Por Anthony Gregory. (Publicado el 1
de junio de 2011)
Traducido del inglés. El artículo
original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5345.
[Este artículo es el
nuevo prólogo a Wall
Street, Banks, and American Foreign Policy (1984; 2011) de Murray
Rothbard]
La idea de que los intereses
corporativos, las élites bancarias y los políticos conspiran para establecer la
política de EEUU es al mismo tiempo evidente e inaceptable. Todos saben que el
complejo militar-industrial es grande y corrupto, que los presidentes conceden
dinero y privilegios a sus donantes y negocios favoritos, que una puerta
giratoria conecta Wall Street con la Casa Blanca y que hay motivos económicos
detrás de las guerras estadounidenses. Pero bajar al detalle en esto
normalmente se desdeña habitualmente como una teoría conspirativa poco seria,
indigna de la consideración de los medios.
Hemos visto funcionar esta paradoja
tras el colapso financiero de 2008. Los liberales de izquierda echan la culpa a
Wall Street y a las grandes financieras por traicionar a las masas por su
codicia predatoria y por verse recompensados por su irresponsabilidad por medio
de los rescates de Washington. Al mismo tiempo, la izquierda parece reticente a
oponerse abiertamente a estos rescates, viendo el gasto como un mal necesario
para devolver la estabilidad, aunque sea desigual, a la economía global. Es
más, los liberales de izquierda no gritan al Presidente Obama y a los líderes
demócratas por su innegable participación en todo esto. Echan la culpa a
Goldman Sachs, pero ven a su presidente, que obtuvo más dinero para su campaña
de la empresa que de casi cualquier otra fuente, como una víctima indefensa de
las circunstancias, en lugar de un activo conspirador en las malas prácticas
corporativas, además de ser el entusiasta heredero y expansionista de la
agresiva política exterior de George W. Bush.
La derecha del tea party también es reacia a examinar demasiado de cerca el estado
corporativo. Estos conservadores detectan un elitismo en el gobierno de Obama
pero no les gusta desafiar abiertamente el status quo económico, pues esto
llevaría a preguntas incómodas acerca del estado de guerra, los contratos de
defensa, las guerras de EEUU, toda la historia del Partido Republicano y las
habituales suposiciones de la derecha acerca de la justicia propia del sistema
estadounidense de supuesta “libre empresa”. Al rechazar admitir que los
fundamentos económicos no fueron sensatos durante todos los años de Bush (al
rechazar reconocer la realidad imperial de las guerras de EEUU y su efecto
debilitador en el presupuesto familiar medio), la derecha deja pasar su
posibilidad de ahondar bajo la superficie en sus críticas al reinado de Obama.
Muchos en la derecha llaman
“socialista” a Obama, como muchos en la izquierda acusaron a Bush de ser un
“fascista”, sin darse cuenta ningún grupo de las claras similitudes en casi
todas sus políticas. Entretanto, las fuerzas principales tanto en la izquierda
como en la derecha rechazan aceptar esa retórica “extremista” e insisten en que
ambos partidos políticos, con todas sus diferencias, en el fondo buscan lo
mejor para Estados Unidos. En la inquebrantable lealtad de la izquierda a la
socialdemocracia y la intervención económica vemos por qué se nos `remite
execrar la corrupción y los intereses especiales, pero no profundicemos mucho
más, si no queremos vernos relegados a la periferia de las discusiones
respetables.
Siempre sin miedo a sacrificar
vacas sagradas, Murray N. Rothbard va mucho más allá de las quejas habituales
en su combativo Wall Street, Banks, and
American Foreign Policy. Analiza más de un siglo de militarismo y
capitalismo corporativo en EEUU, dando nombres, sin olvidar a ninguno, y
demostrando la continuidad del imperialismo independientemente del partido en
el poder, junto con los muchos intereses empresariales solapados y en
competencia detrás del escenario. El relato de Rothbard de los enfrentamientos
entre los Morgan y los Rockefeller, que tuvieron algunos intereses en común y
algunos en conflicto, se dirige brillantemente a la complejidad de la historia
explicando al tiempo en general la dinámica del poder. La explicación de las
empresas “vaquero” del oeste (y sus representantes en Washington) frente al
establishment “yanqui” del nordeste es igualmente ejemplar:
Aunque ambos grupos estaban a favor
de la Guerra Fría, los vaqueros eran más nacionalistas, más agresivos y meno
inclinados a preocuparse por lo que pudieran pensar nuestros aliados europeos.
(…) Debería estar claro que el nombre del partido político en el poder es mucho
menos importante que el régimen financiero concreto y las conexiones bancarias.
Esta obra fantásticamente escrita
es la respuesta definitiva a muchos negacionistas: aquéllos que proclaman
grandes diferencias entre republicanos y demócratas, aquéllos que insisten en
que el motor principal tras las guerras de EEUU es la preocupación por la
defensa nacional o los derechos humanos en el exterior, aquéllos que rechazan
las “teorías conspiratorias” como acusaciones simplificadas de intermediarios
en la sombra sin matices ni complejidad y aquéllos que piensan miopemente que
todas las grandes decisiones las toma la misma camarilla de gente importante,
en lugar de hacerlo a través de una complicada confluencia de varios intereses
y fuerzas.
Los vendedores de teorías
conspirativas muy simplificadas se verán cómodos con el nivel de destalle de
este libro, igual que los intelectuales cortesanos que consideran todas y cada
una de las referencias a la duplicidad de grupos como el Consejo de Relaciones
Exteriores y la Comisión Trilateral como charlas de paranoicos alejados de la
realidad. Además, la gente que piense que la eliminación de la influencia
corporativa en la esfera pública acabará finalmente con las guerras y los
chanchullos se verá animada a revisar sus suposiciones acerca del estado:
después de todo, no es una organización del bien público que se haya visto
secuestrada por los ricos y poderosos, ni una máquina de control corporativo
que pueda reformarse hacia fines liberales. El propio estado es y siempre será
el problema y mientras tenga un brazo militar, estará influido por algunos intereses
privados u otros hacia guerras oportunistas, y con una mínima manipulación de
los políticos, incluso los más supuestamente humanitarios e igualitarios de
ellos tienen una historia asesina y diabólica de disponer sus fuerzas y lanzar
sus bombas. Incluso los grandes intereses empresariales van y vienen, pero el
mismo aparato político, la más inherentemente corrupta de todas las
instituciones dada su naturaleza inevitablemente coactiva y monopolística,
continuará infligiendo miseria y saqueando a los desgraciados a favor de los
poderosos.
Por otro lado, al contrario de los
libertarios moderados que consideran que los empresarios conspiren con el
gobierno es en el peor de los casos algo accesorio al crimen político que hace
inevitable la economía mixta. Rothbard no suaviza su condena a estos miembros
menores de las relaciones públicas-privadas de saqueo imperialista. La libre
voluntad existe bajo el concepción rothbardiana tanto de la teoría política
como económica y si hay culpa alrededor, los banqueros, presidentes cabilderos
y expertos en política de ruido de sables merecen una parte considerable junto
con generales y presidentes.
En muchos escritos, Rothbard
analizaba las improbables relaciones entre políticos e intereses empresariales.
Defendía una recuperación de análisis libertario de clases, reclamando el
ejercicio a marxistas e izquierdistas que lo habían transformado del estudio de
la clase política consumidora de impuestos contra los sujetos contribuyentes en
una narración de la lucha dialéctica entre productores y trabajadores. Aunque
Marx y sus seguidores atacaron correctamente al estado moderno por garantizar
privilegios a los intereses empresariales más influyentes, la concepción
izquierdista ha convertido el clásico concepto liberal del análisis de clase en
su ariete en su defensa de la apropiación proletaria del aparato estatal y su
descripción de productores y empresarios como enemigos inevitables del hombre
común. Sin embargo, los intelectuales izquierdistas, particularmente los de la
Nueva Izquierda, han tendido a “seguir al dinero” en su examen de los
chanchullos, la corrupción y la guerra del gobierno, una tarea muy apreciada
por Rothbard y sus compañeros de viaje.
Sin embargo, en Wall Street, Banks, and American Foreign
Policy, al lector se le ofrecen más matices y detalle, así como una
narrativa más coherente de lo que es común en las obras izquierdistas. Y esto
porque la teoría que hay detrás del análisis de Rothbard es sólida, al
contrario que las teorías izquierdistas. Un punto general lo demuestra. Al no
entender la economía básica, la izquierda falla por el keynesianismo militar
que habitualmente ve a la guerra como algo bueno para la economía, sino para
todo lo demás. En enero de 2008, el gurú de la economía liberal de izquierdas,
Paul Krugman (que años antes había reclamado una burbuja inmobiliaria inducida
por la Fed), se quejaba en su blog del
New York Times:
Una de las cosas que me preguntan a
menudo es si la guerra de Iraq es responsable de nuestras dificultades
económicas. La respuesta (con pequeñas apreciaciones) es que no (…) El hecho es
que la guerra es, en general, expansionista
para la economía, al menos a corto plazo. Recordemos que la Segunda Guerra
Mundial acabó con la Gran Depresión.
Incluso los radicales a veces
confunden las guerras mercantilistas como interesantes para el contribuyente
estadounidense medio (Noam Chomsky ha dicho a menudo que la economía
estadounidense en general se basa en estas guerras) llevando a una crítica
incompleta y a un análisis defectuoso de clase. Esto a llevado a la izquierda a
entender mal las guerras por el petróleo de George W. Bush como simples
intentos de conquistar campos petrolíferos por el bien de los consumidores de
EEUU en lugar de cómo esfuerzos por beneficiar a algunas empresas a costa de
otras. (También se olvida bastante, comparado con el punto de vista del
petróleo, las posibles motivaciones monetarias implicadas, ya que Iraq empezó a
vender su petróleo en euros a finales del 2000, desafiando a los supremacistas
del dólar estadounidense). Una mala teoría económica también significaba que
cuando el secretario de estado de George H.W. Bush, James Baker, dijo que la
Guerra del Golfo era sobre “empleos, empleos, empleos”, la población no podía
sino tomarlo al pie de la letra.
La comprensión defectuosa de la
economía coincide con una mala lectura de la historia. La izquierda sigue
estando muy orgullosa de su herencia en el era progresista, cuando políticos
supuestamente altruistas se levantaron contra las grandes empresas a favor del
hombre común: Rothbard desvela completamente este fraude. El reverenciado Teddy Roosevelt “había sido
un hombre de Morgan desde el principio”, con relaciones familiares, empresariales
y políticos con el gigante bancario. “El primer acto [de Roosevelt] después de
las elecciones de 1900 fue derrochar en una cena en honor de J.P. Morgan” y
muchas de sus políticas, desde al golpe de Panamá en 1903 al ataque al trust de
la Standard Oil, fueron muy beneficiosas para los intereses de Morgan. El
Partido Progresista de 1912, lejos de
ser un intento de desafiar a la administración Taft, que estaba a favor de las
empresas, por razones de idealismo igualitario, fue asimismo y plan de Morgan. El
ganador de las elecciones de 1912, Woodrow Wilson, lejos de intentar controlar
los bancos a través de la Ley de la Reserva Federal, fue un gran defensor de
las élites bancarias más ricas, especialmente los Morgan. La propia Fed “permitió
al sistema bancario inflar la moneda y el crédito, los préstamos financieros a
los aliados y generar déficits masivos una vez que Estados Unidos entró en
guerra”.
Más recientemente, las críticas de
los liberales de izquierda a Bush sugerían que había roto con un pasado
estadounidense honorable en la forma en que hacía la guerra, y en particular
condenaban sus motivos económicos como si fueran algo nuevo o únicamente
republicano. Muy pocos críticos veían a Bush siguiendo una tradición que se
remonta al menos a la entrada de Franklin Roosevelt en la Segunda Guerra
Mundial (una guerra, nos recuerda Rothbard, Por la que las élites bancarias
venían presionando desde finales de la década de 1930). Esa guerra sigue
santificada como un testamento de altruismo humano y una lucha del bien contra
el mal. Pero la Segunda Guerra Mundial también podría “considerarse, de cierto
punto de vista, una guerra de coaliciones: los Morgan tuvieron su guerra en Europa, los Rockfeller la suya en Asia”. Henry Stimson, el
secretario de guerra, había sido abogado en Wall Street con tantas relaciones
corporativas como cualquier militarista moderno y su asistente John J. McCloy,
a quien Riothbard acusa de la particularmente horrible decisión del
internamiento de los japoneses, siguió una lucrativa carrera en la órbita de
Rockefeller con una actuación accesoria como presidente del Consejo de Relaciones
Exteriores durante 17 años. Si el complejo militar-industrial no existía antes,
era una realidad al acabar la Segunda Guerra Mundial. El ménage à trois entre los mercaderes de armas, la maquinaria bélica
de EEUU y las poderosas casas financieras de Nueva York se consumó
completamente incluso antes de que naciera de George W. Bush.
Los amados presidentes progresistas
Truman, Kennedy, Johnson y Carter, todos ocuparon sus puestos principales en
defensa con las élites bancarias. En particular, Rothbard demuestra que a
partir de la administración Kennedy, los representantes de Lehman Brothers y
Goldman Sachs (empresas cuyo nefasto impacto no se ha perdido en la lectura estadounidense
de las noticias financieras) disfrutaron de una inquietante influencia en la
política exterior. La íntima conexión entre Lehman Brothers y el Pentágono fue especialmente
“un aspecto fascinante de la administración Johnson”. Lehman y otras grandes
casas financieras también dominaron las jefaturas de Carter. De alguna manera,
la izquierda generalmente considera a estos presidentes, como mucho, como
peleles de la influencia corporativa, en lugar de criminales culpables de
saqueo premeditado y guerras a favor de sus amiguetes.
El colapso financiero y los
rescates son solo el último ejemplo de la incoherencia de la crítica
progresista. Tenemos que creer que los presidentes de las grandes instituciones
financieras están faltos de compasión, los reguladores son héroes olvidados misteriosamente
privados de poder desde los años de Reagan (aunque el cómo se hizo esto
exactamente nunca se explica convincentemente) y el presidente es en el peor de
los casos un tonto bienintencionado. Esta formulación es partidista, pero
incluso la crítica anticorporativa de Bush traiciona una extraña fe en el
propio gobierno, ya que acusa a Bush de dejar de “hacer lo suficiente” e
insistir en replegarse a su propio poder ejecutivo sobre la economía. Todo esto
después incluso de las Sarbanes-Oxley y otras grandes expansiones del estado
regulatorio, mucho más allá de lo que ocurrió bajo Bill Clinton.
También las guerras actuales
parecen confundir a los liberales de izquierda que ven intereses corporativos y
agitación conservadora detrás de todos los fracasos políticos. La guerra en Iraq,
se nos dice, fue una ruptura con las tradiciones estadounidenses de prudencia
diplomática. Es verdad que los neoconservadores representaban una escuela
ideológica inusualmente inclinada a la democratización por la fuerza (casi
hiperwilsonianos) que de hecho significaba un cambio de la escuela “realista”
que ha estado orientada económicamente alrededor de los Rockefeller que
montaban la política al menos desde la Segunda Guerra Mundial. Por si vale de
algo, mucho del establishment económico era claramente más guerrillero en la
guerra de Iraq que muchos de los aventureros militares de EEUU. Esto parece una
anomalía, pero hubo una situación paralela en 1968, cuando, como dice Rothbard,
incluso muchas de las “figuras de la élite” de la administración Johnson “habían
cambiado de una firme oposición a la guerra”, unidos por mucho del
establishment y por Wall Street.
Solo podemos soñar con cómo habría
reaccionado Rothbard al triunfo temporal de los neocons sobre los realistas en
Iraq. Pero no hace falta decir que la trayectoria general de la política
exterior de EEUU (guerras presidenciales de agresión, neomercantilismo,
bombardeos financiados por la Fed, sanciones comerciales, explotando a la ONU y
la OTAN cuando hacía falta) ha sido bastante consistente con la era progresista
para Obama, a pesar de la aberración de Bush. Y ahora Estados Unidos está
sólidamente de vuelta a la tradición “realista” con Obama, que está utilizando
las coaliciones internacionales para ocultar la agresión contra Libia y
continuando el proyecto imperial en Afganistán que se originó con la
intromisión del consejero de seguridad nacional de Carter, Zbigniew Brzezinski,
un dechado práctico de la escuela realista. Más de una década después de que
Rothbard escribiera este libro, identificando a Brzezinski como un director
ejecutivo de la Trilateral y “recientemente nombrado director del Consejo de
Relaciones Exteriores”, este chico de libro del establishmente se ufanaba por
haber empujados intencionadamente a invadir Afganistán (una desgraciada
intervención que ha cambiado irremisiblemente la política de EEUU con los
musulmanes).
Cuando la izquierda atacaba a los
neocons sobre Iraq (recordando, lo supieran o no, a las críticas al
neoconservadurismo que pueden remontarse a Rothbard y su tradición de la Vieja
Derecha), realmente no entendía a qué atacaba. Olvidaban casi completamente los
orígenes izquierdistas y particularmente trotskistas del neoconservadurismo y
tendían a rebajar la importancia de Israel. De alguna manera combinaban una
condena de la “privatización” de la guerra de Bush, su confianza en las
contratas militares y su supuesto deseo de apropiarse del petróleo árabe en su
crítica al neoconservadurismo, a pesar de que los compinches económicos y
empresariales nunca fueron un interés importante para esta escuela de política
exterior.
Esto ayuda a explicar la actual confusión,
pues Obama ha aumentado grandemente la presencia de contratas militares,
extendido la guerra en Afganistán, bombardeado Pakistán, Yemen, Somalia y Libia
y parece en general a bordo con casi todo el programa de Bush, incluyendo el
plan de salida de Iraq. La política petrolífera y la planificación de la
construcción de oleoductos a través de Afganistán siguen al fondo. Los
intereses económicos y empresariales detrás de la respuesta de Estados Unidos al
11-S van mucho más allá de los neocons y su desvió de la atención en Iraq.
Por supuesto, los líderes bélicos
de los años supuestamente anómalos de Nush habían sido lumbreras del
establishment durante décadas. La consejera de seguridad nacional y secretaria
de estado Condoleezza Rice estuvo en el primer Consejo de Seguridad Nacional de
Bush y más tarde en el consejo de Chevron. El vicepresidente Dick Cheney (junto
con el secretario de defensa, Donald Rumsfeld) había empezado su ascenso bajo
Nixon. Cheney fue director del Consejo de Relaciones Exteriores a finales de la
década de 1980 e, infamemente, fue a finales de la década de 1990 consejero
delegado y presidente del Consejo de Haliburton, la empresa de servicios
petrolíferos que consiguió importantes contratos con Clinton durante sus
intervenciones en los Balcanes, se convirtió en uno de los grandes beneficiados
de la guerra de Bush en Iraq (así como constructora de las celdas del campo de
prisioneros de Guantánamo Bay) y sigue manteniendo esos enlaces con el imperio.
Habría que advertir que Cheney
también fue miembro de la Comisión Trilateral (ese club de élite fundado por David
Rockefeller que llegó a dominar las antesalas del poder a partir de la administración
Carter. Escribiendo en 1984, Rothbard concluía que independientemente de las
siguientes elecciones, podríamos esperar que esta organización estuviera bien
representada. Además de Cheney, lo miembros de la Trilateral que han ascendido
o permanecido arriba en el gobierno federal desde 1984 incluyen al presidente
de la Fed, Alan Greenspan, George H.W. Bush, su asesor de seguridad nacional, Brent
Scowcroft, Bill y Hillary Clinton, y los miembros del gobierno de Clinton, Lloyd
Bentsen (Tesoro), Warren Christopher (Departamento de Estado) y William Cohen
(Defensa). Pocos miembros de la Trilateral han aparecido recientemente, aunque
aparte del Vicepresidente Cheney incluiyen al Secretario del Tesoro de George
W. Bush, Paul O’Neill, el asesor económico de Obama, Paul Volcker, y su asesora
en política exterior y embajadora en Naciones Unidas, Susan Rice.
Pero la continuidad del estado
corporativo trasciende al partidismo. Ben Bernake, consejero económico de Bush
y luego elegido por éste para Presidente de la Fed, fue confirmado en su puesto
por Obama. Otro que sigue de los años de Bush es su segundo secretario de
defensa, Robert Gates, cuyo accidentado pasado incluye pedir a Reagan que
vendiera armas a Irán en 1985, dirigir la CIA bajo George H.W. Bush y
pertenecer a consejos de gigantes como Fidelity Investments, NACCO Industries y
Brinker International.
Cuando Obama eligió como secretario
del tesoro a joven Timothy Geithner, el hombre ya era un precoz integrante del
establishment. Trabajó para Kissinger Associates en DC y se unió a la división
de Asuntos Internacionales del Departamento del Tesoro de EEUU en 1988. Estuvo
trabajando en la embajada de EEUU en Tokio, fue ayudante en política monetaria
y financiera durante años, siempre con un enfoque internacional y se convirtió
en subsecretario del Tesoro para Asuntos Internacionales en 1998. En 2002 era miembros
senior en el departamento de Economía Internacional del Consejo de Relaciones
Exteriores, siendo también al tiempo director de del departamento de Desarrollo
y Revisión de Políticas en el Fondo Monetario Internacional. A finales de 2003,
se convirtió en presidente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York y
luego en vicepresidente del Comité Federal de Mercados Abiertos. En marzo de
2008 se vio muy implicado en el rescate y venta de Bear Stearns. Al principio
de la crisis financiera, la elección de Geithner por Obama como jefe del Tesoro
fue surrealistamente considerado en general como una acción pragmática y
responsable. Pero incluso los nombramientos menores demuestran lo irónico de la
reputación de Obama como defensor del hombre común frente a las grandes
empresas: la elección del presidente del CEO de General Electric, Jeffrey
Immelt, para supervisar los esfuerzos para acabar con el desempleo rima muy
bien con la elección de FDR del CEO de GE, Gerard Swope, para encabezar la
Administración de la Recuperación Nacional.
Por supuesto, el propio Obama está
en el bolsillo de la industria financiera. Goldman Sachs aportó más de 994.000$
a la caja de guerra de Obama. Lehman Brothers fue el origen de 395.600$, una
cantidad récord solo por detrás de lo que recibió Hillary Clinton. De 20 de sus
mayores fuentes de dinero de campaña, 11 fueron bancos de inversión o firmas
legales con asociaiciones cercanas. Justin Raimonfo apuntaba en 2008, que los
donantes peces gordos de Obama incluían a altos ejecutivos de Wachovia,
Washington Mutual, Citigroup, Deutsche Bank, Merrill Lynch, Bank of America,
J.P. Morgan, Chase, Morgan Stanley y Countrywide.
Los acontecimientos recientes
demuestran la negativa persistente de la relación de la banca con la política
exterior. En febrero de 2010, el congresista Ron Paul causo revuelo en la
Cámara de Representantes cuando, frente a Bernanke, apuntó que “ se ha informado
en el pasado de que durante la década de 1980 la Fed realmente facilitó un
préstamo de 5.500 millones de dólares a Saddam Hussein y luego éste compró
armas a nuestros complejo militar-industrial”. Bernanke encontró la alegación
demasiado absurda como para merecer una respuesta seria. Paul citó luego al
profesor de la Universidad de Texas, Robert D. Auerbach, autor del libro de
2008 Deception
and Abuse at the Fed y profesor de la Universidad de Texas para defender su
declaración. Sea o no sincero Bernanke en su escepticismo ante esta nefasta
conexión entre la fed y la diplomacia de EEUU, mucho espectadores eran
igualmente incrédulos.
En marzo de 2011, mientras la
administración Obama estaba bombardeando Libia, el Senador Bernie Sanders
escribió una carta abierta a Bernanke, preguntándole por qué proporcionó la Fed
45 préstamos de emergencia a tipo de interés cercano a cero, por un total de
más de 26.000 millones de dólares, al banco central de Libia desde diciembre de
2007 a marzo de 2010. Además preguntaba por qué el banco y sus sucursales de
Nueva York se veían excepcionadas de las sanciones de EEUU a los negocios
libios.
Entretanto, los medios celebraban
el supuesto éxito del TARP, el paquete de rescate de 700.000 millones aprobado
al final de la presidencia de George W. Bush. En ese momento se nos decía que
era necesario o si no el colapso financiero hundiría a toda la economía. La
mayoría de los estadounidenses eran escépticos, sospechando que les estaban
robando las mismas fuerzas responsables inicialmente de la crisis. AP informaba
el 30 de marzo de 2011, en medio de la reivindicación oficial del TARP: “Algunos
bancos usarán el dinero de un programa del gobierno dirigido a aumentar los
préstamos a pequeñas empresas para devolver sus rescates federales, según el
oficial del Departamento del Tesoro que supervisa en programa de rescate”. El
titular era más conciso: “Los bancos usarán los fondos de la Fed para pagar el
rescate de la Fed”.
Desde la publicación de Wall Street, Banks, and American Foreign
Policy ha aparecido un serie de otros trabajos en la tradición rithbardiana
de seguir la historia de la élite de la banca centralizada y sus conspiradores
del estadod e guerra. Merece la pena mencionar el extenso libro de G. Edward
Griffin, The Creature from Jekyll Island
(1994), ocupándose de la teoría e historia económica y apropiándose del material
del que aquí se ocupa Rothbard. El libro de Robert Higgs de 2007, Depression, War and Cold War, examina el
papel de la industria de defensa en la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría.
Para el tratamiento definitivo del corporativismo de la Primer Guerra Mundial,
con especial énfasis en los comerciantes de armas, así como en los bancos, ver “Merchants of Death Revisited: Armaments, Bankers,
and the First World War”, de T. Hunt Tooley, en la edición del invierno de 2004
del Journal of Libertarian Studies.
Incluye una bibliografía con muchas buenas referencias.
Respecto de los asuntos del siglo
XXI. No hay muchas obras de investigación sobre las conexiones entre la
maquinaria bélica y el establishment
bancario. Confessions of an Economic
Hitman (2004) de John Perkins, cuenta su historia como agente de finanzas
internacionales con enlaces con el estado de seguridad de EEUU, convenciando a
las naciones del Tercer Mundo para que acepten aplstantes préstamos. How Much Are You Making on the War Daddy? A Quick and Dirty Guide to War
Profiteering in the Bush Administration (2003), de William D. Hartung, y The Complex: How the Military Invades Our
Everyday Lives (2008), de Nick
Turse, son buenos tratamientos sobre el corporativismo militar. Sobre el
desplome financiero y los fraudes, el periodismo de investigación de Matt
Taibbi, que escribe en Rolling Stone
centrándose en Goldman Sachs, ha culminado en su libro de 2010 Griftopia: Bubble Machines, Vampire Squids,
and the Long Con That Is Breaking America. Finalmente merece mencionarse un
artículo en el Huffington Post por
atreverse a mostrar la relación entre el banco central y los intelectuales cortesanos
de Estados Unidos: “Priceless: How The Federal Reserve Bought The Economics
Profession”, de Ryan Grim, que apareció en octubre de 2009.
Lo que falta en la mayoría de los
relatos de la guerra y la banca del siglo XXI es sin embargo un análisis de
clase austrolibertario combinado con una comprensión del ciclo económico, el
significado de la acción humana en el complejo militar-industrial y la naturaleza
inherentemente depredadora del estado. La obra de Joe Salerno de 2006, “Praxeology
and the Logic of Warmaking” ayuda a establecer el base teórica de que la
guerra, como todas las actividades humanas con un propósito, tiene una lógica
económica y puede entenderse en términos de lo que sus perpetradores buscan
obtener. Para un tratamiento austriaco de la crisis inmobiliaria y la
corrupción en el gasto en defensa, el libro de 2011 de Tom Woods, Rollback: Repealing Big Government Before
the Coming Fiscal Collapse incluye algunos capítulos útiles. End the Fed, de Ron Paul tiene una
sección sobre inflación y guerra. Pueden encontrarse muchos artículos sobre el
estado corporativo imperial en Mises.org, LewRockwell.com, Antiwar.com y otros
lugares.
Pero sería estupendo ver algo como
una secuela de Wall Street, Banks, and
American Foreign Policy, una historia detallada y comprensiva, pero concisa
que empiece donde la dejó Rothbard durante la administración Reagan y la
actualice hasta hoy. Hasta entonces, podemos contentarnos con leer este
maravilloso libro de historia económica revisionista, análisis de clase y
periodismo antibélico, todo en uno. Para entender los Estados Unidos modernos,
deben mostrarse los amos de la banca y la guerra que han dirigido el
espectáculo durante más de un siglo. Hasta hoy, nadie lo ha hecho tan bien como
Rothbard.
Anthony Gregory vive en Oakland,
California. Es editor de investigación en el Independent Institute. Vea su sitio web para más artículos e
información personal.
Este artículo es
el nuevo prólogo a Wall
Street, Banks, and American Foreign Policy (1984; 2011) de Murray
Rothbard.