Tengo una relación, y es complicada

Por Anthony Gregory. (Publicado el 1 de junio de 2011)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5345.

[Este artículo es el nuevo prólogo a Wall Street, Banks, and American Foreign Policy (1984; 2011) de Murray Rothbard]

 

La idea de que los intereses corporativos, las élites bancarias y los políticos conspiran para establecer la política de EEUU es al mismo tiempo evidente e inaceptable. Todos saben que el complejo militar-industrial es grande y corrupto, que los presidentes conceden dinero y privilegios a sus donantes y negocios favoritos, que una puerta giratoria conecta Wall Street con la Casa Blanca y que hay motivos económicos detrás de las guerras estadounidenses. Pero bajar al detalle en esto normalmente se desdeña habitualmente como una teoría conspirativa poco seria, indigna de la consideración de los medios.

Hemos visto funcionar esta paradoja tras el colapso financiero de 2008. Los liberales de izquierda echan la culpa a Wall Street y a las grandes financieras por traicionar a las masas por su codicia predatoria y por verse recompensados por su irresponsabilidad por medio de los rescates de Washington. Al mismo tiempo, la izquierda parece reticente a oponerse abiertamente a estos rescates, viendo el gasto como un mal necesario para devolver la estabilidad, aunque sea desigual, a la economía global. Es más, los liberales de izquierda no gritan al Presidente Obama y a los líderes demócratas por su innegable participación en todo esto. Echan la culpa a Goldman Sachs, pero ven a su presidente, que obtuvo más dinero para su campaña de la empresa que de casi cualquier otra fuente, como una víctima indefensa de las circunstancias, en lugar de un activo conspirador en las malas prácticas corporativas, además de ser el entusiasta heredero y expansionista de la agresiva política exterior de George W. Bush.

La derecha del tea party también es reacia a examinar demasiado de cerca el estado corporativo. Estos conservadores detectan un elitismo en el gobierno de Obama pero no les gusta desafiar abiertamente el status quo económico, pues esto llevaría a preguntas incómodas acerca del estado de guerra, los contratos de defensa, las guerras de EEUU, toda la historia del Partido Republicano y las habituales suposiciones de la derecha acerca de la justicia propia del sistema estadounidense de supuesta “libre empresa”. Al rechazar admitir que los fundamentos económicos no fueron sensatos durante todos los años de Bush (al rechazar reconocer la realidad imperial de las guerras de EEUU y su efecto debilitador en el presupuesto familiar medio), la derecha deja pasar su posibilidad de ahondar bajo la superficie en sus críticas al reinado de Obama.

Muchos en la derecha llaman “socialista” a Obama, como muchos en la izquierda acusaron a Bush de ser un “fascista”, sin darse cuenta ningún grupo de las claras similitudes en casi todas sus políticas. Entretanto, las fuerzas principales tanto en la izquierda como en la derecha rechazan aceptar esa retórica “extremista” e insisten en que ambos partidos políticos, con todas sus diferencias, en el fondo buscan lo mejor para Estados Unidos. En la inquebrantable lealtad de la izquierda a la socialdemocracia y la intervención económica vemos por qué se nos `remite execrar la corrupción y los intereses especiales, pero no profundicemos mucho más, si no queremos vernos relegados a la periferia de las discusiones respetables.

Siempre sin miedo a sacrificar vacas sagradas, Murray N. Rothbard va mucho más allá de las quejas habituales en su combativo Wall Street, Banks, and American Foreign Policy. Analiza más de un siglo de militarismo y capitalismo corporativo en EEUU, dando nombres, sin olvidar a ninguno, y demostrando la continuidad del imperialismo independientemente del partido en el poder, junto con los muchos intereses empresariales solapados y en competencia detrás del escenario. El relato de Rothbard de los enfrentamientos entre los Morgan y los Rockefeller, que tuvieron algunos intereses en común y algunos en conflicto, se dirige brillantemente a la complejidad de la historia explicando al tiempo en general la dinámica del poder. La explicación de las empresas “vaquero” del oeste (y sus representantes en Washington) frente al establishment “yanqui” del nordeste es igualmente ejemplar:

Aunque ambos grupos estaban a favor de la Guerra Fría, los vaqueros eran más nacionalistas, más agresivos y meno inclinados a preocuparse por lo que pudieran pensar nuestros aliados europeos. (…) Debería estar claro que el nombre del partido político en el poder es mucho menos importante que el régimen financiero concreto y las conexiones bancarias.

Esta obra fantásticamente escrita es la respuesta definitiva a muchos negacionistas: aquéllos que proclaman grandes diferencias entre republicanos y demócratas, aquéllos que insisten en que el motor principal tras las guerras de EEUU es la preocupación por la defensa nacional o los derechos humanos en el exterior, aquéllos que rechazan las “teorías conspiratorias” como acusaciones simplificadas de intermediarios en la sombra sin matices ni complejidad y aquéllos que piensan miopemente que todas las grandes decisiones las toma la misma camarilla de gente importante, en lugar de hacerlo a través de una complicada confluencia de varios intereses y fuerzas.

Los vendedores de teorías conspirativas muy simplificadas se verán cómodos con el nivel de destalle de este libro, igual que los intelectuales cortesanos que consideran todas y cada una de las referencias a la duplicidad de grupos como el Consejo de Relaciones Exteriores y la Comisión Trilateral como charlas de paranoicos alejados de la realidad. Además, la gente que piense que la eliminación de la influencia corporativa en la esfera pública acabará finalmente con las guerras y los chanchullos se verá animada a revisar sus suposiciones acerca del estado: después de todo, no es una organización del bien público que se haya visto secuestrada por los ricos y poderosos, ni una máquina de control corporativo que pueda reformarse hacia fines liberales. El propio estado es y siempre será el problema y mientras tenga un brazo militar, estará influido por algunos intereses privados u otros hacia guerras oportunistas, y con una mínima manipulación de los políticos, incluso los más supuestamente humanitarios e igualitarios de ellos tienen una historia asesina y diabólica de disponer sus fuerzas y lanzar sus bombas. Incluso los grandes intereses empresariales van y vienen, pero el mismo aparato político, la más inherentemente corrupta de todas las instituciones dada su naturaleza inevitablemente coactiva y monopolística, continuará infligiendo miseria y saqueando a los desgraciados a favor de los poderosos.

Por otro lado, al contrario de los libertarios moderados que consideran que los empresarios conspiren con el gobierno es en el peor de los casos algo accesorio al crimen político que hace inevitable la economía mixta. Rothbard no suaviza su condena a estos miembros menores de las relaciones públicas-privadas de saqueo imperialista. La libre voluntad existe bajo el concepción rothbardiana tanto de la teoría política como económica y si hay culpa alrededor, los banqueros, presidentes cabilderos y expertos en política de ruido de sables merecen una parte considerable junto con generales y presidentes.

En muchos escritos, Rothbard analizaba las improbables relaciones entre políticos e intereses empresariales. Defendía una recuperación de análisis libertario de clases, reclamando el ejercicio a marxistas e izquierdistas que lo habían transformado del estudio de la clase política consumidora de impuestos contra los sujetos contribuyentes en una narración de la lucha dialéctica entre productores y trabajadores. Aunque Marx y sus seguidores atacaron correctamente al estado moderno por garantizar privilegios a los intereses empresariales más influyentes, la concepción izquierdista ha convertido el clásico concepto liberal del análisis de clase en su ariete en su defensa de la apropiación proletaria del aparato estatal y su descripción de productores y empresarios como enemigos inevitables del hombre común. Sin embargo, los intelectuales izquierdistas, particularmente los de la Nueva Izquierda, han tendido a “seguir al dinero” en su examen de los chanchullos, la corrupción y la guerra del gobierno, una tarea muy apreciada por Rothbard y sus compañeros de viaje.

Sin embargo, en Wall Street, Banks, and American Foreign Policy, al lector se le ofrecen más matices y detalle, así como una narrativa más coherente de lo que es común en las obras izquierdistas. Y esto porque la teoría que hay detrás del análisis de Rothbard es sólida, al contrario que las teorías izquierdistas. Un punto general lo demuestra. Al no entender la economía básica, la izquierda falla por el keynesianismo militar que habitualmente ve a la guerra como algo bueno para la economía, sino para todo lo demás. En enero de 2008, el gurú de la economía liberal de izquierdas, Paul Krugman (que años antes había reclamado una burbuja inmobiliaria inducida por la Fed), se quejaba en su blog del New York Times:

Una de las cosas que me preguntan a menudo es si la guerra de Iraq es responsable de nuestras dificultades económicas. La respuesta (con pequeñas apreciaciones) es que no (…) El hecho es que la guerra es, en general, expansionista para la economía, al menos a corto plazo. Recordemos que la Segunda Guerra Mundial acabó con la Gran Depresión.

Incluso los radicales a veces confunden las guerras mercantilistas como interesantes para el contribuyente estadounidense medio (Noam Chomsky ha dicho a menudo que la economía estadounidense en general se basa en estas guerras) llevando a una crítica incompleta y a un análisis defectuoso de clase. Esto a llevado a la izquierda a entender mal las guerras por el petróleo de George W. Bush como simples intentos de conquistar campos petrolíferos por el bien de los consumidores de EEUU en lugar de cómo esfuerzos por beneficiar a algunas empresas a costa de otras. (También se olvida bastante, comparado con el punto de vista del petróleo, las posibles motivaciones monetarias implicadas, ya que Iraq empezó a vender su petróleo en euros a finales del 2000, desafiando a los supremacistas del dólar estadounidense). Una mala teoría económica también significaba que cuando el secretario de estado de George H.W. Bush, James Baker, dijo que la Guerra del Golfo era sobre “empleos, empleos, empleos”, la población no podía sino tomarlo al pie de la letra.

La comprensión defectuosa de la economía coincide con una mala lectura de la historia. La izquierda sigue estando muy orgullosa de su herencia en el era progresista, cuando políticos supuestamente altruistas se levantaron contra las grandes empresas a favor del hombre común: Rothbard desvela completamente este fraude.  El reverenciado Teddy Roosevelt “había sido un hombre de Morgan desde el principio”, con relaciones familiares, empresariales y políticos con el gigante bancario. “El primer acto [de Roosevelt] después de las elecciones de 1900 fue derrochar en una cena en honor de J.P. Morgan” y muchas de sus políticas, desde al golpe de Panamá en 1903 al ataque al trust de la Standard Oil, fueron muy beneficiosas para los intereses de Morgan. El Partido Progresista de 1912,  lejos de ser un intento de desafiar a la administración Taft, que estaba a favor de las empresas, por razones de idealismo igualitario, fue asimismo y plan de Morgan. El ganador de las elecciones de 1912, Woodrow Wilson, lejos de intentar controlar los bancos a través de la Ley de la Reserva Federal, fue un gran defensor de las élites bancarias más ricas, especialmente los Morgan. La propia Fed “permitió al sistema bancario inflar la moneda y el crédito, los préstamos financieros a los aliados y generar déficits masivos una vez que Estados Unidos entró en guerra”.

Más recientemente, las críticas de los liberales de izquierda a Bush sugerían que había roto con un pasado estadounidense honorable en la forma en que hacía la guerra, y en particular condenaban sus motivos económicos como si fueran algo nuevo o únicamente republicano. Muy pocos críticos veían a Bush siguiendo una tradición que se remonta al menos a la entrada de Franklin Roosevelt en la Segunda Guerra Mundial (una guerra, nos recuerda Rothbard, Por la que las élites bancarias venían presionando desde finales de la década de 1930). Esa guerra sigue santificada como un testamento de altruismo humano y una lucha del bien contra el mal. Pero la Segunda Guerra Mundial también podría “considerarse, de cierto punto de vista, una guerra de coaliciones: los Morgan tuvieron su  guerra en Europa, los Rockfeller la suya en Asia”. Henry Stimson, el secretario de guerra, había sido abogado en Wall Street con tantas relaciones corporativas como cualquier militarista moderno y su asistente John J. McCloy, a quien Riothbard acusa de la particularmente horrible decisión del internamiento de los japoneses, siguió una lucrativa carrera en la órbita de Rockefeller con una actuación accesoria como presidente del Consejo de Relaciones Exteriores durante 17 años. Si el complejo militar-industrial no existía antes, era una realidad al acabar la Segunda Guerra Mundial. El ménage à trois entre los mercaderes de armas, la maquinaria bélica de EEUU y las poderosas casas financieras de Nueva York se consumó completamente incluso antes de que naciera de George W. Bush.

Los amados presidentes progresistas Truman, Kennedy, Johnson y Carter, todos ocuparon sus puestos principales en defensa con las élites bancarias. En particular, Rothbard demuestra que a partir de la administración Kennedy, los representantes de Lehman Brothers y Goldman Sachs (empresas cuyo nefasto impacto no se ha perdido en la lectura estadounidense de las noticias financieras) disfrutaron de una inquietante influencia en la política exterior. La íntima conexión entre Lehman Brothers y el Pentágono fue especialmente “un aspecto fascinante de la administración Johnson”. Lehman y otras grandes casas financieras también dominaron las jefaturas de Carter. De alguna manera, la izquierda generalmente considera a estos presidentes, como mucho, como peleles de la influencia corporativa, en lugar de criminales culpables de saqueo premeditado y guerras a favor de sus amiguetes.

El colapso financiero y los rescates son solo el último ejemplo de la incoherencia de la crítica progresista. Tenemos que creer que los presidentes de las grandes instituciones financieras están faltos de compasión, los reguladores son héroes olvidados misteriosamente privados de poder desde los años de Reagan (aunque el cómo se hizo esto exactamente nunca se explica convincentemente) y el presidente es en el peor de los casos un tonto bienintencionado. Esta formulación es partidista, pero incluso la crítica anticorporativa de Bush traiciona una extraña fe en el propio gobierno, ya que acusa a Bush de dejar de “hacer lo suficiente” e insistir en replegarse a su propio poder ejecutivo sobre la economía. Todo esto después incluso de las Sarbanes-Oxley y otras grandes expansiones del estado regulatorio, mucho más allá de lo que ocurrió bajo Bill Clinton.

También las guerras actuales parecen confundir a los liberales de izquierda que ven intereses corporativos y agitación conservadora detrás de todos los fracasos políticos. La guerra en Iraq, se nos dice, fue una ruptura con las tradiciones estadounidenses de prudencia diplomática. Es verdad que los neoconservadores representaban una escuela ideológica inusualmente inclinada a la democratización por la fuerza (casi hiperwilsonianos) que de hecho significaba un cambio de la escuela “realista” que ha estado orientada económicamente alrededor de los Rockefeller que montaban la política al menos desde la Segunda Guerra Mundial. Por si vale de algo, mucho del establishment económico era claramente más guerrillero en la guerra de Iraq que muchos de los aventureros militares de EEUU. Esto parece una anomalía, pero hubo una situación paralela en 1968, cuando, como dice Rothbard, incluso muchas de las “figuras de la élite” de la administración Johnson “habían cambiado de una firme oposición a la guerra”, unidos por mucho del establishment y por Wall Street.

Solo podemos soñar con cómo habría reaccionado Rothbard al triunfo temporal de los neocons sobre los realistas en Iraq. Pero no hace falta decir que la trayectoria general de la política exterior de EEUU (guerras presidenciales de agresión, neomercantilismo, bombardeos financiados por la Fed, sanciones comerciales, explotando a la ONU y la OTAN cuando hacía falta) ha sido bastante consistente con la era progresista para Obama, a pesar de la aberración de Bush. Y ahora Estados Unidos está sólidamente de vuelta a la tradición “realista” con Obama, que está utilizando las coaliciones internacionales para ocultar la agresión contra Libia y continuando el proyecto imperial en Afganistán que se originó con la intromisión del consejero de seguridad nacional de Carter, Zbigniew Brzezinski, un dechado práctico de la escuela realista. Más de una década después de que Rothbard escribiera este libro, identificando a Brzezinski como un director ejecutivo de la Trilateral y “recientemente nombrado director del Consejo de Relaciones Exteriores”, este chico de libro del establishmente se ufanaba por haber empujados intencionadamente a invadir Afganistán (una desgraciada intervención que ha cambiado irremisiblemente la política de EEUU con los musulmanes).

Cuando la izquierda atacaba a los neocons sobre Iraq (recordando, lo supieran o no, a las críticas al neoconservadurismo que pueden remontarse a Rothbard y su tradición de la Vieja Derecha), realmente no entendía a qué atacaba. Olvidaban casi completamente los orígenes izquierdistas y particularmente trotskistas del neoconservadurismo y tendían a rebajar la importancia de Israel. De alguna manera combinaban una condena de la “privatización” de la guerra de Bush, su confianza en las contratas militares y su supuesto deseo de apropiarse del petróleo árabe en su crítica al neoconservadurismo, a pesar de que los compinches económicos y empresariales nunca fueron un interés importante para esta escuela de política exterior.

Esto ayuda a explicar la actual confusión, pues Obama ha aumentado grandemente la presencia de contratas militares, extendido la guerra en Afganistán, bombardeado Pakistán, Yemen, Somalia y Libia y parece en general a bordo con casi todo el programa de Bush, incluyendo el plan de salida de Iraq. La política petrolífera y la planificación de la construcción de oleoductos a través de Afganistán siguen al fondo. Los intereses económicos y empresariales detrás de la respuesta de Estados Unidos al 11-S van mucho más allá de los neocons y su desvió de la atención en Iraq.

Por supuesto, los líderes bélicos de los años supuestamente anómalos de Nush habían sido lumbreras del establishment durante décadas. La consejera de seguridad nacional y secretaria de estado Condoleezza Rice estuvo en el primer Consejo de Seguridad Nacional de Bush y más tarde en el consejo de Chevron. El vicepresidente Dick Cheney (junto con el secretario de defensa, Donald Rumsfeld) había empezado su ascenso bajo Nixon. Cheney fue director del Consejo de Relaciones Exteriores a finales de la década de 1980 e, infamemente, fue a finales de la década de 1990 consejero delegado y presidente del Consejo de Haliburton, la empresa de servicios petrolíferos que consiguió importantes contratos con Clinton durante sus intervenciones en los Balcanes, se convirtió en uno de los grandes beneficiados de la guerra de Bush en Iraq (así como constructora de las celdas del campo de prisioneros de Guantánamo Bay) y sigue manteniendo esos enlaces con el imperio.

Habría que advertir que Cheney también fue miembro de la Comisión Trilateral (ese club de élite fundado por David Rockefeller que llegó a dominar las antesalas del poder a partir de la administración Carter. Escribiendo en 1984, Rothbard concluía que independientemente de las siguientes elecciones, podríamos esperar que esta organización estuviera bien representada. Además de Cheney, lo miembros de la Trilateral que han ascendido o permanecido arriba en el gobierno federal desde 1984 incluyen al presidente de la Fed, Alan Greenspan, George H.W. Bush, su asesor de seguridad nacional, Brent Scowcroft, Bill y Hillary Clinton, y los miembros del gobierno de Clinton, Lloyd Bentsen (Tesoro), Warren Christopher (Departamento de Estado) y William Cohen (Defensa). Pocos miembros de la Trilateral han aparecido recientemente, aunque aparte del Vicepresidente Cheney incluiyen al Secretario del Tesoro de George W. Bush, Paul O’Neill, el asesor económico de Obama, Paul Volcker, y su asesora en política exterior y embajadora en Naciones Unidas, Susan Rice.

Pero la continuidad del estado corporativo trasciende al partidismo. Ben Bernake, consejero económico de Bush y luego elegido por éste para Presidente de la Fed, fue confirmado en su puesto por Obama. Otro que sigue de los años de Bush es su segundo secretario de defensa, Robert Gates, cuyo accidentado pasado incluye pedir a Reagan que vendiera armas a Irán en 1985, dirigir la CIA bajo George H.W. Bush y pertenecer a consejos de gigantes como Fidelity Investments, NACCO Industries y Brinker International.

Cuando Obama eligió como secretario del tesoro a joven Timothy Geithner, el hombre ya era un precoz integrante del establishment. Trabajó para Kissinger Associates en DC y se unió a la división de Asuntos Internacionales del Departamento del Tesoro de EEUU en 1988. Estuvo trabajando en la embajada de EEUU en Tokio, fue ayudante en política monetaria y financiera durante años, siempre con un enfoque internacional y se convirtió en subsecretario del Tesoro para Asuntos Internacionales en 1998. En 2002 era miembros senior en el departamento de Economía Internacional del Consejo de Relaciones Exteriores, siendo también al tiempo director de del departamento de Desarrollo y Revisión de Políticas en el Fondo Monetario Internacional. A finales de 2003, se convirtió en presidente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York y luego en vicepresidente del Comité Federal de Mercados Abiertos. En marzo de 2008 se vio muy implicado en el rescate y venta de Bear Stearns. Al principio de la crisis financiera, la elección de Geithner por Obama como jefe del Tesoro fue surrealistamente considerado en general como una acción pragmática y responsable. Pero incluso los nombramientos menores demuestran lo irónico de la reputación de Obama como defensor del hombre común frente a las grandes empresas: la elección del presidente del CEO de General Electric, Jeffrey Immelt, para supervisar los esfuerzos para acabar con el desempleo rima muy bien con la elección de FDR del CEO de GE, Gerard Swope, para encabezar la Administración de la Recuperación Nacional.

Por supuesto, el propio Obama está en el bolsillo de la industria financiera. Goldman Sachs aportó más de 994.000$ a la caja de guerra de Obama. Lehman Brothers fue el origen de 395.600$, una cantidad récord solo por detrás de lo que recibió Hillary Clinton. De 20 de sus mayores fuentes de dinero de campaña, 11 fueron bancos de inversión o firmas legales con asociaiciones cercanas. Justin Raimonfo apuntaba en 2008, que los donantes peces gordos de Obama incluían a altos ejecutivos de Wachovia, Washington Mutual, Citigroup, Deutsche Bank, Merrill Lynch, Bank of America, J.P. Morgan, Chase, Morgan Stanley y Countrywide.

Los acontecimientos recientes demuestran la negativa persistente de la relación de la banca con la política exterior. En febrero de 2010, el congresista Ron Paul causo revuelo en la Cámara de Representantes cuando, frente a Bernanke, apuntó que “ se ha informado en el pasado de que durante la década de 1980 la Fed realmente facilitó un préstamo de 5.500 millones de dólares a Saddam Hussein y luego éste compró armas a nuestros complejo militar-industrial”. Bernanke encontró la alegación demasiado absurda como para merecer una respuesta seria. Paul citó luego al profesor de la Universidad de Texas, Robert D. Auerbach, autor del libro de 2008  Deception and Abuse at the Fed y profesor de la Universidad de Texas para defender su declaración. Sea o no sincero Bernanke en su escepticismo ante esta nefasta conexión entre la fed y la diplomacia de EEUU, mucho espectadores eran igualmente incrédulos.

En marzo de 2011, mientras la administración Obama estaba bombardeando Libia, el Senador Bernie Sanders escribió una carta abierta a Bernanke, preguntándole por qué proporcionó la Fed 45 préstamos de emergencia a tipo de interés cercano a cero, por un total de más de 26.000 millones de dólares, al banco central de Libia desde diciembre de 2007 a marzo de 2010. Además preguntaba por qué el banco y sus sucursales de Nueva York se veían excepcionadas de las sanciones de EEUU a los negocios libios.

Entretanto, los medios celebraban el supuesto éxito del TARP, el paquete de rescate de 700.000 millones aprobado al final de la presidencia de George W. Bush. En ese momento se nos decía que era necesario o si no el colapso financiero hundiría a toda la economía. La mayoría de los estadounidenses eran escépticos, sospechando que les estaban robando las mismas fuerzas responsables inicialmente de la crisis. AP informaba el 30 de marzo de 2011, en medio de la reivindicación oficial del TARP: “Algunos bancos usarán el dinero de un programa del gobierno dirigido a aumentar los préstamos a pequeñas empresas para devolver sus rescates federales, según el oficial del Departamento del Tesoro que supervisa en programa de rescate”. El titular era más conciso: “Los bancos usarán los fondos de la Fed para pagar el rescate de la Fed”.

Desde la publicación de Wall Street, Banks, and American Foreign Policy ha aparecido un serie de otros trabajos en la tradición rithbardiana de seguir la historia de la élite de la banca centralizada y sus conspiradores del estadod e guerra. Merece la pena mencionar el extenso libro de G. Edward Griffin, The Creature from Jekyll Island (1994), ocupándose de la teoría e historia económica y apropiándose del material del que aquí se ocupa Rothbard. El libro de Robert Higgs de 2007, Depression, War and Cold War, examina el papel de la industria de defensa en la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Para el tratamiento definitivo del corporativismo de la Primer Guerra Mundial, con especial énfasis en los comerciantes de armas, así como en los bancos, ver  “Merchants of Death Revisited: Armaments, Bankers, and the First World War”, de T. Hunt Tooley, en la edición del invierno de 2004 del Journal of Libertarian Studies. Incluye una bibliografía con muchas buenas referencias.

Respecto de los asuntos del siglo XXI. No hay muchas obras de investigación sobre las conexiones entre la maquinaria bélica  y el establishment bancario. Confessions of an Economic Hitman (2004) de John Perkins, cuenta su historia como agente de finanzas internacionales con enlaces con el estado de seguridad de EEUU, convenciando a las naciones del Tercer Mundo para que acepten aplstantes préstamos. How Much Are You Making on the War Daddy? A Quick and Dirty Guide to War Profiteering in the Bush Administration (2003), de William D. Hartung, y The Complex: How the Military Invades Our Everyday Lives (2008), de  Nick Turse, son buenos tratamientos sobre el corporativismo militar. Sobre el desplome financiero y los fraudes, el periodismo de investigación de Matt Taibbi, que escribe en Rolling Stone centrándose en Goldman Sachs, ha culminado en su libro de 2010 Griftopia: Bubble Machines, Vampire Squids, and the Long Con That Is Breaking America. Finalmente merece mencionarse un artículo en el Huffington Post por atreverse a mostrar la relación entre el banco central y los intelectuales cortesanos de Estados Unidos: “Priceless: How The Federal Reserve Bought The Economics Profession”, de Ryan Grim, que apareció en octubre de 2009.

Lo que falta en la mayoría de los relatos de la guerra y la banca del siglo XXI es sin embargo un análisis de clase austrolibertario combinado con una comprensión del ciclo económico, el significado de la acción humana en el complejo militar-industrial y la naturaleza inherentemente depredadora del estado. La obra de Joe Salerno de 2006, “Praxeology and the Logic of Warmaking” ayuda a establecer el base teórica de que la guerra, como todas las actividades humanas con un propósito, tiene una lógica económica y puede entenderse en términos de lo que sus perpetradores buscan obtener. Para un tratamiento austriaco de la crisis inmobiliaria y la corrupción en el gasto en defensa, el libro de 2011 de Tom Woods, Rollback: Repealing Big Government Before the Coming Fiscal Collapse incluye algunos capítulos útiles. End the Fed, de Ron Paul tiene una sección sobre inflación y guerra. Pueden encontrarse muchos artículos sobre el estado corporativo imperial en Mises.org, LewRockwell.com, Antiwar.com y otros lugares.

Pero sería estupendo ver algo como una secuela de Wall Street, Banks, and American Foreign Policy, una historia detallada y comprensiva, pero concisa que empiece donde la dejó Rothbard durante la administración Reagan y la actualice hasta hoy. Hasta entonces, podemos contentarnos con leer este maravilloso libro de historia económica revisionista, análisis de clase y periodismo antibélico, todo en uno. Para entender los Estados Unidos modernos, deben mostrarse los amos de la banca y la guerra que han dirigido el espectáculo durante más de un siglo. Hasta hoy, nadie lo ha hecho tan bien como Rothbard.

 

 

Anthony Gregory vive en Oakland, California. Es editor de investigación en el Independent Institute. Vea su sitio web para más artículos e información personal.

Este artículo es el nuevo prólogo a Wall Street, Banks, and American Foreign Policy (1984; 2011) de Murray Rothbard.

Published Sun, Jan 15 2012 1:05 PM by euribe