Por John T. Flynn. (Publicado el 26
de abril de 2008)
Traducido del inglés. El artículo
original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/2903.
[Extraído de As We Go Marching (1944)]
Mussolini se convirtió en primer
ministro en octubre de 1922. No nos importan ahora los innumerables argumentos
acerca de marcha sobre Roma o el historial de tácticas violentas, ilegales y
estrafalarias que usó para llegar al poder. Esa historia se ha contado muchas
veces. Lo que queremos es ver el uso que hizo de su poder para diseñar una
nueva forma de sociedad.
No tenía una mayoría en el
parlamento. Tuvo que formar un gobierno de coalición que incluía a un
socialista moderado y un miembro de los Popolari.
Algunos políticos liberales mostraron esperanzas de que un gobierno estable y
la Confederación General de Trabajadores (socialista) acordaran colaborar.
Mussolini, por supuesto, empezó a buscar una dictadura. Pero la dictadura
completa no llegó hasta 1925, después del asesinato de Matteoti,
Veremos ahora punto por punto los
elementos de la emergencia de la sociedad fascista. Primero debemos apuntar una
importante diferencia entre comunismo y fascismo que queda aquí clara. El
socialismo tiene una filosofía definida, basada en principios claramente
enunciados que han sido largamente debatidos y se entienden ampliamente. Los
socialistas discrepaban entre sí en ciertos puntos y sobre programas de acción.
Pero se conocía bien el socialismo como sistema de estructura social con un
cuerpo doctrinal organizado. Esto no pasaba con el fascismo. Nadie podía decir
si era capitalista o anticapitalista, a favor del trabajador o en contra, hasta
que los líderes decidieran cómo actuar. Se improvisaba a medida que avanzaba el
movimiento. Por tanto no podemos definir el fascismo como un movimiento
comprometido con la serie de principios enunciados en su declaración formal de
principios y objetivos: los Once Puntos de San Sepolcro. Mussolini, al asaltar
el poder, hizo de ese objetivo el molde bajo el que formular sus políticas.
Veamos ahora la erección del gran edificio fascista.
1. Había sido un sindicalista y por tanto un
anticapitalista. El programa original incluía una reclamación de la
confiscación de los beneficios de la guerra, la confiscación de bienes
eclesiásticos, altos impuestos a la herencia y la renta, la nacionalización de
fábricas de armas y munición y el control de
fábricas, ferrocarriles y servicios públicos por los consejos de
trabajadores. A esto, decía Mussolini, “lo hemos puesto a la cabeza de nuestro
programa”. Pero en el poder no hizo ninguna de estas cosas. La Signora Sarfatti
le cita diciendo:
No pretendo defender al capitalismo o
a los capitalistas. Como todo lo humano, tienen sus defectos. Solo digo que sus
posibilidades de ser útiles no han terminado. El capitalismo ha soportado la
monstruosa carga de la guerra y hoy aún tiene fuerza como para sostener las
cargas de la paz (…) No es lisa y llanamente una acumulación de riqueza, es una
elaboración, una selección, una coordinación de valores que son la obra de
siglos (…) Muchos piensan, y yo soy uno de ellos, que el capitalismo esta
apenas al principio de su historia.
En otra ocasión dijo: “¡Propiedad
pública! Lleva solo a conclusiones absurdas y monstruosas: la propiedad pública
significa monopolio estatal, concentrado en manos de un partido y sus
seguidores y ese estado solo produce ruina y quiebras para todos”. De hecho,
esto estaba más en conformidad con su fe sindicalista, pero negaba
completamente el programa fascista original. Por tanto, el primer punto que
tendremos que establecer es que el fascismo es una defensa de la teoría
capitalista, un intento de hacerla funcionar. Esta opinión, que Mussolini no
contemplaba cuando empezó, la aceptó al ver que Italia, a pesar de todo el
desorden, no tenía en mente establecer un estado socialista. Además, él mismo
se asoció a los poderosos industriales y financieros de Milán y Roma, junto con
muchos de los nobles, dos de las minorías poderosas esenciales para sus
objetivos generales. Así que moldeó al fascismo como un arma poderosa para
derrotar a la amenaza roja. Pero fue Italia la que le amoldó a esta filosofía,
nueva para él, el hombre que, cuando se ocupaban las fábricas, había aplaudido
las acciones de los trabajadores.
2. Después Mussolini había denunciado las
“demagógicas finanzas” y prometido equilibrar el presupuesto. Sin embargo, no
tardó en recurrir a algo que encanta siempre a los ministros: el presupuesto
desequilibrado. Aún en 1926 escribió en su autobiografía: “El presupuesto de la
nación [cuando llegó al poder] tenía un déficit de seis mil quinientos
millones. Era una cifra aterradora, imposible de soportar por la estructura
económica (…) Hoy tenemos un presupuesto equilibrado”. Los hechos superficiales
apoyaban esa afirmación. El primer presupuesto mostraba un déficit de
4.914.000.000 de liras; su segundo, un déficit de solo 623.000.000 y su tercero
(1924-25), un superávit de 417.000.000 de liras. Es muy probable que Mussolini
creyera que un presupuesto equilibrado era bueno y coherente con sus demás
promesas. Pero las políticas de Mussolini se hacían para sus necesidades de
poder, no por las leyes de la economía. En el mismo momento en que se jactaba
de un presupuesto equilibrado, estaba en vísperas de un enorme déficit de nueve
mil millones, en 1926-27. El año posterior a éste equilibró de nuevo el
presupuesto según su contabilidad y fue la última vez que lo hizo. A partir de
entonces, Italia iba a nadar en un mar de déficits, gasto y deuda nacional
siempre creciente.
Pero en realidad, Mussolini nunca
equilibró el déficit. Inmediatamente después de tomar posesión, procedió a
gastar más en obras públicas que sus predecesores. El Dr. Villari, apologista
del fascismo, dice que entre 1922 y 1925, a pesar de economizaciones drásticas,
Mussolini gastó 3.500.000.000 de liras en obras públicas, en comparación con
solo 2.800.000.000 de liras en los tres años anteriores. También gastó más en
el ejército y la armada y continuó aumentando estos gastos. El cómo Mussolini
pudo gastar más que sus predecesores en armas y obras públicas y aún así
equilibrar el presupuesto, picó la curiosidad del Dr. Gaetano Salvemini, que
investigó el asunto con resultados sorprendentes.
El Dr. Salvemini descubrió que
Mussolini recurrió a un subterfugio para pagar a los contratistas sin aumentar
su presupuesto. Realizaría una contrato con una empresa privada para construir
ciertas carreteras o construcciones. No pagaría ningún dinero, sino que
firmaría un acuerdo siguiendo un plan de cuotas anuales. El gobierno no pagaba
dinero. Y por tanto no aparecía nada en el presupuesto. En realidad el gobierno
había contraído una deuda como si hubiese emitido un bono. Pero como se usaba
dinero, toda la transacción desaparecía de la contabilidad del tesoro. Sin
embargo, después de hacer ese contrato, cada año el gobierno tenía que
encontrar el dinero para pagar las cuotas anuales que iban de diez a cincuenta
años. Con el tiempo, al aumentar el número de dichos contratos, crecía el
número y cantidad de pagos anuales. En 1932 había comprometido al estado en
75.000 millones de liras de estos contratos. Los pagos anuales eran de miles de
millones. Lo que hizo por este medio fue esconder a la gente el hecho de que
estaba llevando a la nación a una deuda cada vez mayor. Si estas sumas se
añadieran a la deuda nacional reconocida por el tesoro, la deuda real sería
abrumadora diez años después del ascenso al poder de Mussolini bajo la promesa
de equilibrar el presupuesto. Según los cálculos del Dr. Salvemini, la deuda de
93.000 millones de liras cuando Mussolini ocupó el cargo, había crecido a
148.646.000.000 en 1934. Nadie sabe hasta qué asombrosa cifra habrá crecido
ahora.
Pero una noticia de Associated Press publicada en el New York Times (8 de agosto de 1943) anunciaba que la deuda
italiana era entonces de 405.823.000.000 de liras y el déficit anual era de
86.314.000.000 de liras.
Mussolini no hizo ningún secreto
del hecho de que estaba gastando. Lo que ocultaba era que estaba cargando de
dudas al estado. Lo esencial de todo esto es que el arquitecto fascista
descubrió que, con todas sus promesas, no tenía ninguna fórmula para crear el
empleo y el ahorro de los buenos tiempos al gastar fondos públicos y obtener
dichos fondos pidiendo prestado de una manera u otra, haciendo, en resumen,
precisamente lo que habían venido haciendo Depretis y Crispi y Giolitti,
siguiendo una práctica de hacía largo tiempo en los gobiernos italianos. Así
que el gasto se convirtió en una parte asentada de la política del fascismo
para crear renta nacional, salvo que el estado fascista gastaba a una escala
inimaginables para los viejos premieres, salvo en la guerra. Pero con el tiempo
los fascistas empezaron a inventar una defensa filosófica de su política. Lo
que los antiguos ministros antes de la guerra habían hecho apologéticamente, lo
hacían ahora los fascistas con una pretensión de justificación económica.
“Somos capaces de dar un nuevo giro a la política financiera”, decía un
panfleto italiano, “que se dirija a mejorar los servicios públicos y al mismo
tiempo garantice una acción más eficaz por parte del estado en promover y
facilitar el progreso nacional”.
Era el mismo dispositivo antiguo más un toque de pretenciosas tonterías
económicas para mejorar su olor. Así que podemos ahora decir que el fascismo es
un sistema de organización social que reconoce y propone proteger el sistema
capitalista y utiliza el dispositivo del gasto y la deuda pública como medio de
crear renta nacional para aumentar el empleo.
3. El tercer punto a tener en cuenta se refiere
a la industria. Durante décadas, como hemos apuntado, hombres de todo tipo
creyeron que el sistema económico tendría que ser controlado. Mussolini aceptó
completamente el principio de que el sistema económico capitalista tendría que
estar gestionado (planificado y dirigido) bajo la supervisión del estado. Con
esto no quería decir el tipo de interferencia estatal que utilizamos en Estados
Unidos antes de 1933, es decir, comisiones regulatorias para impedir que las
empresas hagan ciertas cosas ilícitas como ponerse de acuerdo para restringir
el comercio. Lo que tenía en mente era lo que muchos tenían en mente en Italia,
que debería ejercerse alguna fuerza para dirigir y gestionar el movimiento y
operación de las leyes económicas: controlar energías glandulares tan grandes
como la producción, distribución, mano de obra, crédito, etc.
Al hacer esto, Mussolini cumplía de
nuevo con un deseo general aunque vago de la gente. Y al hacerlo tenía en mente
dos objetivos favorecidos generalizadamente. Primero, había un creciente hastió
de la eterna lucha entre empresarios y empleados. Segundo, la gente que de una
forma general que las funciones de producción y distribución se gestionaran en
busca de tiempos mejores.
Nada de lo que hizo Mussolini
encajaba tanto con sus propias ideas como esto. Era un sindicalista. Y, como he
apuntado, eran los principios centrales del sindicalismo los que se abrían paso
inadvertidamente en el pensamiento de todo tipo de personas. El sindicalista
creía que la industria tenía que ser controlada. Lo mismo creía Mussolini y la
mayoría del resto de la gente. El sindicalista creía que este control debía
tener lugar fuera del estado. Lo mismo creía Mussolini y casi todos los demás.
El sindicalista creía que la sociedad debería organizarse para este control en
gremios. Lo mismo creían los trabajadores, industriales, el pueblo. Y lo mismo
creía Mussolini. El sindicalista creía que la industria no debería estar dominada
por los consumidores o ciudadanos como tales, sino por los productores. Lo
mismo que la mayoría de los demás y el Duce. Solo había un punto en el que
discrepaban. Era el significado de la palabra “productores”. Los empresarios se
consideraban a sí mismos lo productores. Los sindicalistas creían que los
trabajadores eran los productores. Una forma de resolver la cuestión era llamar
a ambos productores. Después de todo, fuera de los doctrinarios de distintos
grupos, las masas tenían en mente entre ellas fines muy prácticos. Los jefes
querían acabar con la competencia, protegerse lo que llamaban la
“sobreproducción” y de lo que ellos también llamaban las agresiones
irracionales de la mano de obra. Los líderes y doctrinarios entre los grupos
laborales tenían teorías sobre consejos de trabajadores, etc. Pero lo que
querían sus miembros eran salarios más altos, mejores horarios, seguridad en el
empleo, etc. La aparentemente enorme distancia entre la definición de
empresario y trabajadores de la palabra “productores” no era tan grande. Una
organización que agruparía a todos los trabajadores (empresarios y empleados)
en grupos negociadores bajo la autoridad del estado en grupos separador pero
aunados en algún tipo de agencia o comisión de enlace centralizado, en la que
se preservaran los derechos de los trabajadores a negociar con sus empresarios,
mientras que los empresarios tendrían la oportunidad de poner en práctica, con
el respaldo de la ley y a una escala omnicomprensiva, regulaciones para la
planificación y control de la producción y distribución, se acercaba a la
satisfacción de los deseos de muchos hombres en todas las partes implicadas.
Todo esto no se correspondía
totalmente con el programa sindicalista de Sorel, pero tomaba la
mayoría de su inspiración de esa idea. Es tan cierto que el sistema iba a ser
calificado abiertamente como sindicalismo italiano y los historiadores y
apologista fascistas como Villari se refieren ahora a Italia abiertamente como
el estado sindicalista.
No sería verdad decir que es esto
precisamente lo que querían los que los empresarios y líderes y miembros
sindicales. Lo que digo es que en el fondo de esto estaba que la idea central
que estos grupos sostenían en mayor o menor grado y que aunque ciertamente
generó la oposición de muchos, se correspondía lo suficiente con una tendencia
general de la opinión como para paralizar cualquier oposición efectiva. Se
movía en la dirección de una corriente de opinión (de varias, en realidad) y no
completamente en contra de dicha corriente.
Se todo esto provino el Sistema
Corporativista Fascista y luego el Estado Corporativista. En pocas palabras, se
construye sobre el viejo principio sindicalista de que hay una diferencia entre
el estado político y económico. El estado político se organiza en divisiones
geográficas y tiene como funciones el mantenimiento del orden y la dirección de
la defensa y el progreso de la nación. El estado económico se organiza en
divisiones económicas, es decir, según grupos artesanos o industriales y tiene
como función la planificación y dirección de la sociedad económica.
Los empresario se organizan en
asociaciones comerciales locales llamadas sindicatos. Los sindicatos locales se
agrupan en federaciones regionales y estas federaciones regionales en una
Confederación Nacional. Lo mismo pasa con los trabajadores. En cada localidad,
el sindicato laboral local y el sindicato empresarial local se juntan en una
corporación. Las federaciones regionales se agrupan en una corporación
regional. Y las confederaciones nacionales de empresarios y trabajadores se
unen en una gran Corporación Nacional. Me abstengo de entrar en detalles acerca
de las funciones y técnicas de estos entes. Es concebible que en distintos
países podrían diferir mucho, como así pasa en realidad. Pero el principio
central sería el mismo: que a través de estas federaciones y corporaciones
empresarios y trabajadores planificarían y controlarían el sistema económico
bajo la supervisión del estado. El propio Mussolini llamaba a esto “la
autorregulación de la producción bajo los auspicios de los productores”.
Con el tiempo, Mussolini fue más
allá he hizo de esto la base de la reorganización del estado. En lugar de
abolir el Senado, como prometía en su programa original, abolió la Cámara de
Diputados y la sustituyó por la Cámara de Fascios y Corporaciones,cuyos
miembros se suponía que representaban a las grandes fortunas comerciales y
profesionales junto con los representantes del estado fascista. A esto lo ha
llamado Mussolini el Estados Corporativista. Lo considera como su máxima
contribución a la ciencia del gobierno.
En este punto, podemos decir que el
fascismo es (1) un tipo capitalista de organización económica, (2) en el que el
gobierno acepta la responsabilidad de hacer que el sistema económico funcione a
plena potencia, (3) utilizando el instrumento de un poder adquisitivo creado
por el estado efectuado por medio de gasto y préstamos solicitados por el
gobierno y (4) que organiza la vida económica del pueblo en grupos industriales
y profesionales para someter el sistema a control bajo la supervisión del
estado.
4. Mussolini, habiendo incorporado en su sistema
el principio del poder adquisitivo creado por el estado, recurrió naturalmente
al viejo proyecto fiable del militarismo como el medio más sencillo de gastar
dinero. Apenas tenemos que ocuparnos de esto, ya que los archivos de nuestros
periódicos están llenos de declaraciones de viajeros estadounidenses desde 1935
diciendo, con cierto grado de aprobación, cómo Mussolini ha resuelto en
problema del desempleo en Italia por medio del gasto en defensa nacional.
Algunos de nuestros principales funcionarios han encontrado la ocasión de
comentar este hecho, contrastando sus logros con nuestro propio fracaso en
poner a trabajar a nuestro pueblo.
Se gastó dinero en carreteras,
escuelas, proyectos públicos de todo tipo y en la desecación de las Lagunas
Pontinas, que se convirtieron en Italia en el gran proyecto estrella no muy
distinto de la TVA en Estados Unidos. Pero no bastaba y así se dedicó cada vez
más a los gastos militares. También hay que decir que esto coincidía con sus
propios gustos y temperamento y con ciertos otros objetivos que tenía en mente,
como la elevación del espíritu italiano mediante esta muestra de poderío
bélico.
William Ebenstein da las siguientes
cifras de desembolsos fascistas en el ejército y la armada:
1924-25
|
3.240.000.000
liras
|
1934-35
|
4.330.000.000
liras
|
1935-36
|
10.304.000.000
liras
|
1936-37
|
12.865.000.000
liras
|
Comparada con Gran Bretaña, que
gastó el 20% de su presupuesto en defensa en 1936, y Francia, que gastó el
27,2%, Italia gastó el 31%. En 1939 gastó el 52%.
La militarización de Italia se
convirtió en una característica importante del nuevo régimen. Y el valor
económico de esta institución en aliviar el desempleo mientras al tiempo
inducía a la población a someterse dócilmente al enorme coste se convirtió en
algo de lo que alardeaban los comentaristas fascistas.
5. No es necesario comentar el aspecto
imperialista del fascismo. Lo que ya hemos observado en ese encabezado (la
íntima conexión del militarismo y el imperialismo) se aplica aquí con toda su
fuerza. Es impensable que Mussolini pudiera inducir al pueblo de Italia a que
soportara con paciencia la carga de déficits y deudas e impuestos a las que
obligaba esta política sin ofrecerle una razón adecuada. Por supuesto, las
razones eran las de siempre: la necesidad de defensa frente a enemigos y los
peligros exteriores diariamente magnificados por la propaganda., la necesidad
económica de colonias y la apelación al espíritu de batalla en la población,
los amantes de la acción y el peligro y la gloria. El grado en que trabajó
Mussolini estos instrumentos es demasiado bien conocido y reciente como para
requerir mayor comentario. La misma naturaleza de su régimen reclamaba acción,
acción incesante, como un hombre en una bicicleta que, si se para, se cae. Las
ambiciones imperialistas, la recreación de un nuevo Imperio Romano se convirtió
en parte esencial de todo el esquema de cosas, ligado íntimamente con la
política de gastos y con la propaganda del egoísmo y la gloria dirigida contra
la imaginación del pueblo.
En 1929, la Depresión, que golpeó a
todas las naciones capitalistas, llegó a la Italia fascista. El comercio internacional
e interno se recortó a la mitad. El desempleo aumentó un 250%. El problema del
mago fascista era invertir todo esto. Mussolini echo la culpa, no a los
defectos de la doctrina fascista, sino al “espíritu burgués con su amor a la
comodidad y la velocidad” que aún acechaba en Italia. ¿Cuál era el remedio? “El
principio de la revolución permanente”, gritaba en un discurso el 19 de marzo
de 1934. Repudiaba la doctrina de la paz. “Solo la guerra trae el máximo punto
de tensión de toda la energía humana y pone el sello de nobleza en los pueblos
que tienen el coraje de afrontarla”. A esto lo llamó el “dinamismo”. Lo que
quería decir era que no tenía ningún arma contra la inevitable crisis
económica, salvo la vieja: más y más gastos militares pagados con dinero tomado
prestado y apoyados en el evangelio del heroísmo y la aventura que acababan en
la guerra.
Resumiendo, podemos decir, por
tanto, que el fascismo en Italia tenía y tiene una forma de sociedad organizada
(1) capitalista en su carácter, (2) diseñada para hacer que el sistema
capitalista funcione a su máxima capacidad, (3) utilizando el instrumento de un
poder adquisitivo creado por el estado efectuado por medio de deuda pública,
(4) y la planificación y control directo de la sociedad económica mediante el
corporativismo, (5) con el militarismo y el imperialismo imbricados en el
sistema con una herramienta inseparable para dar empleo a una gran masa de
trabajadores.
Hay un ingrediente más. Pero antes
de que lo veamos, déjenme apuntar que ninguna de estas actividades o políticas
ya descritas implican un comportamiento inmoral de acuerdo con los códigos de
las grandes naciones de Occidente. Es completamente posible para una persona
normalmente decente aprobar tanto la deuda pública como el gasto, el sistema
corporativista o gremial junto con el militarismo y el imperialismo. En mi
opinión, tanto el militarismo como el imperialismo son malos, pero no en la
opinión de la cultura occidental. No hay ninguna sublevación contra la cultura
occidental en ninguna de estas cosas, pues todas ellas han estado presenten en
ella durante siglos y Occidente está plagado del bronce y el mármol de las
estatuas de héroes que se han asociado a su avance.
Por esta razón resulta sencillo que
ciudadanos ordinariamente buenos vean con indiferencia o tolerancia o incluso
aprobación la unión de estas diversas fuerzas entre nosotros. Sin embargo, mi
propia opinión es que ningún estado puede asumir operar estos distintos
dispositivos juntos para salvar al sistema capitalista sin encontrase antes o
después afrontando la necesidad de emplear la fuerza y la represión dentro de
sus fronteras y sobre su propio pueblo.
Es un hecho, como hemos visto, que
un ministro tras otro utilizaron las políticas a lo largo de muchos años
(gastar y pedir prestado, militarismo e imperialismo y que se ha intentado el
control de los negocios por organizaciones empresariales privadas), pero el uso
de estas herramientas nunca tuvieron éxito, primero porque no se intentaron a
una escala suficientemente grande y persistente y segundo porque dentro del
marco del sistema representativo constitucional no era posible llevarlas a sus
conclusiones completas y lógicas. La diferencia entre Mussolini y sus antiguos
predecesores y precursores parlamentarios es que utilizó sus herramientas a la
gran escala que era necesaria para darles una amplia prueba y organizó la
fuerza interna en este mismo sentido. Y fue capaz de hacerlo a causa del
extenso y desmoralizante desplome de todo el sistema que había venido
degenerando lentamente durante varias décadas y cuya degeneración se había
completado en el Primera Guerra Mundial. Podemos ahora examinar este sexto y
último ingrediente.
En todo lo que hemos visto hasta
ahora hay un patrón familiar del hombre dedicado al poder y en posesión de tal
poder dudando acerca de los medios de afrontar los problemas de la sociedad que
le presionan por todos lados. Hay una evidencia total de que Mussolini, cuando
empezó su marcha hacia el poder no tenía programa. Tanto el profesor Volpe como
el profesor Villari, apologistas del fascismo, admiten que el programa original
era “confuso, mitad demagógico, mitad nacionalista, con una tendencia
republicana”. Renunció uno tras otro a sus principios originales al encontrar
conveniente hacer que sus políticas fueran conformes a las grandes corrientes
de opinión y demanda públicas a medida que las reconocía. Cuando tomó el poder
su programa había cambiado hasta el punto de que estaba comprometido con un
intento de hacer que funcionara el sistema capitalista. El antimonárquico, se
convirtió en el pilar de la Corona. El sindicalista se convirtió en el salvador
del capitalismo. El anticlerical se convirtió en el aliado de la Iglesia. Pero
el cómo haría que funcionara este sistema capitalista era algo que estaba lejos
de quedar claro. Su postura era completamente diferente de la de Lenin o
Stalin, que eliminaron un orden económico y político existente y afrontaron la
tarea de establecer uno nuevo cuyos principios fundamentales y objetivos y
técnicas supuestamente se conocían bien. Mussolini se comprometía a hacer que
funcionara el sistema económico existente tras varias décadas en que se estaba
precipitando hacia la ruina.
Indudablemente, Mussolini no era un
dictador absoluto cuando asumió el cargo de primer ministro en 1922. Fue
elevado al cargo de una manera constitucional, aunque había creado las
condiciones que acabaron con esa elevación mediante medidas violentas que no
podrían calificarse de civilizadas. No tenía la mayoría en la Cámara. Tenía que
trabajar con un gobierno de coalición que incluía a un socialista y a un
miembro de los popolari. Encabezaba
en todos los sentidos un gobierno parlamentario. Pocos buscaban la dictadura
absoluta que se produjo finalmente. Como es habitual, a los hombres les
engañaban su propio optimismo inveterado y las palabras de los políticos. Una
de las características más exasperantes de los movimientos políticos en los
últimos veinte años ha sido el uso habitual de palabras sin sentido por parte
de sus maquiavélicos líderes.
Siempre ha habido entre los
políticos una tendencia a jugar con las palabras. Pero en los últimos doce
años, cuando el arte de la propaganda se ha desarrollado hasta un alto grado se
ha evaporado todo sentido de valor moral en las declaraciones y documentos públicos,
los líderes de los países democráticos hacen declaraciones tan
sorprendentemente contrarias a sus convicciones e intenciones que el oyente
casual está casi completamente indefenso contra ellas. Es difícil creer ahora
que Mussolini hablara alguna vez de democracia. Pero lo hizo. Solo dos años
antes de tomar el poder alardeaba de que la Gran Guerra era una victoria para
la democracia. Del fascismo dijo, cuando ocupó el cargo, “que había empezado un
periodo de política de masas y de democracia sin igual”. Mussolini había sido
un antimonárquico. Cuando se le nombró por primera vez para el parlamento,
junto con algunos de sus colegas, permaneció fuera de la Cámara con ocasión del
discurso del rey como gesto de desdén por la monarquía. El año antes de asumir
el poder declaraba que el fascismo esta dispuesto para cooperar con los grupos
liberal y socialista. Pedía libertad de expresión para los socialistas,
quienes, declaraba, ya no eran peligrosos para el estado y a los que debería
permitírseles realizar su propaganda. Ivanoe Bonomi, que le precedió como
primer ministro, dice que trató de recordar a su partido su republicanismo
original y que insistió en que debía abandonarse el uso de la fuerza contra la
organización del proletariado. El partido de Mussolini mostró su disgusto por
estas actitudes en el congreso del partido de noviembre de 1921. Pero fueron
consideradas como indicadoras de la propia postura de Mussolini.
También es posible que el propio
Mussolini, aunque estuviera hambriento de poder, no creyera que podía conseguir
el poder absoluto. Parece probable que subestimara la fragilidad del sistema
político al que atacaba. Y los gestos moderados hacia la democracia que hacía
para consumo público eran sin duda una imagen ante una fuerza que creía más
fuerte de lo que era. Pero la corrupción y el tráfico de malas políticas habían
debilitado la estructura del viejo espíritu republicano. En el pasado les había
sido posible a los ministros obtener un grado de poder que podría calificarse
más o menos ajustadamente como dictatorial. Sabemos que el marco de los
controle democráticos, puede amasarse un enorme poder. Los estadounidenses, que
han visto trabajando a gente como Croker, Murphy, Quay y Penrose y, en un
periodo posterior, a Huey Long y otros autócratas más, saben cómo es posible
que mediante la manipulación de los patrocinadores, las asignaciones, los
tribunales, la policía y la maquinaria electoral en manos de un hombre, éste
alcance poderes solo inferiores en grado a los de un dictador. Esto había ocurrido
en Italia. Así encontramos al periodista italiano Romondo, antes de la Gran
Guerra, refiriéndose al régimen de Giolitti, escribiendo:
Bajo la sombra de una bandera
democrática hemos arribado a un régimen dictatorial sin darnos cuenta (…)
Giolitti han nombrado a casi todos los senadores, casi todos los consejeros de
estado, todos los prefectos y todos los demás altos cargos que existen en la
jeraraquía administrativa, judicial y militar del país (…) Con este formidable
poder ha realizado una agrupación de partidos por medio de reformas y trabajado
un acuerdo sobre las personas por medio de atenciones personales (…) Ahora que
los partidos olvidan sus programas (…) cuando llegan al umbral de la cámara
dejan en la puerta los restos de sus convicciones políticas (…) es necesario
para la mayoría apoyarse por otros medios (…) ya que todos los poderes
personales se apoyan con trampas y corrupción. (…) Así que en la práctica uno
llega a la anulación de las instituciones parlamentarias y la aniquilación de
los partidos políticos.
Cito la queja de Romondo porque la
realizó alguien que percibía estos fenómenos en ese momento. Ya hemos visto en estas páginas
cómo el poder había ido abandonado progresivamente todas las comunidades y
parlamentos para pasar a manos del primer ministro. Se habían implantado
prefectos en las provincias que habían reducido a la obediencia a los alcaldes
y funcionarios locales. Así que las decisiones sobre asuntos locales se habían
transferido a Roma. Negocios, empleo, granjas, bienes comunales (de toda clase
y sección) llevaban sus problemas a Roma, que animaba la ilusión de que podía
arreglarlos. El parlamento, abrumado por esta multitud de asuntos, buscaba una
vía de escape creando comisiones para hacer normas y gestionarlas. Así que Roma
tuvo en sus manos jurisdicción sobre todas las partes del sistema político y
económico y asumió la dirección de ello a través de un estado burocrático
dominado por un premier que tenía este poder a través del incomparable poder de
un tesoro filantrópico que mantenía el flujo de fondos públicos por todas
partes. Italia se convirtió en un estado burocrático filantrópico altamente
centralizado en el que el parlamento se convirtió en un instrumento a manos del
premier.
Italia se había acostumbrado a este
tipo de cosas: un ministro que podía tener en sus manos todos los hilos del
poder. Por supuesto no era en modo alguno una verdadera dictadura. Seguía
habiendo un derecho a la oposición. Seguía habiendo un derecho a la crítica. La
premier tenía que conseguir el apoyo de muchos partidos minoritarios en la
Cámara y su insegura dictadura vivía al día a merced de los inestables y
polémicos y negociantes grupos parlamentarios. Aún así, Giolitti conseguía un
voto de confianza de 362 a 90. Podría llamársele una dictadura solo por
analogía. Pero representaba una pérdida de poder por parte de los órganos
republicanos del estado y esta pérdida constituía una seria erosión de los
fundamentos republicanos. Y esta erosión era el prólogo para el creciente tema
de la ley imperial de Mussolini. Italia bajo Mussolini no tuvo que dar un gran
salto del gobierno representativo a la dictadura. El parlamento y el pueblo
estaban en parte condicionados por el llamado principio dictatorial.
Mussolini tenía que tener más poder
y lo buscó. Pocos hombres sensatos defendían las condiciones en las que habían
aparecido tantos partidos que raras veces uno conseguía una clara mayoría en la
Cámara. El primer ministro tenía que gobernar con el apoyo de muchos elementos
hostiles aunados tras él por coaliciones de varios partidos minoritarios. La
situación empeoró cuando se presentó la representación proporcional en el
parlamento. El parlamento se convirtió sin remedio en una sociedad llena de
disputas, con su poder de tomar decisiones casi destruido. La gente estaba
exasperada con el parlamento. Incluso el sistema parlamentario fue
desacreditado y culpado por todo. Había una incesante demanda de una reforma
parlamentaria. Esa reforma siguió el curso de un menor poder para la Cámara y
mayor para el ejecutivo. No se llamó “aerodinamismo en el gobierno” porque la
palabra aún no se había inventado. Mussolini iba a gobernar con una Cámara
dividida en muchas maneras y con sus enemigos en la mayoría. Decidió corregir
esa situación de golpe. No acabaría con el proceso hasta que se convirtió en un
tirano sin restricciones. He aquí lo que hizo:
Utilizó tres herramientas: (1) la
ley electoral de 1923, (2) el uso del partido militar, (3) apoderarse de todas
las agencias de propaganda moderna.
La ley electoral se calificó de
reforma. Los miembros de la Cámara se elegían por representación proporcional
bajo una reforma forzada por el premier Nitti. A los socialistas les había
agradado esta reforma porque les permitía tener más votos en la Cámara. Pero
ésta se convirtió en la base de la ley electoral de Mussolini y en su sistema
electoral. Adoptó el sistema de representación proporcional con la provisión
que permitiría a un partido que recibiera un cuarto de los votos tener dos
tercios de los escaños en la Cámara. ¿Cómo consiguió hacer esto? Fue aprobado
por la misma Cámara que había sido elegida bajo el patrocinio de Giolitti en
1919. Villari dice que fue aprobada en ambas cámaras con mayorías sustanciales.
En esto basa su afirmación de que no puede hacerse ninguna objeción a su
constitucionalidad. Una vez hecho esto, Mussolini tenía entonces dos tercios de
los votos en la Cámara.
Sin embargo, muchos defendieron
esta ley. La Cámara italiana estaba dividida en muchos partidos fraccionales. En
esta situación, un gobierno estable era casi imposible y muchos pensaban que
debería realizarse algún cambio mediante el que el partido con más votos,
aunque fuera una minoría, fuera capaz de llevar a cabo la labor de gobierno.
Así que Mussolini tuvo mucha ayuda respetable durante los primeros pasos hacia
el gobierno absoluto. El equilibrio del apoyo se obtuvo mediante intimidación.
La otra arma de la dictadura era el
partido. Las características de este partido eran que éste estaba (a) limitado
en número y (b) sujeto a una disciplina casi militar. Esto no es nada nuevo. En
este aspecto seguía el modelo socialista, que es un todos los países un partido
que pide a sus miembros una rígida disciplina y los limita necesariamente por
la misma naturaleza de la disciplina que aplica. El carácter militar del
partido no tenía precedente en las formas políticas socialistas. Sin embargo,
dicho carácter militar se encontraba en otros países y tomaba su forma de la
intención de los organizadores de utilizar la fuerza como instrumento para
alcanzar el poder. A este respecto, seguía la teoría sindicalista de la
violencia. Así que la forma de organización política, como mucha de su doctrina
económica, se tomaba de las estrategias de la izquierda. El carácter casi
militar del partido, con sus uniformes de camisas negras, era sencillamente una
forma de usar la violencia, un instrumento de coacción e intimidación y
confusión que no es desconocido en la historia de los partidos políticos.
Pocos estadounidenses están
familiarizados con un tipo de arte humano en el que los radicales europeos se
han especializado durante muchos años: el arte de la revolución. La revolución
a través de las barricadas o por un ataque proletario masivo contra un régimen ya
no se considera un arte práctico. La revolución mediante procedimientos dentro
del marco del sistema constitucional vigente ha sido durante muchos años al
técnica aceptada. Hay una considerable literatura sobre este tema que han
ignorado los estadounidenses, poco afectados por la revolución. Pero sabemos
que las lecturas de Mussolini se han dedicado en buena parte a esta misma
literatura. El objetivo central de este tipo de revolución es producir
confusión. Grupos de todo tipo enemigos del régimen deben ser estimulados y
activados, estén de acuerdo con los revolucionarios o no. Se añaden a las
divisiones y a la sensación de falta de esperanza. La violencia en una segunda
arma de acción. Intimida a los débiles y crea un desorden que hostiga a los
ciudadanos indiferentes. Dentro de esta atmósfera de división, intimidación y
desorden, es posible que una minoría audaz y enérgica y engreída se aúpe al
poder por medios casi constitucionales después de lo cual pueda usar los
instrumentos parlamentario y constitucionales que entonces controla para hacer
su voluntad imponiéndose a toda la sociedad. El Partido Fascista llevó a cabo
esta función.
Cuando Mussolini se convirtió en
premier y obtuvo una mayoría por medio de la ley electoral, aún vacilaba en
asumir el poder absoluto. Seguía habiendo en la Cámara un gran número de
críticos (la oposición vocal). El más agresivo era Matteoti, el líder
socialista. Los constantes ataques dentro de la Cámara hacia Mussolini llevaron
a las camisas negras fascistas a más atentados contra sus enemigos, que
culminaron en una serie de agresiones criminales. Matteoti fue asesinado por
hombres con altos cargos en el Partido Fascista y se acusó a Mussolini de haber
ordenado el crimen.
El incidente supuso una crisis real
para Mussolini. La afrontó con una extraordinaria exhibición de seguridad y
audacia, asumió completa responsabilidad por el estado del país, al tiempo que
negaba la complicidad en el asesinato y desafiaba a sus enemigos. Luego desató
contra toda la oposición la misma persecución y eliminación implacable que
había infligido a los socialistas. Los críticos más intrépidos que rechazaron
someterse al nuevo orden fueron atacados, encarcelados o exiliados. Mussolini
asumió el papel del déspota. Para completar esto, el Gran Consejo del Partido
Fascista fue nombrado “el órgano supremo de coordinación de todas las
actividades del régimen”. Todos sus miembros eran nombrados por Mussolini y
solo él podía convocarlos. Posteriormente, la Cámara decretó su propia
disolución y se estableció una nueva Cámara, de acuerdo con el principio del
corporativismo. Sus miembros fueron elegidos como sigue: Las organizaciones
sindicales fascistas elegían 800 candidatos y otros grupos fascistas elegían
200. De estos 1.000, el Gran Consejo Fascista nombró a 400 como candidatos del
partido a la Cámara. Sus nombres se sometieron al electorado, que votó “sí” o
“no”. Así se extinguió toda la oposición. Pero el régimen empezó cumpliendo con
las formas parlamentarias y las usó para destruir la constitución.
Hay una tercera arma que utiliza la
dictadura con un efecto mortal. Es el arma de la propaganda moderna, que es
bastante diferente de la cosa suave y pasada de moda que en Estados Unidos se
conocía como “publicidad”. El control completo de la prensa era por supuesto un
elemento vital de esto, junto con la supresión de todos los elementos críticos.
Pero esta propaganda moderna es algo más que la fuerza negativa propia de la
eliminación. Es un verdadero ataque a la mente de la gente. He dicho que estas
dictaduras modernas son populares y demagógicas. No quería decir que fueran
populares en el sentido de buscar el amor del pueblo. Pero por razones
asociadas con las estructura de las sociedades modernas, estas dictaduras deben
tener raíces profundas en la población como fuente final de poder. Suben al
poder siguiendo todas las corrientes de pensamiento en la población. Se
comprometen más o menos a hacer cosas que quieren las minorías poderosas entre
el pueblo. Pero cuando afrontan la necesidad de hacerlas, poderosas
contracorrientes les presionan de inmediato. Así, gasto implica impuestos y
pedir prestado, lo que a su vez implica más impuestos, lo que genera una
poderosa resistencia desde todos los sectores.
El control corporativista significa
la regimentación de los negocios que, cuando se intenta, implica severas
medidas de cumplimiento que asimismo provocan la irritación y la enemistad de
otro grupo poderoso. Al final, el dictador debe hacer cosas que no gustan a la
población. De ahí que deba tener poder, poder para someter las críticas y la
resistencia. Y esta necesidad de poder crece por lo que la alimenta hasta que
llega al absolutismo. Y así la mente popular debe someterse a un
condicionamiento intenso y esto reclama las formas reales y agresivas de
propaganda con las que nos estamos familiarizando en este país. Los
instrumentos principales de esto son la radio y el cine. En manos de un
dictador o un movimiento dictatorial o un gobierno en busca de poder, los
resultados que pueden alcanzarse son aterradores. Por supuesto, junto a esto va
el ataque a las mentes juveniles. Se toman las mentes jóvenes y se modelan de
las formas deseadas. Es en este momento cuando la dictadura desarrolla su
actitud hacia las organizaciones religiosas, a las que no se les puede permitir
continuar con su influencia en los jóvenes.
El elemento dictatorial del estado
fascista se compone de dos tipos de hechos: (a) una serie de teoría en las que
se fundamenta el organismo totalitario y (b) un serie de episodios que han
derivado de ello.
Los organizadores fascistas han
sentido la necesidad de crear una base filosófica para su sistema, lo que
supone un reconocimiento del carácter populista del experimento. Por ejemplo,
han invocado el principio de la élite. No es algo nuevo en Europa. Casi todos
los gobiernos existentes en ese momento reconocieron el principio de la
monarquía y el principio de la aristocracia, incluyendo el gobierno de
Inglaterra que hoy en día dedica su cámara alta a la aristocracia o élite.
Mucho antes de la última guerra el principio de la élite se discutía por
extenso. Pareto fue uno de los que sometieron a esta institución a un análisis
minucioso. Criticaba la élite estática o hereditaria que existía en la mayoría
de los países. En Gran Bretaña y Alemania se intentaba mitigar esto ofreciendo
infusiones frescas de nuevos miembros a la élite confiriendo de vez en cuando
títulos de nobleza a candidatos a la distinción. Pero la antigua élite
hereditaria permanecía y continuaba dominando su clase. Pareto jugaba con la
idea de una élite fluida o circulante, como la llamaba. Y Mussolini, que había
escuchado a Pareto en Lausana, aprobaba esto. Bastaría sencillamente con
obtener apoyo a esta idea por parte de una gran cantidad de pensadores en todos
los países europeos. Mussolini adoptó este principio: que el Partido Fascista
era el instrumento para la creación de esta nueva élite. Hitler adoptó la misma
idea en Alemania. En el fondo, la idea es defender la teoría de que los hombres
son iguales en sus dones intelectuales y éticos y que la sociedad de buscar
aislar a quienes representen la mayor evolución de la raza y darles funciones
especiales en el ejercicio del poder social.
Por tanto, se podría decir que a
partir de esto crecería la idea del partido exclusivo, limitado en miembros y
ejercitando una influencia determinante en la estructura social y el gobierno,
al tiempo que otorga a las masas una parte del poder a través de la Cámara
electiva. Sin embargo, de hecho, esa teoría no creció en el Partido Fascista.
La teoría por el contrario es una racionalización para ofrecer al Partido
Fascista una base ética. El partido en un instrumento puro de poder absoluto.
Pero la idea invocada para defenderlo no dejaba de tener atractivo para gran
cantidad de gente.
Los otros principios de la política
fascista son el gobierno totalitario y el principio de liderazgo. No son lo
mismo. Nuestro propio gobierno es casi único en su declaración de la idea de
que el gobierno no debe poseer un poder completo sobre toda conducta y
organización humana. Los únicos poderes que posee nuestro gobierno son los
otorgados por la Constitución. Y esa Constitución le otorga poderes muy
limitados. Los poderes no otorgados al gobierno central se reservan a los
estados o al pueblo. El gobierno totalitario es lo opuesto a esto. Define un
estado cuyos poderes son ilimitados.
Sin embargo, un estado con poderes
ilimitados no tiene que ser necesariamente una dictadura. Al dotar al estado de
poderes ilimitados, éstos pueden difundirse a través de varios órganos de
gobierno como el parlamento, el monarca, los tribunales y los estados. En
Italia se invoca el principio de liderazgo para concentrar todos los poderes
del estado en una sola persona. También puede definirlo el principio de
jerarquía: una estructura que a cada nivel de autoridad los poderes como tales
se alojan en una solo persona (el líder), que a su vez es responsable ante otro
líder por encima de él que posee todo el poder depositado a ese nivel, siendo
ese líder finalmente responsable ante el líder supremo (el dictador).
Por tanto, una vez revisado todo el
escenario italiano, podemos ahora nombrar todos los ingredientes esenciales del
fascismo. Es una forma de organización social
- En la que el gobierno no reconoce ninguna
restricción a sus poderes: totalitarismo.
- En la que este gobierno sin restricción está
dirigido por un dictador: el principio de liderazgo.
- En la que el
gobierno se organiza para operar el sistema capitalista y hacerlo
funcionar, bajo una inmensa burocracia.
- En la que la sociedad económica se organiza en el
modelo sindicalista, es decir creando grupos de categorías artesanas y
profesionales bajo la supervisión del estado.
- En la que el gobierno y las organizaciones
sindicalistas operan la sociedad capitalista bajo el principio de la
autarquía planificada.
- En la que el gobierno se hace responsable de
proveer a la nación de un poder adquisitivo mediante el gasto público y
pidiendo préstamos.
- En la que se usa el militarismo con un mecanismo
consciente de gasto público.
- En la que el imperialismo se incluye como una
política que deriva inevitablemente del militarismo, así como de otros
elementos del fascismo.
Dondequiera que encuentres una
nación que utilice todos estos instrumentos, sabrás que es una nación fascista.
En la proporción en que una nación use la mayoría de ellos, podemos suponer que
está tendiendo en dirección al fascismo.
Como las brutalidades cometidas por
los matones fascistas, la eliminación de escritores y políticos, las agresiones
de los gobiernos fascistas contra vecinos constituyen la materia prima de las
noticias, la gente está familiarizada con el elemento dictatorial del fascismo
y está muy poco informada sobre otros factores. La dictadura por sí sola no
hace que un estado sea fascista.
La dictadura de Rusia, aunque siga
las habituales técnicas vergonzosas de la tiranía (el campo de concentración y
el pelotón de fusilamiento) está muy lejos de ser una dictadura fascista. En
toda dictadura, el dictador ataca a esos enemigos internos y cuidad a esos
aliados internos como convenga a sus propósitos, así que su eliminación y
propaganda se dirigirá a distintos grupos en distintos países. Así que mientras
que Hitler acusaba y perseguía a los judíos, eran dos judíos (Theodore Wolff y
Emil Ludwig) los que aclamaban a Mussolini, porque éste no encontraba rentable
atacarlos.
Lo importante de todo esto es que
la dictadura es un instrumento esencial del fascismo, pero que otros elementos
aquí reseñados son igualmente esenciales para éste como institución. Es
distintos países puede alterarse sus relación con la religión o la literatura o
las razas o las mujeres o las formas de educación, pero siempre será una
dictadura militarista e imperialista que emplee el deuda pública y la autarquía
en su estructura social.
La teoría comúnmente aceptada de
que el fascismo se originó por la conspiración de los grandes industriales para
apoderarse del estado no se sostiene. Se originó en la izquierda.
Principalmente obtiene sus primeros impulsos en las formas decadentes o
corrompidas del socialismo, de entre esos antiguos socialistas que, cansados de
esa lucha, se encaminaron primero al sindicalismo y luego a convertirse en
salvadores del capitalismo adaptando las herramientas del socialismo y el
sindicalismo al estado capitalista. Los industriales y nacionalistas solo se sumaron
cuando los escuadrones fascistas habían producido ese desorden y confusión en
el que se encontraban perdidos. Luego supusieron que percibían en las prédicas
fascistas, vagamente al principio y luego más claramente, los brotes de un
corporativismo económico que podrían controlar o vieron en los escuadrones
fascistas el único enemigo eficaz del momento contra el comunismo. El fascismo
es un producto izquierdista: un vástago corrupto y enfermo de la agitación
izquierdista.
Es igualmente superficial suponer
que este trabajo fue obra de hombres de acción y que el mundo de la
intelectualidad quedó apartado, ignorando las oscuras corrientes que estaban
socavando sus fundamentos, como nos ha pedido que creamos un fatuo escritor
estadounidense. Lejos de ser la obra de hombres de acción, fue mucho más el
logro de algo que se aproximaba a la chaladura: los hombres de acción solo
aparecieron cuando la obra de confusión ya llevaba un buen trecho recorrido.
Aparecieron con la marea de la confusión. Respecto de los intelectuales y
poetas (alejados de la política y la economía malolientes), el principal
filósofo e historiador de Italia, Benedetto Croce, había creado desde hacía
mucho una tolerancia ante la ética sindicalista en Italia. Escribía sobre Sorel
con aprobación. Llegó a decir que la Inquisición bien podría haber estado
justificada. Indudablemente Mussolini y Gentile creyeron hasta 1925 que apoyaba
al fascismo. Más tarde iba a ver su casa quemada cuando los políticos de acción
entendieron las palabras del intelectual.
Si había alguien a continuación de
Croce entre los intelectuales, éste era Giovanni Gentile, que se convirtió en
ministro de educación de Mussolini. Fue Gentile el que creó la mayoría de las
desagradables pócimas que ofrecía a los labios de los intelectuales, como
reclamar primero el juramento fascista y luego unirse al Partido Fascista por
la fuerza. El propio Mussolini, dice Borgese, rechazó reticentemente estas
propuestas durante dos años, intimidado por el misterioso mundo académico y del
pensamiento, ya que ansiaba que se le considerara como un intelectual. Pero
Gentile acabó convenciéndole. Y cuando a los profesores se les presentó la
demanda de juramento y unión, de todos los pensadores y maestros en Italia,
solo trece rechazaron hacerlo. Después de eso, habiendo dado el primer paso,
atrapados en la necesidad espiritual de defenderse en el foro de sus propias
conciencias, procedieron a ser más fascistas que los fascistas en su
justificación de apoyos éticos y filosóficos para el nuevo orden.
Nadie querría mitigar los oscuros
colores de este triste episodio en la historia de nuestra civilización. Pero no
hay que decir que sea solo la obra de malas personas. Muchas personas que
reclamarían ser llamados buenos ciudadanos han proclamado su aprobación o al
menos una tibia tolerancia por los espectáculos de Mussolini. Las camisas
negras de Mussolini echaron a los socialistas y sometieron a los tímidos a
palos. Uno podría suponer que el uso del garrote habría requerido al menos una
disculpa de algunos de esos hombres como Gentile que entraron en el movimiento
fascista a la cabeza de un grupo de académicos y escritores liberales.
Mussolini había presumido de que su
revolución fascista se hizo sin garrotes. Y el filósofo Gentile estaba tan
lejos de horrorizarse por esto que en realidad dijo en los días antes de la
marcha sobre Roma “los garrotes de los squadrisiti
parecían la gracia de Dios. El garrote con su brutalidad material se convirtió
en el símbolo del alma extralegal fascista (…) Es una violencia sagrada”.
He aquí el terrible culto a la
violencia que se convierte en sagrado en el momento en que aparece para apoyar
tu propio culto. Que nadie suponga que solo en Italia un filósofo liberal puede
defender una “violencia sagrada”.
Después de las vulgares
brutalidades de la marcha hacia el poder, después de que los periódicos
hubieran ardido y sus directores sido golpeados, los clubes políticos
saqueados, después de que el sagrado garrote por la gracia de Dios hubiera
empleado su violencia sagrada sobre sus enemigos y otros fueran ahogados en
aceite de ricino, después de que miles hubieran sido enviados a campos de
concentración e incontables hombres valientes hubieran sido expulsados del
país, después de que Matteoti hubiera sido asesinado y Mussolini hubiera
proclamado que la democracia era “un sucio trapo a pisotear”, Winston
Churchill, en enero de 1927, le escribía diciendo: “Si yo hubiese sido un
italiano habría estado completamente con usted de principio a fin en su lucha
victoriosa contra los apetitos y pasiones bestiales del leninismo”: Aseguraba
al Duce que si fuera italiano se “pondría la camisa negra fascista”. Y un año
después escribía en la revista Collier’s
ensalzando a Mussolini por encima de Washington y Cromwell.
¿Significa esto que Churchill
aprueba las palizas y las eliminaciones? Difícilmente. Su importancia reside en
la revelación del grado en que las acciones malvadas serán excusadas o
toleradas o incluso defendidas cuando la excusa es alguna cruzada pública, o
religiosa o social de nuestro agrado. La capacidad del hombre para la crueldad
(incluso la capacidad del hombre bueno para la crueldad) en el seguimiento de
una cruzada espiritual es un fenómeno que aflige el alma.
Mussolini (el mismo Mussolini cuya
carrera de violencia y agresión y tiranía había sido hecha pública ampliamente)
recibe homenajes de muchos estadounidenses. Mr. Myron C. Taylor, hasta hace
poco embajador en el Vaticano, decía en 1936 que el mundo entero se veía
obligado a admirar el éxito del premier Mussolini “en disciplinar a la nación”.
No utilizaba la palabra “Etiopía”, pero decía a los comensales de una cena que
“hoy un nuevo Imperio Italiano afronta el futuro y asume sus responsabilidades
como guardián y administrador de una nación extranjera subdesarrollada de 10.000.000
de almas”.
Cuando Mussolini escribió su
autobiografía lo hizo a instancias y ante la insistencia de uno de sus
admiradores más devotos, el embajador de Estados Unidos en Italia, el anciano Richard
Washburn Child, que había estado en Italia durante una parte considerable de
todo el periodo fascista y lo conocía de primera mano.
Cuando apareció el libro, contenía efusivo prólogo del embajador, igual que en
otro libro del Conde Volpi, ministro de finanzas de Mussolini, sobre las
glorias de las finanzas fascistas italianas, que lleva un elogioso prólogo de Mr.
Thomas W. Lamont.
Mr. Sol Bloom, ahora presidente de
la Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes, dijo en la
sede la Cámara el 14 de enero de 1926:
[Mussolini] es algo nuevo y vital en
las inactivas viejas venas de la política europea. Sería algo grande no solo
para Italia sino para todos que tuviera éxito.
Es su inspiración, su determinación,
su constante trabajo lo que ha rejuvenecido literalmente a Italia y le ha dado
su segundo y moderno renacimiento.
No ha tomado nada para sí, ni
títulos, ni dinero, ni palacios, ni posición social para su familia. Su salario
es de solo (…) unos 1.000$ en moneda estadounidense.
Solo podemos comparar a Mussolini y
sus hombres con lo que hubiera ocurrido si la Legión Americana, liderada por un
héroe llameante, hubiera enfermado y se hubiera cansado de confianzas, de
chanchullos, de incompetencia, de estupidez y, sintiendo su juventud, su
inteligencia y su patriotismo estallando dentro de ella, se hubiera organizado
para reclamar el derecho a probar sus ideas de una administración sensata y
estricta.
Aunque incruenta, la “revolución” de
Mussolini ha cambiado a Italia para mejor.
No hay ninguna violencia allí y no
hallarán ninguna huelga.
Los intereses mundiales en Italia se
debe indudablemente a la carrera y los logros de su gran primer ministro,
Benito Mussolini, que, saliendo de la oscuridad hace tres años, se ha mantenido
como la personalidad más poderosa en Europa desde entonces.
Churchill no fue el único en ver en
Mussolini otro Cromwell. El Dr. Nicholas Murray Butler dijo “que era seguro
predecir que igual que Cromwell hizo la Inglaterra moderna, Mussolini podría
hacer la Italia moderna”. Presumía de su amistad con Mussolini, que cubrió de
condecoraciones y describió al “fascismo como una forma de gobierno de primer
orden de excelencia” e insistía en que “deberíamos mirar a Italia para que nos
muestre lo que su experiencia e inteligencia tiene que enseñar en la crisis que
afronta el siglo XX”.
El Dr. Gaetano Salvemini, que
incluye estos ejemplos escogidos de aplauso al Duce en su reciente libro What to Do with Italy,
también nos ofrece uno del anciano Otto Kahn, que hablaba ante la facultad de
la Universidad Wesleyan el 15 de noviembre de 1923:
El mérito de haber traído esta gran
cambio a Italia y sin derramamiento de sangre corresponde a un gran hombre,
amado y reverenciado en su propio país, un hombre hecho a sí mismo sin nada más
que el genio de su cerebro. Con él no solo su propio país, sino el mundo en
conjunto, tienen una deuda de gratitud.
Mussolini estuvo lejos de fomentar el
odio de clase o de utilizar las animosidades o divergencias de clase para fines
políticos.
No es un demagogo ni un reaccionario.
No es un chauvinista ni un toro en la cacharrería de Europa. No es un enemigo de
la libertad. No es un dictador en el sentido generalmente entendido de la
palabra.
Mussolini es un hombre demasiado
inteligente y recto como para llevar a su pueblo a arriesgadas aventuras en el
extranjero.
Su gobierno está siguiendo la
política de sacar al estado de los negocios lo más posible y evitar la interferencia
burocrática o política con la delicada maquinaria del comercio y las finanzas.
Mussolini desea particularmente una
cooperación cercana y activa con Estados Unidos. Estoy seguro de que el capital
estadounidense invertido en Italia encontrará seguridad, estímulo,
oportunidades y recompensas.
El gran evangelista fascista no dejó
de excitar la admiración de algunos de esos corresponsales estadounidenses que
ahora se proclaman los más ardientes defensores de la democracia y arrojan su
veneno sobre hombres que venían denunciando el dominio fascista de Mussolini
cuando ellos lo ensalzaban. Herbert Matthews, del New York Times, in The Fruits of Fascism, nos
dice que fue durante mucho tiempo “un admirador entusiasta del fascismo” y
confiesa que solo se convirtió cuando vio a los aviadores fascistas haciendo
llover bombas en España en 1938.
Eleanor y Reynolds Packard, corresponsales
de United Press, en su libro escrito después de su expulsión de Italia, nos
aseguran que los historiadores dividirán la dictadura de Mussolini en dos
partes y que la primera, que cubre doce años de colaboración con las potencias demócratas,
estuvo marcada por un programa social que era bueno, a pesar de su opresión, y
que está siendo copiado ahora por los países democráticos. Para Matthews, hubo
un tiempo en que Mussolini era el “único hombre que parecía cuerdo en un mundo
loco”.
Recuerdo aquí estos testimonios
simplemente porque muestran la opinión estadounidense y británica respecto de
lo que ocurrió en Italia. No podemos contar con que toda la buena gente de
Estados Unidos rechace las ideas fascistas. Para muchos la persecución de los
odiados rojos justificaba los garrotes. Mussolini estaba bien mientras
estuviera con las potencias democráticas. “No niego”, decía Churchill aún en
diciembre de 1940, en un discurso en la Cámara, “que es un gran hombre. Pero se
convirtió en criminal cuando atacó a Inglaterra”. El delito de Mussolini no
reside en todas las opresiones que cometió sobre su pueblo, ni en acabar con la
libertad en Italia, en atacar Etiopía o España, sino en “atacar Inglaterra”. Es
precisamente en esta tolerancia de la gente normalmente decente ante las
actuaciones de un hombre así donde reside la terrible amenaza del fascismo para
todos los pueblos.
John Thomas Flynn (1882-1964) fue
un famoso crítico de las decisiones políticas internas y externas de la
administración Roosevelt, oponiéndose tanto al New Deal como a la Segunda
Guerra Mundial. El miembro senior dela Instituto Mises Ralph Raico describió a
Flynn es su prólogo a la edición del 50 aniversario de The Roosevelt Mith:
“Hay pocas dudas de que el mejor informado y más tenaz de los miembros de la
Vieja Derecha fue John T. Flynn”.
Este artículo esta extraído de As We Go
Marching (1944).