Por
Murray N. Rothbard. (Publicado el 14 de octubre de 2010)
Traducido
del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4767.
[Este artículo está extraído de Historia del pensamiento económico, vol. 1, El
pensamiento económico hasta Adam Smith]
El hombre
Hay una costumbre en los torneos de
ajedrez de otorgar premios a la “brillantez” para victorias especialmente
resplandecientes. Las partidas “brillantes” son breves, lúcidas y devastadoras
y en ellas el maestro encuentra innovadoramente caminos hacia nuevas verdades y
combinaciones en la disciplina. Si fuéramos a otorgar un premio a la
“brillantez” en la historia del pensamiento económico, seguramente iría a Anne
Robert Jacques Turgot, barón de l'Aulne (1727–1781). Su carrera en la economía
fue breve pero brillante y notable en todos sus aspectos.
En primer lugar, murió bastante
joven, y en segundo, el tiempo y la energía que dedicó a la economía fue
comparativamente poco. Era un ocupado hombre de negocios, nacido en París en
una distinguida familia normanda que había servido desde hacía mucho como
importantes funcionarios reales. Eran “maestros de requerimientos” reales,
magistrados, intendants
(gobernadores). El padre de Turgot, Michel-Étienne, fue consejero de estado,
presidente del Gran Consejo (un tribunal de apelaciones del parlement de París), maestro de
requerimientos y administrador principal de la ciudad de París. Su madre fue la
intelectual y aristocrática Señora Magdelaine-Françoise Martineau.
Turgot tuvo una centelleante
carrera como estudiante, obteniendo premios en el Seminario de Saint-Sulpice y
luego en la gran facultad de teología de la Universidad de París, la Sorbona.
Como hijo menos de una familia distinguida pero no rica, se esperaba que Turgot
ingresara en la Iglesia, camino preferido para el progreso de alguien en esa
posición en la Francia del siglo XVIII. Pero aunque se convirtió en abad,
Turgot decidió por el contrario seguir la tradición familiar y unirse a la
burocracia real. En ella fue magistrado, maestro de requerimientos, intendant y finalmente, como hemos
visto, un efímero y controvertido ministro de finanzas (o “controlador
general”) en un intento heroico, pero condenado al fracaso, de eliminar las
restricciones estatales a la economía de mercado en una virtual revolución desde
arriba.
Turgot no solo era un administrador
ocupado, sino que sus intereses intelectuales eran asimismo de amplio espectro
y la mayoría de su tiempo libre lo empleaba en leer y escribir, no de economía,
sino de historia, literatura, filología y ciencias naturales. Sus
contribuciones a la economía fueron breves, aisladas y escritas con
precipitación, 12 obras para un total de solo 188 páginas. Su obra más larga y
famosa “Reflexiones sobre la formación y distribución de la riqueza” (1766)
comprende solo 53 páginas. La brevedad solo subraya la gran contribución a la
economía hecha por este hombre notable.
Los historiadores suelen englobar a
Turgot entre los fisiócratas y a tratarle como simplemente un discípulo
fisiócrata en el gobierno, aunque también se le considera como un mero
compañero de viaje de la fisiocracia fruto de un deseo estético de evitar verse
atrapado en el sectarismo. Nada de esto hace justicia a Turgot. Fue un
compañero de viaje en buena parte porque compartía con los fisiócratas una devoción
por el libre comercio y el laissez faire. No era un sectario porque era un
genio único y los fisiócratas apenas lo fueron. Su comprensión de la teoría
económica fue inmensamente mayor que la de ésos y su tratamiento de materias
como el capital y el interés apenas ha sido sobrepasado hasta hoy.
En la historia del pensamiento, el
estilo es a menudo el hombre, y la claridad y lucidez de Turgot refleja las
virtudes de su pensamiento y contrasta de manera refrescante con la prosa
prolija y ampulosa de la escuela fisiocrática.
Laissez faire y libre comercio
El mentor de Turgot en economía y
administración fue su gran amigo Jacques Claude Marie Vincent, Marqués de
Gournay (1712-1759). Gournay fue un mercader de éxito que luego se convirtió en
inspector real de manufactures y ministro de comercio. Aunque escribió poco, Gournay
fue un gran profesor de economía en
su mejor sentido, mediante incontables conversaciones, no solo con Turgot, sino
asimismo con los fisiócratas y otros. Fue Gournay el que difundió en Francia
los logros de Cantillon. Además,
Gournay tradujo al francés a economistas ingleses como Sir Josiah Child y sus
extensas notas sobre estas traducciones circularon manuscritas con profusión en
los círculos intelectuales franceses. De Gournay absorbió Turgot su devoción
por el laissez faire y de hecho el origen de la expresión “laissez-faire,
laissez-passer” se le ha atribuido incorrectamente a menudo.
Por tanto resulta lógica que Turgot
desarrollara sus opiniones de laissez faire más completamente en una de sus
primeras obras, la “Elegía a Gournay” (1979), un homenaje realizado cuando
murió el joven marqués tras una larga enfermedad.
Turgot dejaba claro que, para
Gournay, la red de detalladas regulaciones mercantilistas de la industria no
era simplemente un error intelectual, sino un verdadero sistema de
cartelización coactiva y privilegios especiales concedidos por el estado.
Turgot hablaba de
innumerables estatutos, dictados por
el espíritu del monopolio, cuyo único propósito era desanimar la industria,
concentrar el comercio en manos de una poca gente multiplicando las
formalidades y las cargas, sujetando a la industria a aprendizajes y
especializaciones de diez años en algunos trabajos que pueden aprenderse en
diez días, excluyendo a quienes no sean hijos de maestros o a los nacidos fuera
de ciertas clases y prohibiendo el trabajo de mujeres en la fabricación de
telas.
Para Turgot, la libertad e comercio
nacional y exterior derivaba también de los enormes beneficios mutuos del libre
intercambio. Todas las restricciones “olvidan que no hay transacciones
comerciales que puedan ser otra cosa que recíprocas” y que es absurdo tratar de
vender todo a extranjeros sin comprarles nada a cambio. Turgot continúa luego,
el su “Elegía”, apuntando algo pre-hayekiano acerca de los usos de un
indispensable conocimiento particular por parte de los actores y empresarios
individuales en el mercado libre. Estos participantes comprometidos sobre el
terreno en el proceso de mercado conocen mucho más acerca de sus situaciones
que los intelectuales alejados de la refriega.
No hay necesidad de demostrar que
cada individuo es el único juez competente del uso más ventajoso de de sus
tierras y su trabajo. Solamente él tiene el conocimiento concreto sin el cual
el hombre más ilustrado solo podría discutir a ciegas. Aprende mediante
intentos repetidos, por sus éxitos, por sus fracasos y adquiere un sentimiento
sobre él que es mucho más ingenioso que el conocimiento teórico del observador
indiferente porque está estimulado por el deseo.
Al proceder a un análisis más
detallado del proceso de mercado, Turgot apunta que el propio interés es el
principal impulsor de ese proceso y que, como había apuntado Gournay, el
interés individual en el mercado libre debe coincidir siempre con el interés general. El comprador seleccionará al
vendedor que le dé el mejor precio por el producto más apropiado y el vendedor
venderá su mejor mercancía al precio competitivo más bajo. Las restricciones
públicas y los privilegios especiales, por otro lado, impulsan a los
consumidores comprar productos peores a precios altos.
Turgot concluye que “la libertad general de
comprar y vender es por tanto (…) el único medio de asegurar, por un lado, al
vendedor un precio suficiente como para estimular la producción y, por otro, al
consumidor la mejor mercancía al precio más bajo”. Turgot concluía que el
gobierno debería limitarse estrictamente a proteger a los individuos frente las
“grandes injusticias” y a la nación frente a las invasiones. “El gobierno
debería proteger siempre la libertad natural del comprador para comprar y del
vendedor para vender”.
Turgot concedía que es posible que
haya a veces en el libre mercado, un “mercader que engañe y un consumidor
engañado”. Pero entonces el mercado proporciona sus propios remedios: “el
consumidor engañado aprenderá por experiencia y dejará de frecuentar al
mercader que engaña, que caerá en el descrédito y por tanto será castigado por
sus fraudes”.
De hecho, Turgot ridiculizaba los
intentos de los gobiernos de asegurarse contra el fraude o el daño a los
consumidores. En una refutación profética de los Ralph Nader de todas las
épocas, Turgot destacaba en un pasaje notable las numerosas falacias de la
supuesta protección del estado:
Esperar que el gobierno impida que se
produzca nunca dicho fraude sería como querer que proporcionara almohadones
para todos los niños que se pudieran caer. Suponer que sería posible, mediante
regulación, que todas las malas artes de este tipo es sacrificar a una
perfección quimérica todo el progreso de la industria, es restringir la
imaginación de los artesanos a los estrechos límites de lo familiar, es
prohibirles todo nuevo experimento. (…)
Significa olvidar que la ejecución de
estas regulaciones se encarga siempre a hombres que pueden tener más interés en
el fraude o en estar en connivencia con el fraude ya que el fraude que podrían
cometer estaría cubierto de alguna manera por el sello de la autoridad pública
y por la confianza que este sello inspira a los consumidores.
Turgot añadía que todas esas
regulaciones e inspecciones “siempre implican gastos y que esos gastos son
siempre un impuesto sobre las mercancías y como consecuencia un sobrecoste al
consumidor local y algo que desanima al comprador en el extranjero”.
Turgot acaba con una espléndida
floritura:
Así que, con injusticia evidente, el
comercio, y por consiguiente la nación, se ven gravados con una pesada carga
para ahorrar a un poco gente ociosa el problema de informarse o hacer
investigaciones para evitar verse engañados. Suponer que todos los consumidores
son tontos y que todos los comerciantes y fabricantes engañan tiene el efecto
de autorizarles a hacerlo y de degradar a todos los miembros trabajadores de la
comunidad.
Turgot continúa de nuevo con el
tema “hayekiano” del mayor conocimiento de los actores concretos en el mercado.
Toda la doctrina del laissez faire de Gournay, apunta, se basa en la
completa imposibilidad de dirigir,
mediante reglas invariables e inspección continua, una multitud de
transacciones que solo por su inmensidad no podrían conocerse completamente y
que, además, dependen continuamente de una multitud de circunstancias siempre cambiantes que no
pueden gestionarse o siquiera predecirse.
Turgot concluye la elegía de su
amigo y profesor apuntando la creencia de Gournay de que la mayoría de la gente
estaba “bien dispuesta hacia los dulces principios de la libertad económica”,
pero el prejuicio y una búsqueda del privilegio especial a menudo se
interponían en el camino. Toda personas, apuntaba Turgot, quiere hacer una
excepción al principio general de la libertad y “esta excepción generalmente se
basa en su interés personal”.
Un aspecto interesante de la elegía
es que Turgot apunta la influencia holandesa en las opiniones de laissez faire
de Gournay. Gournay había tenido una extensa experiencia comercial en Holanda y
el modelo holandés de relativo libre comercio y libre mercado en los siglos
XVII y XVIII, especialmente bajo la república, sirvió de inspiración en toda
Europa. Además, Turgot indica que uno de los libros que más influyó en
Gournay fue las Máximas políticas de Johan de Witt (1623-1672)
gran líder martirizado del partido republicano liberal-clásico de Holanda. De
hecho, en un artículo sobre “Ferias y mercados”, escrito dos años antes para la
gran Encyclopédie, Turgot había
citado a Gournay alabando los mercados libres internos de Holanda. Mientras que
otras naciones habían confinado el comercio a las ferias el tiempos y lugares
limitados, “En Holanda no hay ferias en absoluto, sino todo el ámbito del
Estado y todo el año son, por decirlo así, una feria continua, porque el
comercio en el país se siempre y en todas partes igualmente floreciente”.
Los últimos escritos de Turgot
sobre economía fueron como intendant
en Limoges, en los años anteriores a convertirse en contrôleur général en 1774. Reflejan su implicación en una lucha a
favor del libre comercio dentro de la burocracia real. En su última obra, la
“Carta al Abad Terray [el controlador general] sobre la marca de los hierros”
(1773), Turgot arremete vigorosamente contra el sistema de aranceles
proteccionistas como una guerra contra todos los que usan el privilegio estatal
de monopolio como arma a costa de los consumidores:
De hecho creo que los maestros del
hierro, que solo saben de su propio hierro, imaginan que ganarían más si
tuviesen menos competidores. No hay mercader al que no le gustara ser el único
vendedor de su producto. No hay rama del comercio en que los dedicados a ella
nos busquen eliminar la competencia y no encuentre algunos sofismas para hacer
creer a la gente que interesa al estado impedir al menos la competencia
exterior, que representan más fácilmente como el enemigo del comercio nacional.
Si les escucháramos, y les hemos escuchado demasiado a menudo, todas las amas
del comercio estarían infectadas por este tipo de monopolio. Estos idiotas no
ven que este mismo monopolio que practican, no contra extranjeros, como habrían
hecho creer al gobierno, sino contra sus propios conciudadanos, consumidores
del producto, se vuelve contra ellos por parte de estos conciudadanos, que son
a su vez vendedores, en todas las demás ramas del comercio donde los primeros a
su vez se convierten en compradores.
De hecho Turgot, anticipándose a
Bastiat tres cuartos de siglo antes, llama a este sistema una “guerra de
opresión recíproca, en la que el gobierno da su autoridad al todos contra
todos”, en resumen un “equilibrio de molestia e injusticia entre todos los
tipos de industrias” en el que todos pierden. Concluye que “sean cuales sean
los sofismas que se recojan por el propio interés de unos pocos mercaderes, la
verdad es que todas las ramas del comercio tendrían que se libres, igualmente
libres y completamente libres”.
Turgot estaba cerca de los
fisiócratas, no solo al defender la libertad de comercio, sino asimismo en
reclamar un impuesto único sobre el “producto neto” de la tierra. Incluso más
que en el caso de los fisiócratas, uno tiene la impresión con Turgot de que su
pasión real era librarse de los agobiantes impuestos en todos los demás
aspectos de la vida, en lugar de imponerlos a los terrenos agrícolas. Las
opiniones de Turgot respecto de los impuestos se desarrollaron más, aunque aún
así de forma breve en su “Plan para un estudio sobre los impuestos en general”
(1763), un esquema de un ensayo inacabado que había empezado a escribir como intendant en Limoges para el contrôleur général. Turgot afirmaba que los impuestos en los
pueblos se trasladaban a la agricultura y demostraba cómo los impuestos
dificultaban el comercio y cómo los impuestos urbanos distorsionaban la
ubicación de los pueblos y llevaban a la evasión ilegal de tasas. Además, los
monopolios privilegiados aumentaban seriamente los precios y estimulaban el
contrabando. Los impuestos al capital destruían el ahorro acumulado y
obstaculizaban la industria.
La elocuencia de Turgot se limitó a
burlarse de los malos impuestos en lugar de desarrollar las supuestas virtudes
del impuesto a los terrenos. El resumen de Turgot del sistema impositivo era
duro y mordaz: “Parece que las finanzas públicas, como un monstruo avaricioso,
han estado al acecho de toda la riqueza del pueblo”.
Un aspecto de la política, Turgot
aparentemente se aleja de los fisiócratas. Evidentemente, la estrategia de
Turgot era la misma que la de éstos: tratar de convencer al rey de la las
virtudes del laissez faire. Y aún así, uno de los epigramas más incisivos de
Turgot, enviado a un amigo fue: “No soy un enciclopedista porque creo en Dios,
no soy un economista porque no tendría ningún rey”. Sin embargo, esto último
claramente no era la opinión declarada públicamente por Turgot, ni guiaba sus
acciones públicas.
Valor, intercambio y precio
Una de las contribuciones más
notables de Turgot fue un escrito inédito e inacabado, “Valor y dinero”,
realizado alrededor de 1769. En
este escrito, Turgot, trabajando en un método de aproximaciones y abstracciones
sucesivas, desarrollaba una primera teoría de tipo austriaco de economía de
Robinsón, luego de un intercambio entre dos personas aisladas, que luego
expandía a cuatro personas y luego a un mercado completo. Al concentrarse
primero en la economía de un Robinsón aislado, Turgot fue capaz de descubrir
leyes económicas que trascienden el intercambio y se aplican a todas las
acciones individuales. En resumen, trasciende una teoría praxeológica y es más
profunda que el intercambio del mercado: se aplica a todas las acciones.
Primero Turgot examina a un hombre
aislado y desarrolla un sofisticado análisis de su escala de valor o utilidad.
Valorando y formando escalas de preferencias de distintos objetos, Robinsón
confiere valor a varios bienes económicos y compara y elige entre ellos
basándose en su valor relativo para él. Así que esos bienes adquieren distintos
valores. Robinsón elige no solo entre varios usos presentes sino asimismo entre
consumirlos ahora y acumularlos para “necesidades futuras”. También ve claro
que más abundancia de un bien lleva a un menor valor y viceversa. Por tanto, al
igual que sus precursores franceses y continentales, Turgot ve que la utilidad
subjetiva de un bien disminuye a medida que aumenta su oferta para una persona,
y al igual que a ellos, solo le falta el concepto de utilidad marginal para
completar la teoría.
Pero fue mucho más lejos que sus
predecesores en la precisión y claridad de su análisis. También ve que los
valores subjetivos de los bienes (su “valor de estimación” para los
consumidores) cambiará rápidamente en el mercado y hay al menos una pista en su
explicación de que se daba cuenta de que este valor subjetivo es estrictamente
ordinal y no sujeto a medición (y por tanto a la mayoría de los procedimientos
matemáticos).
Turgot empieza su análisis desde el
mismo principio: un hombre aislado, un objeto de valoración.
Consideremos a este hombre como
ejerciendo sus habilidades solo sobre un único objeto: lo buscará, lo evitará o
lo tratará con indiferencia. En el primer caso, indudablemente tendrá un motivo
para buscar este objeto: lo juzgará apropiado para disfrutarlo, lo encontrará bueno y esta bondad relativa, hablando
en general, podría llamarse valor y no sería susceptible de
medición.
Luego, Turgot introduce otros
bienes.
Si el mismo hombre puede elegir entre
varios objetos apropiados para su uso, será capaz de elegir uno u otro,
encontrar que prefiere una naranja a una castaña, una piel para evitar el frío
a una prenda de algodón; considerará que uno vale más que otro, por consiguiente decidirá tomar las cosas que
prefiera y dejar las demás.
Esta “comparación de valores”, esta evaluación de distintos
objetos, cambia continuamente: “Estas evaluaciones
no son permanentes, cambian continuamente con las necesidades de la persona”.
Turgot no solo adelanta la utilidad decreciente, sino que anticipa con vigor la
utilidad marginal decreciente, ya que
se concentra en la unidad de bienes
concretos: “Cuando el salvaje está hambriento, valora una porción de gamo más
que la mejor piel de oso, pero dejemos que sacie su apetito y sienta frío y
será la piel de oso la que se convertirá en valiosa para él”.
Después de introducir en la
explicación la anticipación de necesidades futuras, Turgot se ocupa de la
utilidad decreciente como una función de la abundancia. Armado con esta
herramienta de análisis, ayuda a resolver la paradoja del valor:
el agua, a pesar de su necesidad y la
multitud de placeres que proporciona al hombre, no se considera algo precioso
en un país húmedo: el hombre no busca obtener su posesión, ya que la abundancia
de este elemento le permite encontrarla a su alrededor.
Luego Turgot procede a realizar una
explicación verdaderamente notable, anticipándose a la concentración moderna de
la economía como asignación de recursos escasos un gran número muy poco limitado
de fines alternativos.
Para obtener la satisfacción de estos
deseos, el hombre solo tiene una cada vez más limitada cantidad de fuerzas y
recursos. Cada objeto concreto de disfrute le cuesta problemas, privaciones,
trabajo y, como mínimo, tiempo. Es este uso de sus recursos aplicado a la
búsqueda de cada objeto lo que proporciona la compensación de su disfrute y
constituye, por así decirlo, el coste de la cosa.
Aunque hay un desgraciado aroma a
“coste real” en el tratamiento del coste de Turgot y llama al coste de
producción su “valor fundamental”, llega en general a una versión rudimentaria
de la posterior opinión “austriaca” de que todos los costes son realmente
“costes de oportunidad”, sacrificios renunciando a una cierta cantidad de
recursos que se habrían producido en otro lugar.
Así que el actor de Turgot (en este
caso, uno aislado) considera y evalúa los objetos basándose en la significación
que tienen para él. Primero Turgot dice que su significación, o utilidad, es la
importancia de su gasto de “tiempo y trabajo”, pero luego trata a este concepto
como equivalente a la oportunidad productiva perdida, como “la proporción de
sus recursos, que puede utilizar para adquirir un objeto valorado sin
sacrificar así la búsqueda de otros objetos de importancia igual o mayor”.
Una ve analizadas las acciones de
Robinsón, Turgot incorpora a Viernes, es decir, supone ahora dos hombres ve
cómo se desarrollaría el intercambio. Aquí, en un análisis perspicaz,
desarrolla la teoría “austriaca” de un intercambio aislado de dos personas,
prácticamente como habría llegado Carl Menger un siglo después. Primero tiene
dos salvajes en una isla desierta, cada uno con sus bienes valiosos en su
poder, pero siendo los bienes apropiados para distintos deseos. Un hombre tiene
un exceso de peces, el otro de pieles y el resultado sería que cada uno
intercambia parte de su exceso por el del otro, de forma que ambas partes en el
intercambio se benefician. Se ha desarrollado el comercio o intercambio.
Turgot cambia luego las condiciones
de su ejemplo y supone que los dos bienes son el grano y la madera y que cada
producto podría por tanto almacenarse para futuras necesidades, de forma que
cada uno no estaría automáticamente ansioso por deshacerse de su exceso. Cada
hombre sopesaría así la “estima” relativa para él de los dos productos y
sopesaría apropiadamente el posible intercambio. Cada uno ajustará sus ofertas
y demandas hasta que las dos partes acuerden un precio al que ambos hombres
valoren lo que obtienen a cambio más de lo que entregan. Ambas partes se
beneficiarán así del intercambio. Como dice con lucidez Turgot:
Esta superioridad del valor estimado
atribuida por el adquirente a la cosa que adquiere sobre la cosa que entrega es
esencial para el intercambio pues es su único motivo. Cada uno permanecería
como estaba, si no encontrara un interés, un beneficio personal, en el
intercambio, si internamente no considerara que lo que recibe vale más de lo
que entrega.
Desgraciadamente, luego Turgot se
sale del camino del valor subjetivo añadiendo, innecesariamente, que los
términos de intercambio alcanzados mediante este proceso de negociación
tendrían un “valor igual de intercambio”, ya que de otra forma la persona menos
dispuesta al intercambio “forzaría a la otra a acercarse más a su precio con
una mejor oferta”. No está claro qué quiere decir aquí Turgot al decir que
“cada uno da un valor igual para recibir un valor igual”: quizá haya aquí una
idea incipiente de que el precio al que se llega mediante negociación estaría a
medio camino entre las escalas de valores de ambos.
Sin embargo Turgot tiene toda la
razón al apuntar que el acto de intercambio aumenta la riqueza de ambas partes
del intercambio. Luego introduce la competencia entre dos vendedores para cada
uno de los productos y muestra cómo la competencia afecta a las escalas de
valores de los participantes.
Como había apuntado Turgot unos
años antes en su obra más importante, “Reflexiones sobre la formación y
distribución de la riqueza”, el
proceso de negociación, en el cada parte quiere obtener tanto como pueda y
entregar a cambio tan poco como sea posible, genera una tendencia hacia un
precio uniforme de cada producto respecto del otro. El precio de cualquier bien
variará de acuerdo con la urgencia de la necesidad entre los participantes. No
hay un “precio real” al que tienda o deba tender el mercado.
Finalmente, en su repetido análisis
de la acción humana como resultado de las expectativas,
en lugar de en equilibrio o como poseedores de un conocimiento perfecto, Turgot
anticipa el énfasis austriaco en las expectativas como la clave de las acciones
en el mercado. El mismo énfasis en las expectativas implica por supuesto
implica que pueden verse decepcionados en el mercado y a menudo es así.
La teoría de la producción y la distribución
En cierto sentido la teoría de la
producción de Turgot seguía a los fisiócratas: la desafortunada opinión de que
solo la agricultura es productiva y de que, por consiguiente, debería haber un
único impuesto sobre la tierra. Pero la idea principal de su teoría de la
producción era bastante distinta de la de la fisiocracia. Así, antes del famoso
ejemplo de Adam Smith de la fábrica de alfileres y su énfasis en la división
del trabajo, Turgot había desarrollado en sus “Reflexiones” un inteligente
análisis de dicha división.
Si el mismo hombre que, en su propio
terreno, cultiva estos distintos artículos y los usa para atender a sus propios
deseos, también se viera forzado a realizar por sí mismo todas las operaciones
inmediatas, es seguro que tendrá muy poco éxito. La mayor parte de estas
operaciones requieren cuidado, atención y una larga experiencia, por lo que
solo pueden adquirirse trabajando continuamente y con una gran cantidad de
materiales.
Y además aunque un hombre
consiga curtir un solo cuero, solo
necesita un par de zapatos: ¿qué hará con el resto? ¿Matará un buey para hacer
este par de zapatos? (…) Lo mismo puede decirse respecto de todos los demás
deseos del hombre, que, si se redujeran a su propio campo y a su propio
trabajo, desperdiciarían mucho tiempo y problemas para estar muy mal equipados
en todos los aspectos y también cultivarían muy malamente sus tierras.
A pesar de que se suponía que solo
la tierra sería productiva, Turgot en realidad concedía que los recursos
naturales deben ser transformados por el trabajo humano y que el trabajo debe
aparecer en cada etapa del proceso de producción, Aquí Turgot ha desarrollado
los rudimentos de la teoría austriaca crucial de que la producción toma tiempo y de que pasa a través de varias etapas, cada una de las cuales toma
tiempo y de que por tanto las clases básicas de factores de producción con
tierra, trabajo y tiempo.
Una de las contribuciones más
notable de Turgot a la economía, cuyo significado se perdió hasta el siglo XX,
fue su desarrollo brillante y casi sobre la marcha de la ley de los retornos
decrecientes o, como podría describirse, la ley de las proporciones variables.
Esta perla apareció en un concurso que había inspirado para que realizara la
Real Sociedad Agrícola de Limoges para premiar ensayos sobre impuestos
indirectos. La insatisfacción con el ensayo fisiocrático ganador de Guérineau
de Saint-Péravy le llevó a desarrollar sus propias ideas en “Observaciones
sobre un escrito de Saint-Péravy” (1767).
Aquí Turgot va al corazón del error
fisiocrático, en el Tableau, de
suponer una proporción fija de los distintos gastos de las diferentes clases de
personas. Pero Turgot apunta que estas proporciones son variables, como las
proporciones de los factores físicos en la producción. No hay proporciones constantes
de factore en agricultura, por ejemplo, porque las proporciones varían de
acuerdo con el conocimiento de los agricultores, el valor del suelo, las
técnicas utilizadas en la producción y la naturaleza del terreno y las
condiciones climáticas.
Desarrollando más este tema, Turgot
declaraba que, “incluso aplicado el mismo campo, [el producto] no es
proporcional [a las aportaciones de factores] y nunca puede suponerse que el
doble las aportaciones produzca el doble del producto”. No solo son variables
las proporciones de los factores respecto del producto, sino que a partir de un
punto “todo gasto posterior sería inútil y esos aumentos incluso pueden ser
perjudiciales. En este caso, las aportaciones aumentarían sin aumentar el
producto. Hay por tanto un punto máximo
de producción que es imposible superar”.
Además, después de sobrepasar el
punto máximo, es “más que probable que a medida que se aumentan gradualmente las
aportaciones pasan este punto hasta no retornar nada, cada aumenta sea cada vez
menos productivo”. Por otro lado, si el agricultor reduce los factores desde el
punto de producción máxima, se encontrarían los mismos cambios en la
proporción.
En resumen, Turgot había creado,
completamente desarrollado, un análisis de la ley de los retornos decrecientes
que no sería sobrepasado, o posiblemente igualado, hasta el siglo XX. (Según
Joseph Schumpeter, ¡no hasta un artículo de Edgeworth en una revista en 1911!)
Tenemos a Turgot indicando con palabras el diagrama que nos es familiar en la
economía moderna: aumentando las cantidad de factores, en resumen, aumenta la
productividad marginal (la cantidad producida por cada aumento en el factor)
hasta que se llega a un punto máximo, AB,
después del cual la productividad marginal cae, acabando en cero y luego
convirtiéndose en negativa.
La teoría del capital, la empresa, el ahorro y el interés
En la lista de las extraordinarias
contribuciones de A.R.J. Turgot a la teoría económica, la más notable fue su
teoría del capital y el interés, que, en contraste con campos como la utilidad,
aparece prácticamente de golpe sin referencia a contribuciones previas. No es
solo eso, sino que Turgot Desarrolló casi completamente la teoría austriaca del
capital y el interés un siglo antes de que fuera expuesta en su forma definitiva
por Eugen von Böhm-Bawerk.
La teoría del capital de Turgot
encontró eco apropiado en los economistas clásicos británicos, así como en los
austriacos. Así, en sus grandes “Reflexiones” Turgot apuntaba que la riqueza se
acumula por medio de la producción anual no consumida y ahorrada. Los ahorros
se acumulan en forma de dinero y luego se invierten en distintos tipos de
bienes de capital, Además, como apuntaba Turgot, los “empresarios capitalistas”
deben antes acumular capital ahorrado para “adelantar” el pago a los
trabajadores mientras se está fabricando el producto. En agricultura, el
empresario capitalista debe ahorrar fondos para pagar trabajadores, comprar
ganado, pagar edificios y equipos, etc., hasta que se recoge la cosecha y se
vende y puede recuperar lo adelantado. Y lo mismos pasa en todos los campos de
la producción.
Algo de esto fue recogido por Adam
Smith y los posteriores clásicos británicos. Pero no recogieron dos puntos
vitales. Uno era que el capitalista de Turgot era asimismo un capitalista-empresario. No solo adelantaba ahorros a los trabajadores
y otros factores de producción: también, como apuntó por primera vez Cantillon,
asumía los riesgos de la incertidumbre en el mercado. A la teoría del
empresario de Cantillon del empresario como alguien que asume permanente
riesgos frente a la incertidumbre, equilibrando así las condiciones del
mercado, le faltaba un elemento clave: un análisis del capital y darse cuenta
de que las principal fuerza motriz de la economía de mercado no es cualquier empresario, sino el empresario
capitalista, el hombre que combina
ambas funciones. Aún así, el memorable
logro de Turgot de desarrollar la teoría del empresario capitalista ha sido,
como apuntaba el Profesor Hoselitz, “completamente ignorada” hasta el siglo XX.
Si los clásicos británicos
olvidaron completamente al empresario, tampoco entendieron el énfasis
proto-austriaco de Turgot en el papel esencial del tiempo en la producción y el hecho de que las industrias pueden
requerir muchas etapas de producción con largos periodos de adelanto de pagos
antes de la fabricación y venta. Turgot apuntaba agudamente que es el dueño del
capital
quien esperará a la venta de la piel
para recuperar no solo lo adelantado, sino asimismo un beneficio suficiente
para compensarle lo que le hubiera costado en dinero si lo hubiera dedicado a
la compra de una propiedad y, además, los salarios debidos a su trabajo y
cuidados e incluso a su habilidad.
En este pasaje, Turgot anticipaba
el concepto austriaco del coste de oportunidad y apuntaba que el capitalista
tenderá a ganar sus salarios imputados y la oportunidad que el capitalista
sacrificó por no invertir su dinero en otra cosa. En resumen, los beneficios
contables del capitalista tenderán a un equilibro a largo plazo más los
salarios imputados a su propio trabajo y habilidad. En agricultura,
manufacturas o cualquier otro campo de producción, hay dos clases básicas de
productores en la sociedad: los empresarios, propietarios de capital “que lo
invierten de forma rentable por adelantado en la gente que trabaja”, y los
trabajadores o “meros artesanos, que no tienen otra propiedad que sus brazos,
que adelantan solo su trabajo diario y no reciben otro beneficio que sus
salarios”.
En este punto, Turgot incorpora un
germen de idea valiosa del Tableau
fisiocrático: que el capital invertido debe continuar retornando un beneficio
constante a través de una circulación continua de los gastos, o si no se
producirán dislocaciones en la producción. Integrando sus análisis del dinero y
del capital, Turgot apuntaba luego que antes del desarrollo del oro o la plata
como dinero, el ámbito del emprendimiento, la fabricación o el comercio habían
estado muy limitados. Pues para desarrollar la división del trabajo y las
etapas de producción es necesario acumular grandes sumas de capital y realizar
intercambios extensos, nada de lo cual es posible sin dinero.
Al ver
que las “aportaciones” de los ahorros a los factores de producción son una
clave para la inversión y que este proceso solo se desarrolla en una economía
monetaria, Turgot procedió luego con un punto “austriaco” crucial: como el
dinero y las aportaciones de capital son indispensables en todas las empresas,
los trabajadores están por tanto dispuestos a pagar a los capitalistas un descuento de la producción por el
servicio de que se les pague dinero adelantado de los ingresos futuros. En
resumen, el retorno de interés sobre la inversión (lo que el sueco “austriaco”
Knut Wicksell llamaría más de un siglo más tarde el “tipo natural de interés”)
es el pago por los trabajadores a los capitalistas por la función de
adelantarles dinero actual de forma que no tengan que esperar años para
recibirlo. Como decía Turgot en sus “Reflexiones”:
Como los
capitales son el fundamento indispensable de todas las empresas lucrativas, (…)
quienes, con su industria y amor al trabajo, no tengan capitales o no tengan
los suficientes para la empresa en la que pretenden embarcarse, no les cuesta
decidirse a entregar a los propietarios de dicho capital o dinero que estén dispuestos
a confiárselo, una porción de los beneficios que esperan obtener por encima de
los retornos de sus aportaciones.
Al año
siguiente, en sus brillantes comentarios sobre el trabajo de Saint-Péravy,
Turgot extendía su análisis de los ahorros y el capital para establecer un
excelente anticipo de la ley de Say. Turgot rechazaba los miedos
pre-keynesianos de los fisiócratas de que el dinero que no se gastara en
consumo no “fluiría” fuera de un estrecho círculo y por tanto dañaría la
economía. Como consecuencia, los fisiócratas tendían a oponerse a los ahorros
por sí mismos. Sin embargo, Turgot apuntaba que las aportaciones de capital
eran vitales en todas las empresas y ¿de dónde podrían venir las aportaciones,
si no es del ahorro?
También
apuntaba que no supone ninguna diferencia si esos ahorros los proporcionan los
propietarios de tierras o los empresarios. Para que los ahorros empresariales
sean suficientemente grandes como para acumular capital y expandir la
producción, los beneficios han de ser mayores que la cantidad requerida para
reproducir el gasto empresarial actual (es decir, reemplazar inventario, bienes
de capital, etc., a medida que se retiran o agotan).
Turgot
continúa apuntando que los fisiócratas suponen sin pruebas que los ahorros
simplemente quedan fuera de circulación y rebajan los precios. Por el
contrario, el dinero volverá a la circulación, los ahorros se usarán
inmediatamente para comprar terrenos, para invertirlos como aportaciones a los
trabajadores y otros factores o para ser prestados con intereses. Todos estos
usos de los ahorros devuelven el dinero al flujo circular. Por ejemplo, las
aportaciones de capital vuelven a la circulación para los pagos de los equipos,
edificios, materias primas o salarios. La compra de terrenos transfiere dinero
al vendedor del terreno, que a su vez o bien compra algo con el dinero, paga
sus deudas o vuelve a prestar la cantidad: en cualquier caso, el dinero vuelve
rápidamente a la circulación.
Turgot se
dedica luego a un análisis similar de flujos de gasto si los préstamos se
prestan con un interés. Si los consumidores piden prestado el dinero, los piden
para gastarlo y así el dinero gastado vuelve a la circulación. Si pide prestado
para pagar deudas o comprar terrenos, ocurre lo mismo. Y si los empresarios
piden prestado el dinero, se empleará en aportaciones e inversión y de nuevo
volverá a la circulación.
Por
tanto, el dinero ahorrado no se pierde: vuelve a la circulación. Además, el
valor de los ahorros invertidos en capital es mucho mayor que lo acumulado al
atesorarlo, así que el dinero tenderá a volver rápidamente a la circulación.
Además, apuntaba Turgot. Incluso si el aumento en los ahorros realmente
eliminara una pequeña cantidad de la circulación durante un tiempo
considerable, el precio inferior de lo producido compensará más que de sobra al
empresario por el aumento en las aportaciones y la consiguiente mayor
producción y la rebaja en el coste de producción. Aquí Turgot tiene el germen
del muy posterior análisis de Mises-Hayek de cómo el ahorro estrecha pero
alarga la estructura de producción.
La
culminación de la contribución de Turgot a la teoría económica fue su
sofisticado análisis del interés. Ya hemos visto la notable idea de Turgot de
ver el retorno de intereses de la inversión como un precio pagado por los
trabajadores al los empresarios capitalistas por adelantarles sus ahorros en
forma de dinero actual. Turgot también demostró que (muy adelantado a su
tiempo) la relación entre este tipo natural de interés y el interés de los
préstamos monetarios. Por ejemplo, demostró que los dos deben tender a ser
iguales en el mercado, ya que los propietarios de capital continuamente
equilibrarán sus retornos esperados en distintos canales de uso, ya sea en
préstamos en dinero o en inversión directa en la producción. El prestamista
vende ahora el uso de su dinero y el prestatario compra ese uso, y el “precio”
de esos préstamos (es decir, el tipo de interés del préstamo) se determinará,
como en el caso de cualquier producto, por las variaciones en oferta y demanda
en el mercado.
El
aumento en la demanda de préstamos (“muchos prestatarios”) aumentará los tipos
de interés; el aumento en la oferta de préstamos (“muchos prestamistas”) los
rebajará. La gente pide prestado por muchas razones, como hemos visto: para
tratar de obtener un beneficio empresarial, comprar terrenos, pagar deudas o
consumir. A los prestamistas les preocupan solo dos cosas: los retornos de los
intereses y la seguridad de su capital.
Aunque
habrá una tendencia en el mercado a igualar los tipos de interés de los
préstamos y los retornos de intereses en las inversiones, los préstamos tienden
a ser una forma menos arriesgada de canalizar los ahorros. Así que la inversión
en empresas arriesgadas solo se hará si los empresarios esperan que su beneficio
sea mayor que el tipo de interés de los préstamos. Turgot también apuntaba que
los bonos públicos tienden a ser la inversión menos arriesgada, así que
producirán el rendimiento de intereses más bajo. Continúa declarando que la
“verdadera maldad” de la deuda pública es que presenta ventajas para los
acreedores públicos pero canaliza sus ahorros a usos “estériles” e
improductivos y mantiene un alto tipo de interés en la competencia con los usos
productivos (o, como decimos ahora, la deuda pública “expulsa” los usos
privados productivos de los ahorros).
Avanzando
en un análisis de la naturaleza y el uso del préstamo con interés, Turgot, se
dedicó a una crítica dura e incisiva de las leyes de usura, que los fisiócratas
seguían tratando de defender.
Un préstamo,
apuntaba Turgot, “es un contrato recíproco, libre entre las dos partes, que
hacen solo porque les resulta ventajoso”. Así que por tanto un préstamo es ipso
facto ventajoso para ambos, el
prestamista y el prestatario. Turgot se lanzaba en pos del argumento decisivo:
“¿Entonces bajo qué principio puede considerarse un delito en un contrato
ventajoso para ambas partes, con el que ambas partes están satisfechas y que
indudablemente no daña a nadie?” No hay explotación en cobrar intereses igual
que no la hay en la venta de ningún producto. Atacar a un prestamista por
“aprovecharse” de la necesidad de dinero del prestatario reclamándole intereses
“es tan absurdo como argumento como decir que un panadero que pide dinero por
el pan que vende, se aprovecha de la necesidad de pan del comprador”.
Y si el
dinero gastado en pan podría ser considerado su equivalente, entonces de la
misma forma “el dinero que el prestatario recibe hoy es igualmente un
equivalente al capital e interés que promete devolver al acabar cierto plazo”.
En resumen, un contrato de préstamo establece el valor presente de un pago
futuro de capital e interés. El prestamista obtiene el uso del dinero durante
el plazo del préstamo, el prestamista se ve privado de dicho uso, el precio de
esta aportación o desaportación es el “interés”.
Es
verdad, dice Turgot a la rama anti-usura de los escolásticos, que el dinero
como una “masa de metal” es estéril y no produce nada, pero el dinero empleado
con éxito en empresas genera un beneficio o invertido en terrenos genera
ganancias. El prestamista renuncia, durante el plazo del préstamo, no solo a la
posesión del metal, sino asimismo al beneficio que podría haber obtenido por la
inversión: el “beneficio o renta que habría sido capaz de procurarse con él y el
interés que el indemnizaba por su pérdida no pueden considerarse como
injustos”. Así Turgot integra su análisis y justificación del interés con una
visión generalizada de costes de oportunidad, de rentas perdidas por prestar el
dinero. Y sobre todo Turgot declara entonces que hay un derecho de propiedad
del prestamista, un punto crucial que no debe olvidarse. Un prestamista tiene
el derecho
a solicitar un interés por su préstamo sencillamente porque el dinero es de su
propiedad. Como es de su propiedad es libre de quedárselo (…), luego si lo
presta, puede dar al préstamo las condiciones que le parezcan oportunas. En
esto, no daña al prestatario, ya que este último acuerda las condiciones y no
tiene derecho de ningún tipo sobre la suma prestada.
Respecto
el pasaje bíblico de San Lucas que había sido utilizado durante siglos para
denunciar el interés, el pasaje que pedía que se prestara sin ganancias, Turgot
apuntaba que este consejo era sencillamente un precepto de cridad, una “acción
laudable inspirada por la generosidad” y no un requisito de justicia. Los
opositores a la usura, explicaba Turgot, nunca llegaron a una postura coherente
de tratar de obligar a todos a
prestar sus ahorros sin intereses.
En una de
sus últimas contribuciones, la altamente influyente “Memoria sobre los
préstamos con interés” (1770), Turgot desarrollaba su crítica de las leyes de
usura, amplificando al mismo tiempo su notable teoría del interés.
Apuntaba que las leyes de usura no se aplican rigurosamente, llevando a
extensos mercados negros en los préstamos. Pero permanece el estigma de la
usura, junto con una omnipresente falta de honradez y de respeto por la ley.
Aún así, de vez en cuando, las leyes de usura se aplican esporádica e
impredeciblemente, con sanciones severas.
Más
importante es que Turgot, en la “Memoria sobre los préstamos con interés”, se
centrara en el problema crucial del interés: ¿por qué los prestatarios están dispuestos a pagar la prima del
interés por el uso del dinero? Los opositores a la usura, apuntaba, sostienen
que el prestamista, al solicitar que se devuelva más que el principal, está
recibiendo un valor en exceso del valor del préstamo y que este exceso es de
alguna manera profundamente inmoral. Pero Turgot llega al punto crucial: “Es
verdad que al devolver el principal, el prestatario devuelve exactamente el
mismo peso del metal que el prestamista le había dado”. Pero añade, ¿por qué debería ser el peso del
metal monetario la consideración esencial y no el “valor y utilidad que tiene
para prestamista y prestatario”?
En
concreto, llegando al concepto vital de la preferencia temporal de Böhm-Bawerk,
Turgot nos pide que comparemos “la diferencia en utilidad que existe en la
fecha de préstamo entre la cantidad que poseemos ahora y una suma igual que se
reciba en una fecha distante”. La clave es la preferencia temporal: el
descuento del futuro y la consiguiente atribución de una prima al presente.
Turgot apunta el conocido refrán de “más
vale pájaro en mano que ciento volando”. Como una suma de dinero que tenemos
realmente ahora “es preferible a la garantía de recibir una suma similar en uno
varios años”, la misma suma de dinero pagada y devuelta difícilmente será de un
valor equivalente, pues el prestamista “da el dinero y recibe solo una
garantía”.
¿No puede
esta pérdida en valor “compensarse por la garantía de un aumento en la suma
proporcional al plazo? Turgot concluía que “esta compensación es precisamente
el tipo de interés”. Añadía que lo que tenía que compararse en una transacción
de un préstamo no es el valor del
dinero prestado respecto de la suma de dinero devuelto, sino el “valor de la promesa de una suma de dinero comparada
con el valor del dinero ahora disponible”. Pues un préstamo es precisamente la
transferencia de una suma de dinero a cambio de la promesa actual de una suma de dinero en el futuro. De ahí que un
tipo máximo de interés impuesto por ley prive prácticamente de crédito a todas
las empresas de riesgo.
Además de
desarrollar la teoría austriaca de la preferencia temporal, Turgot fue la primera
persona, en sus Reflexiones, en
apuntar el concepto correspondiente de capitalización,
es decir, que el valor presente de capital de la tierra y otros bienes de
capital en el mercado tiende a igualar la suma de sus futuras rentas, o
retornos, esperados, descontados por el tipo de preferencia temporal del merado
o tipo de interés.
Como si
esto no fuera suficiente como contribución a la economía, Turgot también fue
pionero de un análisis sofisticado de la interrelación entre el tipo de interés
y la “teoría cuantitativa” del dinero. Hay poca conexión, apuntaba, entre el
valor de la divisa en términos de precios y el tipo de interés. La oferta de
dinero puede ser abundante y por tanto el valor del dinero bajo en términos de
productos, pero el tipo de interés puede ser al tiempo muy alto. Tal vez
siguiendo un modelo similar de David Hume, Turgot se pregunta qué ocurriría si
la cantidad de moneda de plata en un país se doblara súbitamente y si ese aumento se distribuyera
mágicamente en proporciones iguales a cada persona. En concreto, Turgot nos
pide que supongamos que hay un millón de onzas de moneda de plata en existencia
en un país y “que se introduce en el país, de una forma u otra, un segundo
millón de onzas de plata y que este aumento se distribuye en todas las bolsas
en la misma proporción que el primer millón, así que quien antes tenía dos
onzas ahora tiene cuatro”.
Luego
Turgot explica que los precios aumentarán, tal vez doblándose, y que por tanto
caerá el valor de la plata en términos de productos. Pero añade que en modo
alguno se deduce que el tipo de interés caiga, si las proporciones de gasto de
la gente permanecen iguales, “si todo el dinero se lleva al mercado y se emplea
en los gastos actuales de quienes lo poseen”.
En nuevo dinero no se prestará, ya que solo el dinero ahorrado se presta e
invierte.
De hecho,
Turgot apunta que. Dependiendo de cómo se vean afectadas las proporciones de
gasto-ahorro, un aumento en la cantidad de dinero podría aumentar los tipos de interés. Supongamos, dice, que toda la gente
rica decide gastar sus rentas en beneficios anuales en consumo y gastar su
capital de forma pródiga. El mayor gasto en consumo aumentará los precios de
los bienes de consumo y al haber mucho menos dinero para prestar o gastar en
inversión, los tipos de interés aumentarán con los precios. En resumen, el
gasto se acelerará y los precios aumentarán, mientras que al mismo tiempo,
aumentarán las tasas de preferencia temporal, la gente gastará más y ahorrará
menos y los tipos de interés aumentarán.
Así que
Turgot, está un siglo por delante de su tiempo en desarrollar la sofisticada
relación austriaca entre lo que Mises llamaría la “relación monetaria” (la
relación entre la oferta y la demanda de dinero, que determina los precios o el
nivel de precios) y las tasas de preferencia temporal, que determinan la
proporción gasto-ahorro y el tipo de interés. También aquí estaba el inicio es
los rudimentos de la teoría austriaca del ciclo económico, de la relación entre
la expansión de la oferta monetaria y el tipo de interés.
Respecto
de los movimientos en la tasa de preferencia temporal o tipo de interés, un
aumento en el espíritu ahorrador rebajará los tipos de interés y aumentará la
cantidad de los ahorros y la acumulación de capital y un aumento en el espíritu
derrochador hará lo contrario. El espíritu ahorrador, apunta Turgot, ha estado
creciendo constantemente en Europa a lo largo de varios siglos y por tanto los
tipos de interés han tendido a caer. Los distintos tipos de interés y tasas de
retorno en préstamos, inversiones, terrenos, etc. tenderán a equilibrarse en el
mercado y a un solo tipo de retorno. El capital, apunta Turgot, se trasladará
de industrias y regiones de menor
beneficio a industrias de mayores beneficios.
La teoría del dinero
Aunque
Turgot no prestó mucha atención a la teoría del dinero como tal, tuvo algunas
contribuciones importantes que hacer. Además de continuar el modelo de Hume e
integrarlo con su análisis del interés, Turgot enfatizaba su oposición a la
idea ahora dominante de que el dinero es una pura representación convencional.
En su crítica a un trabajo premiado de J.J. Graslin (1767), Turgot declara a
Graslin completamente equivocado en “considerar al dinero meramente como una
representación convencional de riqueza”. Por el contrario, Turgot declara: “no
es en absoluto en virtud de la convención por lo que el dinero se intercambia
por todos los demás valores: es en sí mismo un objeto de comercio, una forma de
riqueza, porque tiene valor y porque cualquier valor se intercambia en el
comercio por un valor igual”.
En su
artículo inacabado del diccionario sobre “Valor y dinero”, Turgot desarrolla
más su teoría monetaria. A partir de su conocimiento de la lingüística, declara
que el dinero es un tipo de lenguaje, que da forma a varias cosas
convencionales en un “término o patrón común”. El término común de todas las
divisas es el valor común, o los precios, de los objetos que tratan de medir.
Sin embargo, estas “mediciones” difícilmente son perfectas, reconoce Turgot, ya
que los valores del oro y la plata siempre varían en relación con los productos
así como entre sí.
Todas las
monedas están hechas del mismo material, principalmente oro y plata, y difieren
solo en las unidades de divisa. Y todas estas unidades son reducibles entre sí,
como otras medidas de longitud o volumen, mediante expresiones de peso en casa
divisa estándar. Hay dos tipos de dinero, apunta Turgot, el dinero real (monedas, pizas de metal marcadas
con inscripciones) y el dinero ficticio,
que sirve como unidad de cuenta o numéraire.
Cuando las unidades de dinero real se definen en términos de unidades de
cuenta, las distintas unidades se ligan entonces entre sí a pesos concretos de
oro o plata.
Turgot
demuestra que los problemas aparecen porque las monedas reales en el mundo no
son solo de un metal sino de dos: oro y plata. Los valores relativos del oro y
la plata en el mercado variarán entonces de acuerdo con la abundancia y la
relativa escasez del oro y la plata en las distintas naciones.
Influencia
Uno de
los ejemplos sorprendentes de injusticia en la historiografía del pensamiento
económico es el tratamiento dado al brillante análisis del capital y el interés
de Turgot por parte del gran fundador de la teoría austriaca del capital y el
interés, Eugen von Böhm-Bawerk. En la década de 1880, Böhm-Bawerk buscaba, en
su primer volumen de su Capital e interés,
aclarar el camino para su propia teoría del interés estudiando y demoliendo
previas teorías en competencia. Por desgracia, en lugar de reconocer a Turgot
como su predecesor y pionero de la teoría austriaca, Böhm-Bawerk rechazaba
bruscamente al francés como un mero ingenuo teórico fisiócrata de la
productividad del terreno (o “fructificación”).
La
injusticia con Turgot se acreciente mucho más por recientes informaciones de Böhm-Bawerk,
en su primera evaluación de la teoría del interés de Turgot en un trabajo
seminal aún inédito en 1876, revela la enorme influencia de las opiniones de
Turgot en su pensamiento desarrollado posteriormente. Quizá debamos concluir
que, en este caso, como en otros, la necesidad de Böhm-Bawerk de reclamar
originalidad y demoler a todos sus predecesores era prioritaria por encima de
los requisitos de verdad y justicia.
A la
vista del mal tratamiento de Böhm-Bawerk, es alentador ver el resumen apreciativo
de Schumpeter de las grandes contribuciones de Turgot a la economía.
Concentrándose casi exclusivamente en las Reflexiones
de Turgot, Schumpeter declara que su teoría de la formación de precios es “casi
perfecta y, a falta de una formulación explícita del principio marginal, a una
distancia cercana de la de Böhm-Bawerk”. La teoría del ahorro, la inversión y
el capital es “el primer análisis serio de estas materias” y “resultaba ser
casi increíblemente sólida. Es dudoso que siquiera Alfred Marshall la haya
sobrepasado, indudablemente J.S. Mill no lo hizo. Böhm-Bawerk indudablemente
añadió una nueva rama, pero sustancialmente suscribía las proposiciones de
Turgot”. La teoría del interés de Turgot “no solo [es] con mucho el mayor logro
(…) que produjo el siglo XVIII, sino que claramente prefiguraba mucho del mejor
pensamiento de las últimas décadas del XIX”. En general,
No es
exagerado decir que a la economía analítica le costó un siglo llegar a donde
podría haber llegado en veinte años tras la publicación del tratado de Turgot y
que su contenido se hubiera entendido y asimilado correctamente por una
profesión alerta.
La
influencia de Turgot en el pensamiento económico posterior se vio severamente
limitada, probablemente en buena medida porque sus escritos fueron injustamente
desacreditados entre las generaciones posteriores por su asociación con la
fisiocracia y por el persistente mito de que Adam Smith fundó la economía. Y
aquellos economistas del siglo XIX que sí leyeron a Turgot no entendieron la
significación de sus teorías del capital, del interés y de la producción.
Aunque Adam Smith conoció personalmente a Turgot y leyó sus Reflexiones, la influencia en Smith,
cuyas conclusiones fueron tan diferentes, aparte de una aproximación genérica
de laissez faire, fue aparentemente mínima. Ricado, com es habitual, fue de
ignorancia y perplejidad, admirando a Turgot solo por su ingrato papel político
como reformista liberal. James Mill tuvo una reacción similar. Malthus admiró
las opiniones sobre el valor de Turgot, pero la única influencia sustancial de
Turgot en Inglaterra fue sobre el gran defensor de la teoría utilitaria
subjetiva del valor, Samuel Bailey. Aunque es patente la influencia en Bailey,
desgraciadamente no se refirió a Turgot en su obra, así que la tradición
utilitaria en Gran Bretaña no pudo redescubrir a su paladín.
Fue en el
francés y autodeclarado smithiano J.B. Say en quien Turgot tuvo la mayor
influencia, especialmente en la teoría utilitaria subjetiva del valor, y hasta
cierto punto en la teoría del capital y del interés. Say fue el genuino
heredero de la tradición francesa del laissez faire, protoaustriaca del siglo
XVIII. Por desgracia, sus citas de Turgot rebajan su influencia y sus
reverencias a Smith eran muy exageradas, reflejando probablemente tanto la
reticencia postrevolucionaria característica de Say a identificarse mucho con
la monarquía pro-absolutista como con los fisiócratas pro-agricultura, con
quienes desgraciadamente se había incluido a Turgot a los ojos de los franceses
más cultos. De ahí el acudir ritualmente a Smith.
Otros teóricos utilitarios franceses e italianos del siglo XVIII
Deben
mencionarse otros dos distinguidos escritores franceses en economía, ambos
contemporáneos de Turgot, como grandes
contribuidores al pensamiento económico. El abad Ferdinando Galiani (1728-1787)
fue un personaje fascinante que, aunque era napolitano, puede considerársele
como francés. Criado por su tío, el limosnero mayor del rey, Galiani entró en
contacto con los líderes del pensamiento y la cultura napolitanos. A los 16
años, Galiani tradujo algunos de los escritos de Locke sobre dinero al italiano
y empezó un estudio del dinero que duró ocho años. Durante el mismo periodo,
Galiani tomó los hábitos religiosos. A los 23 años, en 1751, publicó su obra
principal más notable, Della Moneta (De la moneda), que ofrecía una teoría utilitaria de la
escasez del valor de los bienes y el dinero. Por desgracia, Della Moneta nunca se tradujo
completamente del italiano.
En 1759,
el abad Galiani se convirtió en secretario y luego en jefe de la embajada
napolitana en París, donde permaneció durante diez años, y donde el errático,
agudo, erudito y muy bajito Galiani se convirtió en el personaje social más
reclamado de los salones parisinos. Después de volver a Italia, aunque escribió
varias obras menores en lingüística y política y tuvo puestos importantes en el
servicio civil, se consideró como un exiliado de su amada Francia.
En la
tradición escolástica tardía franco-italiana, Galiani explicaba el valor de los
bienes como una valoración subjetiva de los consumidores. El valor no es
intrínseco, apuntaba, sino “una especie de relación entre la posesión de un
bien y la de otro en la mente humana”. El hombre siempre compara la valoración
de un bien con la de otro e intercambia un bien por otro para aumentar el nivel
de sus satisfacciones. La cantidad demandada de un bien es inversa a su precio
y la utilidad de cada bien está en relación inversa con su oferta. Atento a la
ley de la utilidad decreciente ante el aumento de la oferta, Galiani, como sus
predecesores, se detiene ante el concepto marginal, pero en cualquier caso es
capaz de resolver la “paradoja del valor”: la opinión de que el valor de uso es
distinto del valor de precio o intercambio porque el pan o el agua, bienes muy
usados por el hombre, son muy baratos en el mercado, mientras que fruslerías
como los diamantes son muy caras.
Así,
galiani escribe, con gran sutileza y perspicacia y con su estilo usual:
Es evidente
que el aire y el agua, que son muy útiles para la vida humana, no tienen valor
porque no son escasos. Por otro lado, un saco de arena de las costas de Japón
sería una cosa extremadamente rara y aún así, salvo que tenga una verdadera
utilidad, no tiene valor.
Luego
Galiani expone la supuesta paradoja del valor, citando al escritor italiano del
siglo XVII Bernardo Davanzati. Davanzati lamenta que “Un becerro viviente es
más noble que un becerro de oro, pero ¡cuán menor es su precio!” mientras
“otros dicen: ‘Una libra de pan es más útil que una libra de oro’”. Luego
Galiani echa abajo brillantemente esta doctrina:
Esta
conclusión es errónea y absurda. Se basa en olvidar el hecho de que “útil” y
“menos útil” son conceptos relativos, que dependen de las circunstancias
concretas. Si alguien quiere pan u oro, el pan sin duda le es más útil. Esto
está de acuerdo con los hechos de la vida, porque nadie abandonaría el pan,
tomaría el oro y moriría de hambre. La gente que excava en busca de oro nunca
olvida comer y dormir. Pero alguien que haya comido hasta hartarse considerará
el pan como el menos útil de los bienes. Querrá entonces satisfacer otras
necesidades. Esto es para demostrar que
los metales precisos son compañeros del lujo, es decir, de un estatus en el que
las necesidades elementales están cubiertas. Davanzati mantiene que un solo
huevo, con el precio de medio grano de oro, habría tenido el valor de evitar
que el Conde Ugolino muriera de hambre en su décimo día en prisión: un valor
que supera a todo el oro del mundo. Pero esto equivoca torpemente el precio
pagado por una persona sin temor a morir de hambre sin el huevo y las
necesidades del Conde Ugolino. ¿Cómo puede estar seguro Davanzati de que el
Conde no habría pagado 1.000 granos de oro por el huevo? Davanzati
evidentemente ha cometido aquí un error y, aunque no es consciente de ello, sus
posteriores apuntes indican que lo sabe bien. Dice: qué cosa tan horrible es
una rata. Pero cuando Casilino estaba bajo asedio, los precios subieron tanto
que una rata alcanzó los 200florines, y este precio no era caro porque el
vendedor murió de hambre y el comprador pudo salvarse.
El
profesor Einaudi nos informa de que en 1945 “esta era la clásica sección que se
leía siempre en los seminarios italianos cuando había que dar un ejemplo del
principio de la utilidad decreciente”. Además de ejemplificar este principio esencial,
el pasaje anterior demuestra asimismo cómo la gente, saciada de pan, se dirige
al consumo o uso de otros bienes antes olvidados.
Además de
adoptar una postura subjetivista, “pre-austriaca”, a la utilidad y el valor de
los bienes, Galiani también utilizaba la misma aproximación hacia el interés en
los préstamos, diseñando al menos los rudimentos de la teoría de la preferencia
temporal del interés en pasajes que influyeron en Turgot. Así, Galiani
escribía:
De esto
derivan el tipo de cambio y el tipo de interés (hermano y hermana). El primero
iguala el dinero presente y el distante espacialmente. Opera con la ayuda de un agio aparente, que (…) iguala el
valor real de uno con el de otro, siendo reducido uno a causa de la menor
oportunidad o el mayor riesgo. El interés iguala el dinero presente y el
futuro. Aquí el efecto del tiempo es el mismo que el de la distancia espacial
en el caso del tipo de cambio. La base de ambos contratos es la igualdad del
valor real.
Galiani
define a un préstamo como “la entrega de un bien, con la provisión de que se
devolverá un bien equivalente, y no más”.
Pero contrariamente a la tradición de siglos de los escritores anti-“usura”
que partían de la misma premisa para denunciar todo interés en los préstamos
como ilegítimo, Galiani apunta lo que posteriormente sería una idea fundamental
de la Escuela Austriaca: un bien, en este caso un “equivalente”, no ha de
describirse por sus propiedades o similitudes físicas, sino más bien por su
valor subjetivo en las mentes de los actores individuales.
Así,
Galiani escribe que quienes definen convencionalmente los bienes como “peso o
similitud de forma” se centran en los objetos físicos en cada intercambio (como
en las unidades dinero). Pero, añade, quienes adoptan esas definiciones
“entienden poco las actividades humanas”. Reitera, por el contrario, que el
valor no es una característica objetiva inherente en los bienes, sino más bien
es “la relación de los bienes con nuestras necesidades”. Pero entonces: “Los
bienes son equivalentes cuando proporcionan igual conveniencia a la persona con
referencia a la cual se consideran como equivalentes”.
Otra
prefiguración de la postura austriaca es son los indicios de Galiani hacia una
teoría de la distribución, que no se asumió hasta que Böhm-Bawerk,
probablemente independientemente, llegó a un análisis similar, pero mucho más
completo un siglo y medio después. Pues Galiani sugería en su Della Moneta que no eran los costes
laborales los que determinan el valor, sino al contrario: es el valor el que
determina los costes laborales. O, más en concreto, que la utilidad de los
productos y la escasez de los distintos tipo de mano de obra son los que determinan
los precios del trabajo en el mercado. Aunque empieza su explicación declarando
que en el sentido de energía humana “es la única fuente de valor”, se apresura
a apuntar que los talentos humanos varían mucho, así que el precio de la mano
de obra variará. Así que:
Creo que el
valor de los talentos humanos esta determinado de la misma manera que el de las
cosas inanimadas y que está regulado por los mismos principios de escasez y
utilidad combinados. Los hombres naces dotados por la Providencia con aptitudes
para distintas labores, pero en distintos grados de escasez. (…) Por tanto no
es solamente la utilidad la que gobierna los precios: pues Dios hace que los
hombres de desarrollan las labores de más utilidad nazcan en gran número y así
su valor no pueda ser grande, siendo éstos, por decirlo así, el pan y el vino
de los hombres; pero los intelectuales y filósofos, a los que puede llamárseles
las perlas entre los talentos, obtienen merecidamente un precio muy alto.
Galiani
era sin duda excesivamente optimista acerca del “precio muy alto” que debería
corresponder a intelectuales y filósofos en el mercado, habiendo sobrevalorado
su propio ejemplo brillante de bienes escasos, como los “sacos de arena de las
costas de Japón”, que, aunque raros, pueden tener poca o ninguna utilidad o
valor en las mentes de los consumidores.
Sobre la
teoría del dinero apropiado, el abad Galiani abrió el camino para el análisis
austriaco de Menger-Mises del origen del dinero al demostrar que el dinero (el
medio de intercambio) debe originarse
en el mercado como un metal útil y que no puede seleccionarse de novo, como una convención por algún
tipo de contrario social. En un vigoroso ataque al dinero como convención que
pudiera aplicarse a cualquier explicación de contrato social del origen del
estado, Galiani se burlaba de
quienes
insisten en que todos los hombres llegaron una vez a un acuerdo, haciendo un
contrato previendo el uso, como dinero, de metales inútiles por sí mismos,
atribuyendo así valor a ellos. ¿Dónde tuvieron lugar estos convenios para toda
la humanidad y dónde se cerraron los acuerdos?
¿En qué siglo? ¿En qué lugar? ¿Quiénes fueron los diputados que ayudaron
a españoles y chinos, a los godos y los africanos a realizar un acuerdo tan
duradero que a lo largo de muchos siglos pasados la opinión nunca ha cambiado?
Galiani
apuntaba que el tipo de metal que sería elegido en el mercado tendría que ser
aceptable universalmente y por tanto tendría que ser altamente valioso como
producto no monetario, fácil de transportar, duradero, uniforme en calidad,
fácilmente reconocible y calculable y difícil de falsificar. Más sabio que
Smith y Ricardo posteriormente, Galiani advertía que el dinero no debería
considerarse como idealmente una medida invariable de valor, pues el valor de una
unidad de cuenta varía necesariamente a medida que cambia el poder adquisitivo
de la moneda y por tanto no puede existir una unidad de cuenta invariable. Como
dice Galiani con su típica mordacidad: “Finalmente, este concepto del dinero
estable es un sueño, una manía. Cada nueva y más rica mina que se descubre
cambia inmediatamente todas la medidas, sin mostrar un efecto en ellas salvo
cambiar el precio de los bienes medidos”.
Galiani
dejaba claro a lo largo de Della Moneta
que todo su análisis se incluía en el marco conceptual del derecho natural. Las
leyes naturales, explicaba, tienen una validez universal en asuntos económicos
igual que las leyes de la gravedad o de los fluidos. Como las leyes físicas,
las leyes económicas solo pueden violarse por tu cuenta y riesgo: cualquier
acción que desafíe el orden de la naturaleza sin duda fracasará.
El abad
probaba esto citando un caso hipotético. Supongamos que un país musulmán se
convierta repentinamente al cristianismo. La ingesta de vino, anteriormente
prohibida, ahora se convierte en legal y su precio aumenta a causa de la
pequeña cantidad disponible en el país. Los mercaderes traerán vino al país y
entrarán en juego nuevos fabricantes de vino, hasta que los beneficios
derivados del vino vuelvan al nivel normal de equilibrio, “como cuando se hacen
olas en un recipiente de agua, después del movimiento confuso e irregular, el
agua vuelve a su nivel original”.
Esta
acción equilibradora del mercado, que Galiani demuestra que también se aplica
al dinero, se ve aún más potenciada, de forma maravillosa por el interés
propio, la avaricia y la búsqueda del beneficio.
Y 4este
equilibrio ajusta maravillosamente la correcta abundancia de comodidades de la
vida y el bienestar en la tierra, aunque no deriva de la prudencia o virtud
ahúman sino del vil estímulo del sórdido beneficio: Habiendo la Providencia
concebido el orden de todo por su infinito amor a los hombres, de forma que
nuestras viles pasiones a menudo, a nuestro pesar, ordenan para la ventaja de
todos.
El
proceso económico, concluía Galiani, estaba guiado por una “Mano Suprema”
(¡indicios de la “mano invisible” de Smith de una generación posterior!).
La
institución del dinero, permite de hecho a todos “vivir juntos”, ser
interdependientes entre sí, aún beneficiándose grandemente en su búsqueda de
sus fines individuales. Como dice elocuentemente Galiani:
Veo, y
todos pueden ver ahora, que le comercio, y el dinero que lo mueve, desde el
estado miserable de naturaleza que todos piensan para sí mismos, nos han
llevado al estado muy feliz de vida en común, en la que todos piensan y
trabajan para todos: y en este estado no solo por el principio de la virtud y
la piedad (que son insuficientes para ocuparse de naciones enteras), sino que
nos ganamos nuestra vida para el fin de nuestro propio interés y bienestar.
El
análisis de Galiani está alimentado por un análisis comparativo original y
profundo que consiste en ver, mentalmente, lo que ocurre en los distintos sistemas
sociales. Así apuntaba que, para evitar las incomodidades del trueque, la gente
podría intentar “vivir juntos” literalmente, en comunidades, como hacen
monasterios y conventos, pero esto difícilmente resulta viable para naciones
enteras. En una sociedad más grande, podría haber un sistema en el que todos
produzcan los bienes que deseen y luego los depositen en un almacén público de
donde todos puedan tomar de las existencias comunes. (Galiani podría haberlo
expresado así: “de cada uno de acurdo con su capacidad, a cada uno de acuerdo
con su necesidad”). Pero el sistema se derrumbaría porque la gente perezosa
trataría de vivir a costa de explotar a los que trabajaran duro, que a su vez
trabajarían menos. El almacén público podría, por otro lado, dar a los
fabricantes “recibos” que intercambiarían después por otros bienes a precios
relativos fijados por el príncipe, pero un problema es que el príncipe bien
podría inflar imprimiendo un número excesivo de dichos recibos. Así que los
metales son el único dinero viable.
La obra
de juventud de Galiani De la moneda
fue su gran contribución a la economía. En sus primeros tiempos ferviente abad
y monseñor católico, el París Galiani se convirtió en un librepensador, roué e
ingenioso volteriano. En el transcurso de su ascenso en la burocracia. Cmabió
completamente sus opiniones económicas, publicando los muy conocidos Diálogos sobre el comercio del grano en
1770, que ridiculizaban el laissez faire y el libre comercio, los derechos
naturales y la misma idea de las leyes naturales trascendiendo el tiempo y el
espacio. Así que Galiani no fue solamente un excelente teórico utilitarista,
sino que en sus años posteriores fue un antecesor de los historicistas del
siglo XIX.
En sus
cartas privadas, Galiani revela muy francamente la razón subyacente de su
posterior conservadurismo, adhesión al status quo, cínico maquiavelismo y
crítica de cualquier disrupción liberal o de laissez faire del estado existente
de cosas. Atacando la idea de preocuparse acerca del bienestar de alguien salvo del suyo, Galiani escribe: “¡El diablo
elige su propio barrio!” y que “Todo sinsentido y perturbación deriva del hecho
de que todos están ocupados suplicando por la causa de otro y nadie por la
suya”. Escribía que estaba satisfecho con el gobierno existente en Francia
porque le resultaba francamente útil hacerlo: en concreto, no quería perder su
lujosa renta de 15.000 libras.
Por
supuesto, Galiani encontraba conveniente
confinar su maquiavelismo a las cartas privadas mientras pretendía un
moralismo en sus escritos públicos.
Así en su Della Moneta, tanto en la
edición original como en la segunda de 1780, Galiani denunciaba
amargamente la institución de la
esclavitud: “No hay nada que ma parezca más monstruoso que ver a seres humanos
como nosotros, vilipendiados, esclavizados y tratados como animales”. Pero su
postura era muy distinta en una carta escrita en 1772:
Creo que
deberíamos continuar comprando negros mientras se vendan, salvo que consigamos
dejarles vivir en América. (…) El único comercio rentable es intercambiar los
golpes que un da por las rupias que recolecta. Es el comercio del más fuerte.
En
resumen, todo vale si tiene éxito.
Otro
teórico utilitarista italiano, en este caso un analista del intercambio, fue el
muy influyente napolitano abate
Antonio Genovesi (1712-1769). Genovesi había nacido en Salerno y se ordenó
sacerdote en 1739. Al principio profesor de ética y filosofía moral en la
Universidad de Nápoles. Genovesi cambió sus intereses y se convirtió en
profesor de economía y comercio, en lo que fue un notable profesor. En sus
bastante deslavazadas Lezione de economía
civile (Lecciones de economía civil)
de 1765, el erudito Genovesi adoptaba una postura moderada de libre comercio.
Lo que es más importante es que apuntaba la esencial doble desigualdad del
valor que implica cualquier intercambio. En cada intercambio, decía que cada
parte desea más el objeto que adquiere que el que entrega. Lo superfluo se
entrega a cambio de lo necesario. De ahí que el beneficio mutuo esté
necesariamente presente en cualquier intercambio.
El último
aliento de teoría de la utilidad subjetiva en el siglo XVIII fue establecido
brillantemente por el filósofo francés Étienne Bonnot de Condillac, abad de
Mureaux (1715-1780). Condillac, un importante filósofo
sensacionalista-empirista, era el hermano menor del escritor comunista Gabriel
Bonnot de Mably e hijo del Vizconde de Mably, que fue secretario del parlamento
de Grenoble. Después de educarse en un seminario teológico en París, Condillac
se dedicó a la filosofía, publicando varios trabajos filosóficos en las décadas
de 1740 y 1750.
En 1758,
Condillac fue a Italia como tutor del hijo del duque Fernando de Parma. Allí se
estimuló su interés por la economía al conocer al político favorable a la
economía de libre comercio Tillot, secretario de estado del duque. Al mismo tiempo,
Condillac conoció la obra de Galiani y otros teóricos italianos del valor
subjetivo. Después de una década como tutor del futuro duque, Condillac
escribió un Curso de estudios en 16
tomos que había preparado para su pupilo.
Cuando
Condillac regresó a París a finales de la década de 1760, el interés por el
comercio, la economía política y la fisiocracia estaba en su apogeo y
Condillac, siempre a favor del libre comercio desde sus propios fundamentos
subjetivistas muy distintos de los fisiócratas, se vio estimulado a escribir su
última obra, Le commerce et le
gouvernement considérés relativement l'un à l'autre (El comercio y el gobierno considerados en su relación recíproca),
publicada en 1776, solo un mes antes que La
riqueza de las naciones.
En El comercio y el gobierno,
desgraciadamente destinado a ser barrido por la abrumadora presencia de Smith,
Condillac planteaba y defendía una sofisticada teoría de la utilidad subjetiva del
valor. El último de los teóricos de la utilidad-escasez, Condilac declaraba que
la fuente de valor de un bien es su utilidad evaluada por los individuos de
acuerdo con sus necesidades y deseos. La utilidad de los bienes aumenta con la
escasez y disminuye con la abundancia. El intercambio aparece precisamente
porque la utilidad y el valor de los dos bienes intercambiados es diferente (de
hecho es contrario) para las dos personas que realizan el intercambio.
Como en
el caso de Genovesi, en el intercambio lo superfluo se intercambia por el
objeto del que hay suministro insuficiente. Pero Condillac cuida de apuntar que
el intercambio no significa que entreguemos cosas que con completamente
inútiles. Un intercambio solo implica, como resumía un comentarista posterior. “que
lo que adquirimos tiene para nosotros más valor que lo que entregamos”.
Como dijo
Condillac: “Es verdad que podría vender algo que quiera, pero no lo haría salvo para conseguir
algo que quiera aún más, es evidente que consideraba el primero como inútil
para mí en comparación con el que he adquirido”. Así que se trata de
superabundancia relativa y no absoluta. Y esta serie de intercambios
de lo superfluo por lo escaso aumenta grandemente la productividad global de la
economía de mercado. Condillac apunta:
La
superabundancia de los cultivadores forma la base del comercio (…) los
cultivadores procuran la cosa que tiene más valor para ellos, mientras que
entregan una que tiene valor para otros. Si no pudieran realizar intercambios, su
superabundancia permanecería en sus manos y no tendría ningún valor para ellos.
De hecho el grano superabundante que tengo en mi granero y que no puedo
intercambiar no es más riqueza para mí que el grano que aún no haya producido
de la tierra. De ahí que el año que viene plante menos.
Además,
Condillac continuaba y generalizaba la teoría utilitaria de los costes y la
distribución de Galiani, declarando que “una cosa no tiene valor porque cueste,
como supone la gente: cuesta porque tiene un valor”.
Y el valor está determinado por las opiniones subjetivas de individuos en el
mercado.
Asimismo
Condillac refutó la doctrina clásica y preclásica típica, dominante desde Aristóteles,
de que el hecho de que un bien se intercambie por otro debe significar que los
dos bienes son de “igual valor”. Condillac rebatía claramente este punto, una
refutación que se perdió de inmediato durante 100 años: “Es falso que en los
intercambios un dé igual valor por igual valor. Por el contrario, cada uno de
los contratantes siempre entrega un valor menos por uno mayor”.
Como la utilidad
y la demanda del consumidor determinan el valor, la gente tenderá a recibir
rentas de la producción en el mismo grado que satisfacen a los consumidores en
el proceso de producción. Por tanto, como resume Hutchinson: “la gente podría
esperar recibir en renta lo que podrían esperar recibir de la venta de dichos
agentes productivos como han ordenado. (…) El pago estaba regulado en los
mercados por compradores y vendedores y dependía de la productividad y la
utilidad esperada de lo que se producía”.
Como la mayor inteligencia y habilidad tienen una oferta más escasa, tenderán a
ordenar un precio o salario mayor en el mercado.
La teoría
empresarial de Condillac seguía a Cantillon, dependiendo los beneficios de los empresarios
de la forma en que afronten la incertidumbre y sean capaces de prever los
mercados futuros. Como Cantillon, también Condillac negaba que el valor del
dinero fuera arbitrario o estuviera determinado por mera convención o por el gobierno.
El valor de la moneda metálica depende de la utilidad de los metales monetarios
y de su oferta en el mercado, así que el valor del dinero está determinado,
como el de los demás bienes, por la oferta y la demanda. Y Condillac también
seguía a Cantillon en analizar los procesos equilibradores de autoajuste en los
flujos internacionales de dinero y en la balanza de pagos.
Así que
no fue una gran exageración cuando, casi un siglo después, el economista
británico Henry Dunning Macleod expresó su entusiasmo por su redescubrimiento
del entonces olvidado Condillac. Macleod apuntaba que Condillac sacó de sus
ideas una ferviente devoción por un completo libre comercio y un ataque, mucho
más consistente que el de su contemporáneo Adam Smith, contra todas las formas
de intervención pública en la economía. Macleod apuntaba el explicación de
Condillac de las “maliciosas consecuencias producidas por todas las violaciones
y ataques” al principio de los mercados libres:
Son las guerras,
aduanas, impuestos a la industria, empresas privilegiadas y exclusivas,
impuestos al consumo, intervenciones en la divisa, préstamos públicos, papel
moneda, leyes acerca de la exportación e importación del grano, leyes acerca de
la circulación interna del grano, trucos de monopolistas.
Condillac,
continuaba Macleod:
fue el
primero que proclamó, por lo que sabemos, la doctrina de que en el comercio ganan
ambas partes: la vieja doctrina
sancionada por Montaigne, Bacon y muchos otros era que una parte gana y la otra
pierde. Esta locura perniciosa fue la causa de muchas guerras sangrientas. Así
que los fisiócratas mantenían que en el intercambio los valores son iguales.
Pero Condillac estableció la verdadera doctrina de que en el comercio ambas
partes gana. Y demuestra realmente que toda la dinámica comercial deriva de
estas desigualdades del valor.
Uniéndose
él mismo por adelantado a la teoría de la imputación, o productividad marginal,
de los precios de los salarios u otros factores, Macleod también subrayaba la
significación de la idea de Condillac de que los costes están determinados por
el valor de un bien para el consumidor en lugar de al contrario. De esa manera,
Condillac ayudaba inadvertidamente a refutar todo el aparato de la teoría del
valor trabajo de Smith que aparecía en el mismo año en que Condillac publicaba
su obra. Como decía Macleod:
Así golpea
también en la raíz de muchas de las teorías prevalentes del valor, que se basaban
en el trabajo: dice que la gente paga por las cosas porque las valora y no la
valora porque las paga, como se supone comúnmente- es exactamente la doctrina
del Dr. [Arzobispo Richard] Whately, cuando dice que la gente se zambulle a por
perlas porque tienen un precio alto y no tienen un alto precio porque la gente
se zambulla a por ellas (…) que no es el trabajo la causa del valor, sino el
valor el que atrae el trabajo.
Macleod
termina su explicación con una floritura retórica. Advirtiendo que las obras
clásicas de Condillac y Smith se publicaron el mismo año, contrataba la “celebridad
universal” de Smith con el olvido de Condillac, pero luego advierte que el
mundo está redescubriendo a Condillac y aprendiendo la superioridad de su
concepción de la economía respecto de la de Smith. Y además, Macleod escribía
no sin justificación que “la bella claridad y simplicidad” de Condillac
contrastan notablemente con “las increíbles confusiones y contradicciones de
Adam Smith”. Sin embargo, “al final se le hará justicia”.
Sin embargo, si compramos la hipertrofia de la celebración del bicentenario de
Smith con la inexistencia del de Condillac, no podríamos apresurarnos a
concluir que la historia haya ya juzgado correctamente.
Murray N. Rothbard (1926-1995) fue decano de la Escuela
Austriaca. Fue economista, historiador de la economía y filósofo político
libertario.
Este
artículo está extraído de Historia del pensamiento económico, vol. 1, El
pensamiento económico hasta Adam Smith.