Adoración de la masa

Por Ben O’Neill. (Publicado el 30 de enero de 2012)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5879.

                         

Hace unos meses, estuve visitando a unos amigos en Sydney y me invitaron a la casa del amigo de un amigo para tomar unas copas y charlar por la noche. Mi anfitrión y sus amigos eran del tipo de bohemio izquierdista y mi amigo les había informado de que soy un “anarquista de libre mercado” o algo así. Encontraban enigmática esta idea, así que me preguntaron qué significaba y esto llevó naturalmente a una discusión de los méritos del libre mercado frente a una democracia.

La discusión fue cordial y resultó como la mayoría de estas discusiones cuando uno habla con gente que a la que nunca se le ha expuesto una filosofía libertaria consistente. Mi anfitrión y sus amigos pusieron las objeciones habituales al mercado libre y a la idea de una sociedad de derecho privado sin estado y yo expliqué por qué considero como erróneas esas objeciones.[1] Aunque el grupo reunido parecía encontrar provocadores mis argumentos sobre estos puntos individuales, seguía sin estar convencido. El punto más debatido en la discusión era una constante preocupación por que el libre mercado no permita la acción del estado democrático: que “el pueblo” debería tener el derecho a determinar colectivamente “las reglas del juego” votando a sus políticos preferidos y que sus decisiones debería obligar legítimamente a los miembros de la sociedad en la que se encuentran.

La aprobación de las víctimas

Esta discusión habría sido pura rutina (igual que incontables discusiones similares que he tenido antes sobre estos asuntos) excepto por una interesante peculiaridad. Mientras argumentaba sobre las virtudes de la no coacción como un principio director de la sociedad y mi anfitrión y sus amigos se unían a favor de una democracia ilimitada, resultaba que todos ellos se dedicaban a esnifar rayas de cocaína a través de sus billetes enrollados de moneda fiduciaria emitida monopolísticamente. (Me ofrecieron algo de ella, pero la droga que prefiero para divertirme es el alcohol, así que la rechacé). Esto daba a la discusión un tinte interesante que ejemplifica un importante aspecto del amor de la gente al gobierno de la masa: “¿Os preocupa a alguno”, les pregunté, “que bajo vuestro propio sistema político preferido todos seáis considerados como delincuentes? Lo que estáis haciendo ahora mismo está considerado un delito y podríais ser multados e incluso ir a la cárcel por ello”.

La respuesta fue no: no les preocupaba. Realmente no le importa a nadie que acepte el gobierno de la masa como una forma deseable de organización social. La razón es que los demócratas nunca consideran a la democracia existente como su sistema político preferido: lo consideran solo como en estado transitorio a una utopía democrática en la que los líderes electos estarán totalmente de acuerdo con sus valores y opiniones sociales y políticas. Mises ha observado que “los críticos del orden capitalista siempre parecen creer que el sistema socialista de sus dueños hará precisamente los que piensan correcto”.[2] Por tanto, cuando la gente habla acerca de la importancia de la democracia, no es nunca la democracia como haya funcionado nunca realmente, con los políticos que hayan sido elegidos realmente y con las políticas que se hayan implantado realmente. Es siempre la democracia como la gente imagina que operará una vez hayan tenido éxito en elegir a “la gente apropiada”, con lo que quieren decir la gente que esté casi completamente de acuerdo con sus propias opiniones y que sea coherente e incorruptible en su implantación de las políticas resultantes. Esto es lo que permite a un grupo de gente inteligente defender el gobierno de la masa como un principio deseable, incluso aunque cometa simultáneamente actos que le califiquen como delincuentes merecedores de prisión bajo el mismo sistema social que mantienen.

Ayn Rand se refería a este fenómeno[3] como la “aprobación de la víctima”: una persona puede dedicarse a esnifar rayas de cocaína en su propia casa, aceptando al mismo tiempo la opinión de que es moralmente apropiado para esa sociedad utilizar la violencia contra él si le pillan haciéndolo. La razón para esto es una visión errónea de la conveniencia y legitimidad moral del gobierno de la masa como un principio director de la sociedad. Con esto en mente, examinemos la naturaleza real de esta muy alabada democracia.

La democracia ilimitada es una forma de socialismo

La democracia del tipo ilimitado albado hoy en día,[4] es una forma de socialismo, en el sentido de que se arroga el poder definitivo sobre todas las decisiones del gobierno. Implícita en la noción del amor actual del pueblo por el gobierno de la masa, está la suposición de que el gobierno, mediante la “voluntad colectiva del pueblo”, debería tener las prerrogativas de propiedad de todos los recursos de la sociedad y debería decidir ejercitarlas. El demócrata no tolera ninguna limitación a los poderes legítimos del gobierno y por tanto da a esta institución la propiedad total sobre toda esta sociedad. La única limitación en su mente es la limitación de la propia democracia: que los gobernantes que controlan el aparato del gobierno deben cuidarse de la posibilidad de ser desplazados por otro grupo de gobernantes, siguiendo las demandas de la masa.

La naturaleza socialista de la democracia es verdadera independientemente del tamaño de los gobiernos elegidos bajo un orden democrático en sus políticas particulares. Es verdadera incluso cuando un gobierno democrático elija políticas que sean relativamente liberales y supuestamente apoyen la propiedad privada. Pues esa propiedad privada se considera como condicional. Los defensores del sistema de democracia afirman su derecho a intervenir por la fuerza en las vidas de otros siempre que tengan el apoyo suficiente de la masa para hacerlo o sean capaces de conseguir de otra forma el poder político. Al apoyar la existencia de un orden democrático aprueban implícitamente una arrogación de la propiedad última de toda la sociedad por parte del gobierno, decida éste o no sobre recursos particulares.

Cualquier propiedad privada y autonomía personal permitidos bajo la democracia existen solo con el permiso del gobierno y bajo la constante amenaza de los caprichos de la masa, en lugar de existir como un derecho moral aplicable reconocido frente al gobierno. El ideal de democracia dicta que los derechos privados de una persona están siempre sujetos a ser eliminados por el gobierno y así resulta que es realmente el gobierno el que es el propietario implícito de todos los recursos (y las personas) en su territorio. Esa sociedad es implícitamente socialista en su carácter, salvo y hasta que la gente rechace la legitimidad del poder del gobierno sobre sus recursos, un opinión que requiere el rechazo del gobierno de la masa como principio director.

El hecho de que la mayoría de los gobiernos democráticos prohíban la posesión, comercio y consumo de cocaína (y tratan como delincuentes a quienes realizan estas actividades) es solo un corolario menor de la suposición implícita de que el gobierno democrático te posee. Los que controlan el gobierno no tienen que preocuparse mucho si estás en desacuerdo con sus “políticas públicas”, siempre que concedas que la legitimidad de su poder para imponerte estas políticas. No basta con que te desagraden o estés en desacuerdo con sus programas concretos: para conseguir derechos aplicables genuinos, la gente tiene que rechazar la legitimidad moral de las interferencias de lo gobiernos en sus vidas.

No consientas ser gobernado

Los que apoyan la democracia tienden a combinar el tema del método de seleccionar a los gobernantes con la cuestión preliminar de si el poder político es legítimo en primer lugar. Por tanto hace falta que se entienda claramente que la objeción al gobierno democrático no significa que uno prefiera la dictadura: significa que uno no consiente que otros inicien fuerza contra él, independientemente del método de selección de aquéllos con el poder de hacer esto. De hecho, uno puede muy correctamente preferir la democracia a la dictadura aunque considere que ambos sistemas sean inferiores a una sociedad sin gobernantes políticos.

Si te inclinas a creer que la democracia funcionará justamente cuando se elija a “la gente correcta”, ten en cuenta que cada partido político se elige precisamente porque sus candidatos se consideran como las mejores personas disponibles por la mayoría ene se momento. Mira a tu alrededor a la gente que es  elegida y fíjate en las acciones de esta gente. Ésta es tu democracia y la destrucción y dominación que se produzcan bajo su aprobación son las consecuencias naturales de la opinión que desea que la masa supere los derechos del individuo.

Cuando hablaba sobre este asunto con mis anfitriones tomando unas copas, llevaba alguna cerveza de más como para hacer una defensa correcta. Pero si hubiera reunido la presencia de ánimo para hacerlo, les hubiera dicho que en lugar de preocuparse con cómo deberían elegirse sus gobernantes, tenían otra alternativa disponible: ¡rechazar por completo la idea de que necesitamos gobernantes!

La mayoría de la gente no dedica sus noches de los viernes a esnifar cocaína. Pero prácticamente todas las personas adultas infringen las ubicuas regulaciones del gobierno democrático muchas veces en su vida. E independientemente de sus acciones, todos los que viven en una democracia ilimitada son tratados como propiedad del gobierno, con derechos que son prescindibles a capricho de la masa. Bajo la democracia, todos están sujetos al gobierno de cualquier grupo que pueda ser un gran número de gente y convertirse en capaz de conseguir el poder político.

La gente aún no ha asimilado la lección de democracia que debería haber aprendido cuando Sócrates fue condenado a muerte por sus conciudadanos atenienses por su impiedad.[5] El poder no es el derecho: expresado como crudo poder físico o a través de la cabina de votación, es ilegítimo e indeseable que la gente agreda a los demás seres humanos. Rechazar el gobierno de la masa es un paso importante hacia la paz y la prosperidad.

 

 

Ben O’Neill es profesor de estadística en la Universidad de Nueva Gales del Sur (ADFA), en Canberra, Australia. Anteriormente ejerció como abogado y consejero político en Canberra. Es miembro Templeton en el Instituto Independiente, donde ganó el primer premio en el concurso Sir John Templeton de ensayo 2009.



[1] Las objeciones incluían la afirmación de que la libre competencia lleva a gigantescos monopolios corporativos, la afirmación de las grandes empresas gobernarían el mundo, la idea de que los proveedores de protección privada formarían grupos de crimen organizado equivalentes a la Mafia, el engaño de que la gente pobre moriría en las calles por falta de alimento y cuidados médicos y varias otras objeciones que han sido refutadas ad nauseam en obras libertarias demasiado numerosas y diversas como para mencionarlas. No daré ahora respuestas a estos argumentos, aunque pueden encontrarse fácilmente en otra literatura.

[2] Ludwig von Mises, A Critique of Interventionism (1977), Arlington House: Nueva York, pp. 156-157.

[3] La referencia de Rand a la “aprobación de la víctima” se usaba para referirse más en concreto al hecho de que las víctimas proporcionen las herramientas de su propia destrucción a los destructores, que son incapaces de producirlas ellos mismos. Aunque Rand no habría considerado el consumo de cocaína como una actividad productiva que proporcione herramientas a tu propio destructor, sí lo habría considerado la aprobación moral de la víctima por ser una herramienta necesaria proporcionada a tu propio destructor. Es en este sentido en el que uso la expresión.

[4] La mayoría de los estados democráticos mantienen hoy algún tipo de constitución que parece limitar sus poderes. Sin embargo, estos se ven cada vez más aumentados por la extendida aceptación de la democracia ilimitada como ideal político y por la capacidad del poder ejecutivo electo de elegir a los miembros del poder judicial que interpretan estos supuestos dispositivos limitadores. De hecho, ningún dispositivo con ése puede limitar el poder del gobierno por sí mismo, pues es un instrumento del propio derecho público y es administrado por cargos públicos. Los acontecimientos en los países democráticos demuestran repetidamente que dichas constituciones no ejercen ningún límite real al poder del gobierno, incluso cuando los cargos públicos actúan de formas que están inconfundiblemente en conflicto con las prohibiciones en estos documentos.

[5] Para una relato de la defensa de Sócrates en su juicio, ver la Apología de Platón.

Published Tue, Jan 31 2012 6:31 PM by euribe