Por Anthony Gregory. (Publicado el 23
de noviembre de 2011)
Traducido del inglés. El artículo
original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5818.
[Great Wars and Great Leaders: A
Libertarian Rebuttal • De Ralph Raico • Auburn, Alabama: The
Ludwig von Mises Institute, 2010 • 246 páginas. Este artículo fue originalmente publicado en
LewRockwell.com]
* Traducido del inglés por Sandra Cifuentes Dowling
Los grandes líderes de la historia,
por apreciación unánime, suelen ser aquéllos que generan los mayores
derramamientos de sangre. La mayoría de los líderes de opinión intentan
desvincularse de personajes como Hitler, Mao o Stalin y de todos los de su clase.
Porque ¿quién podría dudar que tales personajes han sobresalido en la historia
moderna debido a las víctimas que han provocado? No obstante, en occidente,
particularmente en Estados Unidos, historiadores, periodistas, expertos y, muy
en especial, políticos tienden a admirar a los líderes en directa relación con
los poderes que han reivindicado para sí y que han ejercido, poderes que
generalmente tienen que ver con asesinar y declarar diversos tipos de guerras.
"Uno de los legados más
perniciosos de Hitler, Stalin y Mao", menciona Ralph Raico en su libro,
"es que cualquier líder político responsable por menos de las, digamos, 3 o
4 millones de muertes que a ellos se adjudican, queda libre de toda culpa. Pero
difícilmente esta apreciación podría ser correcta y nunca lo ha sido"
(pág. 163). Se trata de una aguda observación, pertinente incluso si
consideramos a los “civilizados” líderes de los Estados Unidos y a sus aliados.
Ni hablar de los carniceros comunistas de segunda clase que siguen disfrutando
de seguidores que los veneran.
Si a los historiadores, tanto
conservadores como liberales, se les pide clasificar a los presidentes
estadounidenses, suelen mencionar a aquellos mandatarios que dirigieton guerras
en los primeros lugares de sus preferencias y a los que disfrutaron de años
relativamente pacíficos para la República al final de la lista. Dentro de una
amplia gama de posibilidades, quienes opinan suelen adorar a ambos presidentes
Roosevelt pero se desvanecen ante la sola idea de tener a otro Truman en la
Casa Blanca. Pobre del buen Warren Harding, cuyos años al mando de la nación
fueron prósperos y de relativa libertad, pues unánimemente se lo califica como
una de las mayores decepciones. No obstante Woodrow Wilson, su antecesor, cuyo
gobierno dejó en herencia más de 100.000 muertos, una Primera Enmienda
pulverizada, una economía nacionalizada, sin mencionar las catastróficas
consecuencias diplomáticas en todo el mundo, fue uno de los mejores presidentes
de la historia, según la aparente opinión generalizada.
En el siglo XX fueron los
demócratas quienes hicieron los mayores esfuerzos por expandir el poder, desde
la Era Progresista y el New Deal hasta la Gran Sociedad. Y fueron además, tal
vez no por mera casualidad, los principales responsables de las peores guerras
a las que se debió enfrentar la nación: las dos Guerras Mundiales, Corea y
Vietnam. Sin embargo -ciertamente antes de la administración de George W. Bush,
si no muchísimo antes-, la táctica republicana fue reivindicar aquel feroz
hambre de poder de los presidentes demócratas y criticar a los demócratas
modernos por traicionar sus raíces del siglo XX como el partido del poder por
excelencia.
Precisamente después de que Bush
pronunciara su segundo discurso inaugural en enero de 2005, en el que defendió
un activo rol wilsoniano en materia de política exterior para el siglo que
comenzaba, el presentador del programa de debate radial conservador Rush
Limbaugh comentó:
Lo que el presidente hizo hoy fue dar
argumentos para la divulgación de la libertad humana, para la defensa de la
dignidad humana, luchas que fueron alguna vez, en gran medida, de dominio del
liberalismo. Repasemos por un momento las intervenciones de Franklin Delano
Roosevelt y observemos la cantidad de veces que menciona a Dios en sus
discursos inaugurales. Volvamos incluso a John F. Kennedy: "Lucharemos
contra cualquier enemigo. Iremos a donde necesitemos ir. Haremos todo lo que
sea preciso por divulgar la libertad". Pero, un momento: Kennedy no podría
ser un demócrata liberal hoy en día. Simplemente no podría. Truman tampoco.
Personajes como éstos estaban comprometidos con el triunfo de la libertad en el
mundo y a eso aludirían sus palabras en nuestros días, de cuya divulgación ha
asumido la tarea el conservadurismo.
Durante años, los libertarios se
acostumbraron a describir este tipo de conservadurismo como
“neoconservadurismo”, es decir, una degeneración de la especie original que
había adoptado de la izquierda sus ansias de intervencionismo para llevar a
cabo la revolución democrática, muy especialmente, de los marxistas
trotskistas. Sin embargo, durante la Guerra Fría, el conservadurismo
oficialista de William F. Buckley no estuvo particularmente inclinado en favor
de la postura antibélica de la Vieja Derecha. Actualmente, la mayoría de los
conservadores parece sentirse mucho más atraída por el estilo de gobierno de
Roosevelt, particularmente en el extranjero, de lo que lo está por el anti
intervencionismo. Aunque el precio de la guerra sea la libertad interna y los
conservadores tengan presente esta desventaja, la mayoría elige las glorias de
la guerra y del imperio por sobre la sencilla serenidad de la paz y el
republicanismo, tal como pudo observarse en el hecho de que casi todos los
expertos conservadores más prominentes prefirieran a uno de los republicanos
del gran gobierno belicista que a Ron Paul en las primarias republicanas.
No hay duda alguna que la
comprensión que se tenga de la historia de la nación determina la respectiva
visión de las relaciones exteriores. Estados Unidos se encuentra actualmente
comprometido en casi media docena de guerras, lo que es ampliamente considerado
como nada fuera de la común. Hay en juego una comprensión enmascarada de la
historia estadounidense en la aceptación de los ciudadanos de su imperio. Todas
las principales guerras se venden a la opinión pública con advertencias sobre
la necesidad de detener al próximo Hitler del mundo. En la mitología de guerra
estadounidense, Hitler es el mayor enemigo de la decencia humana que jamás haya
pisado la faz de la Tierra y, al mismo tiempo, la amenaza permanente que
resucitará en la forma de un Noriega, un Milosevic, un Saddam o un Gaddaffi, si
es que Estados Unidos no monta guardia. Hitler es un ser sin comparación y,
simultáneamente, el demonio con respecto al cual comparar a todos los demás
dictadores.
Sin embargo, tan importante como la
demonización de los más grandes archienemigos históricos de Estados Unidos es
la glorificación de los mayores súper héroes del escenario mundial. Woodrow
Wilson, Franklin Roosevelt, Harry Truman y (tal vez sea posible llamarlo
estadounidense, al menos honorario) Winston Churchill se erigen como gigantes
en el relato habitual del progreso internacional. A pesar de sus defectos
–algunos de los cuales los historiadores admiten con facilidad, orgullosos de
la ecuanimidad y del sofisticado matiz de su análisis-, estos hombres
representan el bien tanto como Hitler representa el mal. De igual forma, las
grandes guerras que estos supuestos prohombres propiciaron han llegado a
representar la virtud y la redención tanto como los nazis han sido la cara de
la barbarie.
Sin embargo, Ralph Raico discrepa.
En su magnífico libro Great
Wars and Great Leaders: A Libertarian Rebuttal, este respetable
historiador introduce al lector en el lado oscuro de tan venerados líderes. Su
obra podría ser catalogada como una antihagiografía, pero quizás ése sea un
término demasiado grandioso para lo que, en cierta forma, no pretende ser un
proyecto tan presuntuoso. Basta con describir en justicia lo que realmente
hicieron estos hombres poderosos para destruir las interpretaciones de
cualquier libro de texto. Pero Raico ha cumplido su hazaña con maestría,
abarcando con gran agudeza una enorme cantidad de material escrito y con un
profundo conocimiento de la historia local, de entramados internacionales, de
alianzas en continuo cambio, del poder político y de la economía. Todo ello acompañado de una entendible afición
del autor por las grandes tradiciones de la civilización occidental y una pluma
sugerente –al mismo tiempo accesible, ingeniosa y erudita, con los matices
polémicos precisos- hacen de este libro un aporte magnífico a la biblioteca de
cualquiera interesado en historia moderna, política exterior estadounidense o
el devenir de la libertad del hombre.
Un mundo seguro para la muerte y la destrucción
La Primera Guerra Mundial fue un
momento determinante en la era moderna. Marcó la muerte definitiva de la Europa
monárquica, la introducción de la guerra moderna en el escenario mundial y el
nacimiento de un atemorizante sistema bélico y de gobierno. Para Estados Unidos
constituyó uno de los hechos más transformadores de su historia, tal vez
incluso más que la guerra de Lincoln o la propia Segunda Guerra Mundial. Fue
una tragedia indecible que costó la vida a casi 20 millones de personas y abrió
la puerta al totalitarismo ruso y luego alemán. No existe otro acontecimiento
en nuestra historia más importante que estudiar que éste, por lo que resulta triste
que en las escuelas públicas estadounidenses tienda a ser pobremente enseñado o
sin el énfasis que se merece en comparación con su secuela más popular.
Raico llama a la Primera Guerra
Mundial “el momento decisivo” en el primer capítulo de su libro. Con tan sólo
52 páginas, este capítulo es el mejor resumen de la Primera Guerra Mundial de
tal extensión que he leído en toda mi vida. Aunque se esté bastante
familiarizado con el tema, merece la pena revisarlo pues contiene muchas notas
interesantes a pie de página, con verdaderas “perlas” de información que muy
probablemente resultarán desconocidas para muchos. Y para quienes no hayan
leído muchos libros sobre esta guerra, este capítulo les ofrecerá el mejor
panorama general sobre la materia para leer de una sola vez que puedan
encontrar, con un énfasis especial en la experiencia estadounidense.
Raico escarba en las raíces de la
Primera Guerra Mundial hasta llegar al surgimiento del Imperio Alemán en la era
de Bismarck, describe la aparición de los pactos de mutua defensa que pronto
demostraron no ser más que horrorosos desastres, analiza la diplomacia en
evolución entre Alemania, Francia y Rusia, además de la carrera naval entre
Alemania e Inglaterra, la importancia de la guerra en los Balcanes y las tensiones
existentes entre los diversos poderes europeos materializadas en las aventuras
coloniales de África. Se refiere también al violento surgimiento de la dinastía
Karadjordjevic en Serbia y a su hostilidad territorial con Austria-Hungría, lo
que culminó en el asesinato del archiduque Francisco Fernando, además del juego
de “quién se rinde primero” entre Rusia y Alemania donde, trágicamente, ninguno
de los dos dio su brazo a torcer.
Inmediatamente después de acabada
la guerra, toda la culpa fue atribuida a Alemania, postura que continúa hasta
hoy en algunos círculos intelectuales. Sin embargo, Raico descubre que
no existe evidencia alguna de que
Alemania haya desencadenado deliberadamente una guerra europea en 1914, la que
se habría estado preparando por años: no la hay en documentos políticos tanto
diplomáticos como internos, ni en planes militares, ni en actividades de
organismos de inteligencia ni en las relaciones entre los Estados Mayores
alemán y austríaco. (pág. 14)
Los agresivos objetivos rusos, por otra
parte, han sido muy poco enfatizados. Lo cierto es que Rusia estaba, al menos,
empecinado en la guerra: “Rusia consideraba a Alemania un enemigo inevitable,
porque nunca aprobaría la toma de los Estrechos ni la creación de un frente de
los Balcanes liderado por Rusia cuyo objetivo fuera la desaparición de
Austria-Hungría" (pág. 8). El papel que cumplió Gran Bretaña en aumentar
el derramamiento de sangre y en determinar el resultado de la guerra tampoco ha
sido lo suficientemente enfatizado. "La participación de los británicos en
la guerra fue crucial. En diversas formas, Gran Bretaña selló el destino de las
Potencias Centrales. Además, sin su intervención, Estados Unidos nunca se
habría involucrado" (pág. 17).
Lo que es aún peor, la brutalidad
británica en la guerra al menos se equipara con la brutalidad alemana. Debido
al propagandista Informe Bryce, el cual exageró al extremo las atrocidades
germanas en la Bélgica neutral, la impresión que surgió en aquellos tiempos –y
que perdura hasta nuestros días- fue la de una Alemania fuera de toda norma con
respecto al mundo civilizado en su participación en la Gran Guerra. Sin
embargo, fue Londres el responsable del “peor ejemplo de barbarie de toda la
guerra, además de las masacres de armenios". Nos referimos al bloqueo
alimentario contra Alemania, que costó la vida a 50 veces más personas,
particularmente civiles, que las muertes provocadas por la tan discutida guerra
submarina de Alemania contra Gran Bretaña" (págs. 198, 202). Todo ello
ocurrió en un contexto donde los británicos habían definido como zona de guerra
todo el Mar del Norte, “en flagrante transgresión a la legislación
internacional" (pág. 24). En un artículo sobre esta materia, Raico
puntualiza que en "diciembre de 1918, el Ministerio de Salud alemán
calculó en 763.000 los fallecidos a causa del bloqueo" (pág. 201).
En definitiva, la guerra significó
una masacre inconmensurable en todo el continente europeo. En otro capítulo,
Rico menciona:
En 1916, "la cuenta del
carnicero", como la llamaba Robert Graves, terminó por caducar en las
batallas de Verdún y Somme. Los neoconservadores sin estudios, quienes en 2002
y 2003 se burlaron de Francia diciendo que era una nación de cobardes, al
parecer no escucharon nunca sobre Verdún, donde medio millón de víctimas
francesas fueron el precio a pagar por mantener a los alemanes arrinconados. Ya
el primer día de la batalla de Somme, genialidad del mariscal de campo Douglas
Haig, los británicos perdieron más vidas que en cualquier otro día en la
historia del imperio, incluso más que en la conquista de la India y Canadá en
su conjunto (pág. 232).
Casi la mitad de los análisis sobre
la Primera Guerra Mundial se focaliza en Estados Unidos. Como es su costumbre,
en este aspecto Raico también desacredita la clásica presentación bidimensional
de los acontecimientos, disipando los mitos comunes. Por ejemplo, aunque no
constituye causa directa del ingreso a la guerra de Estados Unidos, uno de los
argumentos claves fue y sigue siendo el hundimiento del Lusitania por parte de Alemania, que trasladaba pasajeros
estadounidenses. En su defensa ante Estados Unidos “los alemanes puntualizaron
que la guerra submarina se generaba en respuesta al bloqueo alimentario ilegal;
que el Lusitania sólo trasladaba
municiones; que éste estaba registrado como crucero auxiliar de la Armada
Británica; que las naves mercantes británicas habían sido lanzadas a la
embestida o abierto fuego al emerger los submarinos alemanes; y que el Lusitania estaba armado" (pág. 27).
No obstante los llamados a la paz
por personas ilustres como William Jennings Bryan, el Presidente decidió entrar
alegremente en la guerra de la mano de su adorada Gran Bretaña. Wilson, quien
alguna vez dijera: “no puedo imaginarme el poder como algo negativo sino
positivo”, utilizó la guerra como una oportunidad para expandir ampliamente el
poder en la región central (pág. 18). Y así lo hizo, con el estrafalario
Coronel Mandel House –alter ego de Wilson- como permanente telón de fondo.
Raico les hace un gran favor a sus lectores familiarizándolos con este granuja.
"Jamás elegido por votación popular para ejercer cargos públicos, [House]
se convirtió, sin embargo, en el segundo hombre más poderoso del país” (pág.
20). El propio Wilson se encargó de confirmar la importancia de tan misterioso
personaje: "El señor House es mi segundo de a bordo. Mi yo independiente.
Sus pensamientos y los míos son uno solo" (pág. 21).
Durante la Primera Guerra Mundial,
la deuda estadounidense aumentó de alrededor de mil millones de dólares a cerca
de veinticinco mil millones, una gran variedad de sectores económicos fueron
nacionalizados, se crearon miles de oficinas burocráticas gubernamentales y la
tasa de impuesto a la renta alcanzó el 77%. La libertad económica
estadounidense nunca volvería a recuperar los niveles previos a la guerra. Las
libertades civiles debieron soportar el más duro golpe desde la guerra de
Lincoln. Raico analiza el encarcelamiento de Eugene Debs y otros personajes por
el solo hecho de criticar la guerra, los llamados a enrolarse o la alianza Estados
Unidos-Gran Bretaña. Durante la guerra, la libertad de expresión sufrió un duro
revés en muchas naciones, pero la ofensiva de Wilson contra quienes discrepaban
tuvo características particulares: "En 1920, Estados Unidos -el Estados
Unidos de Wilson-, era el único país involucrado en la Guerra Mundial que aún
se negaba a aceptar una amnistía general para los prisioneros políticos"
(pág. 41).
Tras la firma del Tratado de
Versalles -con una Alemania superada por las culpas de la guerra, una población
resentida, desmoralizada y brutalizada y los cambios territoriales originados
luego de alcanzada la paz-, los hechos no derivaron en la instauración de la
democracia a nivel mundial ni en el fin efectivo de la guerra, como se había
prometido, sino en mayores conflictos, más brutalidad, autoritarismos y, en
definitiva, una guerra mucho más grave que la Primera Guerra Mundial. Podrá
sonar políticamente incorrecto, pero el antiguo orden europeo, no obstante
todas sus injusticias, había sido arrasado, dando paso a males mucho peores:
De no haber ocurrido la guerra, los
prusianos de la dinastía Hohenzollern muy probablemente se habrían mantenido a
la cabeza de Alemania, con su espléndida variedad de reyes y nobles
subordinados a cargo de los estados germanos menores. Cualquiera hubieran sido los logros obtenidos
por Hitler en las elecciones del Reichstag, ¿podría haber erigido su
totalitarismo, su dictadura exterminadora en medio de una poderosa
superestructura aristocrática? Muy probablemente no. En Rusia, por su parte,
unos cuantos miles de revolucionarios comunistas que seguían a Lenin se
enfrentaron a la poderosa Armada Imperial Rusa, la más grande del mundo. Para
que Lenin pudiera tener algún grado de éxito, aquella espléndida armada debía
ser primero pulverizada, que es precisamente lo que los alemanes hicieron en el
marco de la guerra. Por lo tanto, un siglo XX sin esta Primera Guerra Mundial
podría perfectamente haber significado un siglo sin nazis ni comunistas.
Imagínese por un segundo ese panorama (págs. 1–2).
El análisis de Raico sobre este
momento decisivo en la historia de la humanidad por sí solo hace que el libro
merezca la pena ser leído. Su análisis crítico de varios libros nuevos
relacionados con la Primera Guerra Mundial y su favorable comentario de The Western Front de T. Hunt Tooley
también se incluyen en Great Wars and
Great Leaders, lo que termina de demostrar su gran interés por este crucial
tema.
Los celebrados asesinos de la Segunda Guerra Mundial
Sin duda alguna, Franklin Roosevelt
ha sido mucho más ensalzado que Wilson. Los liberales de izquierda adoran
prácticamente todo lo que tenga que ver con él. Los conservadores, por su
parte, aunque no lo toleran, admiran su liderazgo durante la guerra
internacional más sangrienta en la que haya participado Estados Unidos. Este
libro de Raico no profundiza en Roosevelt. Si le interesa saber su opinión al
respecto, le recomiendo su excelente serie de artículos para la Future of
Freedom Foundation llamados "FDR
— The Man, the Leader, the Legacy."
Sin embargo, en distintos pasajes
del libro, se pueden encontrar varias “joyas” que los críticos de Roosevelt
disfrutarán. Uno de sus capítulos es un
tributo a John
T. Flynn, héroe liberal de la Vieja Derecha. Raico debilita el mito del New
Deal por medio de la historia de la oposición a Flynn. Originalmente
progresista, Flynn terminó por sentirse horrorizado con la centralización del
poder de los años 30. "En lugar de abrir la economía a las fuerzas de la
competencia, Roosevelt parecía empecinado en crear carteles, principalmente por
medio de la Ley de Recuperación Nacional (NRA, por sus siglas en inglés), a la
que Flynn consideraba una copia del Estado Corporativo de Mussolini" (pág.
209). En respuesta a las críticas de Flynn, aquel hombre en la Casa Blanca se transformó
en un déspota descarado: "El Presidente de los Estados Unidos escribió una
carta personal al editor de una revista para exigir que Flynn fuera excluido de
las columnas de todos los periódicos de circulación diaria, de las revistas
mensuales y de las publicaciones trimestrales a nivel nacional que se preciaran
de respetables" (pág. 210). Citando a Robert Higgs y a otros, Raico
explica que el New Deal efectivamente no puso fin a la Gran Depresión,
validando así las críticas contemporáneas a Flynn sobre el Presidente.
Raico también analiza la argucia en
las sombras de Roosevelt para tramar la intervención de Estados Unidos en la
Segunda Guerra Mundial -cuando el pueblo estadounidense no quería tener nada
que ver con ella-, especialmente por la puerta trasera a través de la guerra
con Japón, además de su nefasta intención de entrar en la guerra incluso antes
de ser reelegido justamente a partir de su promesa de mantener a los
estadounidenses fuera de ella: "El 10 de junio de 1939, Jorge VI y su
esposa, la Reina Isabel, visitaron a los Roosevelt en Hyde Park. En
conversaciones privadas con el rey, Roosevelt prometió su total apoyo a Gran
Bretaña en caso de guerra" (pág. 73).
En otro capítulo se analiza la
función del comité America First: el más grande movimiento antibélico de toda
la historia del país, formado para evitar que se repitiera la calamidad de
Wilson. Muchos habían sospechado algún tipo de engaño por parte de Franklin
Delano Roosevelt en el período previo al ingreso de Estados Unidos a la guerra
y, en su momento, se los calumnió por ello. Sin embargo,
hoy en día el historial de
permanentes engaños de Roosevelt para con el pueblo estadounidense no da cabida
a ambigüedades. En este sentido, antiguos revisionistas, como Charles Beard,
han sido completamente reivindicados. Los historiadores partidarios de
Roosevelt –al menos aquellos que no lo alaban directamente por sus nobles
mentiras- han debido recurrir a eufemismos (pág. 222).
Aunque Roosevelt es más querido que
su sucesor, también es muy probablemente más despreciado. Sin embargo, si
existe algún otro Presidente de la edad moderna peor que Roosevelt, ése es sin
duda alguna Harry Truman. El aporte informativo de Raico con respecto al
régimen tirano de este Presidente es notable.
El autor explica en qué forma el Fair
Deal de Truman no fue más que un avance fascista de las desastrosas políticas
de Roosevelt. El autor analiza los intentos de Truman por enrolar en el
ejército a trabajadores de ferrocarriles en huelga y su dictatorial
expropiación de empresas siderúrgicas. Con gran persuasión explica de qué
manera el legado de Truman en ayuda internacional, el desarrollo de la OTAN y
la postura posguerra estadounidense con respecto a Israel son lacras que hasta
el día de hoy constituyen una pesada carga para la nación.
Sin embargo, el mayor pecado de
Truman se encuentra en el terreno de la guerra. En primer lugar, debemos
considerar la forma en que puso fin al conflicto con Japón: introduciendo la
guerra nuclear en el mundo. Raico expone brillantemente el tema de Hiroshima y
Nagasaki, deshaciéndose de los habituales argumentos relativos a la importancia
militar de ambas ciudades y centrándose en los cálculos utilitarios y
terroristas de los genocidios. Hasta el día de hoy escuchamos que las bombas
nucleares salvaron vidas. Pero Raico puntualiza:
La ridículamente inflada cifra de
medio millón de personas como saldo de víctimas –más que el total de
estadounidenses fallecidos en todos los frentes de la Segunda Guerra Mundial-
es ahora repetida de manera rutinaria en instituciones de educación superior y
libros de textos y usada con ligereza por comentaristas ignorantes. (pág. 136)
Raico elabora la cuestión del
principio moral: "Quien aún pueda incomodarse con tan macabro análisis
costo-beneficio (vidas de inocentes japoneses a cambio de vidas de soldados
aliados) podría reflexionar sobre el juicio del filósofo católico G.E.M.
Anscombe, quien insistía en la supremacía de las reglas morales" (pág.
138).
En cualquier caso, Raico explica
que los japoneses estaban dispuestos a rendirse, con el solo deseo de retener a
su emperador, a quien tenían que mantener a cualquier precio. Cita a los
oficiales superiores que se opusieron al ataque nuclear por considerarlo
innecesario y bárbaro. Y concluye diciendo: "la destrucción de Hiroshima y
Nagasaki fue un crimen de guerra peor que cualquier otro que los generales
japoneses hayan perpetrado en Tokio o Manila. Si Harry Truman no fuera
considerado un criminal de guerra, entonces nadie en este mundo lo sería"
(pág. 142).
Además, en los últimos días de la
Segunda Guerra Mundial, el mundo fue testigo de la despreciable colaboración de
Truman con Stalin al llevar a cabo una atrocidad incomprensible: "En los
primeros meses de Truman como Presidente de los Estados Unidos, su país y Gran
Bretaña iniciaron la repatriación forzada de decenas de miles de soviéticos –y
de muchos que ni siquiera lo eran- a la Unión Soviética, donde fueron
ejecutados por el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD, por sus
siglas en ruso) o arrojados en manos del Gulag" (pág. 132).
Sin embargo, al parecer no fue
suficiente para Truman poner fin a un conflicto mundial de manera tan macabra,
asesinando masivamente en alianza con Stalin. Tuvo la audacia de volverse luego
contra Stalin y utilizar su anterior alianza a modo de pretexto para lanzar su
siguiente cruzada mundial. Un hecho que resulta obvio para Raico pero que los
liberales de izquierda suelen olvidar es que Truman fue responsable de dar
inicio a la Guerra Fría y de afianzar el moderno imperio estadounidense y el
complejo militar-industrial:
Entre lo más pernicioso de todo se
encuentra el nacimiento de un imperio político y militar estadounidense durante
la presidencia de Truman. Sin embargo, este hecho no fue simplemente
consecuencia involuntaria de supuestas amenazas soviéticas. Incluso antes de
finalizar la Segunda Guerra Mundial, altos funcionarios de Washington ya
trazaban planes para proyectar el poderío militar estadounidense a lo largo y
ancho del planeta. Para comenzar, Estados Unidos dominaría los océanos
Atlántico y Pacífico y todo el Hemisferio Occidental, por medio de una red de
bases aéreas y navales. Como complemento, se crearía un sistema de derechos de
tránsito aéreo y de instalaciones de aterrizaje desde el norte de África hasta
Saigón y Manila. Planes de este tipo se extendieron hasta los primeros años de
la administración Truman. Sin embargo, no existía garantía alguna de que el
Congreso y la ciudadanía aceptaran invertir tan radicalmente nuestras políticas
tradicionales. Fue el enfrentamiento con la Unión Soviética y con el “comunismo
internacional”, iniciado y definido por Truman y prolongado luego por cuatro
décadas, lo que facilitó la oportunidad y otorgó los fundamentos para la
consumación de los sueños globalistas (págs. 105–106).
En medio de la guerra internacional
más sangrienta en la que había participado el país, en lugar de restablecer una
postura pacifista, Truman fortaleció el papel global de Estados Unidos de
carácter imperial. Su colaboración con Grecia y Turquía generó la declaración
de la Doctrina Truman, la que nos agobia hasta hoy día. Y luego se produjo el
primer conflicto armado de importancia emprendido por Estados Unidos, apenas
transcurridos cinco años desde el cese al fuego de la Segunda Guerra Mundial.
La Guerra de Corea arraigó el
estilo presidencial imperial moderno más que ningún otro conflicto bélico
anterior. Para empezar, Truman no consultó con el Congreso sino que se lanzó a
la guerra por sí solo. Antes de Truman, el principio de que el Congreso, no el
Presidente, era el que declaraba la guerra estaba “tan bien establecido” que
incluso Woodrow Wilson y Franklin Roosevelt, no precisamente minimizadores de
las prerrogativas del Ejecutivo, se sometieron a él y acudieron al Congreso
para consultar sobre sus declaraciones de guerra" (pág. 120). Sin embargo,
a partir de Corea, el Presidente ha tenido el poder unilateral de involucrarse
en guerra tras guerra.
La guerra de Truman en Corea se
encuentra entre las más letales de todas las aventuras internacionales de
Estados Unidos y desató horrorosos efectos de corto plazo y terribles
consecuencias de largo plazo. Raico la resume de la siguiente forma:
La Guerra de Corea duró tres años,
costó la vida a 36.916 estadounidenses y dejó heridos a más de 100.000. Además,
hubo millones de coreanos muertos y se devastó la península, especialmente en
el norte, donde la Fuerza Aérea de Estados Unidos pulverizó la infraestructura
de la sociedad civil –con un enorme “daño colateral”-, lo que se ha vuelto
desde entonces su emblemático método de combatir. Hoy en día, casi medio siglo
después de finalizado el conflicto, Estados Unidos sigue apostando tropas a
modo de “método disuasivo” en otras de sus avanzadas imperiales (pág. 122).
Ahora bien, otro líder aliado de la
Segunda Guerra Mundial se ha erigido como el hombre más admirado del momento,
sino del siglo, incluso más que Franklin Roosevelt o Harry Truman. Hablamos,
qué duda cabe, de Winston Churchill, quien es adorado por los estadounidenses
hasta nuestros días, especialmente por los conservadores nacionalistas, como
una especie de ejemplo emblemático de audaz y heroico liderazgo. El principal
mito que rodea su personalidad se relaciona con su voluntad de oponerse a
Hitler, en comparación con el supuestamente débil Chamberlain, cuya rendición
al parecer animó la aparición del régimen nazi. Pero en todas las alabanzas a
Churchill existe una premisa básica: fue un ser humano perspicaz, valiente y
decente. Una vez más debemos agradecer a Raico por venir al rescate.
"Winston Churchill fue un hombre
sanguinario y un político sin principios" escribe Raico. Ensalzar de tal
manera al líder británico “es corromper toda norma de honestidad y moralidad en
la política y en la historia" (pág. 101). Además,
Churchill era racista, sin lugar a
dudas, y su racismo alcanzó grados mucho más profundos que el de la mayoría de
sus contemporáneos. Es curioso que su visión del mundo se parezca a la de su
antagonista, Hitler, a pesar de su evidente punto de vista darwiniano, su
apasionamiento por la guerra hasta situarla en un lugar central de la historia
humana y su racismo, además de su obsesión por los “grandes líderes” (pág. 59).
Duras palabras. Pero Raico las
sustenta.
Churchill comenzó como conservador,
se convirtió en liberal y volvió a ser conservador. A lo largo de su carrera
política, su único principio rector permanente fue el afianzamiento del
poder. En primer lugar, para explicar a
los conservadores por qué deberían cuestionar el legado de Churchill, Raico
puntualiza que, incluso antes de la Primera Guerra Mundial, “Churchill era uno
de los principales promotores del Estado de Bienestar en Gran Bretaña"
(pág. 61). En concomitancia con los socialistas de la Fabian Society, Sidney y
Beatrice Webb, Churchill supervisó el Ministerio de Comercio, donde “además de
presionar por la instalación de una variedad de planes de seguro social, creó
el sistema de intercambios laborales nacionales. Para estos efectos, escribió
al Primer Ministro Asquith con el fin de plantearle la necesidad de “difundir
un tipo de red germanizada de intervención y regulación estatal” en el mercado
laboral británico" (pág. 64). Décadas después, a principios de los años
50, el para entonces ya Primer Ministro Churchill continuaba apoyando el Estado
de Bienestar y ganándose la buena voluntad de los sindicatos.
Sin embargo, la guerra fue el gran
amor de Churchill. Al convertirse en primer lord del Almirantazgo en 1911,
“rápidamente se alió al partido que favorecía la guerra" (pág. 65). Fue un
líder entusiasta durante la aplicación del bloqueo alimentario, jactándose con
candidez, según sus propias palabras, que el objetivo era “hacer morir de
hambre a toda la población (hombres, mujeres y niños, jóvenes y viejos, sanos y
enfermos) hasta que se rindiera” (pág. 198). Recordando el episodio de la ayuda
humanitaria de Herbert Hoover a Polonia, Raico destaca que Churchill se
movilizó especialmente para impedir dicha ayuda a los polacos con el fin de
manipularlos: "La encomiable política de Churchill de hacer morir de
hambre a civiles fue entonces ampliada a pueblos ‘amigos’. Los polacos
recibirían alimento sólo si se levantaban contra los alemanes y los
expulsaban" (pág. 203).
Algunos estudiosos sospechan que
Churchill tramó el naufragio del Lusitania.
Sin embargo,
de lo que sí hay certeza es que las
políticas de Churchill posibilitaron muchísimo su hundimiento. El Lusitania era un buque de pasajeros de
servicio regular que viajaba con municiones de guerra; Churchill había dado
órdenes a los capitanes de las naves mercantes, incluidas las de línea regular,
de embestir los submarinos alemanes que se encontraran y los alemanes estaban
al tanto de ello. (pág. 67)
Una generación más tarde, Churchill
tuvo injerencia directa en llevar a Estados Unidos nuevamente a la guerra con
Alemania. Los líderes británicos consideraban la posibilidad de una paz
negociada con Alemania, una vez iniciadas las hostilidades, lo cual muy
posiblemente habría permitido salvar la vida de muchos. Pero esto no fue
suficiente para Churchill, cuya "meta de la victoria total podía lograrse
solamente con una condición: que Estados Unidos se involucrara en otra guerra
mundial. De más está decir que Churchill puso su mayor ahínco en
asegurarlo" (pág. 74). En 1940, Churchill envió a su agente de
inteligencia, cuyo nombre en clave era Intrépido, a Nueva York a infiltrarse en
el movimiento antibélico e intervenir sus teléfonos. Auspició la propaganda a
favor de Gran Bretaña y en contra de Alemania en el cine estadounidense.
También "influyó para endurecer las políticas de Estados Unidos relativas
a Japón, especialmente en los días previos al ataque de Pearl Harbor"
(pág. 78).
Esto resulta altamente probable,
dada la absoluta insensibilidad de Churchill para con la vida humana durante la
guerra, particularmente la de ciudadanos que no fueran británicos. Su falta de
compasión se extendió incluso a los propios aliados:
Después de la caída de Francia,
Churchill exigió que los franceses entregaran su flota naval a Gran Bretaña.
Los franceses se negaron, argumentado que preferían torpedear sus naves antes
de permitir que cayeran en manos alemanas. Contraviniendo el consejo de sus
oficiales navales, Churchill ordenó a las naves británicas que se encontraban
frente a las costas de Argelia abrir fuego. Cerca de 1.500 marinos franceses
resultaron muertos. (pág. 89)
Sin embargo, a Churchill le
entusiasmaba mucho más matar alemanes, especialmente en “los terroríficos
bombardeos a ciudades que, a la larga, costaron la vida a cerca de 600.000
civiles y dejaron alrededor de 800.000 gravemente heridos" (pág. 89). La
descripción que hace Raico en su libro de la destrucción deliberada de decenas
de ciudades germanas es potente y desgarradora.
Con respecto a la mentada audaz
visión de futuro y osadía de Churchill en comparación con la aparente
pusilánime insensatez de Chamberlain,
todas las tonterías sobre la “visión
de futuro” de Churchill durante los años 30 al oponerse a los
"apaciguadores", es decir, a la larga, la política del gobierno de
Chamberlain (rearmarse lo más rápidamente posible, mientras se tanteaban las
posibilidades de paz con Alemania) era más realista que la de Churchill (pág.
71).
En lo que respecta a su opinión
sobre otros grandes líderes, Churchill siempre admiró más el poder que la
libertad. Durante la Segunda Guerra Mundial, sólo Churchill pudo desbancar a
Roosevelt en su repulsiva admiración por el peor asesino en la historia de la
humanidad: Stalin. "El apogeo de su obsesión se produjo en noviembre de
1943, durante la Conferencia de Teherán, cuando Churchill obsequió a Stalin la espada
de Stalingrado. A quienes les competa definir la palabra ‘obscenidad’ tal vez
deseen ponderar el episodio que describo" (pág. 57).
Al finalizar la guerra se produjo
la limpieza étnica, la repartición de los despojos, el endurecimiento de la
garra de Stalin sobre su nuevo imperio. Churchill fue cómplice de la expansión
soviética y de los traslados forzosos de poblaciones. Ocurrieron muchas
atrocidades.
La expulsión de alrededor de 12
millones de alemanes de sus tierras ancestrales en Prusia Oriental y Occidental,
Silesia, Pomerania, las montañas Sudetes y los Balcanes constituyeron algunos
de los hechos más graves. Dicha expulsión obedeció a los acuerdos alcanzados en
Teherán -donde Churchill propuso que Polonia fuera “movida hacia occidente”- y
al beneplácito de Churchill con el plan del líder checo Eduard Beneš de
efectuar una “limpieza étnica” en Bohemia y Moravia. Entre un millón y medio y
dos millones de civiles alemanes murieron en el proceso.
Hechos como los descritos
cuestionan la moralidad de la Segunda Guerra Mundial, de la supuesta “buena
guerra”, y también socavan el clásico tratamiento dado a grandes líderes como
Roosevelt, Truman o Churchill, cuyas acciones permitieron tales genocidios y
crímenes de guerra.
Portazo a los marxistas y defensa de la cultura germana
Las victoriosas fuerzas rusas
arrasaron con todo a su paso al finalizar la Segunda Guerra Mundial, llevando a
cabo una de las atrocidades en época de guerra más grandes y menos cuestionadas
como tales de los tiempos modernos. "Las violaciones masivas perpetradas
por las tropas soviéticas fueron probablemente la peor cara de la guerra. Mujeres húngaras, polacas y alemanas –desde
niñas pequeñas hasta ancianas- fueron reiteradamente ultrajadas, en algunos
casos hasta matarlas" (págs. 95-6).
Es por todos sabido que el régimen
de Stalin fue brutal. Sin embargo, en ciertos círculos académicos y
periodísticos ha existido largamente una especie de favoritismo hacia los
comunistas que exige algún tipo de explicación. Da la impresión que los actos
genocidas soviéticos fueran sopesados en una escala distinta a las atrocidades
cometidas por los nazis. Ciertamente, los estadounidenses empáticos con el
régimen soviético suelen ser bien recibidos en comparación con quienes sienten
aparente simpatía por el régimen nazi. Raico compara la manera en que los
historiadores se refieren a la era McCarthy con la forma en que abordan la
demonización de los miembros del comité America First en la era Roosevelt:
Para muchos conservadores que
respaldaron al Senador McCarthy a principios de los años 50, se trató
básicamente de una represalia por el torrente de calumnias que habían sufrido
antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Los conservadores de la posguerra
disfrutaron enfatizando las inclinaciones y conexiones comunistas de aquellos
que los habían difamado calificándolos de portavoces de Hitler. A diferencia de
los líderes anti guerra que nunca fueron nazis, los dardos del McCarthyismo
apuntaron generalmente a despreciables defensores de Stalin, algunos de ellos
verdaderos agentes soviéticos (pág. 226).
Sin ser un defensor de la Guerra
Fría, como resulta evidente en su incisiva crítica a Truman, Raico navega a
contracorriente de la opinión popular debido a sus tajantes críticas al
comunismo. En la era Lenin, los intelectuales estadounidenses se preocuparon de
lavar la imagen del régimen bolchevique. Y durante y después de la Segunda
Guerra Mundial, la propaganda bélica propició la tendencia de evaluar el
estalinismo con más matices que el hitlerismo. Pero el comunismo, tanto en la
teoría como en la práctica, es un ataque absoluto a la libertad. "El
marxismo, con sus raíces en la filosofía hegeliana”, escribe Raico, “fue una
sublevación del todo consciente contra la doctrina de los derechos individuales
del siglo anterior" (pág. 144). De esta forma, no sorprende que el primer
Estado comunista se volviera totalitario a poco de haberse iniciado.
Raico se deshace de la noción
implícita, postulada por liberales de izquierda y neoconservadores (además, por
cierto, de marxistas), de que Stalin habría traicionado el proyecto socialista
más que continuar en el punto a donde llegó Lenin. Lenin es el “punto flaco” de
muchos modernistas que consideran que su régimen representó, al menos en parte,
un mejoramiento con respecto al antiguo orden zarista. Pero esto es absurdo. La
brutalidad del comunismo es innegable y pudo observarse desde el primer
momento:
La cantidad de ejecuciones a manos de
la Checa soviética, que equivalen a igual número de asesinatos por ordenamiento
legal perpetrados en el período comprendido entre fines de 1917 y principios de
1922 –ni siquiera considerando a las víctimas de los Tribunales
Revolucionarios, del Ejército Rojo propiamente tal ni los asesinatos de
insurgentes-, han sido estimadas en 140.000. A modo de referencia, consideremos
que la cantidad de ejecuciones políticas durante el represivo régimen zarista
entre 1866 y 1917 fue de alrededor de 44.000, incluidos los hechos ocurridos
durante y después de la Revolución de 1905 (con la diferencia que las personas
ejecutadas habían sido sometidas a juicio), y la cifra de víctimas del Reinado
del Terror durante la Revolución Francesa fluctuó entre 18.000 y 20.000.
Claramente, de la mano del primer Estado marxista, una nueva criatura llegaba
al mundo.
Pero esto no es todo:
En el período leninista –es decir,
hasta 1924- también se producen la guerra contra el campesinado, que formó
parte del denominado “Comunismo de Guerra”, y una terrible escasez de
alimentos, que culminó en la hambruna de 1921, como resultado del intento por hacer
realidad el sueño marxista. La
estimación menos pesimista del costo de vidas humanas que arrojaron tales
episodios bordea las 6 millones de personas (pág. 150).
A propósito del Comunismo de
Guerra, “no se trató de una mera improvisación” cuyos horrores debieran
adjudicarse al caos general que reinaba en Rusia en ese entonces. El sistema fue así deliberadamente pensado y,
por sí solo, ayudó a generar el mencionado caos”, escribe Raico en un excelente
capítulo dedicado a León Trotsky (pág. 169). Trotsky "siempre sintió
cierta atracción por los intelectuales de la que los demás líderes bolcheviques
carecían" (pág. 165). Raico explica por qué razón, tal como Lenin sólo es
mejor que Stalin por un mero asunto de grados, Trotsky también representa una
ideología del mal que no debiera ser favorablemente considerada.
A pesar del intento de muchos por
defender su punto de vista como propio del intelectualismo más que de la
brutalidad, no existe excusa alguna para que Trotsky no hubiera entendido lo
que el comunismo produciría en la práctica. "No era meramente probable por
cuestiones intrínsecas que el marxismo en el poder significaría el reinado de
los funcionarios públicos (¿dado el aumento del poder del Estado a gran escala
contemplado por los marxistas, qué otra cosa podía esperarse?), sino también
había sido previsto por autores de sobra conocidos para un revolucionario como
Trotsky" (pág. 168). Él sabía que una clase dominante terminaría
imponiéndose a la sociedad en nombre de los trabajadores y se veía a sí mismo
como parte de ella.
"Cuando Trotsky promovió la
formación de ejércitos de trabajadores esclavos en funciones industriales, lo
hizo creyendo que su deseo era el deseo del proletariado" (pág. 175). Fue
un asesino y un tirano que mató a menos personas que Lenin o Stalin sólo porque
no tuvo más oportunidades. Sin embargo, Stalin es quien se lleva todas las
palmas: "se estiman 20 millones de víctimas fatales a consecuencia de la
policía soviética –sólo en el período de Stalin-, de los métodos colectivistas,
de la hambruna, de las ejecuciones y del Gulag" (pág. 155).
Si los asesinos soviéticos han sido
tratados con bastante benevolencia, Raico considera que no ocurre lo mismo con
los alemanes, quienes han sido injustamente calumniados como pueblo entero por
causa del dominio nazi durante 12 años. En "Nazifying the Germans”, Raico
humaniza a un grupo étnico al que la corrección política, sigue permitiendo
ridiculizar y deshumanizar.
Hay mil años de historia “en la otra
cara” del Tercer Reich. En términos culturales, Alemania no es cualquier cosa,
considerando también a los austríacos (al menos hasta 1866, Austria era tan
parte del territorio alemán como lo eran Bavaria o Sajonia). Desde la imprenta
al automóvil, desde el motor a reacción a la creación de ramas completas de la
ciencia, la contribución alemana a la civilización europea ha sido del todo
significativa. San Alberto
Magno, Lutero, Leibniz, Kant, Goethe, Humboldt, Ranke, Nietzsche, Carl Menger,
Max Weber…. En fin, no estamos precisamente hablando de personajes
menores en la historia del pensamiento humano.
Y por supuesto, además está la música
(pág. 158).
"Nazifying
the Germans" no es más que otra joya en una deslumbrante corona de grandes
obras. Vale la pena leer las críticas sobre el libro de Raico, al igual que el prólogo
a cargo de Bob Higgs. Sin embargo, el grueso del libro se refiere a los
grandes criminales de Estado de la era moderna, en particular, de la primera
mitad del siglo XX, uno de los períodos más oscuros de la historia humana.
Desmitificar la Primera Guerra Mundial, bajar del pedestal a Churchill, resumir
los argumentos contra Truman y explicar los horrores en términos prácticos del
comunismo a la luz de su degeneración teórica son todos esfuerzos valiosos que
avalan la obra de este gran experto, versado en historia, con conocimientos de
teoría económica, familiarizado con la jerga de intelectuales jurídicos y de
disidentes revisionistas, moralmente comprometido con la dignidad y la libertad
humana y dispuesto a defenderlas de sus más importantes enemigos históricos: la
guerra y el poder del Estado. Excepcionalmente, Raico califica en todos estos
frentes y su libro constituye un verdadero tesoro.
Anthony Gregory vive en Oakland,
California. Es editor de investigación en el Independent Institute. Ves su sitio web para más artículos e
información personal.