Por David Gordon. (Publicado el 9
de mayo de 2008)
Traducido del inglés. El artículo
original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/2932.
[The Purpose of the
Past: Reflections on the Uses of History • Gordon S. Wood • Penguin Press,
2008 • 323 páginas]
Gordon Wood es uno de los más
distinguidos historiadores de Estados Unidos. Es más conocido por su Creation of the American Republic, 1776–1787
(University of North Carolina Press, 1969), un estudio controvertido que
afirmaba descubrir un sistema comunal “republicano” de ideas, no un liberalismo
clásico en el corazón de la independencia estadounidense. En The Purpose of the Past,
ha recogido una serie de reseñas más largas, en búsqueda de algo más que dar
estos artículos un entorno más duradero. Encuentra perturbadoras recientes
tendencias en la historiografía que ponen en cuestión la capacidad del
historiador de reconstruir apropiadamente el pasado. Como si el postmodernismo
no fuera bastante, otros tipos de pensamiento también amenazan el trabajo del
historiador por estudiar el pasado por sí mismo. Teóricos políticos e ideólogos
de distintos tipos buscan subordinar la historia tal y como ocurrió realmente a
sus propios fines.
La defensa de la historia objetiva
de Wood es saludable y aparte de eso, como uno esperaría de un historiador de
su prestigio, da muchos apuntes ilustrativos acerca de asuntos concretos de la
historia estadounidense. Además, es un crítico ideal en un aspecto. Por muy
crítico que sea con un libro concreto, siempre presenta un resumen completo y
ajustado de sus contenidos.
A pesar de sus considerables
méritos, este libro sufre un defecto fundamental. Protesta contra los ideólogos
que imponen su propia idea del pasado, pero el propio Wood tiene opiniones
definidas acerca de la naturaleza del pasado que son tan imposiciones teóricas
como las de los escritores a los que denuncia. En varios casos, atribuye
opiniones particulares propias al “historiador”, viéndolas erróneamente como
propias del estudio del pasado por sí mismas.
Si Wood defiende la historia
objetiva, lo hace en parte como pecador arrepentido. En un ensayo, escrito el
1982, una reseña de The Glorious Cause
de Robert Middlekauff, estaba dispuesto a poner en cuestión la capacidad de la
narrativa histórica de recoger adecuadamente el pasado como ocurrió realmente.
Argumentaba que el historiador narrativo necesariamente importa una trama
histórica que no estaba presente en el original:
Las tramas, la coherencia y el
significado de las narrativas son siempre retrospectivos. Este reconocimiento
se encuentra detrás del desdén que muestran los historiadores sociales
franceses por los acontecimientos únicos y desconectados de la historia
narrativa tradicional. Para que un historiador destacar uno estos
acontecimientos únicos y no otro, escribe François Furet, tiene que asumir
alguna trama que conecte los acontecimientos, que vaya a alguna parte, tiene
que darles “un significado ideológico” (p. 53).
Basándose el “problemas
epistemológicos” como éste, Wood concluía: “la forma narrativa, particularmente
como la ha usado Middlekauff, no merece mucho examen” (p. 55).
Wood nos dice que ha “llegado a
lamentar” esta última fresa y que en cualquier caso, su escepticismo es ese
artículo no se extendía a la historia estructural de la “ciencia social”. Las
opiniones subyacentes de Wood se ven mejor en un pasaje de ese mismo artículo.
“La vocación del historiador”,
escribe [Oscar] Handlin, “depende de este mínimo artículo de fe: la verdad es
absoluta, es tan absoluta como real es el mundo”. Esta fe puede ser ingenua
filosóficamente, puede incluso ser absurda filosóficamente en esta época de
pensamiento escéptico y relativista y sin embargo es lo que hace posible
escribir historia. Los historiadores que rompen con esta fe lo hacen a riesgo
de su disciplina (p. 60).
No es un argumento muy convincente.
Por muy débil filosóficamente que
sea la defensa de Wood de estos artículos de fe, en sus propios escritos
históricos se adhiere firmemente a este credo y ataca a los ideólogos que no lo
hacen. Al hacerlo, me parece que se asienta en terreno firme. Para hacer un
alegato contra los ideólogos, no tiene que demostrar que el historiador pueda
alcanzar de hecho la objetividad o incluso acercarse a ella. Basta con que
tengamos una buena razón para pensar que los intentos de uncir las
preocupaciones pasadas con las presentes probablemente impidan esforzarse por
retratar el pasado como realmente sucedió. Incluso si no podemos acercarnos,
podemos saber que algunos caminos nos alejan y evitarlos.
En una reseña de If Men Were Angels: James Madison and the
Heartless Empire of Reason, de Richard K. Matthews, Wood
demuestra que la inclinación anticapitalista de Matthews distorsiona su
comprensión de Madison. Matthews argumentaba que Madison trataba de promover un
sistema político en el que los propietarios capitalistas dominarían al resto de
la sociedad. Aunque admira la brillantez con las que Madison construyó su
visión política, Matthews la encontraba extraña e inhumana. Wood apunta que Matthews
busca una compresión moderna del capitalismo en el pensamiento de Madison. De
hecho, Madison se refería a la propiedad de los terratenientes, no a los
empresarios como los conocemos hoy.
La concepción de la propiedad de
Madison no era del tipo de la propiedad burguesa moderna que tiene en mente Matthews.
Madison seguía pensando en la propiedad en términos premodernos, casi clásicos:
propiedad rentista, propiedad real, propiedad como fuente de autoridad e
independencia, no como fuente de productividad e inversión capitalista (p.
153).
Igualmente critica a la popular
historiadora Barbara Tuchman por anacronismos.
Nunca llega a aceptar el hecho de que
el papado era un poder secular en la Italia del siglo XV. El deseo de los papas
de aumentar su fortaleza política y su obsesión por “gasto conspicuo e inútil
(…) en busca de efecto” son para Tuchman una completa locura. Aprecia mal el
papel político del papado y su temor a la dependencia en un mundo de agresivos
estados-nación nacientes (p. 67).
Bien dicho, pero en el mismo ensayo
es evidente que Wood está bastante dispuesto a imponer su propia visión de la
historia, exactamente el defecto que encuentra en Tuchman y otros. Remarca que
la historia es una disciplina
conservadora, conservadora, por supuesto, no en un sentido político
contemporáneo, sino en el más amplio sentido de inocular escepticismo acerca de
la capacidad de los pueblos de manipular y controlar conscientemente sus
propios destinos (…) El conocimiento histórico (…) da a la gente una
perspectiva de lo que es posible y, más a menudo, de lo que no es posible (pp.
71-72).
¿Cómo sabe esto Wood? Podría,
examinando episodios concretos de la historia, demostrar las posibilidades
limitadas que afrontaron ciertas personas en el pasado. Pero esto no basta para
establecer una ley general de que las posibilidades históricas estén siempre
limitadas. Tal vez la investigación de un nuevo episodio demostraría que en é
los principales actores tuvieron un amplio rango de alternativas y fueron
capaces en buena medida de alcanzar sus objetivos como planearon. Wood no dice
nada para justificar esto: en su lugar, presenta su propia opinión filosófica
como si fuera un hecho derivado del estudio de la historia. Me atrevo a sugerir
que conocer la explicación de las leyes históricas de Mises en Teoría e
historia le habría ahorrado este error. (Por cierto, Wood califica como
“fatuo” el famoso dicho de Santayana de que quienes no pueden recordar el
pasado están condenados a repetirlo [p. 71]).
De nuevo critica eficazmente a James
MacGregor Burns por suponer que un líder suficientemente grande habría sido
capaz de resolver los problemas secesionistas y otros de los Estados Unidos del
siglo XIX sin una guerra civil:
Una y otra vez Burns revela su
concepción heroica del proceso histórico (…) Después de todo, dice Burns, “una
prueba suprema del liderazgo” es la capacidad del líder de ocuparse con “las
fuerzas ‘impersonales’ que discurren a su alrededor”. Los estadounidenses en el
periodo prebélico sencillamente no produjeron ese tipo de liderazgo. Incluso
Lincoln fue un líder “perplejo y defectuoso” (…) Es el optimismo estadounidense
romántico llevado al extremo. De alguna forma desde algún lugar algún gran
héroe, algún Lochinvar, podría haber galopado y rescatado a los estadounidenses
de sus aprietos (p. 38).
Wood argumenta correctamente que
Burns no puede asumir sencillamente sin argumentarlo que el liderazgo de este
tipo fuera una posibilidad histórico. Sin embargo, de nuevo va demasiado lejos
en negar desde el principio un líder capaz de evitar el conflicto. Wood dice: “
Así que para Burns la llegada de la Guerra de Secesión no puede ser una
verdadera tragedia, el tipo de tragedia que ve los límites inevitables con los
que la gente tiene que actuar” (p. 38). Wood de nuevo ha importado una visión
filosófica particular a la historia, presentándola erróneamente como algo dado
con lo que trabaja “el historiador”.
Aparece un problema similar en las
explicaciones de Wood de la historia intelectual. En una reseña de Explaining America: The Federalist, de
Garry Wills, Wood critica el intento de Wills de demostrar que fue Francis
Hutcheson, y no John Locke, el que estuvo en la raíz del pensamiento de
Jefferson. No lo hace argumentando que Locke fuera la mayor influencia, en mi
opinión la manera adecuada. En su lugar responde que toda la controversia se
basa en una falsa suposición:
Los tipos de distinciones que Wills y
sus críticos han establecido entre las respectivas contribuciones de Locke y
Hutcheson al pensamiento anglo-americano son demasiado preciosas, demasiado
refinadas, demasiado académicas para la dinámica cultura del siglo XVIII.
Jefferson difícilmente sería capaz de establecer esas finas distinciones o de
percibir cualquier antagonismo entre lo que habían escrito Locke y Hutcheson
(…) No es posible probar la influencia de Locke y Hutcheson en el pensamiento
de una persona como Jefferson, ni siquiera si encontramos a Jefferson citando a
uno u otro. Pues las ideas de ambos, Locke y Hutcheson, se habían mezclado
tanto en el discurso del siglo XVIII que en 1776 no podía separarse y medirse
su “influencia” (pp. 20-21).
Como habrán adivinado los lectores,
creo que Wood ha impuesto de nuevo una visión filosófica a la historia: en este
caso, una teoría de cómo funciona la influencia intelectual. Él podría
responder que no es así: más bien ha presentado lo que ha revelado su propio
estudio de Jefferson acerca de su manera de pensar. No puede descartarse esto,
aunque es curioso que Wood atribuya a Jefferson una capacidad de seguir un
argumento relacionado inferior a la propia.
Aquí el asunto se aclara en otro
ensayo, una reseña de American Scripture: Making
the Declaration of Independence, de Pauline Maier. Dice, con evidente
aprobación, que Maier “no se preocupa de la hermenéutica o trata de refutar a
Carl Becker, Morton White y Garry Wills, los principales expertos que han
escrito acerca de la Declaración en este siglo [es decir, el XX]” (p. 162).
Hacerlo resulta innecesario: estos escritores estaban los suficientemente
equivocados como para tratar de trazar ideas, Maier sabe más. Es “una
historiadora de la cabeza a los pies” (p. 162) y sabe que la Declaración fue una respuesta al contexto local. Wood,
como yo esperaba, sí tiene una visión intelectual de la historia a la cual
quiere ajustar el pasado.
A pesar de este problema, Wood es
un historiador de gran talento y a los lectores les valdrá la pena su análisis
de asuntos concreto. Acabaré con dos ejemplos que apreciarán los lectores de The Mises Review. Apunta los objetivos
nacionalistas radicales de Madison en la Convención Consitucional:
Para el plan de Madison era crucial un
poder de veto otorgado al Congreso sobre toas las leyes estatales y la
representación proporcional para cada estado de su pueblo o sus contribuciones
financieras o alguna combinación en ambas cámaras del Congreso (…) Como el que
los estados estuvieran representados como estados era lo que estaba mal en los
Artículos de la Confederación, Madison estaba convencidote que mantener algún
aspecto de soberanía estatal en el nuevo gobierno nacional lo viciaría y
acabaría por destruirlo (p. 298).
Madison volvió en la década de 1790
a una postura jeffersoniana y apoyó con fuerza la soberanía de los estados. Al
advertir que un había un plan federalista para establecer una monarquía, Wood
nos dice en una reseña de The Age of Federalism,
de Stanley Elkins y Eric McKitrick, que Madison y Jefferson se fueron engañados
en modo alguno:
Aún así había algo de cierto en la
invectiva republicana, pues Hamilton y otros líderes federalistas (…) querían
convertir a Estados Unidos en una potencia fiscal-militar que rivalizaría con
lo grandes estados europeos y alcanzaría el honor y la gloria a la que
aspiraban tan grandes estados (…) aunque los federalistas técnicamente no
querían poner a un rey en el trono estadounidense, sí estaban buscando infundir
suficientes elementos monárquicos en la vida estadounidense como para dar
cuerpo a los temores republicanos de una monarquía federalista (pp. 116-117).
David Gordon hace crítica de libros
sobre economía, política, filosofía y leyes para The Mises Review, la
revista cuatrimestral de literatura sobre ciencias sociales, publicada desde
1955 por el Mises Institute. Es además autor de The Essential Rothbard,
disponible en la tienda de la web del Mises Institute.
Esta reseña apareció originalmente
en The Mises Rivew, Primavera
de 2008.