Por David Gordon. (Publicado el 13
de noviembre de 2008)
Traducido del inglés. El artículo
original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/3184.
[Rescuing Justice and Equality • G.A. Cohen • Harvard University
Press, 2008 • Xvii + 430 páginas]
El título del notable libro de G.A.
Cohen sugiere una pregunta evidente. Cohen quiere rescatar a la justicia y la
igualdad, ¿pero de quién o qué están en peligro? En objetivo de Cohen les
resultará sorprendente a muchos lectores: son las falsas visiones de John Rawls
las que quiere combatir. El famoso principio de la diferencia de Rawls (más en
concreto, su primera parte), tal como piensa el propio Rawls que se aplciaría,
permite desigualdades que excluye la propia justicia. Además, Rawls adopta
asimismo posiciones incorrectas en metaética: hace incorrectamente que los
principios morales dependan de fundamentos de hecho y confunde la naturaleza de
la justicia, una cuestión acerca de la esencia de un concepto, con las “reglas
regulatorias”, que son en realidad un fundamento de decisión.
De esta enorme discrepancia no se
deduce que Cohen desdeñe Teoría de la justicia. Muy al contrario, considera al libro
como una de las obras más importantes de filosofía política nunca escritas:
“Creo que como mucho dos libros en la historia de la filosofía política
occidental puede reclamar ser considerados como más importantes que Teoría de la Justicia: la República de Platón y el Leviatán de Hobbes” (p. 11).
La actitud de Cohen hacia Rawls es
en buena medida paralela a mi propia reacción ante Rescuing Justice and Equality. Es una gran obra, el producto de una
inteligencia filosófica de gran profundidad y poder. Pocos pensadores, si es
que hay alguno, pueden igualar a Cohen en su capacidad de entender de qué trata
un argumento y aportar objeciones devastadoras. (Quienes quieran una rápida
demostración de la habilidad de Cohen deberían leer su laboriosa disección
minuciosa de Andrew Williams sobre el “argumento de la publicidad”, pp. 344 y
ss.). Posee además la habilidad de extraer hasta la última gota de significado
en un texto largo y complejo. Todavía es más importante que las cuestiones que
explica son de la máxima significación y sus respuestas a ellas son a menudo
profundas. Cohen hace filosofía de la manera en que debería hacerse.
Dicho esto, a menudo no puedo
aceptar los argumentos de Cohen. Uno podría pensar: “Por supuesto: ¿cómo puede
un libertario que rechaza a Rawls como excesivamente igualitario dejar de estar
de acuerdo con alguien que le critica desde la izquierda?” Pero no me propongo
en lo que sigue evaluar a Cohen desde un punto de vista libertario. Más bien,
dejando aparte mis creencias en la medida en que soy capaz, me dedicaré a
considerar los argumentos del libro en sus propios términos.
Para entender, la crítica de Cohen
al principio de la diferencia, es esencial tener en cuenta su propia concepción
de la justicia. Es un “igualitarista de la
fortuna”: gente con talentos y habilidades por encima de la media no
debería en justicia recibir más riqueza y renta que otra, ni siquiera si su
obra es más productiva y valiosa que la de sus compañeros menos dotados por la
suerte. La gente no merece las habilidades por las que sobrepasan a otros y
la convicción que me anima (…) [es]
que una distribución desigual cuya desigualdad no pueda reivindicarse por
alguna alternativo o defecto o renuncia por parte de (algunos de) los agentes
relevantes afectados es injusta y que nada puede eliminar esa injusticia
concreta. (p. 7)
Cohen habla aquí de la
“distribución” en general, pero creo que el asunto principal entre él y Rawls
se refiere a la distribución de la riqueza y la renta en particular. En todo
caso, mi explicación se limitará a ésta).
Cohen piensa que esta visión de la
igualdad es intuitivamente factible y sugiere que una diferencia entre la
filosofía al estilo de Oxford que él practica y la aproximación de Harvard de
Rawls es que esta última se basa más en la teoría: “La gente de Oxford de mi
generación no piensa que la filosofía pueda llevarse tan lejos del juicio
prefilosófico pertinente como piensa la gente de Harvard” (p. 3). Me pregunto
si el contraste sobre el que llama la atención Cohen es tan agudo como piensa:
¿no se basa en “equilibrio reflexivo” de Rawls en gran parte en nuestras
intuiciones morales? (Cohen menciona el equilibrio reflexivo unas pocas veces,
pero dice poco de él). Pero el énfasis de Cohen en las intuiciones morales sí
ayuda a explicar la disputa entre los libertarios y sus oponentes. Quienes
tienen inclinaciones libertarias tienden a no considerar injusto que quienes
tengan talentos superiores se beneficien de ellos. A partir de esta diferencia,
las inacabables disputas entre igualitarios y libertarios son perfectamente
comprensibles.
Si, en términos generales, la
justicia es igualdad, entonces debe rechazarse el principio de la diferencia de
Rawls. Rawls admite las desigualdades en la medida en que benefician a las
clases inferiores de la sociedad.
¿De qué forma pueden esas desigualdades beneficiar a los que están peor?
Principalmente, Rawls tiene en mente los incentivos: la gente que reciba más dinero
responderá trabajando más. Asimismo, los incentivos pueden dirigir a la gente a
trabajos que aumenten los beneficios a los pobres.
Los resultados de estos incentivos pueden aumentar las ganancias de los que
están peor por encima de su parte en un régimen de estricta igualdad.
Cohen no se contenta con
contraponer su principio al de Rawls. Desarrolla una formidable batería de
argumentos pensados para demostrar que el principio de la diferencia se socava
a sí mismo. En un caso en que, a causa del efecto de los incentivos, los que
están peor se benefician de las desigualdades, ¿no podemos entonces crear una
situación en la que se beneficien aún más mediante la igualdad? Solo tenemos
que imaginar que los que tengan talento no necesiten incentivos para trabajar
más duro o cambiar a beneficios que proporcionen mayores beneficios a los
pobres. En ese caso, los pobres podrían ganar aún más, ya que algunos o todos
los pagos de incentivos irán a ellos.
Si los que tienen talento se
comprometen con la justicia igualitaria, ¿no deben tratar de actuar
precisamente así? No valdría una respuesta de que son incapaces de hacerlo, que
es solo un hecho psicológico en mucha gente que responde positivamente a los
incentivos. Podrían ser capaces de cambiar, si lo intentaran y si no pudieran
hacerlo, ¿no es probable que distintas instituciones sociales, prolongadas en
el tiempo, puedan alterar las actitudes de la gente?
¿Pero por qué debería la gente
tratar de actuar así? Aquí Cohen apela a lo que considera un principio fundamental:
lo personal es lo político. No podemos aislar nuestros compromisos
fundamentales con la justicia en las instituciones de la “estructura básica”,
sino que debemos actuar con justicia en nuestras vidas personales.
El principio de la diferencia puede
utilizarse para justificar el pago de incentivos que inducen a la desigualdad
solo cuando la actitud de la gente con talento va en contra del propio
principio de la diferencia: no necesitarían incentivos especiales si estuvieran
inequívocamente comprometidos con el principio. (p. 32)
(Con esta puntualización, Cohen
puede decir que “acepta” el principio de la diferencia, ya que si la gente con
talento no necesita incentivos monetarios, el principio en lo que concierne a
éstos es cierto de una forma vacua y puede haber incentivos no monetarios que
no perturbarían a un igualitario, pero tomado como Rawls cree que es aplicable,
en el que la gente con talento sí responde a incentivos monetarios, lo
rechaza).
Creo que Cohen tiene razón en que
los principios de justicia se aplican a nuestras vidas diarias así como a la
estructura básica, pero esto deja intacta una postura de Rawls. Imaginemos que
somos igualitarios: ¿cómo desearíamos que se distribuyera la renta y la
riqueza? Participaciones iguales para todos, es evidente que se sugiere por sí
mismo. Supongamos entonces que todos ganan la misma paga por hora,
independientemente de su productividad o tipo de empleo. A este nivel, cada
persona decide cuántas horas trabajar y en qué trabajo. Luego, en relación con
las preferencias de trabajo y los empleos que tiene cada persona, tenemos una
distribución igual de la renta. Supongamos ahora que se permiten los
incentivos, siempre que las participaciones de los que están peor son mejores
que las que haya bajo distribución igualitaria.
¿No sigue siendo ésta una
concepción coherente de la igualdad? Repito que a cada persona se le garantiza
al menos tanto como obtendría bajo una igualdad absoluta, dadas las
preferencias de trabajo y empleos de la gente en esa situación. Además, el
igualitarismo de la fortuna tiene algún efecto, aunque no sea controlador, ya
que los que tienen talento ganan participaciones solo si benefician a los que
están peor. Es verdad, que a los que están peor no les iría tan bien como bajo
una igualdad absoluta si la gente con talento altera sus preferencias
interesadas para beneficiar a los que estén peor lo más posible. Pero todo lo
que demuestra esto es que hay otra concepción, que reclama más cosas, de la
igualdad aparte de la que he expuesto. El “espíritu” de la primera concepción
no lleva a la segunda; más bien son dos posturas diferentes. Mi primera
concepción es, por supuesto, aproximadamente la de Rawls. Si tengo razón en que
es coherente, Cohen no ha conseguido eliminarla. Solo la ha contrastado con su
propia postura.
Cohen sostiene que un principio
aceptable de justicia debe preservar un sentido de comunicación entre los
sujetos a ella. Para hacerlo, debe aprobar lo que llama una “justificación
comprensiva”, en la que se justifique no solo una política, sino el
comportamiento de todos los que actúen bajo ella.
Ahora bien, un argumento político
ofrece una justificación comprensiva solo si aprueba lo que llamaré la prueba interpersonal (…) La prueba se
pregunta si el argumento puede servir como una justificación de un política
propuesta cuando la expone cualquier miembro de la sociedad a cualquier otro
miembro. (p. 42, cursiva en el original)
El principio de la diferencia,
utilizado para justificar grandes desigualdades, en su opinión no pasa la
prueba: una persona rica con talento no podría conscientemente presentarlo a
una persona pobre. Pero no consigo ver por qué no. Supongamos que dice: “Cuando
decida si trabajar tiempo adicional o cambiar de trabajo de lo que prefiero a
lo que te favorecería más, tengo en cuenta tus intereses. Estoy dispuesto a
entregarte parte de lo que gano. Pero valor mis intereses por encima de los
tuyos: responderé positivamente a incentivos monetarios que me permitan retener
una mayor porción de lo que produzco”. ¿Por qué es inaceptable? Además, la
persona con talento que dice esto no rechaza tout court dar fondos adicionales a los pobres más allá de lo que
ordena el principio de la diferencia: simplemente niega que por razones de
justicia esté obligado a hacerlo.
Cohen parece tener en mente el
hecho de que las propias decisiones de la persona rica hacen cierto lo que
dice: si actuara más altruistamente, no respondería a estos incentivos. Pero
indudablemente esta característica por sí misma no basta para hacer impropia
una justificación interpersonal, ni siquiera en caso en que mis decisiones
lleven a un resultado que la persona a la que me dirijo prefiera en caso
contrario. Supongamos que digo a alguien respecto de robar mi computadora: “¡No
puedes tomar eso! Es mío”. La verdad de “es mío”, depende de mi comportamiento,
ya que podría, si quiero, donar la computadora al ladrón. Pero esto
difícilmente mostraría un defecto moral en lo que digo.
El alegato de que el principio de
la diferencia pasa la prueba se hace aún más fuerte cuando uno añade que el
propio Cohen a veces tolera un límite a la igualdad a causa de la “prerrogativa
personal”. (El término proviene de Samuel Scheffler). Cohen no dice lo que
puede incluirse legítimamente en la prerrogativa personal y no está dispuesto a
admitir ninguna prerrogativa en absoluto, pero si incluye la libertad de elegir
su propia ocupación y la alternativa entre trabajo y ocio, los incentivos
pueden ser el coste de inducir a los que tienen talento a cambiar de trabajo o
a trabajar más duro en formas que benefician a los que están peor. Es evidente
que Cohen no piensa que la prerrogativa se extienda tan lejos, pero no consigo
ver por qué la idea de que esto no puede pasar la prueba de la justificación
interna, y si la pasa, entonces ni siquiera el igualitarismo de la fortuna
descarta los incentivos.
Cohen, en respuesta a David
Estlund, reconoce que el argumento de la prerrogativa tiene cierta sino que
sugiere que no ayudará mucho a Rawls.
¿Apoya Rawls la desigualdad, independientemente de los motivos de los que están
mejor, siempre que ayuden a los que están peor? No entiendo cómo entran los
“motivos” en el cuadro, salvo que los que tienen talento busquen acumular
dinero solo para tener más que los otros. Esta actitud parece inconsistente con
un compromiso con el igualitarismo. Pero no lo es con igualitarismo en valorar
mucho los bienes materiales o demandar un alto precio para trabajar más o
cambiar de empleo. Lo único relevante es que, a falta de incentivos monetarios,
los que tienen talento preferirían trabajar menos duramente o en otros empleos.
Tal vez Cohen esté pensando en un caso en que alguien reciba más dinero del que
necesita para ponerle a trabajar en una forma en que ayude mejor a los que
están peor, pero el principio de la diferencia de Rawls no se vería satisfecho
en esa situación: el exceso podría redistribuirse a los pobres sin pérdida. (Si
el que tiene talento expone mal sus propias preferencias por razones
estratégicas, sería el “caso del farol” de Cohen [pp. 57 y ss.].
Cohen responde a continuación a un
argumento relacionado en defensa del principio de la diferencia. Supongamos que
uno empieza en la igualdad. Si se permiten las desigualdades, todos mejorarían:
la distribución con la desigualdad es fuertemente superior en Pareto a una
distribución igual. Como en el argumento anterior, los incentivos llevarían a
los que tienen talento a producir más. ¿Tenemos una buena razón para apoyar la
desigualdad? ¿Es injusto hacerlo?
La respuesta de Cohen es
típicamente ingeniosa. Si todos ganan, ¿no podemos construir otra distribución
superior en Pareto reasignando las ganancias desiguales, preservando así la
igualdad? No tendría que decir un igualitario que esta distribución es mejor
que la distribución superior en Pareto que no consigue preservar la igualdad?
¿Pero qué pasa si, bajo estas
condiciones, los que tienen talento no quieren trabajar lo suficiente, o en las
ocupaciones adecuadas, para generar la mayor renta para todos? ¿No requeriría
la nueva distribución una política “estalinista” en la que el estado ordenaría
a la gente asumir ciertos empleos? Además, si las preferencias de la gente por
ocupaciones se tienen en cuenta al determinar si están mejor, la nueva
distribución no será superior en Pareto. (Esta objeción de la “libertad” realmente
aparece más adelante en el libro, pero creo que es mejor ocuparse ahora de
ella). Cohen responde que los que tienen talento podrían decidir libremente
trabajar en la forma requerida para las ganancias, incluso aunque hacerlo
signifique que tengan que aceptar empleos que en otro caso rechazarían.
Piensa que la gente comprometida
con la igualdad debería estar dispuesta a aceptar dichas condiciones. La gente
con talento normalmente tiene trabajos altamente satisfactorios y esto
probablemente siga siendo así incluso si no trabajan en su actividad más
valorada. Un doctor que prefiera ser un jardinero no debería abandonar la
medicina, si trabajar en esa profesión
promueve un nivel de renta superior igualado a todos, siempre que el
trabajo como doctor sea satisfactorio. Cohen no piensa que la gente esté
obligada moralmente a aceptar un trabajo que le resulte oneroso, pero puede no
insistir en trabajar en el campo que más prefiera, si reconoce los
requerimientos de la justicia igualitaria. No explica por extenso la
preferencia en el ocio, pero sospecho que adoptaría una línea similar: la gente
no puede insistir en tanto ocio como querría, siempre que tengan una cantidad
razonable en comparación con otros.
Queda así claro por qué la
apelación a la prerrogativa personal no convence mucho a Cohen. Tiene una idea
exigente de lo que requiere la justicia igualitaria. Pero una vez más, no creo
que haya tenido éxito en generar ninguna presión interna en el principio de la
diferencia. ¿Por qué no puede un rawlsiano sencillamente negar que la gente
esté moralmente obligada a cambiar sus preferencias de la forma que quiere
Cohen? Si Cohen responde que si no lo hacen se alejan de las demandas de la
igualdad, esto solo resulta cierto si no acepta su propia concepción de la igualdad,
o una que demande algo similar.
En su ataque al argumento de Pareto
para la desigualdad, Cohen afirma que sus defensores caen en la falacia
cometido en el argumento de Wilt Chamberlain de Nozick. Nozick, se dice,
argumentaba que si uno empieza por un principio fijado como la igualdad,
entonces uno tendría que acabar aceptando desigualdades. La gente tiene derecho
a gastar sus participaciones iguales como quiera, pero ¿qué pasa si su gasto
genera que Wilt Chamberlain tenga una gran cantidad de dinero? ¿No tendrían que
reconocer los igualitarios que esta situación preserva la justicia? Pero, dice
Cohen, una crítica común es que Nozick
no ve que los principios que conlleva
D1 [la situación inicial de igualdad] también prohíbe moverse a D2 [el
resultado desigual]: Nozick toma D1 como establecido y consigue desestablecerlo
solo porque ignora lo que lo estableció. (p.170)
Igualmente, dice Cohen, “no puedes
empezar con la desigualdad, porque todas las desigualdades son moralmente
arbitrarias en su origen, y por tanto injustas y por tanto tratan una mejora
desigualadora en Pareto como libre de toda mácula de injusticia” (p. 170). Esto
no representa adecuadamente el punto de partida de Rawls. La afirmación no es
que todas las desigualdades sean injustas, sino más bien que como la posesión
de talentos superiores es arbitraria desde el punto de vista moral, la
productividad extraordinaria generada por estos talentos no genera por sí misma
un derecho a mayores participaciones. De esto no se deduce que sea injusta
ninguna desviación de la igualdad. La igualdad para los simpatizantes de Rawls
es solo un punto de partida, no un requisito absoluto de justicia. El argumento
de Pareto no es por tanto vulnerable a l objeción alegada contra Nozick.
Cohen se ocupa luego de la objeción
de la “estructura básica” a su crítica del principio de diferencia. Esta
objeción niega que la gente deba en su vida personal actuar de acuerdo con las
demandas de la justicia igualitaria. Mientras las instituciones básicas de la
sociedad, por ejemplo, el sistema de impuestos, estén en orden, los individuos
son libres de actuar por los motivos que quieran. (Por supuesto, deben obedecer
las leyes que requieren los impuestos redistributivos). Cohen, en esta opinión,
se equivoca al afirmar que lo personal es lo político. Creo que Cohen rebate
con éxito esta objeción: demuestra que no hay forma de separar la estructura
básica de instituciones más locales, incluyendo la familia y el comportamiento
personal. Pero el principal problema que he encontrado hasta ahora con la
explicación de Cohen no es una versión de la objeción de la estructura básica.
No afirmo que aceptar el principio de la diferencia no tenga consecuencias para
la conducta individual. Cohen y Ronald Dworkin bien pueden tener razón, por ejemplo,
en que la gente debe cultivar una “ética igualitaria”. Mi problema implica la
naturaleza de esas consecuencias. Cohen ha visto sin una justificación adecuada
estas consecuencias a la luz de su propio igualitarismo de la fortuna.
Cohen deja claro el tipo de
respuesta que puede ofrecer a mi argumento en el capítulo 4, “El principio de
la diferencia”. Yo digo que Rawls no es un igualitario de la fortuna, Cohen
responde que en buena medida sí lo es. Reconoce que hay algunas evidencias
contrarias. La interpretación “canónica” del principio de la diferencia permite
desigualdades que no beneficien los que estén peor siempre que no les dañen.
Sin embargo, Cohen piensa que en el fondo, Rawls esencialmente simpatiza con el
igualitarismo de la fortuna. Cita un pasaje de Teoría de la justicia en el que Rawls critica la “interpretación
liberal de los dos principios de justicia” (es decir, la igualdad de
oportunidades sin la primera parte del principio de la diferencia). Esto “le permite aún que se determine la distribución
de riqueza y renta por la distribución natural de habilidades y talentos” (p.
166, citando la Teoría de la justicia,
pp. 73-74, cursiva añadida por Cohen). Respecto de este pasaje, Cohen dice:
Esto implica que la distribución de
rentas no debería determinarse por la distribución del talento y el simple hecho
de que una distribución de la renta refleje la distribución del talento no lo
justifica. (p. 166)
¿No hay sin amargo una ambigüedad
en “determinarse”? Por lo que mantiene la lectura de Cohen, uno debe entender
que esto significa “afecta de cualquier manera” en lugar de “produce
completamente”. Supongamos, por ejemplo, que alguien afirma que las decisiones
sobre puestos de trabajo en la universidad no deberían determinarse por el
número de publicaciones en revistas de alto nivel. Muy posiblemente afirmaría
que estas publicaciones no deberían ser la única consideración, no que no deban
tener ninguna influencia en absoluto. De forma similar, creo que se lee mejor a
Rawls diciendo que los talentos superiores no deberían por sí mismos generar la distribución de rentas, no que no puedan
apropiadamente afectarla en modo alguno.
Es verdad que esto es meramente una
lectura distinta de la de Cohen y que es un punto dudoso. Mucho más importante
es otro pasaje de Teoría de la justicia
en el que Rawls parece ocuparse directamente del igualitarismo de la fortuna o
algo que se le parece mucho cuando se ocupa de la igualdad de oportunidades:
Primero, podemos observar que el
principio de la diferencia da algún peso a la consideración aportada por el
principio de la reparación. Éste es el principio de que las desigualdades
inmerecidas reclaman reparación y como las desigualdades de nacimiento y dones
naturales son inmerecidas, hay que compensar de alguna forma estas
desigualdades (…) [El principio de la reparación] es tan factible como la
mayoría de los demás principios como un principio prima facie, uno que debe
equilibrarse con los demás. (…) Ahora bien, el principio de la diferencia no
es, por supuesto, el principio de la reparación. (Teoría de la justicia, pp. 100-101, ver también el pasaje
correspondiente en la edición de 1999, p. 86)
Cohen podría responder que las
cosas cambian cuando está en el programa la distribución de la riqueza y la
renta en lugar de la igualdad de oportunidades. Pero me parece mucho más
plausible pensar que la actitud de Rawls no cambie. De nuevo el deseo de
contrarrestar los resultados de las desigualdades inmerecidas tiene una fuerza
considerable, pero esta consideración no es decisiva por sí sola.
Creo que el uso principal de la
afirmación de la arbitrariedad moral es defensivo para Rawls: es su respuesta a
los defensores del “sistema de libertad natural” que afirman que quienes
producen más merecen más renta y riqueza. Por cierto, que mirado así, Rawls
tiene un respuesta a la famosa objeción de Nozick: incluso aunque no te
merezcas beneficiarse de tu superior talento, de ello no se deduce que no
tengas derecho a hacerlo. Rawls puede decir: “En mi teoría, no tienes derecho a
hacerlo, salvo que esto satisfaga el principio de la diferencia”.
Como veremos luego, Cohen tiene un
poderoso argumento más para defender su alineación de Rawls con su
igualitarismo de la fortuna, pero para entenderlo debemos considerar primero lo
que dice acerca de la metaética. Argumenta que
un principio [moral] puede reflejar o
responder a un hecho solo porque es asimismo una respuesta a un principio que
no es un hecho. Por decir lo mismo de forma diferente, los principios que
reflejan hechos deben, para reflejar hechos, reflejar principios que no
reflejen hechos. (p. 232, cursiva eliminada)
Juzgado bajo este patrón, Rawls se
pone en la balanza y no da el peso: para él los principios morales sí dependen
de los hechos.
Al defender esta opinión, Cohen
presenta una brillante exposición de si uno puede deducir un “tendría” de un
“es”. Yo pensé al principio que este principio es insensibilidad factual
requería la pregunta contra la opinión de que el “tendría” se sigue del “es”:
¿afirmar esto no hace al “tendría” deducido dependiente de los hechos? Además,
antes de leer a Cohen, pensaba que la posición anti-Hume caía ante una
objeción. Si, por ejemplo, uno afirmaba que de “Los seres humanos tienen X como
su fin natural” se deduce que “Los seres humanos tendrían que buscar X”, ¿uno
no está de hecho asumiendo que “Uno tendría que perseguir su fin natural”? Pero
entonces, pensaba yo, no hay deducción de un “tendría” a partir de un “es”: más
bien uno esta aplicando una premisa acerca de un “tendría”.
Cohen resuelve ambos problemas de
una sola vez. El proponente del silogismo piensa que, por seguir mi ejemplo,
“Los seres humanos tienen X como su fin natural” implica semánticamente “Los
seres humanos tendrían que buscar X”. Pero si sostiene esto, debe asimismo
aceptar que “Si los seres humanos tienen X como su fin natural, tendrían que
buscar X”. Esta tesis no depende de la existencia de ningún hecho, así que el
defensor del silogismo no viola la tesis de la insensibilidad factual. Además,
no contradice en absoluto la afirmación de que un “tendría” se deriva de un
“es” el que uno acepte una premisa general “si, entonces”. Más bien,
precisamente lo que dice la tesis anti-Hume es que si uno entiende el
significado de la afirmación factual, no puede rechazar racionalmente el
principio general. (Cohen no se posiciona aquí respecto de si es verdadera la
tesis anti-Hume).
Me atrevo a sugerir una ligera
modificación de la tesis de Cohen. Éste dice:
Supongamos que la
proposición F indique una afirmación
factual y que, a la luz de su creencia en F
una persona afirme el principio P,
Podemos por tanto preguntarle por qué
trata a F como una razón para afirmar
P. Y si es capaz de responder a esa
pregunta, entonces su respuesta, creo, conllevará o implicará una afirmación de
un principio más definitivo (llamémosle P1)
(…) un principio que además se sostiene sea F
verdad o no y que explica por qué F
es una razón para afirmar P. (pp.
233-234, cursiva en el original)
Cohen quiere decir que la verdad de
P1 no depende a la verdad de F, pero creo que no tiene razón en
expresar eso diciendo que P1 “se
sostiene sea F verdad o no”. Esto
olvida la posibilidad de que F sea
metafísicamente necesario. En ese caso, P1
no depende a la verdad de F, pero no
es metafísicamente posible que F sea
falso.
Cohen podría responder que si la
verdad de F es metafísicamente
necesaria, entonces “Si F no fuera
cierto, P1 seguiría siendo cierto” es
una verdad contrafactual con un antecedente necesariamente falso, pero dudo que
Cohen quiera seguir este camino y en cualquier caso, la semántica de esos
contrafactuales es controvertida. Pienso que sería mejor indicar la tesis de la
insensibilidad factual en una forma que evite este problema. Cohen puede pensar
que mi problema no podría producirse porque no hay hechos metafísicamente necesarios;
pero si piensa eso, tiene que decirlo.
Cohen realiza otra distinción
metaética muy útil y esta distinción nos devuelve al igualitarismo de la
fortuna y el principio de la diferencia.
Distingue entre principio éticos fundamentales, como los principios de la
justicia, y las normas de regulación. Los primeros son temas de investigación,
no de decisión. Si el igualitarismo de la fortuna tiene razón, esto no es
porque por ejemplo la gente haya decidido aceptarlo: o es correcto o no lo es.
Por el contrario, sí decidimos qué normas de regulación adoptar. Son normas
generales que determinan cómo se organiza una sociedad. Para llegar a ellas,
consideramos los principios de la justicia, junto con otras virtudes, así como
los hechos acerca de la sociedad. Basándose en todas estas cosas, decidimos qué
hacer.
Así, al contrario de lo que podrían
haber supuesto los lectores hasta entonces, una sociedad que funcionara como
desea Cohen bien podría permitir incentivos no igualitarios. La diferencia con
Rawls está en que no se afirmaría que dichos incentivos fueran coherentes con
la justicia. Por el contrario, violarían la justicia, pero, en las
circunstancias actuales, se considera mejor permitirlos cuando se sopesan todas
las virtudes.
Rawls no entiende esta distinción.
Hace del principio de justicia materia para las decisiones. La gente en la
postura original decide qué principios resultan mejores para sus intereses y al
hacerlo tienen en cuenta hechos generales con la susceptibilidad de la gente a
los incentivos monetarios. Ver la justicia de esta manera es confundir los
principios de la justicia con las normas de regulación.
Es porque Rawls se equivoca en esto
por lo que no ve su compromiso real con el igualitarismo de la fortuna.
Oficialmente da cierto peso al igualitarismo de la fortuna, pero lo contrapone
a otras consideraciones, como los incentivos. Si hubiera realizado la
separación conceptual apropiada, sería evidente la verdadera fortaleza de este
compromiso con el igualitarismo de la fortuna.
No creo que el argumento de Cohen
tenga éxito. Supongamos, como parece razonable, que uno está de acuerdo con que
los principios de la justicia no se igualen con las normas de regulación de una
sociedad: solo estas últimas, no los primeros, son temas de decisión. No se deduce
de esto que sea falso que la forma de descubrir los principios de la justicia
sea preguntar que normas elegirían para la sociedad la gente con intereses en
el momento original. (Estas normas no son, hablando estrictamente, normas de
regulación para el momento original, ya que están basadas en el interés propio,
no en un equilibrio de las distintas virtudes). Rawls, al menos en Teoría de la justicia, no piensa que sea
un tema de decisión que haya que llegar así a los principios de la justicia:
más bien es algo que sostiene que es correcto. Cohen puede responder que salvo
que Rawls confundiera los principios de la justicia con las normas de
regulación, no pensaría que es factible que los principios de justicia se
descubran de esta manera. No sé si esto es verdad: mi afirmación es que Cohen
no ha demostrado que, a causa de la forma en Rawls piensa que se deducen los
principios de la justicia, sea culpable de la confusión en cuestión. Concluyo
que no ha demostrado Cohen más que antes que Rawls sea “en realidad” un
igualitario de la fortuna.
Aunque estoy en desacuerdo con
muchos de sus argumentos, Rescuing
Justice and Equality es un gran libro. Todo lector se beneficiará mucho al
estudiarlo. Los lectores libertarios verán como una mente de primer nivel ve la
justicia desde una perspectiva muy diferente de la nuestra.
David Gordon hace crítica de libros
sobre economía, política, filosofía y leyes para The Mises Review, la
revista cuatrimestral de literatura sobre ciencias sociales, publicada desde
1955 por el Mises Institute. Es además autor de The Essential Rothbard,
disponible en la tienda de la web del Mises Institute.