antes de tomar el poder alardeaba de que la Gran Guerra era una victoria para la democracia. Del fascismo dijo, cuando ocupó el cargo, “que había empezado un periodo de política de masas y de democracia sin igual”. Mussolini había sido un antimonárquico. Cuando se le nombró por primera vez para el parlamento, junto con algunos de sus colegas, permaneció fuera de la Cámara con ocasión del discurso del rey como gesto de desdén por la monarquía. El año antes de asumir el poder declaraba que el fascismo esta dispuesto para cooperar con los grupos liberal y socialista. Pedía libertad de expresión para los socialistas, quienes, declaraba, ya no eran peligrosos para el estado y a los que debería permitírseles realizar su propaganda. Ivanoe Bonomi, que le precedió como primer ministro, dice que trató de recordar a su partido su republicanismo original y que insistió en que debía abandonarse el uso de la fuerza contra la organización del proletariado. El partido de Mussolini mostró su disgusto por estas actitudes en el congreso del partido de noviembre de 1921. Pero fueron consideradas como indicadoras de la propia postura de Mussolini.

También es posible que el propio Mussolini, aunque estuviera hambriento de poder, no creyera que podía conseguir el poder absoluto. Parece probable que subestimara la fragilidad del sistema político al que atacaba. Y los gestos moderados hacia la democracia que hacía para consumo público eran sin duda una imagen ante una fuerza que creía más fuerte de lo que era. Pero la corrupción y el tráfico de malas políticas habían debilitado la estructura del viejo espíritu republicano. En el pasado les había sido posible a los ministros obtener un grado de poder que podría calificarse más o menos ajustadamente como dictatorial. Sabemos que el marco de los controle democráticos, puede amasarse un enorme poder. Los estadounidenses, que han visto trabajando a gente como Croker, Murphy, Quay y Penrose y, en un periodo posterior, a Huey Long y otros autócratas más, saben cómo es posible que mediante la manipulación de los patrocinadores, las asignaciones, los tribunales, la policía y la maquinaria electoral en manos de un hombre, éste alcance poderes solo inferiores en grado a los de un dictador. Esto había ocurrido en Italia. Así encontramos al periodista italiano Romondo, antes de la Gran Guerra, refiriéndose al régimen de Giolitti, escribiendo:

Bajo la sombra de una bandera democrática hemos arribado a un régimen dictatorial sin darnos cuenta (…) Giolitti han nombrado a casi todos los senadores, casi todos los consejeros de estado, todos los prefectos y todos los demás altos cargos que existen en la jeraraquía administrativa, judicial y militar del país (…) Con este formidable poder ha realizado una agrupación de partidos por medio de reformas y trabajado un acuerdo sobre las personas por medio de atenciones personales (…) Ahora que los partidos olvidan sus programas (…) cuando llegan al umbral de la cámara dejan en la puerta los restos de sus convicciones políticas (…) es necesario para la mayoría apoyarse por otros medios (…) ya que todos los poderes personales se apoyan con trampas y corrupción. (…) Así que en la práctica uno llega a la anulación de las instituciones parlamentarias y la aniquilación de los partidos políticos.

Cito la queja de Romondo porque la realizó alguien que percibía estos fenómenos en ese momento. Ya hemos visto en estas páginas cómo el poder había ido abandonado progresivamente todas las comunidades y parlamentos para pasar a manos del primer ministro. Se habían implantado prefectos en las provincias que habían reducido a la obediencia a los alcaldes y funcionarios locales. Así que las decisiones sobre asuntos locales se habían transferido a Roma. Negocios, empleo, granjas, bienes comunales (de toda clase y sección) llevaban sus problemas a Roma, que animaba la ilusión de que podía arreglarlos. El parlamento, abrumado por esta multitud de asuntos, buscaba una vía de escape creando comisiones para hacer normas y gestionarlas. Así que Roma tuvo en sus manos jurisdicción sobre todas las partes del sistema político y económico y asumió la dirección de ello a través de un estado burocrático dominado por un premier que tenía este poder a través del incomparable poder de un tesoro filantrópico que mantenía el flujo de fondos públicos por todas partes. Italia se convirtió en un estado burocrático filantrópico altamente centralizado en el que el parlamento se convirtió en un instrumento a manos del premier.

Italia se había acostumbrado a este tipo de cosas: un ministro que podía tener en sus manos todos los hilos del poder. Por supuesto no era en modo alguno una verdadera dictadura. Seguía habiendo un derecho a la oposición. Seguía habiendo un derecho a la crítica. La premier tenía que conseguir el apoyo de muchos partidos minoritarios en la Cámara y su insegura dictadura vivía al día a merced de los inestables y polémicos y negociantes grupos parlamentarios. Aún así, Giolitti conseguía un voto de confianza de 362 a 90. Podría llamársele una dictadura solo por analogía. Pero representaba una pérdida de poder por parte de los órganos republicanos del estado y esta pérdida constituía una seria erosión de los fundamentos republicanos. Y esta erosión era el prólogo para el creciente tema de la ley imperial de Mussolini. Italia bajo Mussolini no tuvo que dar un gran salto del gobierno representativo a la dictadura. El parlamento y el pueblo estaban en parte condicionados por el llamado principio dictatorial.

Mussolini tenía que tener más poder y lo buscó. Pocos hombres sensatos defendían las condiciones en las que habían aparecido tantos partidos que raras veces uno conseguía una clara mayoría en la Cámara. El primer ministro tenía que gobernar con el apoyo de muchos elementos hostiles aunados tras él por coaliciones de varios partidos minoritarios. La situación empeoró cuando se presentó la representación proporcional en el parlamento. El parlamento se convirtió sin remedio en una sociedad llena de disputas, con su poder de tomar decisiones casi destruido. La gente estaba exasperada con el parlamento. Incluso el sistema parlamentario fue desacreditado y culpado por todo. Había una incesante demanda de una reforma parlamentaria. Esa reforma siguió el curso de un menor poder para la Cámara y mayor para el ejecutivo. No se llamó “aerodinamismo en el gobierno” porque la palabra aún no se había inventado. Mussolini iba a gobernar con una Cámara dividida en muchas maneras y con sus enemigos en la mayoría. Decidió corregir esa situación de golpe. No acabaría con el proceso hasta que se convirtió en un tirano sin restricciones. He aquí lo que hizo:

Utilizó tres herramientas: (1) la ley electoral de 1923, (2) el uso del partido militar, (3) apoderarse de todas las agencias de propaganda moderna.

La ley electoral se calificó de reforma. Los miembros de la Cámara se elegían por representación proporcional bajo una reforma forzada por el premier Nitti. A los socialistas les había agradado esta reforma porque les permitía tener más votos en la Cámara. Pero ésta se convirtió en la base de la ley electoral de Mussolini y en su sistema electoral. Adoptó el sistema de representación proporcional con la provisión que permitiría a un partido que recibiera un cuarto de los votos tener dos tercios de los escaños en la Cámara. ¿Cómo consiguió hacer esto? Fue aprobado por la misma Cámara que había sido elegida bajo el patrocinio de Giolitti en 1919. Villari dice que fue aprobada en ambas cámaras con mayorías sustanciales. En esto basa su afirmación de que no puede hacerse ninguna objeción a su constitucionalidad. Una vez hecho esto, Mussolini tenía entonces dos tercios de los votos en la Cámara.

Sin embargo, muchos defendieron esta ley. La Cámara italiana estaba dividida en muchos partidos fraccionales. En esta situación, un gobierno estable era casi imposible y muchos pensaban que debería realizarse algún cambio mediante el que el partido con más votos, aunque fuera una minoría, fuera capaz de llevar a cabo la labor de gobierno. Así que Mussolini tuvo mucha ayuda respetable durante los primeros pasos hacia el gobierno absoluto. El equilibrio del apoyo se obtuvo mediante intimidación.

La otra arma de la dictadura era el partido. Las características de este partido eran que éste estaba (a) limitado en número y (b) sujeto a una disciplina casi militar. Esto no es nada nuevo. En este aspecto seguía el modelo socialista, que es un todos los países un partido que pide a sus miembros una rígida disciplina y los limita necesariamente por la misma naturaleza de la disciplina que aplica. El carácter militar del partido no tenía precedente en las formas políticas socialistas. Sin embargo, dicho carácter militar se encontraba en otros países y tomaba su forma de la intención de los organizadores de utilizar la fuerza como instrumento para alcanzar el poder. A este respecto, seguía la teoría sindicalista de la violencia. Así que la forma de organización política, como mucha de su doctrina económica, se tomaba de las estrategias de la izquierda. El carácter casi militar del partido, con sus uniformes de camisas negras, era sencillamente una forma de usar la violencia, un instrumento de coacción e intimidación y confusión que no es desconocido en la historia de los partidos políticos.

Pocos estadounidenses están familiarizados con un tipo de arte humano en el que los radicales europeos se han especializado durante muchos años: el arte de la revolución. La revolución a través de las barricadas o por un ataque proletario masivo contra un régimen ya no se considera un arte práctico. La revolución mediante procedimientos dentro del marco del sistema constitucional vigente ha sido durante muchos años al técnica aceptada. Hay una considerable literatura sobre este tema que han ignorado los estadounidenses, poco afectados por la revolución. Pero sabemos que las lecturas de Mussolini se han dedicado en buena parte a esta misma literatura. El objetivo central de este tipo de revolución es producir confusión. Grupos de todo tipo enemigos del régimen deben ser estimulados y activados, estén de acuerdo con los revolucionarios o no. Se añaden a las divisiones y a la sensación de falta de esperanza. La violencia en una segunda arma de acción. Intimida a los débiles y crea un desorden que hostiga a los ciudadanos indiferentes. Dentro de esta atmósfera de división, intimidación y desorden, es posible que una minoría audaz y enérgica y engreída se aúpe al poder por medios casi constitucionales después de lo cual pueda usar los instrumentos parlamentario y constitucionales que entonces controla para hacer su voluntad imponiéndose a toda la sociedad. El Partido Fascista llevó a cabo esta función.

Cuando Mussolini se convirtió en premier y obtuvo una mayoría por medio de la ley electoral, aún vacilaba en asumir el poder absoluto. Seguía habiendo en la Cámara un gran número de críticos (la oposición vocal). El más agresivo era Matteoti, el líder socialista. Los constantes ataques dentro de la Cámara hacia Mussolini llevaron a las camisas negras fascistas a más atentados contra sus enemigos, que culminaron en una serie de agresiones criminales. Matteoti fue asesinado por hombres con altos cargos en el Partido Fascista y se acusó a Mussolini de haber ordenado el crimen.[6]

El incidente supuso una crisis real para Mussolini. La afrontó con una extraordinaria exhibición de seguridad y audacia, asumió completa responsabilidad por el estado del país, al tiempo que negaba la complicidad en el asesinato y desafiaba a sus enemigos. Luego desató contra toda la oposición la misma persecución y eliminación implacable que había infligido a los socialistas. Los críticos más intrépidos que rechazaron someterse al nuevo orden fueron atacados, encarcelados o exiliados. Mussolini asumió el papel del déspota. Para completar esto, el Gran Consejo del Partido Fascista fue nombrado “el órgano supremo de coordinación de todas las actividades del régimen”. Todos sus miembros eran nombrados por Mussolini y solo él podía convocarlos. Posteriormente, la Cámara decretó su propia disolución y se estableció una nueva Cámara, de acuerdo con el principio del corporativismo. Sus miembros fueron elegidos como sigue: Las organizaciones sindicales fascistas elegían 800 candidatos y otros grupos fascistas elegían 200. De estos 1.000, el Gran Consejo Fascista nombró a 400 como candidatos del partido a la Cámara. Sus nombres se sometieron al electorado, que votó “sí” o “no”. Así se extinguió toda la oposición. Pero el régimen empezó cumpliendo con las formas parlamentarias y las usó para destruir la constitución.

Hay una tercera arma que utiliza la dictadura con un efecto mortal. Es el arma de la propaganda moderna, que es bastante diferente de la cosa suave y pasada de moda que en Estados Unidos se conocía como “publicidad”. El control completo de la prensa era por supuesto un elemento vital de esto, junto con la supresión de todos los elementos críticos. Pero esta propaganda moderna es algo más que la fuerza negativa propia de la eliminación. Es un verdadero ataque a la mente de la gente. He dicho que estas dictaduras modernas son populares y demagógicas. No quería decir que fueran populares en el sentido de buscar el amor del pueblo. Pero por razones asociadas con las estructura de las sociedades modernas, estas dictaduras deben tener raíces profundas en la población como fuente final de poder. Suben al poder siguiendo todas las corrientes de pensamiento en la población. Se comprometen más o menos a hacer cosas que quieren las minorías poderosas entre el pueblo. Pero cuando afrontan la necesidad de hacerlas, poderosas contracorrientes les presionan de inmediato. Así, gasto implica impuestos y pedir prestado, lo que a su vez implica más impuestos, lo que genera una poderosa resistencia desde todos los sectores.

El control corporativista significa la regimentación de los negocios que, cuando se intenta, implica severas medidas de cumplimiento que asimismo provocan la irritación y la enemistad de otro grupo poderoso. Al final, el dictador debe hacer cosas que no gustan a la población. De ahí que deba tener poder, poder para someter las críticas y la resistencia. Y esta necesidad de poder crece por lo que la alimenta hasta que llega al absolutismo. Y así la mente popular debe someterse a un condicionamiento intenso y esto reclama las formas reales y agresivas de propaganda con las que nos estamos familiarizando en este país. Los instrumentos principales de esto son la radio y el cine. En manos de un dictador o un movimiento dictatorial o un gobierno en busca de poder, los resultados que pueden alcanzarse son aterradores. Por supuesto, junto a esto va el ataque a las mentes juveniles. Se toman las mentes jóvenes y se modelan de las formas deseadas. Es en este momento cuando la dictadura desarrolla su actitud hacia las organizaciones religiosas, a las que no se les puede permitir continuar con su influencia en los jóvenes.

El elemento dictatorial del estado fascista se compone de dos tipos de hechos: (a) una serie de teoría en las que se fundamenta el organismo totalitario y (b) un serie de episodios que han derivado de ello.

Los organizadores fascistas han sentido la necesidad de crear una base filosófica para su sistema, lo que supone un reconocimiento del carácter populista del experimento. Por ejemplo, han invocado el principio de la élite. No es algo nuevo en Europa. Casi todos los gobiernos existentes en ese momento reconocieron el principio de la monarquía y el principio de la aristocracia, incluyendo el gobierno de Inglaterra que hoy en día dedica su cámara alta a la aristocracia o élite. Mucho antes de la última guerra el principio de la élite se discutía por extenso. Pareto fue uno de los que sometieron a esta institución a un análisis minucioso. Criticaba la élite estática o hereditaria que existía en la mayoría de los países. En Gran Bretaña y Alemania se intentaba mitigar esto ofreciendo infusiones frescas de nuevos miembros a la élite confiriendo de vez en cuando títulos de nobleza a candidatos a la distinción. Pero la antigua élite hereditaria permanecía y continuaba dominando su clase. Pareto jugaba con la idea de una élite fluida o circulante, como la llamaba. Y Mussolini, que había escuchado a Pareto en Lausana, aprobaba esto. Bastaría sencillamente con obtener apoyo a esta idea por parte de una gran cantidad de pensadores en todos los países europeos. Mussolini adoptó este principio: que el Partido Fascista era el instrumento para la creación de esta nueva élite. Hitler adoptó la misma idea en Alemania. En el fondo, la idea es defender la teoría de que los hombres son iguales en sus dones intelectuales y éticos y que la sociedad de buscar aislar a quienes representen la mayor evolución de la raza y darles funciones especiales en el ejercicio del poder social.

Por tanto, se podría decir que a partir de esto crecería la idea del partido exclusivo, limitado en miembros y ejercitando una influencia determinante en la estructura social y el gobierno, al tiempo que otorga a las masas una parte del poder a través de la Cámara electiva. Sin embargo, de hecho, esa teoría no creció en el Partido Fascista. La teoría por el contrario es una racionalización para ofrecer al Partido Fascista una base ética. El partido en un instrumento puro de poder absoluto. Pero la idea invocada para defenderlo no dejaba de tener atractivo para gran cantidad de gente.

Los otros principios de la política fascista son el gobierno totalitario y el principio de liderazgo. No son lo mismo. Nuestro propio gobierno es casi único en su declaración de la idea de que el gobierno no debe poseer un poder completo sobre toda conducta y organización humana. Los únicos poderes que posee nuestro gobierno son los otorgados por la Constitución. Y esa Constitución le otorga poderes muy limitados. Los poderes no otorgados al gobierno central se reservan a los estados o al pueblo. El gobierno totalitario es lo opuesto a esto. Define un estado cuyos poderes son ilimitados.

Sin embargo, un estado con poderes ilimitados no tiene que ser necesariamente una dictadura. Al dotar al estado de poderes ilimitados, éstos pueden difundirse a través de varios órganos de gobierno como el parlamento, el monarca, los tribunales y los estados. En Italia se invoca el principio de liderazgo para concentrar todos los poderes del estado en una sola persona. También puede definirlo el principio de jerarquía: una estructura que a cada nivel de autoridad los poderes como tales se alojan en una solo persona (el líder), que a su vez es responsable ante otro líder por encima de él que posee todo el poder depositado a ese nivel, siendo ese líder finalmente responsable ante el líder supremo (el dictador).

Por tanto, una vez revisado todo el escenario italiano, podemos ahora nombrar todos los ingredientes esenciales del fascismo. Es una forma de organización social

  1. En la que el gobierno no reconoce ninguna restricción a sus poderes: totalitarismo.
  2. En la que este gobierno sin restricción está dirigido por un dictador: el principio de liderazgo.
  3. En la que el  gobierno se organiza para operar el sistema capitalista y hacerlo funcionar, bajo una inmensa burocracia.
  4. En la que la sociedad económica se organiza en el modelo sindicalista, es decir creando grupos de categorías artesanas y profesionales bajo la supervisión del estado.
  5. En la que el gobierno y las organizaciones sindicalistas operan la sociedad capitalista bajo el principio de la autarquía planificada.
  6. En la que el gobierno se hace responsable de proveer a la nación de un poder adquisitivo mediante el gasto público y pidiendo préstamos.
  7. En la que se usa el militarismo con un mecanismo consciente de gasto público.
  8. En la que el imperialismo se incluye como una política que deriva inevitablemente del militarismo, así como de otros elementos del fascismo.

Dondequiera que encuentres una nación que utilice todos estos instrumentos, sabrás que es una nación fascista. En la proporción en que una nación use la mayoría de ellos, podemos suponer que está tendiendo en dirección al fascismo.

Como las brutalidades cometidas por los matones fascistas, la eliminación de escritores y políticos, las agresiones de los gobiernos fascistas contra vecinos constituyen la materia prima de las noticias, la gente está familiarizada con el elemento dictatorial del fascismo y está muy poco informada sobre otros factores. La dictadura por sí sola no hace que un estado sea fascista.

La dictadura de Rusia, aunque siga las habituales técnicas vergonzosas de la tiranía (el campo de concentración y el pelotón de fusilamiento) está muy lejos de ser una dictadura fascista. En toda dictadura, el dictador ataca a esos enemigos internos y cuidad a esos aliados internos como convenga a sus propósitos, así que su eliminación y propaganda se dirigirá a distintos grupos en distintos países. Así que mientras que Hitler acusaba y perseguía a los judíos, eran dos judíos (Theodore Wolff y Emil Ludwig) los que aclamaban a Mussolini, porque éste no encontraba rentable atacarlos.

Lo importante de todo esto es que la dictadura es un instrumento esencial del fascismo, pero que otros elementos aquí reseñados son igualmente esenciales para éste como institución. Es distintos países puede alterarse sus relación con la religión o la literatura o las razas o las mujeres o las formas de educación, pero siempre será una dictadura militarista e imperialista que emplee el deuda pública y la autarquía en su estructura social.

La teoría comúnmente aceptada de que el fascismo se originó por la conspiración de los grandes industriales para apoderarse del estado no se sostiene. Se originó en la izquierda. Principalmente obtiene sus primeros impulsos en las formas decadentes o corrompidas del socialismo, de entre esos antiguos socialistas que, cansados de esa lucha, se encaminaron primero al sindicalismo y luego a convertirse en salvadores del capitalismo adaptando las herramientas del socialismo y el sindicalismo al estado capitalista. Los industriales y nacionalistas solo se sumaron cuando los escuadrones fascistas habían producido ese desorden y confusión en el que se encontraban perdidos. Luego supusieron que percibían en las prédicas fascistas, vagamente al principio y luego más claramente, los brotes de un corporativismo económico que podrían controlar o vieron en los escuadrones fascistas el único enemigo eficaz del momento contra el comunismo. El fascismo es un producto izquierdista: un vástago corrupto y enfermo de la agitación izquierdista.

Es igualmente superficial suponer que este trabajo fue obra de hombres de acción y que el mundo de la intelectualidad quedó apartado, ignorando las oscuras corrientes que estaban socavando sus fundamentos, como nos ha pedido que creamos un fatuo escritor estadounidense. Lejos de ser la obra de hombres de acción, fue mucho más el logro de algo que se aproximaba a la chaladura: los hombres de acción solo aparecieron cuando la obra de confusión ya llevaba un buen trecho recorrido. Aparecieron con la marea de la confusión. Respecto de los intelectuales y poetas (alejados de la política y la economía malolientes), el principal filósofo e historiador de Italia, Benedetto Croce, había creado desde hacía mucho una tolerancia ante la ética sindicalista en Italia. Escribía sobre Sorel con aprobación. Llegó a decir que la Inquisición bien podría haber estado justificada. Indudablemente Mussolini y Gentile creyeron hasta 1925 que apoyaba al fascismo. Más tarde iba a ver su casa quemada cuando los políticos de acción entendieron las palabras del intelectual.

Si había alguien a continuación de Croce entre los intelectuales, éste era Giovanni Gentile, que se convirtió en ministro de educación de Mussolini. Fue Gentile el que creó la mayoría de las desagradables pócimas que ofrecía a los labios de los intelectuales, como reclamar primero el juramento fascista y luego unirse al Partido Fascista por la fuerza. El propio Mussolini, dice Borgese, rechazó reticentemente estas propuestas durante dos años, intimidado por el misterioso mundo académico y del pensamiento, ya que ansiaba que se le considerara como un intelectual. Pero Gentile acabó convenciéndole. Y cuando a los profesores se les presentó la demanda de juramento y unión, de todos los pensadores y maestros en Italia, solo trece rechazaron hacerlo. Después de eso, habiendo dado el primer paso, atrapados en la necesidad espiritual de defenderse en el foro de sus propias conciencias, procedieron a ser más fascistas que los fascistas en su justificación de apoyos éticos y filosóficos para el nuevo orden.

Nadie querría mitigar los oscuros colores de este triste episodio en la historia de nuestra civilización. Pero no hay que decir que sea solo la obra de malas personas. Muchas personas que reclamarían ser llamados buenos ciudadanos han proclamado su aprobación o al menos una tibia tolerancia por los espectáculos de Mussolini. Las camisas negras de Mussolini echaron a los socialistas y sometieron a los tímidos a palos. Uno podría suponer que el uso del garrote habría requerido al menos una disculpa de algunos de esos hombres como Gentile que entraron en el movimiento fascista a la cabeza de un grupo de académicos y escritores liberales.

Mussolini había presumido de que su revolución fascista se hizo sin garrotes. Y el filósofo Gentile estaba tan lejos de horrorizarse por esto que en realidad dijo en los días antes de la marcha sobre Roma “los garrotes de los squadrisiti parecían la gracia de Dios. El garrote con su brutalidad material se convirtió en el símbolo del alma extralegal fascista (…) Es una violencia sagrada”.

He aquí el terrible culto a la violencia que se convierte en sagrado en el momento en que aparece para apoyar tu propio culto. Que nadie suponga que solo en Italia un filósofo liberal puede defender una “violencia sagrada”.

Después de las vulgares brutalidades de la marcha hacia el poder, después de que los periódicos hubieran ardido y sus directores sido golpeados, los clubes políticos saqueados, después de que el sagrado garrote por la gracia de Dios hubiera empleado su violencia sagrada sobre sus enemigos y otros fueran ahogados en aceite de ricino, después de que miles hubieran sido enviados a campos de concentración e incontables hombres valientes hubieran sido expulsados del país, después de que Matteoti hubiera sido asesinado y Mussolini hubiera proclamado que la democracia era “un sucio trapo a pisotear”, Winston Churchill, en enero de 1927, le escribía diciendo: “Si yo hubiese sido un italiano habría estado completamente con usted de principio a fin en su lucha victoriosa contra los apetitos y pasiones bestiales del leninismo”: Aseguraba al Duce que si fuera italiano se “pondría la camisa negra fascista”. Y un año después escribía en la revista Collier’s ensalzando a Mussolini por encima de Washington y Cromwell.

¿Significa esto que Churchill aprueba las palizas y las eliminaciones? Difícilmente. Su importancia reside en la revelación del grado en que las acciones malvadas serán excusadas o toleradas o incluso defendidas cuando la excusa es alguna cruzada pública, o religiosa o social de nuestro agrado. La capacidad del hombre para la crueldad (incluso la capacidad del hombre bueno para la crueldad) en el seguimiento de una cruzada espiritual es un fenómeno que aflige el alma.

Mussolini (el mismo Mussolini cuya carrera de violencia y agresión y tiranía había sido hecha pública ampliamente) recibe homenajes de muchos estadounidenses. Mr. Myron C. Taylor, hasta hace poco embajador en el Vaticano, decía en 1936 que el mundo entero se veía obligado a admirar el éxito del premier Mussolini “en disciplinar a la nación”. No utilizaba la palabra “Etiopía”, pero decía a los comensales de una cena que “hoy un nuevo Imperio Italiano afronta el futuro y asume sus responsabilidades como guardián y administrador de una nación extranjera subdesarrollada de 10.000.000 de almas”.[7]

Cuando Mussolini escribió su autobiografía lo hizo a instancias y ante la insistencia de uno de sus admiradores más devotos, el embajador de Estados Unidos en Italia, el anciano Richard Washburn Child, que había estado en Italia durante una parte considerable de todo el periodo fascista y lo conocía de primera mano.[8] Cuando apareció el libro, contenía efusivo prólogo del embajador, igual que en otro libro del Conde Volpi, ministro de finanzas de Mussolini, sobre las glorias de las finanzas fascistas italianas, que lleva un elogioso prólogo de Mr. Thomas W. Lamont.[9]

Mr. Sol Bloom, ahora presidente de la Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes, dijo en la sede la Cámara el 14 de enero de 1926:

[Mussolini] es algo nuevo y vital en las inactivas viejas venas de la política europea. Sería algo grande no solo para Italia sino para todos que tuviera éxito.

Es su inspiración, su determinación, su constante trabajo lo que ha rejuvenecido literalmente a Italia y le ha dado su segundo y moderno renacimiento.

No ha tomado nada para sí, ni títulos, ni dinero, ni palacios, ni posición social para su familia. Su salario es de solo (…) unos 1.000$ en moneda estadounidense.

Solo podemos comparar a Mussolini y sus hombres con lo que hubiera ocurrido si la Legión Americana, liderada por un héroe llameante, hubiera enfermado y se hubiera cansado de confianzas, de chanchullos, de incompetencia, de estupidez y, sintiendo su juventud, su inteligencia y su patriotismo estallando dentro de ella, se hubiera organizado para reclamar el derecho a probar sus ideas de una administración sensata y estricta.

Aunque incruenta, la “revolución” de Mussolini ha cambiado a Italia para mejor.

No hay ninguna violencia allí y no hallarán ninguna huelga.

Los intereses mundiales en Italia se debe indudablemente a la carrera y los logros de su gran primer ministro, Benito Mussolini, que, saliendo de la oscuridad hace tres años, se ha mantenido como la personalidad más poderosa en Europa desde entonces.[10]

Churchill no fue el único en ver en Mussolini otro Cromwell. El Dr. Nicholas Murray Butler dijo “que era seguro predecir que igual que Cromwell hizo la Inglaterra moderna, Mussolini podría hacer la Italia moderna”. Presumía de su amistad con Mussolini, que cubrió de condecoraciones y describió al “fascismo como una forma de gobierno de primer orden de excelencia” e insistía en que “deberíamos mirar a Italia para que nos muestre lo que su experiencia e inteligencia tiene que enseñar en la crisis que afronta el siglo XX”.

El Dr. Gaetano Salvemini, que incluye estos ejemplos escogidos de aplauso al Duce en su reciente libro What to Do with Italy, también nos ofrece uno del anciano Otto Kahn, que hablaba ante la facultad de la Universidad Wesleyan el 15 de noviembre de 1923:

El mérito de haber traído esta gran cambio a Italia y sin derramamiento de sangre corresponde a un gran hombre, amado y reverenciado en su propio país, un hombre hecho a sí mismo sin nada más que el genio de su cerebro. Con él no solo su propio país, sino el mundo en conjunto, tienen una deuda de gratitud.

Mussolini estuvo lejos de fomentar el odio de clase o de utilizar las animosidades o divergencias de clase para fines políticos.

No es un demagogo ni un reaccionario. No es un chauvinista ni un toro en la cacharrería de Europa. No es un enemigo de la libertad. No es un dictador en el sentido generalmente entendido de la palabra.

Mussolini es un hombre demasiado inteligente y recto como para llevar a su pueblo a arriesgadas aventuras en el extranjero.

Su gobierno está siguiendo la política de sacar al estado de los negocios lo más posible y evitar la interferencia burocrática o política con la delicada maquinaria del comercio y las finanzas.

Mussolini desea particularmente una cooperación cercana y activa con Estados Unidos. Estoy seguro de que el capital estadounidense invertido en Italia encontrará seguridad, estímulo, oportunidades y recompensas.

El gran evangelista fascista no dejó de excitar la admiración de algunos de esos corresponsales estadounidenses que ahora se proclaman los más ardientes defensores de la democracia y arrojan su veneno sobre hombres que venían denunciando el dominio fascista de Mussolini cuando ellos lo ensalzaban. Herbert Matthews, del New York Times, in The Fruits of Fascism, nos dice que fue durante mucho tiempo “un admirador entusiasta del fascismo” y confiesa que solo se convirtió cuando vio a los aviadores fascistas haciendo llover bombas en España en 1938.

Eleanor y Reynolds Packard, corresponsales de United Press, en su libro escrito después de su expulsión de Italia, nos aseguran que los historiadores dividirán la dictadura de Mussolini en dos partes y que la primera, que cubre doce años de colaboración con las potencias demócratas, estuvo marcada por un programa social que era bueno, a pesar de su opresión, y que está siendo copiado ahora por los países democráticos. Para Matthews, hubo un tiempo en que Mussolini era el “único hombre que parecía cuerdo en un mundo loco”.[11]

Recuerdo aquí estos testimonios simplemente porque muestran la opinión estadounidense y británica respecto de lo que ocurrió en Italia. No podemos contar con que toda la buena gente de Estados Unidos rechace las ideas fascistas. Para muchos la persecución de los odiados rojos justificaba los garrotes. Mussolini estaba bien mientras estuviera con las potencias democráticas. “No niego”, decía Churchill aún en diciembre de 1940, en un discurso en la Cámara, “que es un gran hombre. Pero se convirtió en criminal cuando atacó a Inglaterra”. El delito de Mussolini no reside en todas las opresiones que cometió sobre su pueblo, ni en acabar con la libertad en Italia, en atacar Etiopía o España, sino en “atacar Inglaterra”. Es precisamente en esta tolerancia de la gente normalmente decente ante las actuaciones de un hombre así donde reside la terrible amenaza del fascismo para todos los pueblos.

 

 

John Thomas Flynn (1882-1964) fue un famoso crítico de las decisiones políticas internas y externas de la administración Roosevelt, oponiéndose tanto al New Deal como a la Segunda Guerra Mundial. El miembro senior dela Instituto Mises Ralph Raico describió a Flynn es su prólogo a la edición del 50 aniversario de The Roosevelt Mith: “Hay pocas dudas de que el mejor informado y más tenaz de los miembros de la Vieja Derecha fue John T. Flynn”.

Este artículo esta extraído de As We Go Marching (1944).



[1] Life of Benito Mussolini, Margherita G. Sarfatti, Stokes, Nueva York, 1925.

[2] Para una explicación completa e interesante de este extraño capítulo de la política fiscal, ver “Twelve Years of Fascist Finance”, Dr. Gaetano Salvemini, Foreign Affairs, Abril de 1935, Vol 13, Nº 3, p. 463.

[3] El presupuesto italiano antes y después de la guerra – panfleto publicado por el Provveditorato Generale Dello Stato, Roma, 1925.

[4] Fascist Italy, William Ebenstein, American Book Company, Nueva York, 1939.

[5] “Las transformaciones realizadas por las organizaciones empresariales en aquellos países que han modernizado sus sistemas nacionales siguiendo patrones totalitarios son completamente coherentes y pueden considerarse el resultado lógico de tendencias previas en estructura, políticas y controles dentro del propio mundo de los negocios”. Business as a System of Power, Robert A. Brady, Columbia University Press, 1943.

[6] Las evidencias contra Mussolini en este punto han sido recogidas y presentadas con gran detalle en George Seldes Sawdust Caesar, Harper & Bros., Nueva York, 1935. Un registro muy completo y fiables de los ataques de los matones fascistas aparece en Dr. Gaetano Salvemini Under the Axe of Fascism, Viking Press, Nueva York, 1936.

[7] New York Times, 6 de noviembre de 1936.

[8] My Autobiography, Benito Mussolini, Scribner, Nueva York, 1928.

[9] The Financial Reconstruction of Italy, Conde Volpi y Bonaldo Stringher, Italian Historical Society, Nueva York, 1927.

[10] Diario de Sesiones del Congreso, 14 de enero de 1926, 69 Congreso, 1ª legislatura.

[11] The Fruits of Fascism, Herbert L. Matthews, Harcourt, Brace & Co., Nueva York, 1943. Balcony Empire, Eleanor y Reynolds Packard, Oxford University Press, 1942.

Published Thu, Dec 1 2011 8:25 PM by euribe
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