Por
Murray N. Rothbard. (Publicado el 2 de agosto de 2011)
Traducido
del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5501.
[Este artículo está extraído de Historia del pensamiento económico, vol. 1, El
pensamiento económico hasta Adam Smith]
Uno de los primeros economistas
smithianos y de hecho un hombre que fue durante dos décadas el único profesor
de economía política en Inglaterra, fue el Reverendo Thomas Robert Malthus
(1766-1834). Malthus nació en Surrey, hijo de un rico y respetado abogado y
caballero rural. Malthus se graduó en el Jesus College de Cambridge, en 1788
con honores en matemáticas y cinco años después se convirtió en miembro de esa
universidad. Durante ese mismo año, Robert Malthus se convirtió en pastor
anglicano en Surrey, en la parroquia donde había nacido.
Malthus parecía destinado a llevar
la vida tranquila de un pastor soltero cuando en 1804, con casi 40 años, se
casó y tuvo en seguida tres hijos. El año posterior a su matrimonio, Malthus se
convirtió en el primer profesor de historia y economía política en Inglaterra
en el nuevo East India College de Haileybury, un puesto que mantuvo hasta su
muerte. Toda su vida Malthus se mantuvo como un smithiano e iba a convertirse
en íntimo amigo, aunque no en discípulo, de David Ricardo. Su única desviación
notable de la doctrina de Smith, como veremos, fue su preocupación
proto-keynesiana acerca del supuesto infraconsumo durante la crisis económica
tras el final de las Guerras Napoleónicas.
Pero Malthus fue, por supuesto,
mucho más que un smithiano académico y gano tanto extensa fama como notoriedad
mientras aún era soltero. Pues “Población” Malthus fue conocido en el mundo
entero por su famoso ataque a la población humana.
En siglos anteriores, si los
escritores y economistas se ocupaban del problema, eran casi uniformemente
pro-poblacionistas. Se consideraba que una población grande y creciente era una
señal de prosperidad y un estímulo al progreso. La única excepción, como
hemos visto, fue el teórico
absolutista italiano de finales del siglo XVI Giovanni Botero, el primero que
advirtió de que el crecimiento de la población es un peligro siempre presente,
tendiendo a aumentar sin límite, mientras que los medios de subsistencia crecen
solo lentamente. Pero Botero vivió en el umbral de un gran crecimiento
económico, de aumentos en la población total, así como en los niveles de vida y
así sus oscuros presagios fueron desestimados por pensadores contemporáneos y
posteriores. De hecho, absolutistas y mercantilistas tendían a admirar una
población creciente al proporcionar más manos para producir en favor del
aparato del estado, así como más carne de cañón para sus ejércitos.
Incluso los escritores del siglo
XVIII que creían que la población tendía a aumentar sin límite, curiosamente
estaban a favor de esa evolución. Esto ocurría con el estadounidense
Benjamin Franklin (1706-1790), en sus Observations
Concerning the Increase of Mankind and the Peopling of Countries (1751). Igualmente
el
líder fisiócrata Mirabeau, en su famoso L'Ami des Hommes ou traité
de la population (El amigo de los hombres o un tratado sobre la población)
(1756), aunque comparaba la reproducción humana con la de las ratas (se
multiplicaría hasta el mismo límite de subsistencia como “ratas en un granero”),
aún así defendía prácticamente una reproducción ilimitada.
Una gran población, decía Mirabeau,
era una bendición y una fuente de riqueza y era precisamente porque la gente se multiplicaría como
ratas en un granero hasta el límite de la subsistencia por lo que la
agricultura (y por tanto de la producción de comida) debería estimularse.
Mirabeau había tomado la metáfora de las “ratas en un granero” de Cantillon,
pero por desgracia no heredó la idea muy sensata y sofisticada de Cantillon de
la “población óptima” de que los seres humanos ajustarían flexiblemente la
población a los patrones de vida y de que sus valores no económicos les
ayudarían a decidir que compensaciones podían elegir entre una población ligeramente
mayor o una población más pequeña con mayor nivel de vida.
El colíder de la fisiocracia de
Mirabeau, François Quesnay, le convirtió sin embargo a una visión lúgubre de la
influencia de la supuesta tendencia a un crecimiento ilimitado de la población
sobre niveles de vida. Adam Smith, el apoyo habitual de Malthus en economía se
las arregló, de una forma típicamente confusa y contradictoria, de proporcionar
al tiempo a Malthus toda su munición para verlo todo negro mientras seguía
siendo un alegre defensor de una población grande y creciente. Pues por un lado
Smith opinaba que la gente realmente insistiría en criar hasta el mínimo de
subsistencia (la doctrina malthusiana esencial). Pero, por el otro, Smith
afirmaba alegremente que “la muestra más decisiva de la prosperidad de un país
es el aumento del número de sus habitantes”.
Alrededor del tiempo en que Adam
Smith se sumía en la confusión y abría el camino para la desgraciada histeria
contra la población de Robert Malthus, el desconocido Abate Antonio Genovesi,
el primer profesor de economía del continente (en la Universidad de Nápoles)
apuntaba a una solución muy diferente de la cuestión de la población. En sus Lezione di economia civile
(1765), este excelente teórico del valor utilidad recordaba la idea de
Cantillon acerca de un “optimo” de población. Bajo ciertas condiciones,
apuntaba, la población puede ser demasiado grande o demasiado pequeña para una
“felicidad” o nivel de vida óptimos.
Robert Malthus se dedicó a
considerar el problema de la población al tener una discusión amable y repetida
con su querido padre, Daniel, un caballero rural de Surrey. Daniel era un poco
radical y estaba influido por las ideas utópicas e incluso comunistas del
momento. Era amigo y un gran admirador del radical francés Jean Jacques
Rousseau.
La década de 1790 fue la era de la
Revolución Frances, y fue una década en que las ideas de libarted, igualdad,
utopía y revolución estaban muy en el ambiente. Una de las obras radicales más
populares e influyentes en Inglaterra fue Enquiry Concerning
Political Justice (1793) [Disquisición
sobre la justicia política], de William Godwin (1756–1836), que fue por un
tiempo muy comentada en Inglaterra. Godwin, hijo y nieto de ministros
disidentes, había sido él mismo un ministro disidente cuando se convirtió al
secularismo y se convirtió en teórico y escritor radical. Por su creencia
utópica en la perfectibilidad del hombre, a Godwin se le ha relacionado
generalmente con el distinguido filósofo y matemático francés Condorcet, cuyo
gran himno de optimismo y progreso, Esquisse d'un tableau
historique des progrès de l'esprit humain (Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano)
(1794) fue, curiosamente, escrito mientras estaba escondido del Terror jacobino
y con la sombra de su arresto y muerte.
Pero los dos optimistas eran muy diferentes.
Pues Condorcet, íntimo amigo de Turgot y admirador de Adam Smith, era un
individualista y un libertario, un firme creyente en los mercados libres y en
los derechos de propiedad privada. William Godwin, por el contrario, fue el
primer anarcocomunista del mundo, o mejor, anarcocomunista voluntario. Pues
Godwin, aunque algo crítico con el estado coactivo, era igualmente crítico con
la propiedad privada. Pero al contrario que los anarcocomunistas de finales del
siglo XIX como Bakunin y Kropotkin, Godwin no creía en la imposición de un
gobierno por una comuna o colectivo coactivo en nombre del “no gobierno”
anarquista. Godwin creía, no que la propiedad privada debiera expropiarse por
la fuerza, sino que los individuos, utilizando completamente su razón, deberían
entregar voluntaria y altruistamente toda propiedad privada a cualquier
transeúnte. Este sistema de renuncia voluntaria, producido por la
perfectibilidad de la razón human, generaría una completa igualdad sin
propiedad privada. Con este voluntarismo, Godwin era por tanto el antecesor
tanto del pensamiento anarquista comunista coactivo como de las ramas
individualistas del siglo XIX.
Sin embargo, a su manera, Godwin
apreciaba tanto, e incluso más, los beneficios de la libertad individual y de
una sociedad libre que Condorcet. Estaba seguro de que la población nunca
crecería más allá de los límites de la oferta de alimentos, pues estaba
convencido de que “Hay un principio en la naturaleza de la sociedad humana por
el cual todo parece tender a su nivel y a proceder de la forma más auspiciosa
cuanto menos se interfiera por medio de regulaciones”.
Al Marqués de Condorcet, muy
sensatamente, no solo no le preocupaba que el exceso de población destrozara la
futura “utopía” libertaria y del libre mercado que presagiaba para el futuro
del hombre. No le preocupaba porque creía que por un lado la ciencia, la
tecnología y los mercados libres ampliarían grandemente la subsistencia
disponible, mientras que la razón convencería a la gente a limitar la población cifras que pudieran sostenerse. Sin embargo,
William Godwin no se contentaba con este inteligente tratamiento del problema.
Por el contrario, en primer lugar,
a Godwin le preocupaba, de una manera proto-maltusiana, que la población
siempre tiende a presionar sobre los recursos hasta mantener los niveles de
vida en el nivel de subsistencia. Creía, sin embargo, en una especie de cambio
en el ser, un nuevo hombre godwiniano e instituciones en las que la “razón” sin
albergo prevalecería. Prevalecería, en realidad, mediante la razón haciendo del
hombre amo de sus pasiones, en tal grado que la pasión sexual se extinguiría
gradualmente y los avances sanitarios harían al hombre inmortal. Así que
tendríamos una raza humana futura inmortal y adultos siempre creciendo, una
utopía que parece increíblemente descabellada:
Por tanto los hombres (…)
probablemente dejen de propagarse. El conjunto será un pueblo de hombres y no
de niños. Una generación no sucederá a otra, ni la verdad tendrá que
recomenzar, hasta cierto punto, su carrera cada treinta años. (…) No habrá
guerra, ni delitos, ni administración de justicia, como suele denominarse, ni
gobierno. Todo hombre buscará, con ardor inefable, el bien de todos.
William Godwin había aprendido la
supuesta presión eterna de la población hasta la subsistencia del Dr. Robert
Wallace (1697-1771), un ministro presbiteriano escocés, que había expuesto su
gobierno supuestamente utópico en su Various Prospects of
Mankind (1761). El ideal utópico de Wallace era un gobierno mundial que
impondría un comunismo totalitario obligando a la igualdad y erradicando la
propiedad privada. El estado cuidaría de todos los niños. La única pega, la
serpiente del Paraíso, sería el crecimiento de la población. Las maravillosas
condiciones proporcionadas por el comunismo mundial llevarían al crecimiento de
la población tan rápidamente que prevalecerían la miseria y el hambre en masa.
Como lamentaba Wallace:
Bajo un gobierno perfecto, las
incomodidades de tener una familia se eliminarían completamente, los niños
estarían tan bien atendidos y todo sería tan favorable a la población que (…)
la humanidad se multiplicaría tan prodigiosamente que la tierra acabaría por
estar superpoblada y sería incapaz de sostener a sus numerosos habitantes. (…)
Ni siquiera habría suficiente espacio para contener sus cuerpos en la
superficie de la tierra.
Por tanto, el comunismo utópico
tendría que abandonarse.
William Godwin estaba demasiado
dispuesto a aceptar la preocupación mecanicista de Wallace acerca de aumento de
la población, pero pensaba de una forma bastante extraña que la eliminación del
sexo sería el remedio al problema de Wallace y garantizaría que prevalecería el
anarcocomunismo igualitario.
Daniel Malthus era precisamente el
tipo de hombre que se vería profundamente impresionado por la utopía de Godwin
y él y su hijo Robert dedicaron muchas horas a discutir acerca de la Justicia política de Godwin, su segunda
edición (1796) y su posterior colección de ensayos, The Enquirer (1797). Robert decidió escribir un libro para aplastar
de una vez por todas esas fantasías utópicas y sacar a relucir el fantasma de
la creciente población como el inevitable escollo con el que dichas fantasías
se encontrarán inevitablemente y se derrumbarán. De ahí la publicación en 1798
de la primera edición del inmensamente popular y polémico Ensayo sobre el
principio de la población y cómo afecta a la futura mejora de la sociedad,
de Malthus. El Ensayo tuvo cinco
ediciones más durante la vida de Malthus, le dio el sobrenombre de “Población
Malthus” y dio lugar a literalmente millones de palabras de encendida polémica.
Prácticamente no hay nada en el Ensayo de Malthus que no estuviera en Giovanni
Botero dos siglos antes (o en Robert Wallace). Como en Botero, todas las
mejoras en los niveles de vida son vanas, dando lugar a una presión inmediata y
mortal de crecimiento económico sobre los medios de subsistencia. De nuevo ese
florecimiento mecanicista de la población solo puede limitarse por el “control
positivo” de la guerra, la hambruna y la peste, complementadas por el control
“preventivo” bastante débil de menores nacimientos estimulados por el hambre
continua (control “preventivo o negativo”). Solo hay una cosa que Malthus
añadió al modelo de Botero: la falsa precisión matemática de su famosa
declaración de que la población tiende a “doblarse cada 25 años, o aumenta en
una relación geométrica”, mientras que “los medios de subsistencia aumentan en
una relación aritmética”.
No es fácil entender por qué la
histeria antipoblación de Botero fue adecuada y comprensiblemente ignorada en
una era de crecimiento conjunto de la población y de los niveles de vida, mientras que Malthus, escribiendo en un
periodo de crecimiento similar, llegaría a todo Occidente. Una razón fue
indudablemente el hecho de que Malthus se colocó, con brío y confianza en sí
mismo, en contra de los escritos del muy popular e influyente Godwin, así como
contra los ideales de la Revolución Francesa. Otra fue el hecho de que, cuando
apareció su Ensayo, los intelectuales
y el público británico se alejaban rápidamente de la Revolución Francesa en un
estallido de reacción, opresión y guerra continuada contra Francia. Malthus
tuvo la fortuna de sintonizar con el último giro del Zeitgeist. Pero hay un tercer elemento que explica su renombre
instantáneo: el falso aire “científico” que sus supuestos porcentajes daban a
una doctrina en una época que buscaba cada vez más modelos de comportamiento
humano y su estudio en las matemáticas y las ciencias físicas “duras”.
Pues las relaciones de Malthus eran
indudablemente falsas. No había prueba algunas de ninguna de estas supuestas
relaciones. La opinión absurdamente mecanicista de que la gente, sin control,
procreará como moscas de la fruta no puede demostrarse sencillamente explicando
las implicaciones de supuestamente “doblarse cada 25 años”. Por ejemplo:
Tomando la población del mundo bajo
cualquier unidad, por ejemplo, en miles de millones, la especie humana
aumentaría en la relación de 1,2 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, 512, etc., y la
subsistencia como 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, etc. En dos siglos y cuarto,
la relación de la población con los medios de subsistencia sería de 512 a 10.
En unos pocos siglos más, al mismo
ritmo, la “relación” entre población y subsistencia empezaría a aproximarse al
infinito. Esto difícilmente es demostrable en cualquier sentido, indudablemente
no refiriéndose a la historia real de la población humana, que, en la mayoría
de Europa, permaneció más o menos constante durante siglos antes de la
Revolución Industrial.
Aún hay menos pruebas de la
“relación aritmética” proclamada por Malthus, donde simplemente supone que la
oferta de alimentos aumentará en la misma cantidad década tras década.
El único intento de Malthus de
prueba de sus relaciones era extraordinariamente flojo. Enorgulleciéndose de
basarse en la “experiencia”, Malthus apuntaba que la población de las colonias
de Norteamérica había aumentado durante bastante tiempo en la “relación
geométrica” de doblase cada 25 años. Pero este ejemplo difícilmente demuestra
el temible aventajamiento de la población frente a la oferta de alimento
“aumentando aritméticamente”. Pues, como apunta agudamente Edwin Cannan: “Esta
población debe haberse alimentado y por consiguiente la producción anual de
comida debe asimismo haber aumentado en una relación geométrica”. Su ejemplo no
demuestra nada.
Cannan añade que en el sexto
capítulo de su Ensayo, Malthus
“parece haber presentido esta objeción a
su argumentación” y trata de replicarla en una nota a pie de página: “En casos
como éstos, los poderes de la tierra parecen ser completamente iguales como
para responder a todas las demandas de alimento que les pueda reclamar un
hombre. Pero no deberíamos equivocarnos, si pensáramos por eso que la población
y el alimento siempre aumentan realmente en la misma relación”. Pero como es
precisamente eso lo que ocurrió, Malthus es claramente totalmente inconsciente
de que la segunda frase en su nota contradice abiertamente a la primera.
La conclusión pesimista de Malthus
acerca del hombre contrasta así con el optimismo de su querido Adam Smith, así
como con Godwin. Pues si la inexorable presión del crecimiento de la población
está siempre y en todas partes destruyendo cualquier esperanza de que los
niveles de vida estén por encima de la subsistencia, entonces el resultado no
solo es lúgubre para cualquier utopia comunista o igualitaria. Ofrece un
pronóstico igualmente lúgubre para la sociedad de libre mercado que contemplaba
Smith o, mucho más coherentemente, por Condorcet. Aún así, por desgracia, en su
comprensible ansia por demoler la defensa del comunismo igualitario, Malthus
tira el bebé con el agua sucia y también pone un innecesario velo mortuorio a
la concepción “utópica” mucho más racional de la sociedad libre y la propiedad
privada de Smith y especialmente de Condorcet.
Era fácil para Malthus negar de
plano la absurda confianza de Gdowin en la renuncia al sexo para resolver el
problema de la superpoblación. Pero su tratamiento de la postura de Condorcet
fue mucho menos convincente. Pues el complejo aristócrata francés había
indicado reiteradamente que el control de la natalidad desempeñaba un papel
importante en su optimismo acerca del futuro libertario. Mientras que a los
neomaltusianos modernos les entusiasma no solo el control de natalidad, sino
asimismo la esterilización y el aborto como medios de planificación familiar,
el conservador Malthus retrocedía con horror ante cualquier indicio de esas
medidas, que consideraba sencillamente como “vicio”. Malthus denunciaba la
solución de Condorcet como:
o bien un concubinato promiscuo, que
impediría la reproducción, o (…) algo igualmente antinatural. Eliminar así las
dificultades, sin duda, en opinión de la mayoría de los hombres (…) destruiría
la virtud y la pureza de costumbres, que los defensores de la igualdad y de la
perfectibilidad del hombre declaran que es el fin y objeto de sus opiniones.
Una alusión que podría aplicarse bien
a Godwin, pero difícilmente a Condorcet, para quien la “pureza” era algo que
apenas le preocupaba.
De hecho, Malthus dejaba poca
esperanza a la humanidad. Su única propuesta práctica era la abolición gradual
de la Ley de Pobres, y especialmente la idea del derecho del pobre a ser sostenido por el estado. Eso desanimaría la
excesiva procreación entre los pobres.
En conjunto, la feroz evaluación de
Schumpeter del Ensayo de 1798 fue muy
merecida. Malthus, escribía, sostenía
que la población estaba real e inevitablemente
aumentando más rápido que los medios de subsistencia y que ésta era la razón de
la miseria que se observaba. Las relaciones geométrica y aritmética de estos
aumentos, a las cuales Malthus (…) parece haber atribuido considerable
importancia, así como sus otros intentos de precisión matemática, no son sino
expresiones defectuosas de esta opinión que pueden pasar aquí con la
advertencia de que por supuesto no tiene sentido tratar de formular “leyes”
independientes para el comportamiento de dos cantidades interdependientes. El
rendimiento en su conjunto es una técnica deplorable y está cerca de ser una
tontería en lo sustancial.
Sin embargo, el pobre Godwin no
llegó desafortunadamente a la misma evaluación, al menos no inmediatamente.
Después de todo, no era un investigador de la teoría de la población y no tenía
una réplica efectiva inmediata. Le llevó a Godwin dos décadas completas
estudiar concienzudamente el problema y llegar a una refutación efectiva de su
enemigo. En De la población (1820), Godwin
llega a la convincente y sensata conclusión de que el crecimiento de la
población no es un problema, porque durante décadas la oferta de alimentos
aumentaría y la tasa de nacimientos
bajaría. La ciencia y la tecnología, junto con la limitación racional de los
nacimientos, resolverían el problema.
Por desgracia la oportunidad de
Godwin no pudo ser peor. En 1820, el envejecido Godwin (junto con el utopismo e
incluso la Revolución Francesa) había sido olvidado en Gran Bretaña. Su
excelente refutación no se leyó ni comentó, mientras que Malthus siguió
imponiéndose sobre todos como poseedor de la muy admirada última palabra sobre
la cuestión de la población.
Siendo su Ensayo famoso en el mundo entero, y con Godwin y Condorcet, según
creía, completamente eliminados, Malthus decidió entonces emplear varios años
en estudiar realmente el problema de la población. Notablemente, la segunda
edición del Ensayo de Malthus en 1803
(en la que se basaron las siguientes cinco ediciones futuras) era una obra muy
diferente. De hecho, el Ensayo de
Malthus es una de las raras obras en la historia del pensamiento económico en
que la segunda edición contradice en la práctica totalmente a la primera.
La segunda edición incorporaba los
frutos del estudio de Malthus sobre la población a través de sus viajes en
Europa. Lleno de copiosas estadísticas, la nueva edición completa tenía el
triple de tamaño que la primera. Pero ése era el menor de los cambios. Pues
mientras en la primera edición el “control preventivo” era mínimo y sin esperanza,
así como una posibilidad generalmente “viciosa” de solución, Malthus reconocía
ahora que otro control negativo o
preventivo, uno que no conllevara ni vicio ni miseria, era una posibilidad real
de mejora o incluso suspensión de la eterna presión de la población sobre la
oferta de alimentos. Era la “restricción moral”, es decir, la castidad y la
restricción del matrimonio temprano, lo que era moral y no “vicioso” porque no
implicaba control de natalidad ni otras formas de “gratificación irregular” o
“actos impropios”. De hecho, para Malthus, la “restricción moral” se convertía
ahora en el control “más poderoso” de la población de todos, más poderoso
incluso que el vicio o la miseria y el hambre del antes dominante “control
positivo”.
En consecuencia, a los seres
humanos ya no se les considera como marionetas de unas fuerzas inexorables y
lúgubres, que ahora podrían superarse por la restricción y la educación moral.
En realidad, en la primera edición Malthus se oponía a cualquier crecimiento
del ocio o el lujo en la sociedad, pues ese aumento de la comodidad eliminaría
la extrema presión necesaria para despertar alfombre naturalmente perezoso para
que trabaje duro y mantenga el máximo de producción. Pero ahora su opinión
había cambiado. Ahora Malthus se daba cuenta de que si los pobres iban a
adquirir las cualidades de la clase media y por tanto un “gusto por la
comodidad y el confort de la vida”, sería mucho más probable que ejerciten la
restricción moral necesaria para mantener ese modo de vida. Como escribía ahora
Malthus: “Por tanto es la difusión del lujo entre las masas de la gente (…) lo
que parecer ser más ventajoso”.
Malthus destacaba ahora otra
reforma moral propuesta en línea con su nueva postura: que la gente tratara de
reducir el número de hijos casándose más tarde. Esa restricción moral, estaba
convencido ahora, no conllevaba ninguno de los dos temidos controles del vicio
o la miseria. La explicación de este asunto de Alexander Gray muestra su
característica mordacidad y sabiduría:
Al contrario de la visión habitual de
lo que incluye el maltusianismo, se limita a decirnos que no tengamos prisa en
casarnos, apelando especialmente a sus lectoras, que “si pudieran mirar al
futuro con la confianza apropiada en casarse a los veintisiete o veintiocho”
deberían preferir (y preferirían) esperar hasta entonces “por muy
impacientemente que pueda recaer la privación sobre los hombres”. Es la voz de
un tío querido y amablemente anciano, en lugar del monstruo con el que se ha
confundido tan frecuentemente a Malthus y es tan ineficaz como suele serlo el
consejo de un tío en esos asuntos. Pues incluso con el matrimonio a los
veintiocho hay tiempo para un desconcertante y devastador torrente de hijos.
Sin embargo resulta extraño que la
nueva opinión de Malthus no se alejara mucho de la invocación de su enemigo
Gowin a la “virtud, prudencia u orgullo” en limitar el crecimiento de la
población. Despojado de la insensatez de la renuncia al sexo, Godwin era ahora
reivindicado y Malthus parecía estar de acuerdo implícitamente al quitar la
refutación de Godwin y Condorcet (que habían desaparecido de la opinión
pública) de la página del título de la segunda edición.
Sin embargo, desgraciadamente,
Malthus nunca reconoció ningún cambio. Godwin se quejaba con razón de que
Malthus se había apropiado de sus principales críticas sin reconocerlas o al
menos reconociendo el abandono de sus propias ideas. Malthus mantuvo desde 1903
en adelante que sus tesis no habían cambiado en absoluto, sino que solo habían
evolucionado y mejorado. Sus cambios estaban incluidos en el texto en general,
mientras que él continuaba dando gran importancia a sus relaciones arbitrarias.
Sus cambios eran más evasivos que francos: por ejemplo, en su segunda edición,
Malthus eliminaba silenciosamente la nota contradictoria en el que negaba que
la comida pudiera aumentar nunca “geométricamente” o tanto como la población.
De hecho, prácticamente admite que los alimentos a veces han aumentado
geográficamente en las “nuevas colonias”, por ejemplo, en Norteamérica.
Por el contrario, ahora limitaba
sus confiadas afirmaciones a la profecía (una profecía que el crecimiento de
los niveles de vida en Inglaterra demostró errónea a lo largo de toda su vida).
Y aún así Malthus continuaba escribiendo que sus relaciones eran evidentes,
aunque concediera que era imposible descubrir cuál era realmente la tasa de
crecimiento de la población “no controlada”. Al final, como declara con
justicia Cannan, “el Ensayo sobre el
principio de la población se viene abajo como argumento y queda solo un
caos de hechos recogidos para ilustrar el efecto de leyes que no existen”.
En realidad Malthus había ejecutado
una astuta y exitosa maniobra táctica: había introducido tantas cualificaciones
y concesiones como para difuminar su argumentación. Él y sus seguradores podían
mantener toda la arrogancia y los errores de la primera edición y después, si
se les discutía, dar una respuesta inteligente aportando las cualificaciones y
afirmando que Malthus había previsto y afrontado todas las acusaciones. Era
capaz de mantener la postura estricta de su primera edición, siendo al tiempo
capaz de remitirse a las nebulosas concesiones de la segunda. Como escribe
Schumpeter: “la nueva formulación hacía en realidad posible a sus defensores
del momento justificar que Malthus había previsto y explicado prácticamente
todo lo que podían decir sus oponentes”. Añade que “esto no altera el hecho de
que todo lo que obtiene así la teoría es una retirada ordenada con la
artillería perdida”.
Por desgracia, sin embargo, ni los
seguidores de Malthus ni siquiera muchos de sus astutos críticos se dieron
cuenta de esto. Y así, Malthus y sus seguidores se habían arrellanado en la
seguridad de una teoría que, independientemente de los hechos, nunca podía
refutarse. O podían remitirse a lo que Schumpeter llama la “horrible
trivialidad” de que si en realidad la
población aumentara eternamente de forma geométrica y la comida apenas aumenta
en absoluto, entonces se produciría un enorme abarrotamiento y miseria.
Por desgracia, la propia interesada
interpretación de Malthus de los cambios de su segunda edición fue adoptada por
casi todos sus contemporáneos (tanto amigos como críticos), así como por los
historiadores hasta años recientes. La mayoría de los lectores de Malthus, para
empezar, se habían visto arrollados por el brío y la brillantez de su primera
edición y sencillamente no se preocuparon por leer la mucho más larga y pesada
segunda. Por el contrario, lisa y llanamente interpretaron el nuevo material
como mera documentación empírica de la tesis original de Malthus. Incluso sus
lectores más atentos interpretaron la restricción moral como solo otro control
negativo de la población, un mero refinamiento de la teoría básica.
Y así protegido e interpretado,
prevaleció el mentiroso y rudimentario principio de la población de Malthus y,
adoptado con entusiasmo por Ricardo y sus seguidores, se iba a consagrar en la
economía clásica británica. Como veremos con más detalle en el Volumen 2,
aunque Nassau W. Senior refutara devastadoramente en la práctica a Malthus, su
propia piedad hacia Malthus y su imagen permitieron al maltusianismo mantener
al meno oficialmente consagrado en el pensamiento económico. Es una historia
desgraciada. Así, como escribe Schumpeter:
Las enseñanzas del Ensayo de Malthus se asentaron firmemente en el sistema de ortodoxia
económica del momento a pesar del hecho de que se deberían haber reconocido, y
en cierto sentido lo fueron, como esencialmente insostenibles o inútiles en
1803. (…) Se convirtió en la opinión “correcta” sobre la población (…) que solo
la ignorancia o oblicuidad podrían impedir aceptar (formando parte de las
verdades eternas que se han observado de una vez y para siempre). Podría
enseñarse a los objetores, si mereciera la pena el esfuerzo, pero no podrían
ser tomados en serio. No sorprende que a alguna gente, completamente disgustada
por esta intolerable suposición, que tiene tan poco para respaldarla, empezara
a asquearle esta “ciencia de las economías”, bastante independientemente de las
consideraciones de clase o partido, un sentimiento que ha sido un factor
importante en ese destino de la ciencia desde entonces.
Indudablemente, el triunfo de la
falacia maltusiana desempeñó un importante papel en la opinión común de que la
ciencia de la economía era y es ría, dura de corazón, excesivamente racional y
opuesta a las vidas y el bienestar de la gente. La idea de que la economía sea
antihumana llegó a una expresión llamativa e inolvidable en el Scrooge de
Dickens, la caricatura de un maltusiano que cacareaba que la pobreza y el
hambre serían útiles para “reducir el exceso de población”.
En la última mitad del siglo XIX,
como escribe Schumpeter, “declinó el interés de los economistas sobre la
cuestión de la población, pero raramente dejaron de presentar sus respetos al
colega”. Luego, en las primeras décadas del siglo XX, al mismo tiempo que la
tasa de natalidad en el mundo occidental empezaba a disminuir de forma aguda,
los economistas recuperaron su interés por la doctrina maltusiana. La ironía de
Schumpeter eran apropiadamente amarga: “Un mortal normal podría haber pensado
que la caída en la tasa de natalidad (…) y la rápida aproximación al objetivo
de una población estacionaria debería haber hecho que se tranquilizaran los
economistas preocupados. Pero ese mortal habría probado así que no sabe nada de
los economistas”. Por el contrario, al mismo tiempo que más economistas
señalaban su maltusianismo, otros señalaban precisamente lo contrario:
Mientras que algunos de ellos seguían
acariciando el juguete maltusiano, otros abrazaron con entusiasmo uno nuevo.
Privados del placer de preocuparse y de enviar fríos estremecimientos por las
espinas dorsales de otra gente contándoles los horrores futuros (o presentes)
de la superpoblación, empezaron a preocuparse junto con otros por la
perspectiva de un mundo vacío.
De hecho, durante la década de 1930
economistas y políticos bramaban acerca de la inminencia de un “suicidio
racial” y una excesiva disminución de la tasa natalidad. La Gran Depresión,
como veremos, se atribuyó por parte de algunos economistas a una tasa de
natalidad que había empezado a caer desde hacía décadas. Gobiernos como el de
Francia, consciente además de su necesidad de carne de cañón, subvencionaban a
las familias numerosas.
Luego, en las décadas de 1960 y
1970, apareció de nuevo la histeria antipoblación, con llamadas cada vez más
estridentes a un crecimiento nulo de la población voluntario o incluso
obligatorio y países como India y China experimentaron con la esterilización o
el aborto obligatorios. Como es habitual, el máximo de la histeria, a
principios de la década de 1970, llegó después
de que el censo en Estados Unidos señalara una disminución significativa en la
tasa de natalidad y el inicio de una aproximación a un estado estacionario de
la población. También se observaba que varios países del Tercer Mundo estaban
empezando a mostrar una marcada ralentización de la tasa de natalidad, unas
pocas décadas después de la caída en la tasa de mortalidad debido a la
extensión de los avances occidentales en medicina y sanidad. Parecía de nuevo
como si al habituarse la gente a niveles de vida más altos les llevara a
rebajar la tasa de natalidad después de una generación de disfrutar los frutos
de unas tasas de mortalidad más bajas. En realidad, los niveles de población
tenderían a adaptarse a mantener los niveles de vida aceptados. Parece como si
Godwin tuviera razón en que dando libertad, los individuos en la sociedad y el
mercado tenderán a tomar las decisiones de natalidad correctas.
Murray N. Rothbard (1926-1995) fue decano de la Escuela
Austriaca. Fue economista, historiador de la economía y filósofo político
libertario.
Este
artículo está extraído de Historia del pensamiento económico, vol. 1, El
pensamiento económico hasta Adam Smith.