Por Ralph
Raico. (Publicado el 2 de junio de 2011)
Traducido
del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5235.
[Future of Freedom Foundation, 2001]
Al conceder reconocimiento
diplomático a la Unión Soviética en noviembre de 1933, Franklin Roosevelt esta
“inadvertidamente”, por supuesto, volviendo a las tradiciones de la política
exterior estadounidense.
Desde los primeros días de la
República, a lo largo del siglo XIX y dentro del siglo XX (esto es, en los días
de la doctrina de la neutralidad y la no intervención) al gobierno de EEUU no
le preocupaba la moralidad o incluso la absoluta inmoralidad de los estados
extranjeros. El que un régimen tuviera el control efectivo de un país era base
suficiente para reconocerlo de hecho como el gobierno de ese país.
Woodrow Wilson rompió esta
tradición en 1913, cuando rechazó reconocer el gobierno mexicano de Victoriano
Huerta e hizo lo mismo unos pocos años después en el caso de Costa Rica. Ahora,
los “patrones morales”, tal y como los entendía Washington DC (el nuevo y
autoungido Vaticano de la moralidad internacional) determinarían con qué
gobiernos se dignaría Estados Unidos a tener acuerdos y con cuáles no.
Cuando los bolcheviques se hicieron
con el poder en Rusia, Wilson aplicó el criterio que se había inventado y
rechazó reconocerlos. Henry L. Stimson, secretario de estado de Hoover, aplicó
la misma doctrina cuando los japoneses invadieron Manchuria, al norte de China,
y establecieron un régimen servil en lo que llamaron Manchukuo. Era la manera
de mostrar desaprobación ante el expansionismo nipón, aunque no cabía duda de
que los japoneses pronto consiguieron el control efectivo del área, que antes
había estado más o menos bajo el dominio de señores de la guerra en
competencia.
En años posteriores, Roosevelt
adoptaría la doctrina Stimson e incluso hizo a éste su secretario de guerra.
Pero en 1933 se echaron por la borda todos los criterios morales. Estados
Unidos, el último bastión entre las grandes potencias, renunció y Roosevelt
empezó negociaciones para dar la bienvenida al estado asesino modelo del siglo
dentro de la comunidad de naciones.
El reconocimiento de la Rusia Soviética
FDR expuso al negociador soviético,
el Ministro de Exteriores Maxim Litvinov, sus dos preocupaciones principales.
Una tenía que ver con las actividades del Comintern. Esta organización mundial
se ignora o desprecia a menudo en los relatos de los años de entreguerras, pero
el hecho es que la historia del periodo que va desde 1918 a la Segunda Guerra
Mundial no puede entenderse sin un conocimiento de sus fines y métodos.
Al apoderarse del poder en Rusia,
Lenin se dedicó de inmediato a su objetivo real, la revolución mundial. Invitó
a los miembros de los antiguos partidos socialistas a una nueva agrupación, la
Internacional Comunista o Comintern. Muchos lo hicieron y se formaron nuevos
partidos: el Partido Comunista de Francia (PCF), el Partido Comunista de China
(PCCh), el Partido Comunista de Estados Unidos (CPUSA) y así sucesivamente,
todos bajo el control del partido madre en Moscú (PCUS).
El objetivo proclamado abiertamente
del Comintern era la eliminación todos los gobiernos “capitalistas” y el
establecimiento de un estado universal bajo auspicios rojos. La hipocresía no
era uno de los muchos vicios de Lenin: los documentos fundacionales del
Comintern declaraban explícitamente que los partidos y movimientos miembros
usarían cualquier medio (legal o ilegal, pacífico o violento) que pudiera ser
apropiado para sus situaciones en cada momento.
Era el descarnado espectro que
enfrentaban las naciones no comunistas en las décadas anteriores a la Segunda
Guerra Mundial: un poder que cubría un sexto de la superficie terrestre tenía a
sus órdenes un movimiento global que luchaba por conseguir el control de las
organizaciones sindicales de todas partes, fomentar revoluciones en regiones
coloniales, competir por el respaldo de la intelectualidad occidental e
implantar espías donde pudiera, todo con el objetivo de traer las bondades del
bolchevismo a todos los pueblos del mundo.
El primer compromiso que pidió FDR
a Litvinov fue que el Comintern cesara en sus labores de subversión y agitación
dentro de Estados Unidos. El ministro soviético estuvo dispuesto a aceptar
esto. Cuando poco menos de dos años después Washington se quejó de que Rusia no
cumplía con su acuerdo, Litvinov, en un estilo realmente leninista, negó que
hubiera dado ningún consentimiento de ese tipo.
El segundo punto importante que
entró en las negociaciones se refería a la libertad de religión en la Rusia
soviética. Siempre político, a Roosevelt le preocupaba la hostilidad católica
al régimen rojo, una hostilidad basada en el asesinato de miles de sacerdotes,
la completa destrucción de iglesias y la campaña que había en vigor para
eliminar toda fe religiosa.
Al discutir el tema con Litvinov,
FDR causó una aguda vergüenza al ministro de exteriores. Habló de los padres de
Litvinov, que, suponía Franklin, habían sido judíos píos y practicantes. Debían
haber enseñado al pequeño Maxim a rezar sus oraciones judías, afirmaba el
presidente, y en el fondo Litvinov no podía ser el ateo que, como buen
comunista, afirmaba ser. La religión era muy importante para el pueblo
estadounidense y muchos se opondrían al reconocimiento salvo que el régimen
cesara en sus persecuciones. “Es todo lo que pido, Max: que Rusia reconozca la
libertad de religión”. Era Franklin en su máximo engreimiento.
Al final, Roosevelt consiguió que
Litvinov le concediera que los estadounidenses en la Unión Soviética tendrían
libertad religiosa, lo que nunca estuvo en duda de todas formar y lo presentó
como una importante concesión comunista. FDR había ganado de nuevo el concurso
de la opinión pública. Cuando los ucraniano-estadounidenses trataron de
manifestarse protestando en Nueva York y Chicago, fueron reventados por matones
comunistas.
La extraña inclinación de Roosevelt
por el régimen estalinista continuó hasta el fin de su vida. La enorme
documentación acumulada en manos del Departamento de Estado sobre los
acontecimientos reales en Rusia nunca se hizo pública, aunque podría haber
afectado al gran debate en marcha, en Estados Unidos y en todo el mundo, sobre
los méritos correspondientes del comunismo y el capitalismo.
Tampoco el Departamento de Estado
de FDR emitió nunca ninguna queja por los crímenes soviéticos, ni por la
hambruna terrorista, ni por el Gulag, ni por las purgas, ni por las inacabables
ejecuciones, incluyendo la masacre de prisioneros de guerra polacos en Katyn.
Incluso antes de que Estados Unidos entrara en guerra, el Secretario de Estado,
Cordell Hull, frecuentemente daba reprimendas al enviado alemán por la
persecución a los judíos.
El grotesco doble rasero en juzgar
las atrocidades comunistas y nazis, que Joseph Sobran continúa apuntando y
continúa hasta hoy, se originó con la administración de Franklin Roosevelt.
La ola colectivista
Había una afinidad peculiar entre
el New Deal de Roosevelt y las dictaduras europeas que en ocasiones se extendía
incluso al fascismo y el nacional socialismo (por cierto, el término correcto
del que “nazismo” es un apodo). Muy pronto FDR se refirió a Benito Mussolini
como “el admirable caballero italiano”, diciendo a su embajador en Roma: “Estoy
muy interesado y profundamente impresionado por lo que ha conseguido” (aunque
la alabanza de Franklin al fundador del fascismo era mucho menor que la efusiva
admiración de Churchill por Il Duce
en ese momento).
Mussolini, a su vez, estaba
halagado al ver al New Deal como una copia de su propi estado corporativo, en
la NRA
y otras medidas iniciales. Cuando Roosevelt “torpedeó” la Conferencia Económica
de Londres de junio de 1933, el presidente del Reichsbank, Hjalmar Schacht,
dijo con suficiencia al periódico oficial nazi Völkischer Beobachter que el líder estadounidense había adoptado la
filosofía económica de Hitler y Mussolini. Incluso Hitler tuvo al principio
palabras amables para el liderazgo “dinámico” de Roosevelt, declarando que
“Tengo simpatía por el Presidente Roosevelt porque marcha directo a su objetivo
por encima del Congreso, por encima de los lobbies, por encima de las
pertinaces burocracias”.
Lo que relacionaba al New Deal con
los regímenes en Italia y Alemania, así como en la Rusia soviética era su
seguimiento de la ola de colectivismo que estaba extendiéndose por el mundo. En
un ensayo publicado en 1933, John Maynard Keynes observaba esta tendencia y
expresaba su simpatía con la “variedad de experimentos político-económicos” que
se estaban produciendo en las dictaduras continentales, así como en Estados
Unidos. Todos ellos, se regodeaba, estaban dando la espalda al viejo y
desacreditado laissez faire y adoptando una planificación nacional de una
manera u otra.
No hace falta decir que el New Deal
fue una forma mucho más benigna de la enfermedad colectivista. (Tampoco el
fascismo italiano igualó ni remotamente la brutalidad y la opresión de la
Alemania nazi y la Rusia comunista). Se trata de un parecido familiar. Todos
estos sistemas se desequilibraban mucho hacia el estado, alejándose de la
sociedad. En todos ellos el gobierno ganaba poder a costa del pueblo, buscando
los líderes imponer una filosofía de vida que subordinaba el individuo a las
necesidades de la comunidad (definidas por el estado).
Las afinidades íntimas del New Deal
con las dictaduras continentales se ve claramente en un programa que fue uno de
los favoritos de FDR.
El Cuerpo Civil de Conservación
Una de las primeras medidas
aprobadas durante los primeros cien días de FDR fue la ley de creación del
Cuerpo Civil de Conservación (CCC). Se enrolaba a jóvenes como guardabosques,
desecadores de pantanos y similares, en proyectos pensados para mejorar el
entorno rural. Se daba a los reclutados alojamiento y comida, ropa y un dólar
diario. Más de dos millones y medio de ellos pasaron por los campamentos
del Cuerpo Civil de Conservación hasta
que se derogó el programa en 1942, cuando se necesitó a los hombres en el
ejército.
En 1973, John A. Garraty publicó un
importante artículo sobre el CCC en la American
Historical Review. Garraty fue Profesor de historia estadounidense Gouverneur
Morris en Columbia y posteriormente editor general de la American National Biography, un ilustre historiador y pilar del gremio
de los historiadores. De ninguna manera imaginable podría considerársele como
alguien de la despreciable banda de los enemigos de Roosevelt.
Aún así, aun siendo un rendido
admirador de FDR, Garraty se vio obligado a apuntar las sorprendentes similitudes
entre el CCC y los programas paralelos creados por los nazis para la juventud
alemana. Ambos estaban
esencialmente diseñados para mantener
a los jóvenes fuera del mercado laboral. Roosevelt describía los campos de
trabajo como medio para quitar a la juventud “de las esquinas de las ciudades”,
Hitler como un modo de evitar que “se estropearan en vano en las calles”. En
ambos países se obtuvieron muchos resultados sociales beneficiosos al mezclar
miles de jóvenes de distinta extracción social en los campamentos. (…) Además,
ambos estaban organización de forma semimilitar, con el propósito secundario de
mejorar el estado físico de posibles soldados y estimular el compromiso público
con el servicio nacional en caso de emergencia.
Garraty listaba muchas otras
similitudes entre el New Deal y el nacional socialismo. Como Roosevelt, Hitler
se enorgullecía de ser un “pragmático” en asuntos económicos, probando una
panacea tras otra. A través de una multitud de nuevas agencias y montañas de
nueva regulación, tanto en Alemania como en Estados Unidos, los propietarios y
directores de empresas encontraron seriamente recortada su libertad para tomar
decisiones.
Los nazis estimulaban la movilidad
de la clase trabajadora mediante formación vocacional, campamentos juveniles
democratizadores y una multitud de organizaciones juveniles. Normalmente
favorecían a los trabajadores frente a los empresarios en las disputas
industriales y, en otro paralelo con el New Deal, apoyaban precios agrícolas
más altos. Tanto FDR como Hitler “tendían a idealizar la vida rural y las
virtudes de una subsistencia agrícola” y albergaban sueños de restablecer en el
campo a las poblaciones urbanas, que resultaron decepcionantes. Propio de
los movimiento colectivistas de la época, se desplegaron “enormes campañas de
propaganda” en Estados Unidos, Alemania e Italia (y por supuesto, también en
Rusia) para despertar el entusiasmo por los programas del gobierno.
Así que no sorprende, como escribe
el Profesor Garraty, que “durante los primeros años del New Deal la prensa
alemana elevara [a Roosevelt] y al New Deal hasta los altares. (…) Las primeras
políticas del New Deal les parecieron a los nazis esencialmente como las suyas
y el papel de Roosevelt no muy diferente del del Führer”.
Por supuesto, Estados Unidos Bajo
FDR no siguió a Alemania y Rusia en ese fatídico camino hacia el amargo final.
La principal razón para esto reside, como han escrito recientemente
investigadores como Seymour Martin Lipset y Aaron L. Friedberg, en nuestra
tradición individualista y antiestatista profundamente enraizada que se remonta
a los tiempos coloniales y revolucionarios y nunca se ha extinguido. Por mucho
que lo intentara, Franklin Roosevelt solo pudo retorcer hasta ese punto el
sistema estadounidense.
Ralph
Raico es miembro
senior del Instituto
Mises. Es profesor de Historia Europea en el Buffalo State College y
especialista en la historia de la libertad, la tradición liberal en Europa y la
relación entre la guerra y al aumento del estado. Es autor de The Place
of Religion in the Liberal Philosophy of Constant, Tocqueville, and Lord Acton.
Puede estudiarse la historia de la
civilización bajo su guía aquí: en MP3-CD y
en casete.
Este
artículo se ha extraído de “FDR
– The Man, the Leader, the Legacy”, The Future of Freedom Foundation
1998-2001.