Por Ludwig
von Mises (Publicado el 27 de diciembre de 2011)
Traducido
del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5822.
[La
acción humana (1949)]
Al investigar los problemas
económicos del intervencionismo no tenemos que ocuparnos de aquellas acciones
del gobierno cuyo objetivo es influir inmediatamente en la elección de bienes
del consumo por parte del consumidor. Todo acto de interferencia pública en los
negocios debe afectar indirectamente al consumo. Como la interferencia del
gobierno altera los datos del mercado, debe asimismo alterar las valoraciones y
la conducta de los consumidores. Pero si el objetivo del gobierno es meramente
obligar a los consumidores directamente a consumir bienes de consumo distintos
de lo que habrían consumido en ausencia del decreto del gobierno, no aparecen
problemas especiales a examinar por la economía. Está fuera de toda duda que un
aparato policial fuerte e implacable tiene el poder para poner en práctica
dichos decretos.
Al ocuparnos de las alternativas de
los consumidores, no preguntamos qué motivos indujeron a un hombre a comprar a y no comprar b. Simplemente investigamos qué efectos en la determinación de los
precios del mercado y por tanto en la producción se han producido por la
conducta concreta de los consumidores. Estos efectos no dependen de las
consideraciones que llevaron a los individuos a comprar a y no comprar b:
dependen solo de los actos reales de compra y abstención de compra. Es
indiferente para la determinación de los precios de las máscaras de gas si la
gente las compra por resolución propia o porque el gobierno obliga a todos a
tener una máscara de gas. Lo único que cuenta es el volumen de la demanda.
Los gobiernos, que ansían mantener
la apariencia externa de libertad incluso cuando la están recortando, ocultan
su interferencia directa con el consumo bajo el disfraz de la interferencia con
las empresas. El objetivo de la prohibición estadounidense de bebidas
alcohólicas era impedir que los residentes en el país no consumieran éstas.
Pero la ley hipócritamente no hacía que la bebida como tal fuera ilegal y no la
penalizaba. Simplemente prohibía la fabricación, venta y transporte de licores
intoxicantes, las transacciones empresariales que preceden al acto de beber. La
idea es que la gente entra en el vicio de la bebida solo a causa de que
prevalecen sobre él los empresarios sin escrúpulos. Sin embargo era manifiesto
que el objetivo de la prohibición era limitar las libertades de los individuos
de gastar sus dólares y disfrutar de sus vidas según les plazca. Las
restricciones impuestas a los negocios solo servían para este fin último.
Los problemas que implica la
interferencia directa del gobierno con el consumo no son problemas
catalácticos. Van mucho más allá del ámbito de la cataláctica y afectan a los
asuntos esenciales de la vida humana y la organización social. Si fuera verdad
que el gobierno deriva su autoridad de Dios y la Providencia le atribuye actuar
como guardián del populacho ignorante y estúpido, entonces indudablemente es
tarea suya reglamentar todos los aspectos de la conducta del sujeto. El
gobernante enviado por Dios sabe mejor que sus pupilos lo que es bueno para
ellos. Su tarea consiste en guardarles contra el daño que podrían infligirse a
sí mismo si se les deja solos.
Gente que se considera “realista”
no reconoce la inmensa importancia de los principios implicados. Contestan que
no quieren ocuparse de una materia que, dicen, es un punto de vista filosófico
y académico. Su postura, argumentan, está guiada exclusivamente por
consideraciones prácticas. Es un hecho, dicen, que alguna gente se daña a sí
misma y a sus familias inocentes al consumir narcóticos. Solo los doctrinarios
podrían ser tan dogmáticos como para oponerse a la regulación pública del
tráfico de drogas. Sus efectos benéficos son incontestables.
Sin embargo, el caso no es tan
sencillo. El opio y la morfina son sin duda peligrosos, drogas adictivas. Pero
una vez que se admite el principio de que es tarea del gobierno proteger al
individuo de su propia estupidez, no puede darse ninguna objeción seria contra
posteriores limitaciones. Podría darse un buen argumento a favor de la
prohibición del alcohol y la nicotina. ¿Y por qué limitar la benevolente
providencia del gobierno solamente a la protección del cuerpo del individuo?
¿No es aún más desastroso el daño que un hombre puede infligirse en su mente y
espíritu que cualquier mal en su cuerpo? ¿Por qué no impedirle leer malos
libros y ver malas películas, ver malas pinturas y estatuas y oír mala música?
El daño producido por malas ideologías es indudablemente mucho más pernicioso,
tanto para el individuo como para toda la sociedad, que el producido por los
narcóticos.
Estos temores no son meramente
espectros imaginarios que atemorizan a doctrinarios solitarios. Es un hecho que
ningún gobierno paternal, antiguo o moderno, nunca disminuye en el
reglamentación de las mentes, creencias y opiniones de sus súbditos. Si uno
deroga la libertad humana de determinar su propio consumo, elimina todas las libertades.
Los ingenuos defensores de la interferencia del gobierno en el consumo se
engañan cuando olvidan lo que llaman con desdén el aspecto filosófico del
problema. Apoyan inadvertidamente la defensa de la censura, la inquisición, la
intolerancia religiosa y la persecución a los disidentes.
Ludwig von Mises es reconocido como
el líder de la Escuela Austriaca de pensamiento económico, prodigioso autor de
teorías económicas y un escritor prolífico. Los escritos y lecciones de Mises
abarcan teoría económica, historia, epistemología, gobierno y filosofía
política. Sus contribuciones a la teoría económica incluyen importantes
aclaraciones a la teoría cuantitativa del dinero, la teoría del ciclo
económico, la integración de la teoría monetaria con la teoría económica
general y la demostración de que el socialismo debe fracasar porque no puede
resolver el problema del cálculo económico. Mises fue el primer estudioso en
reconocer que la economía es parte de una ciencia superior sobre la acción
humana, ciencia a la que llamó “praxeología”.
Este
artículo está extraído del capítulo 27 de La
acción humana