La utopía de la libertad: Una carta a los socialistas (1848)

Por Gustave de Molinari. (Publicado el 24 de marzo de 2006)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/2089.

 

Somos adversarios y aún así el objetivo que perseguimos ambos es el mismo. ¿Cuál es el objetivo común de economistas y socialistas? ¿No es una sociedad en la que la producción de todos los bienes necesarios para el mantenimiento y el embellecimiento de la vida sea tan abundante como sea posible y en la que la distribución de estos mismos bienes entre quienes los hayan creado a través de su trabajo sea tan justa como sea posible? ¿No podría nuestro ideal común, aparte de todas las distinciones de las escuelas, resumirse en estas dos palabras: abundancia y justicia?

Ninguno de vosotros puede negar que sea nuestro objetivo común. Es solo que nos aproximamos a este objetivo por caminos diferentes: vosotros procedéis del hasta ahora inexplorado y oscuro pasillo de la organización del trabajo, mientras que nosotros procedemos de la ancha y bien conocida carretera de la libertad. Cada uno de nosotros trata de arrastrar tras él una sociedad vacilante y a tientas que mira al horizonte buscando, pero en vano, el pilar de luz que antiguamente guió a los esclavos de los faraones a la tierra prometida.

 ¿Por qué rehusáis seguir el camino de la libertad junto a nosotros? Decís que es porque esta libertad que tanto ensalzamos el fatal para los trabajadores, porque hasta ahora solo ha producido la opresión de los débiles por los fuertes, porque ha dado a luz crisis desastrosas en las que millones de hombres han perdido en algunos casos sus fortunas y en otros sus vidas, porque la libertad desenfrenada, desregulada, ilimitada ¡es anarquía!

¿No es esa la razón por la que rechazáis la libertad? ¿No es la razón por la que reclamáis la organización del trabajo?

¿Entonces, si os probamos con suficiente claridad que todos los males que atribuís a la libertad (o, por usar una expresión absolutamente equivalente, a la libre competencia) tienen su origen no en la libertad sino en la ausencia de libertad, en el monopolio, en la servidumbre; si además os probamos que una sociedad de libertad perfecta, una sociedad descargada de toda restricción, de toda carga, como nunca se ha visto en la historia, estaría exenta de la mayoría de las miserias del régimen actual; si os probamos que la organización de dicha sociedad sería la mejor, la más justa, la más favorable al progreso en la producción y la igualdad en la distribución de la riqueza; si probáramos todo esto, pregunto, cuál sería vuestra respuesta? ¿Continuaríais proscribiendo la libertad de trabajo y arremetiendo contra la economía política o más bien os uniríais a nuestra bandera y emplearíais todo vuestro precioso fondo de fuerzas morales e intelectuales con los que la naturaleza os ha bendecido, para acelerar el triunfo de la a partir de entonces causa común, la causa de la libertad?

¡Ah! Estaría dispuesto a jurar que no lo dudaríais un momento. Si estuvierais seguros de que os habíais equivocado respecto de la causa real de los males que afligen a la sociedad y los medios de remediarlos; si estuvierais seguros de que la verdad está en nuestro bando y no en el vuestro, ningún vínculo de vanidad, de ambición, de terco partidismo sería suficientemente fuerte como para manteneros en la orilla del error: vuestros corazones se entristecerían, sin duda; daríais con lástima un último adiós a los sueños que han alimentado, encantado y errado vuestras imaginaciones, pero al final abandonaríais estas queridas quimeras, superaríais vuestra repugnancia y os unirías a nosotros. Por Dios, nosotros por nuestra parte haríamos otro tanto, si consiguierais introducir en nuestros débiles intelectos un rayo de esa luz que convirtió a San Pablo; si nos demostrarais, tan claro como la luz del día, que la verdad reside en el socialismo y no en la economía política. Apoyamos nuestro sistema solo mientras lo creemos verdadero y justo: quemaríamos mañana, sin remordimiento interno, lo que hemos adorado y adoraríamos lo que hemos quemado, si prueba que nuestros dioses (Smith, Turgot, Quesnay y J.-B. Say) no son más que despreciables ídolos de madera.

Por tanto, nosotros y vosotros estamos igualmente libres de terco partidismo, tomando este término en sentido estricto; nuestra visión asciende a una esfera superior, nuestros pensamientos siguen un vuelo más generoso: son la verdad, la justicia y la utilidad nuestras guías inmortales a través de los círculos oscuros de la ciencia; es la humanidad la que es nuestra adorada Beatriz.

Una vez entendido esto por todos, planteo directamente la cuestión que nos separa.

Mantenéis que la sociedad sufre por la libertad, mantenemos que sufre por la servidumbre.

Concluís que es necesario abolir la libertad y poner en su lugar la organización del trabajo; concluimos que es necesario abolir la servidumbre y poner en su lugar… a la libertad, pura y simple.

Empecemos especificando los hechos. ¿De qué época data la libertad de trabajo? Fue proclamada por primera vez por Turgot en un edicto inmortal y sancionada después por la Asamblea Constituyente.

Hablaré luego de cómo esta sagrada libertad ha sido de nuevo esposada y encadenada; de momento me limitaré a advertir que solo nació el final del siglo XVIII.

Ahora os pregunto ¿cuál era la condición de las masas trabajadoras hasta el final del siglo XVIII? ¿Eran los trabajadores más felices antes de entonces de lo que lo han sido después?

Si eran más felices, ¡oh! Entonces estaré de acuerdo con vosotros en que la libertad ha sido un regalo envenenado para el mundo y tenéis razón en pedir una organización de trabajo que siga el modelo de la del antiguo Egipto o la Europa medieval.

Pero si, por el contrario, la condición de la masa del pueblo es hoy superior a la que era antes del 89, ¿no os veréis obligados de buena fe a reconocer que la libertad de trabajo ha sido un beneficio para la humanidad?

Pasemos rápidamente juntos por la historia del pasado, la historia de estos treinta siglos de servidumbre que precedieron a la llegada de la libertad de trabajo y veamos qué espectáculo nos ofrecen.

¿Es realmente un espectáculo de comodidad e igualdad universal? ¡Ojalá lo hubiera sido! Pero no. Por el contrario es un retablo de desgracias más intensas y de una desigualdad más profunda que la que hoy aflige nuestra vista. Y cuanto más nos adentramos en el pasado, dejando a cada vez más distancia el día en que la libertad finalmente brilló sobre la tierra, más oscuro y espantoso nos aparece este retablo de miseria y desigualdad social.

Si nos remontamos hasta la India y Egipto, ¿qué encontramos? Dos castas poderosas, la casta de los sacerdotes y la los guerreros, oprimiendo y explotando sin piedad a la desgraciada multitud. En lo alto de estas sociedades primitivas, construidas en capas superpuestas unas a otras como bloques de granito, encontraremos a los sabios, vestidos de púrpura, discutiendo la esencia de la divinidad o el curso de las estrellas, y a los guerreros intoxicándose con perfumes en los descansos de sus harenes, mientras que debajo los parias, cubiertos de ignominia, o los esclavos, moldeando con su sudor y sus lágrimas las rudas y gigantescas pirámides. ¿Los males de estas sociedades primitivas, preguntamos, residen en la libertad o en la servidumbre?

Consideremos el mundo romano. ¿Qué encontramos en el corazón de esta sociedad, aunque fue la más rica y más poderosa de la antigüedad? En un lado, un patriciado compuesto por un número muy pequeño de hombres enriquecidos por los despojos del universo. ¡La vida de estos hombres, como sabéis, era una sucesión de batallas sangrientas e infectas orgías! Aparte de esta casta todopoderosa, que se atiborraba con la sustancia de un mundo entero como se veía a los buitres atiborrarse con los cadáveres de los derrotados por Mario; parte de esta casta atiborrada y saciada, ¿qué vemos? ¡La empobrecida multitud de proletarios y la envilecida multitud de esclavos!

Habláis de las miserias de nuestra clase trabajadora; ¡Dios mío! Por muy dolorosas y lamentables que sean éstas, no podéis compararlas con las de los proletarios romanos. ¡Al menos nuestra clase trabajadora trabaja, no mendiga! ¡A la gente de nuestros sombríos suburbios no se la ve haciendo cola en las puertas de las espléndidas mansiones de nuestra acaudalada aristocracia para pedir caridad! ¡No se la ve lanzándose como los perros a por las migajas que los ricos dejan caer de las mesas con mano aburrida y desdeñosa! Tampoco llegan a hacer protestas diarias para obtener una distribución gratuita de comida. ¡No! Es innegable que el trabajador actual lleva una vida pobre, pero se gana esta vida, es capaz de ganársela. El proletario romano no estaba en disposición de ganarse la vida. Los ricos patricios habían monopolizado todas las industrias y toda la tierra, que explotaban por medio de sus esclavos. Víctimas de esta competencia desigual, las únicas alternativas eran la mendicidad, el exilio o la muerte. Mendigaban. Y aún así la suerte de estos degradados proletarios era mil veces preferible a la de los esclavos. El proletario, al menos, era un hombre; el esclavo, por su parte, era solo una especie más de bestia de carga, ¡una cosa! El esclavo no poseía nada, ni siquiera un nombre. Es verdad que los trabajadores pobres de nuestros campos merecen nuestra conmiseración, los que pasan la vida agachándose por el suelo, muy a menudo obteniendo a cambio de su duro trabajo nada más que un trozo de pan negro para comer, una tela burda para vestir y una cabaña de barro para dormir, pero por muy dolorosa que sea esta existencia ¡cuántos esclavos romanos la habrían envidiado! Recordad los relatos de Plinio y Columela. En el corazón de la risueña campiña de Italia se encontraban, cada cierto tiempo, aquellos caseríos oscuros y malolientes a los que se llamaba ergástulas. Eran prisiones, o por mejor decir, establos de esclavos. Por las mañanas, hacían fila en bandas, generalmente encadenados; se desperdigaban por el terreno, dirigidos por supervisores armados con látigos y cada surco se regaba con su sudor y su sangre unidos. Por las tardes se les llevaba de vuelta a la ergástula, donde se les ataba como animales a sus pesebres. ¡No había familia para ellos, sino una sucia promiscuidad! ¡Ningún Dios, sino un destino inexorable que las robaba su humanidad sin dejarles ni siquiera la esperanza de una vida por vivir! Como sabéis, ésa la condición de las masas trabajadoras en la antigüedad. ¡Y aún así el mundo no se había sometido aún a la ley del laissez faire!

Posteriormente ¿qué más podemos ver? ¿Mejoró mucho la situación del pueblo con la caída del monstruoso edificio del imperio romano? Moralmente, sí, sin duda, ya que el cristianismo les permitió consolaciones sublimes; materialmente, no. A lo largo de la Edad Media, la vida del pueblo, ya fuera de los siervos de la gleba en el campo o de los siervos de los gremios en las ciudades, no es sino una larga sucesión de angustias. La Edad Media es un periodo de dolor y pesar y entre las voces de queja puede distinguirse siempre la voz grande y melancólica del pueblo. Más tarde todavía, después de muchos descubrimientos fértiles, después de que la pólvora haya llevado ante la justicia la tiranía de los señores feudales, después de que la imprenta hubo despejados la más profunda oscuridad de la ignorancia, después de que la brújula nos diera un nuevo mundo, ¿dejó el pueblo de sufrir? Bajo Luis XIV (bajo el reinado de ese rey que se dice que llevó a tales alturas la gloria y el poder de Francia), ¿cuál era la condición del pueblo? ¿Era superior a la del pueblo actual? Todos conocen el famoso pasaje del Diezmo real de Vauban en el que ese insigne hombre de buena voluntad explicaba la situación de Francia en términos descorazonadores:

Está claro que el mal se ha llevado al extremo y si no se remedia, la gente humilde caerá en un extremo del que no saldrá nunca; los caminos del campo y las calles de ciudades y pueblos están llenos de mendigos que abandonan sus hogares por el hambre y la desnudez.

A partir de toda la investigación que he sido capaz de hacer durante los varios años que le he dedicado, he descubierto que a una décima parte del pueblo se la limita a mendigar y lo hace; respecto de las demás nueve décimas, cinco no están en disposición de darles limosnas, estando ellos mismos a poca distancia de encontrarse en el misma infeliz condición; de las cuatro décimas restantes, tres están preocupadas y cargadas de deudas y reclamaciones y la décima parte final (en la que coloco a todos los hombres de espada y toga, ya sea eclesiástica o laica, toda la nobleza alta y distinguida, todos los que tienen responsabilidades militares o civiles, los mercaderes de éxito, los rentiers burgueses y las clases más acomodadas) no pueden calcularse en más de cien mil familias y no creo equivocarme al decir que no más de diez mil familias, grandes o pequeñas, podrían describirse como viviendo con mucha holgura.

Ésa era la condición del pueblo antes de que la libertad de trabajo entrara en escena.

Además, durante este largo periodo de sufrimientos, ¿cuál era el grito de la multitud? ¿Cuál era la demanda de los cautivos de Egipto, los esclavos de Espartaco, los campesinos de la Edad Media y posteriormente de los trabajadores oprimidos por los gremios y sus maestros? ¡Demandaban libertad!

Se decían entre sí: nuestras conciencias, nuestros pensamientos, nuestro trabajo se ven oprimidos y explotados por hombre que se han impuesto a nosotros por medio de violencia o engaños. Algunos nos prohíben amar a Dios y rezarle si no es según su fórmula; otros nos obligan a estudiar a Dios, el hombres y la naturaleza de acuerdo con los libros, aprisionando nuestros pensamientos dentro del círculo de hierrote sus sistemas prohibiéndonos romperlo bajo pena de muerte; otros más, después de que estos han encadenado nuestras almas, encadenan nuestros cuerpos. No piden que vivamos unidos al lugar en el que nacemos como las plantas y allí ejercitan sus privilegios para apoderarse de la mayoría de los frutos de nuestro trabajo y sudor.

Hagamos estallar, aun a riesgo de nuestras vidas, estos límites que nos dañan; reclamemos para todos, tanto la libertad de espíritu como la de cuerpo; reclamemos para todos el derecho natural a creer, a pensar y a actuar libremente y nuestros sufrimientos se acabarán. ¿No se verán nuestras almas satisfechas una vez que hayamos obtenido para ellas el libre acceso al reino inmaterial, la capacidad de navegar el inmenso y maravilloso océano de la mente, sin volver al cable de hierro de un sistema impuesto? ¿No se atenderán totalmente nuestra necesidades físicas, una vez que el reino material se nos abra gratuitamente, una vez que ninguna cadena nos prohíba llevar nuestro trabajo e intercambiar su productos en toda la superficie de esta tierra fértil con la que nos ha dotado generosamente la providencia? ¡Seamos libres y seremos felices!

Ese era el grito de la humanidad oprimida. ¿Entonces? ¿Suponéis, por tanto, que la humanidad se equivocaba cuando alzó, de siglo en siglo, este largo grito de disconformidad y esperanza? ¿Pensáis que en su incesante búsqueda de libertad seguían un vano espejismo? ¡No! ¡Mirad en vuestros corazones y no os atreveréis a afirmarlo, nos atreveréis, Brutos del socialismo, a decir que la libertad es solo una palabra vacía!

¡Indudablemente objetaréis que la humanidad sigue sufriendo! Seguramente. Pero, e insisto en mantener este hecho ante vuestra vista, sufría antes de la llegada de la libertad a la tierra y sus sufrimientos eran más duros y más intensos que los de hoy.

Por tanto, no podéis, sin ser culpables de un burdo anacronismo, acusar a la libertad de los males de las clases trabajadoras antes del 89: ¿sería de mayor justicia que los imputarais a los que aplastaron a los trabajadores desde entonces? El examen de esta cuestión lo reservo para una carta futura.

Firmado: UN SOÑADOR

 

 

Gustave de Molinari (3 de marzo de 1819 – 28 de enero de 1912) fue un economista nacido belga asociado con los “économistes” franceses, un grupo de liberales de laissez faire. A lo largo de su vida, Molinari defendió la paz, el libre comercio, la libertad de expresión, la libertad de asociación y la libertad en todas sus formas. Fue el creador de la teoría del anarquismo de mercado.

Aunque este artículo se publicó originalmente de forma anónima en Journal des Économistes vol. 20, nº 82. – 15 de junio de 1848 (pp. 328-332), Molinari reconoció posteriormente su autoría en el libro de 1899, La sociedad del mañana, donde apuntaba:

Esta apelación, que por cierto muestra la impronta de la confiada ingenuidad de la juventud, fue, como han demostrado los acontecimientos, completamente prematura. No se escuchó, pero se me puede permitir esperar que se oiga algún día y que el socialismo, colaborando con los economistas con sus contingentes de fuerzas, les ayude a superar la resistencia de aquellos intereses egoístas y ciegos que les ponen en contra de la necesaria transformación de la organización política y económica que ha dejado de adaptarse a las actuales condiciones de existencia de las sociedades.

Published Tue, Dec 20 2011 6:39 PM by euribe