Por Gustave
de Molinari. (Publicado el 24 de marzo de 2006)
Traducido
del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/2089.
Somos
adversarios y aún así el objetivo que perseguimos ambos es el mismo. ¿Cuál es
el objetivo común de economistas y socialistas? ¿No es una sociedad en la que
la producción de todos los bienes necesarios para el mantenimiento y el
embellecimiento de la vida sea tan abundante como sea posible y en la que la
distribución de estos mismos bienes entre quienes los hayan creado a través de
su trabajo sea tan justa como sea posible? ¿No podría nuestro ideal común,
aparte de todas las distinciones de las escuelas, resumirse en estas dos
palabras: abundancia y justicia?
Ninguno
de vosotros puede negar que sea nuestro objetivo común. Es solo que nos
aproximamos a este objetivo por caminos diferentes: vosotros procedéis del
hasta ahora inexplorado y oscuro pasillo de la organización del trabajo,
mientras que nosotros procedemos de la ancha y bien conocida carretera de la
libertad. Cada uno de nosotros trata de arrastrar tras él una sociedad
vacilante y a tientas que mira al horizonte buscando, pero en vano, el pilar de
luz que antiguamente guió a los esclavos de los faraones a la tierra prometida.
¿Por qué rehusáis seguir el camino de la
libertad junto a nosotros? Decís que es porque esta libertad que tanto
ensalzamos el fatal para los trabajadores, porque hasta ahora solo ha producido
la opresión de los débiles por los fuertes, porque ha dado a luz crisis
desastrosas en las que millones de hombres han perdido en algunos casos sus
fortunas y en otros sus vidas, porque la libertad desenfrenada, desregulada,
ilimitada ¡es anarquía!
¿No
es esa la razón por la que rechazáis la libertad? ¿No es la razón por la que
reclamáis la organización del trabajo?
¿Entonces,
si os probamos con suficiente claridad que todos los males que atribuís a la
libertad (o, por usar una expresión absolutamente equivalente, a la libre
competencia) tienen su origen no en la libertad sino en la ausencia de
libertad, en el monopolio, en la servidumbre; si además os probamos que una
sociedad de libertad perfecta, una sociedad descargada de toda restricción, de
toda carga, como nunca se ha visto en la historia, estaría exenta de la mayoría
de las miserias del régimen actual; si os probamos que la organización de dicha
sociedad sería la mejor, la más justa, la más favorable al progreso en la
producción y la igualdad en la distribución de la riqueza; si probáramos todo
esto, pregunto, cuál sería vuestra respuesta? ¿Continuaríais proscribiendo la
libertad de trabajo y arremetiendo contra la economía política o más bien os
uniríais a nuestra bandera y emplearíais todo vuestro precioso fondo de fuerzas
morales e intelectuales con los que la naturaleza os ha bendecido, para
acelerar el triunfo de la a partir de entonces causa común, la causa de la
libertad?
¡Ah!
Estaría dispuesto a jurar que no lo dudaríais un momento. Si estuvierais
seguros de que os habíais equivocado respecto de la causa real de los males que
afligen a la sociedad y los medios de remediarlos; si estuvierais seguros de
que la verdad está en nuestro bando y no en el vuestro, ningún vínculo de
vanidad, de ambición, de terco partidismo sería suficientemente fuerte como
para manteneros en la orilla del error: vuestros corazones se entristecerían,
sin duda; daríais con lástima un último adiós a los sueños que han alimentado,
encantado y errado vuestras imaginaciones, pero al final abandonaríais estas
queridas quimeras, superaríais vuestra repugnancia y os unirías a nosotros. Por
Dios, nosotros por nuestra parte haríamos otro tanto, si consiguierais
introducir en nuestros débiles intelectos un rayo de esa luz que convirtió a
San Pablo; si nos demostrarais, tan claro como la luz del día, que la verdad
reside en el socialismo y no en la economía política. Apoyamos nuestro sistema
solo mientras lo creemos verdadero y justo: quemaríamos mañana, sin remordimiento
interno, lo que hemos adorado y adoraríamos lo que hemos quemado, si prueba que
nuestros dioses (Smith, Turgot, Quesnay y J.-B. Say) no son más que
despreciables ídolos de madera.
Por
tanto, nosotros y vosotros estamos igualmente libres de terco partidismo,
tomando este término en sentido estricto; nuestra visión asciende a una esfera
superior, nuestros pensamientos siguen un vuelo más generoso: son la verdad, la
justicia y la utilidad nuestras guías inmortales a través de los círculos
oscuros de la ciencia; es la humanidad la que es nuestra adorada Beatriz.
Una
vez entendido esto por todos, planteo directamente la cuestión que nos separa.
Mantenéis
que la sociedad sufre por la libertad, mantenemos que sufre por la servidumbre.
Concluís
que es necesario abolir la libertad y poner en su lugar la organización del
trabajo; concluimos que es necesario abolir la servidumbre y poner en su lugar…
a la libertad, pura y simple.
Empecemos
especificando los hechos. ¿De qué época data la libertad de trabajo? Fue
proclamada por primera vez por Turgot en un edicto inmortal y sancionada
después por la Asamblea Constituyente.
Hablaré
luego de cómo esta sagrada libertad ha sido de nuevo esposada y encadenada; de
momento me limitaré a advertir que solo nació el final del siglo XVIII.
Ahora
os pregunto ¿cuál era la condición de las masas trabajadoras hasta el final del
siglo XVIII? ¿Eran los trabajadores más felices antes de entonces de lo que lo
han sido después?
Si
eran más felices, ¡oh! Entonces estaré de acuerdo con vosotros en que la
libertad ha sido un regalo envenenado para el mundo y tenéis razón en pedir una
organización de trabajo que siga el modelo de la del antiguo Egipto o la Europa
medieval.
Pero
si, por el contrario, la condición de la masa del pueblo es hoy superior a la
que era antes del 89, ¿no os veréis obligados de buena fe a reconocer que la
libertad de trabajo ha sido un beneficio para la humanidad?
Pasemos
rápidamente juntos por la historia del pasado, la historia de estos treinta
siglos de servidumbre que precedieron a la llegada de la libertad de trabajo y
veamos qué espectáculo nos ofrecen.
¿Es
realmente un espectáculo de comodidad e igualdad universal? ¡Ojalá lo hubiera
sido! Pero no. Por el contrario es un retablo de desgracias más intensas y de una
desigualdad más profunda que la que hoy aflige nuestra vista. Y cuanto más nos
adentramos en el pasado, dejando a cada vez más distancia el día en que la
libertad finalmente brilló sobre la tierra, más oscuro y espantoso nos aparece
este retablo de miseria y desigualdad social.
Si
nos remontamos hasta la India y Egipto, ¿qué encontramos? Dos castas poderosas,
la casta de los sacerdotes y la los guerreros, oprimiendo y explotando sin
piedad a la desgraciada multitud. En lo alto de estas sociedades primitivas,
construidas en capas superpuestas unas a otras como bloques de granito,
encontraremos a los sabios, vestidos de púrpura, discutiendo la esencia de la
divinidad o el curso de las estrellas, y a los guerreros intoxicándose con
perfumes en los descansos de sus harenes, mientras que debajo los parias,
cubiertos de ignominia, o los esclavos, moldeando con su sudor y sus lágrimas
las rudas y gigantescas pirámides. ¿Los males de estas sociedades primitivas,
preguntamos, residen en la libertad o en la servidumbre?
Consideremos
el mundo romano. ¿Qué encontramos en el corazón de esta sociedad, aunque fue la
más rica y más poderosa de la antigüedad? En un lado, un patriciado compuesto
por un número muy pequeño de hombres enriquecidos por los despojos del universo.
¡La vida de estos hombres, como sabéis, era una sucesión de batallas
sangrientas e infectas orgías! Aparte de esta casta todopoderosa, que se
atiborraba con la sustancia de un mundo entero como se veía a los buitres
atiborrarse con los cadáveres de los derrotados por Mario; parte de esta casta
atiborrada y saciada, ¿qué vemos? ¡La empobrecida multitud de proletarios y la
envilecida multitud de esclavos!
Habláis
de las miserias de nuestra clase trabajadora; ¡Dios mío! Por muy dolorosas y
lamentables que sean éstas, no podéis compararlas con las de los proletarios
romanos. ¡Al menos nuestra clase trabajadora trabaja, no mendiga! ¡A la gente
de nuestros sombríos suburbios no se la ve haciendo cola en las puertas de las
espléndidas mansiones de nuestra acaudalada aristocracia para pedir caridad!
¡No se la ve lanzándose como los perros a por las migajas que los ricos dejan
caer de las mesas con mano aburrida y desdeñosa! Tampoco llegan a hacer
protestas diarias para obtener una distribución gratuita de comida. ¡No! Es
innegable que el trabajador actual lleva una vida pobre, pero se gana esta
vida, es capaz de ganársela. El
proletario romano no estaba en disposición de ganarse la vida. Los ricos
patricios habían monopolizado todas las industrias y toda la tierra, que
explotaban por medio de sus esclavos. Víctimas de esta competencia desigual,
las únicas alternativas eran la mendicidad, el exilio o la muerte. Mendigaban.
Y aún así la suerte de estos degradados proletarios era mil veces preferible a
la de los esclavos. El proletario, al menos, era un hombre; el esclavo, por su
parte, era solo una especie más de bestia de carga, ¡una cosa! El esclavo no
poseía nada, ni siquiera un nombre. Es verdad que los trabajadores pobres de
nuestros campos merecen nuestra conmiseración, los que pasan la vida
agachándose por el suelo, muy a menudo obteniendo a cambio de su duro trabajo
nada más que un trozo de pan negro para comer, una tela burda para vestir y una
cabaña de barro para dormir, pero por muy dolorosa que sea esta existencia
¡cuántos esclavos romanos la habrían envidiado! Recordad los relatos de Plinio
y Columela. En el corazón de la risueña campiña de Italia se encontraban, cada
cierto tiempo, aquellos caseríos oscuros y malolientes a los que se llamaba
ergástulas. Eran prisiones, o por mejor decir, establos de esclavos. Por las
mañanas, hacían fila en bandas, generalmente encadenados; se desperdigaban por
el terreno, dirigidos por supervisores armados con látigos y cada surco se
regaba con su sudor y su sangre unidos. Por las tardes se les llevaba de vuelta
a la ergástula, donde se les ataba como animales a sus pesebres. ¡No había
familia para ellos, sino una sucia promiscuidad! ¡Ningún Dios, sino un destino
inexorable que las robaba su humanidad sin dejarles ni siquiera la esperanza de
una vida por vivir! Como sabéis, ésa la condición de las masas trabajadoras en
la antigüedad. ¡Y aún así el mundo no se había sometido aún a la ley del
laissez faire!
Posteriormente
¿qué más podemos ver? ¿Mejoró mucho la situación del pueblo con la caída del
monstruoso edificio del imperio romano? Moralmente, sí, sin duda, ya que el
cristianismo les permitió consolaciones sublimes; materialmente, no. A lo largo
de la Edad Media, la vida del pueblo, ya fuera de los siervos de la gleba en el
campo o de los siervos de los gremios en las ciudades, no es sino una larga
sucesión de angustias. La Edad Media es un periodo de dolor y pesar y entre las
voces de queja puede distinguirse siempre la voz grande y melancólica del
pueblo. Más tarde todavía, después de muchos descubrimientos fértiles, después
de que la pólvora haya llevado ante la justicia la tiranía de los señores
feudales, después de que la imprenta hubo despejados la más profunda oscuridad
de la ignorancia, después de que la brújula nos diera un nuevo mundo, ¿dejó el
pueblo de sufrir? Bajo Luis XIV (bajo el reinado de ese rey que se dice que
llevó a tales alturas la gloria y el poder de Francia), ¿cuál era la condición
del pueblo? ¿Era superior a la del pueblo actual? Todos conocen el famoso
pasaje del Diezmo real de Vauban en
el que ese insigne hombre de buena voluntad explicaba la situación de Francia
en términos descorazonadores:
Está
claro que el mal se ha llevado al extremo y si no se remedia, la gente humilde
caerá en un extremo del que no saldrá nunca; los caminos del campo y las calles
de ciudades y pueblos están llenos de mendigos que abandonan sus hogares por el
hambre y la desnudez.
A
partir de toda la investigación que he sido capaz de hacer durante los varios
años que le he dedicado, he descubierto que a una décima parte del pueblo se la
limita a mendigar y lo hace; respecto de las demás nueve décimas, cinco no
están en disposición de darles limosnas, estando ellos mismos a poca distancia
de encontrarse en el misma infeliz condición; de las cuatro décimas restantes,
tres están preocupadas y cargadas de deudas y reclamaciones y la décima parte
final (en la que coloco a todos los hombres de espada y toga, ya sea
eclesiástica o laica, toda la nobleza alta y distinguida, todos los que tienen
responsabilidades militares o civiles, los mercaderes de éxito, los rentiers burgueses y las clases más
acomodadas) no pueden calcularse en más de cien mil familias y no creo
equivocarme al decir que no más de diez mil familias, grandes o pequeñas, podrían
describirse como viviendo con mucha holgura.
Ésa
era la condición del pueblo antes de que la libertad de trabajo entrara en
escena.
Además,
durante este largo periodo de sufrimientos, ¿cuál era el grito de la multitud? ¿Cuál
era la demanda de los cautivos de Egipto, los esclavos de Espartaco, los
campesinos de la Edad Media y posteriormente de los trabajadores oprimidos por
los gremios y sus maestros? ¡Demandaban libertad!
Se
decían entre sí: nuestras conciencias, nuestros pensamientos, nuestro trabajo
se ven oprimidos y explotados por hombre que se han impuesto a nosotros por
medio de violencia o engaños. Algunos nos prohíben amar a Dios y rezarle si no
es según su fórmula; otros nos obligan a estudiar a Dios, el hombres y la
naturaleza de acuerdo con los libros, aprisionando nuestros pensamientos dentro
del círculo de hierrote sus sistemas prohibiéndonos romperlo bajo pena de
muerte; otros más, después de que estos han encadenado nuestras almas,
encadenan nuestros cuerpos. No piden que vivamos unidos al lugar en el que
nacemos como las plantas y allí ejercitan sus privilegios para apoderarse de la
mayoría de los frutos de nuestro trabajo y sudor.
Hagamos
estallar, aun a riesgo de nuestras vidas, estos límites que nos dañan;
reclamemos para todos, tanto la libertad de espíritu como la de cuerpo;
reclamemos para todos el derecho natural a creer, a pensar y a actuar
libremente y nuestros sufrimientos se acabarán. ¿No se verán nuestras almas
satisfechas una vez que hayamos obtenido para ellas el libre acceso al reino
inmaterial, la capacidad de navegar el inmenso y maravilloso océano de la
mente, sin volver al cable de hierro de un sistema impuesto? ¿No se atenderán
totalmente nuestra necesidades físicas, una vez que el reino material se nos
abra gratuitamente, una vez que ninguna cadena nos prohíba llevar nuestro
trabajo e intercambiar su productos en toda la superficie de esta tierra fértil
con la que nos ha dotado generosamente la providencia? ¡Seamos libres y seremos
felices!
Ese
era el grito de la humanidad oprimida. ¿Entonces? ¿Suponéis, por tanto, que la
humanidad se equivocaba cuando alzó, de siglo en siglo, este largo grito de
disconformidad y esperanza? ¿Pensáis que en su incesante búsqueda de libertad
seguían un vano espejismo? ¡No! ¡Mirad en vuestros corazones y no os atreveréis
a afirmarlo, nos atreveréis, Brutos del socialismo, a decir que la libertad es
solo una palabra vacía!
¡Indudablemente
objetaréis que la humanidad sigue sufriendo! Seguramente. Pero, e insisto en
mantener este hecho ante vuestra vista, sufría antes de la llegada de la
libertad a la tierra y sus sufrimientos eran más duros y más intensos que los
de hoy.
Por
tanto, no podéis, sin ser culpables de un burdo anacronismo, acusar a la
libertad de los males de las clases trabajadoras antes del 89: ¿sería de mayor
justicia que los imputarais a los que aplastaron a los trabajadores desde
entonces? El examen de esta cuestión lo reservo para una carta futura.
Firmado:
UN SOÑADOR
Gustave
de Molinari (3 de marzo de 1819 – 28 de enero de 1912) fue un economista nacido
belga asociado con los “économistes” franceses, un grupo de liberales de
laissez faire. A lo largo de su vida, Molinari defendió la paz, el libre
comercio, la libertad de expresión, la libertad de asociación y la libertad en
todas sus formas. Fue el creador de la teoría del anarquismo de mercado.
Aunque
este artículo se publicó originalmente de forma anónima en Journal des Économistes vol. 20, nº 82. – 15 de junio de 1848 (pp.
328-332), Molinari reconoció posteriormente su autoría en el libro de 1899, La sociedad del mañana, donde apuntaba:
Esta
apelación, que por cierto muestra la impronta de la confiada ingenuidad de la
juventud, fue, como han demostrado los acontecimientos, completamente
prematura. No se escuchó, pero se me puede permitir esperar que se oiga algún
día y que el socialismo, colaborando con los economistas con sus contingentes
de fuerzas, les ayude a superar la resistencia de aquellos intereses egoístas y
ciegos que les ponen en contra de la necesaria transformación de la
organización política y económica que ha dejado de adaptarse a las actuales
condiciones de existencia de las sociedades.