Por C.J. Maloney. (Publicado el 11
de diciembre de 2008)
Traducido del inglés. El artículo
original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/3238.
Impreso por primera vez en 1896 y
desgraciadamente tan pertinente hoy como entonces, Fiat Money Inflation in
France, del Dr. Andrew Dickson White relata el suicidio nacional de un
imponente imperio que se atragantó hasta morir en uno de los engaños más
absurdos de la humanidad: la pertinaz creencia en que el dinero sí crece
en los árboles. El estilo del Dr. White hace al libro fácil de leer, incluso
durante las aterradoras partes que suenan como tomadas directamente de los
periódicos de hoy.
Aunque solo tenga sesenta y ocho páginas, el
libro sin embargo el libro pega fuerte. Está bien investigado y (lo que es más
sorprendente en un libro de historia) lleno de pasajes que llevan a la
carcajada. Más de cien años no han hecho nada que disminuya el efecto de la
prosa del Dr. White.
Solo en el método del autor de referirse a las cifras implicadas (cifras que
entonces parecían fantásticas hoy son comunes) muestra el libro señales de
antigüedad. Esto te lleva a leer, por ejemplo “veintiocho cientos de millones”, en lugar de 2.800 millones, al
estar los miles de millones probablemente más allá del proceso de pensamiento
de la gente de su tiempo.
No para nosotros, que llegamos al billón.
Archivar en “Idea, no buena”
La emisión de papel demostrará que el oro no
es necesario –Mirabeau, político francés (1790)
La sabiduría va y viene; lecciones duras de
aprender apenas se recuerdan. La interminable estupidez de la humanidad sobre
el tema del papel moneda indudablemente se encuentra en el ámbito de lo
sublime. Somos siempre como Carlitos, tratando una y otra vez de patear la bola
de Lucy. Se sucede una generación tras otra, cada una rechazando aprender una
de las lecciones más importantes de la vida: no debe darse a nadie licencia
para falsificar. Fiat Money Inflation in France utiliza como plan
formativo la tragedia de Francia en la década de 1790 y el Dr. White prosigue
el cuento de forma constante.
Su prosa es afilada pero educada y no se le
caen los anillos por reconocer lo que haya que reconocer. En el lado positivo
de la balanza, apunta que Francia no cayó en un hoyo económico durante una
década por unos locos extremistas, sino más bien por gente calmada y bien
educada. Los chicos más listos del aula cuyas ideas produjeron la tragedia
“estaban reconocidos universalmente como algunos los financieros más
capacitados y honrados de Europa” (p. 47).
Como Francia estaba en 1789 en depresión
económica, la idea de que las dificultades se debían a una falta de dinero (y
de que tener más sería bueno) captó la imaginación de mucha gente. Francia presumía
de sus propios Bernankes, Paulsons y Greenspans y cuando no estaban pensando
mal, estaban haciendo la ronda en los salones parisinos, hablando a la gente
con las orejas abiertas acerca de cómo la moneda fiduciaria, a pesar de su
desastroso historial, podría funcionar si se hiciera mejor, y ellos intentaban
hacerlo mejor.
La moneda fiduciaria, declaraban los
expertos, era un medio de “asegurar los recursos sin pagar intereses” (p. 2).
La idea prometía que de la nada podía haber algo, o como dijo más tarde Keynes,
que de las piedras se hará pan. Nadie pensaba estaba pensado en esto.
Pronto la doctrina llegó a los oídos de los
políticos franceses que, al haberles sido explicado que el plan les pedía que
imprimieran dinero siempre que quisieran, se convencieron rápidamente de que
todo era una espléndida idea.
Francia seguía en 1790 el patrón oro, siendo
la libra la unidad de medida, pero el gobierno ahora emitiría también papel
moneda. Iba a verse respaldado no por oro, sino por tierras de la iglesia
robadas específicamente para este fin y bajo la autoridad de la Voluntad del
Pueblo. Aunque Francia ya había experimentado una dolorosa experiencia con el
papel moneda no mucho antes de la inminente locura (con los planes de papel
moneda de 1720 de John Law), los miembros del gobierno central francés
insistían en que los billetes de papel de John Law en realidad trajeron
prosperidad “y la ruina que causaron por su exceso de emisión solo es posible
bajo un despotismo” (p. 4).
“¡Nosotros no vivimos bajo un
despotismo!”, dijeron todos de acuerdo y votaron inmediatamente emitir 400
millones de libras en papel moneda, respaldados por la tierra robada a la
iglesia y pagando intereses al portador del 3% anual. Antes de cinco meses, se
imprimieron 800 millones más, sin que los billetes dieran ningún interés. Con
la divisa ahora buena y elástica (antes de desplomarse en 1796) los políticos
franceses estaban imprimiendo locamente dinero en secreto, haciendo trabajar a
los empleados de las imprentas unas muy poco francesas 14 horas al día.
En menos de seis años, los políticos franceses emitieron más de 45.000 millones
de papel irredimible (y eso pasó cuando 45.000 millones era un montón de
dinero).
Es cuando el Dr. White describe los efectos
de toda esta inflación en Francia cuando el libro se lee como un periódico de
hoy. Los precios aumentaron al caer sin límite el valor de la divisa; los
ahorros languidecieron mientras aumentaban las cargas de la deuda; apareció un
espíritu jugador y los sobornos florecieron. Acabo de mirar en Google estas
expresiones más “América” y son cuatro de cuatro.
El Dr. White creó el libro a partir de una
serie de conferencias dadas durante su época en la Universidad de Cornell y la
Universidad de Michigan. A juzgar por cómo se lee el libro, debe haber sido un
gran orador. Describiendo el apasionado discurso de Mirabeau en 1790, escribe
acerca de su vélelas oratoria, de cómo se la interrumpía frecuentemente con
aplausos, y aún así cómo escuchar la opinión de un hombre que nunca estudió el
tema del que peroraba (Mirabeau no sabía nada de economía) “era como pedir a un
boxeador profesional arreglar un reloj” (p. 18).
Y eso también vale para el resto de la
Asamblea Francesa, bullente de planes para “arreglar” la economía, pero llena
de “hombres que nunca habían demostrado ninguna capacidad para hacer fortuna o
aumentarla por sí mismos (aunque) abundante en planes brillantes para crear y
aumentar la riqueza del país en general” (p. 17). Pronto volvieron al más
natural camino político a la riqueza, ya que si recién fundado poder de
dispensar dinero disponible sin fin les hacía evidentes candidatos al soborno
por favores legislativos. El Dr. White trata de ver el lado bueno escribiendo:
“es algo reconfortante saber que casi todos los afectado fueron guillotinados
por ello” (p. 30).
Lo mejor de este libro es que es,
básicamente, un alegato a favor de los pobres, una apelación a concederles la
protección que proporciona el oro. El Dr. White muestra una mente progresista
en su preocupación por los menos afortunados, siempre las víctimas en
definitiva de la inflación, que “crea sobre las ruinas de la prosperidad de
todos los hombres de medios magros una clase de viciosos especuladores, la
clase más perjudicial que puede albergar una nación” (p. 5).
¿No lo sabemos?
No, Virginia, el dinero no siempre crece en los árboles
¿Sobre quien recayó en definitiva esta
enorme depreciación? Hombres de medios escasos –Andrew Dickson White (1896)
Utilizando el colapso monetario francés de
1796 como una lección para enseñar algo más grande (advertir contra la moneda
fiduciaria) el libro apoya descaradamente un patrón oro. En el momento de su
publicación en 1896, esta postura no solo era respetada: era la corriente
principal (los defensores del papel moneda eran los chalados). Ahora el zapato
esta firmemente en el otro pie: la gente educada no habla de un patrón oro. Tal
vez deberían empezar.
El propósito de un patrón oro (lo que lo
hace tan indispensable para un sistema de justicia económica) es que quita el
poder de crear dinero y crédito a voluntad de las manos de los políticos (de
hecho de las manos de todos). Ningún hombre, no importa lo virtuoso y
santo que sea, puede resistir mucho tiempo la llamada de la máquina del dinero
y el mundo político, en el que las virtudes y los santos tienen poca oferta, es
un lugar particularmente peligroso para que resida allí.
La eliminación del patrón oro de nuestras
vidas, apuntaba recientemente Robert Samuelson, ha “creado una situación
completamente nueva (…) la inflación ya no se controlará a sí misma”. Con la
abolición de Nixon del enlace remanente del dólar de EEUU al oro en 1971, todos
hemos tomado una máquina del tiempo de vuelta a la Francia de la década de 1790
y hasta ahora ha sido una aventura lejos de ser excelente.
Hemos sustituido a la mano constante y
desinteresada del oro por los caprichos arbitrarios y rapaces del político; aún
así nos preguntamos por qué los precios no hacen más que subir, año tras año,
hasta que la abuela tiene que comer comida para gatos. Siempre y en todas partes
en que se ha introducido papel moneda, desde la Francia de 1790 a los Estados
Unidos de 2008, se ha producido una divisa devaluada constantemente y una
economía devaluada constantemente, ya que “hay una ley natural de aumento
rápido de las emisiones y la depreciación” (p. 21).
A inflación como política deliberada no es
apropiada más que para los drogadictos: es un método de placer artificial a
corto plazo con un coste cierto a largo plazo. Pero el “largo plazo” es una
expresión equívoca y tranquilizadora para calmar los nervios. El “largo plazo”
siempre se transforma inevitablemente en “ahora mismo” y para el tonto resulta
ser un bastardo vicioso. Un vistazo al crecimiento de la oferta monetaria de
Estados Unidos desde 1971 (y desde la creación de la Reserva Federal en 1913,
por cierto) nos revela que los tontos han sido muchos.
Los franceses de finales de la década de
1790, como mucha gente en muchos momentos, creía en “la doctrina de que toda la
divisa (…) deriva su eficacia del sello que muestra” (p. 22) y por tanto
podemos imprimar tanto dinero como queramos. El Dr. White identifica a la falsa
doctrina como la causa raíz del desastre.
En Francia de 1790 a 1796 las dislocaciones
económicas se agudizaron al caer la divisa hasta casi cero, llevando a los políticos
a aprobar una intervención desesperada, seguida en el tiempo por otra aún más
desesperada y pronto Marat, uno de los hombres más poderosos de la política
francesa, estuvo reclamando abiertamente a la gente que matara a los vendedores
y saquearan sus inventarios. (Era su paquete de estímulo económico). La
inflación de precios desgarró el tejido de la civilización francesa: el solo
intento de aplicar controles de precios hizo que las guillotinas funcionaran
constantemente.
Igual que los franceses en la década de
1790, también creemos vernos “libres por estos grandiosos medios de toda la
incertidumbre y los ruinosos resultados del sistema de crédito” (p. 8) y ahora,
también como en la Francia de la década de 1790, hemos descubierto que allá
donde “el comercio está muerto, el juego toma su lugar” (p. 27). También son
sentábamos a cenar y charlamos acerca de cómo nuestro fondo de inversión (en el
que dijimos a todos que invirtieran) ha subido un 46% anual hasta la
fecha y ahora nos encontramos mirando un plan de pensiones vacío con la misma
cara de tontos de “¿qué ha pasado?”.
Lo que es asombrosos en los Estados Unidos
de 2008 no es la ilusión monetaria de los ciudadanos (la historia ya ha visto
muchas) sino su completa falta de resistencia a ella. Cerca y lejos, de la MTV
a la CNBC a los cócteles, la doctrina del dinero fiduciario está tan presente
que pensar en la vida sin ella está fuera de nuestra comprensión. Tal vez no
debería estarlo.
Nial Ferguson preguntaba recientemente por
qué Occidente estaba tan “ciego por la ilusión monetaria”. Hacía la pregunta
como si hubiéramos superado la ilusión, como si ahora viéramos el papel moneda
como lo que es. No es así. Como los franceses de 1795, aún echamos la culpa a
todo, menos a la causa real” de nuestros problemas.
En una mañana de París de febrero de 1796,
con gran melancolía, todo el aparato de impresión de papel moneda fue “roto y
quemado solemnemente” en la Palce Vendome de esa ciudad (p. 53). A los
franceses les llevó seis años darse cuenta; a nosotros nos leva 37 y sumando.
El excelente libro del Dr. White puede
llevarnos un paso más cerca de romper y quemar “solemnemente” la raíz de
nuestro problema. Aunque no lo haga, Fiat Money Inflation in France
sigue siendo una gran lectura.
C.J. Maloney vive y trabaja en
Nueva York. Tiene un blog
sobre Libertad y Poder en la web History News Network y el Daily Kos. Su primer libro, Back to the Land:
Arthurdale, FDR's New Deal, and the Costs of Economic Planning, se
publicó en febrero de 2011.