Por
James E. Miller. (Publicado el 27 de enero de 2012)
Traducido
del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5880.
¿Qué
es el capitalismo?
Parece
una pregunta sencilla, pero muchos de los que parecen autoridades en el campo
de la opinión pública están terriblemente equivocados cuando la responden.
Ludwig von Mises describió el
capitalismo como “esencialmente, un sistema de producción en masa para la
satisfacción de las masas” Friedrich Hayek lo llamó “el
sistema de libre mercado y propiedad privada de los medios de producción” lo
cual es “una condición fundamental de la propia supervivencia de la humanidad”.
Quizá
la definición más escueta del capitalismo se acerca a esta: un estado de las cosas
en el que dos partes privadas son libres de hacer un contrato en el que uno actúa
y el otro compensa. Como enfatiza la Escuela Austriaca, tal acuerdo mutuo
significa que ambas partes están necesariamente mejor que antes o de otro modo,
tal convenio no habría tenido lugar.
De
todos modos, esa definición no es la que sostienen los que se encuentran en el
“comentariado” de los medios de comunicación.
En
una reciente carta
abierta del Financial Times dirigida
a “Los Capitalistas del Mundo” de parte de “Adam Smith”, David Rubenstein
director ejecutivo y co—fundador del Grupo Carlyle, juega al hipotético rol de
autor de “La Riqueza de las Naciones” al advertir acerca de los excesos del
sistema que el tan bien enalteció hace dos siglos. Mientras Rubenstein identifica
correctamente que el capitalismo “ha tenido éxito en crear más oportunidades
para más personas de las que nadie —incluyéndome— habría imaginado” el que
atribuya lo que pasa en el mundo a un sistema definido por un mercado de
transacciones ilimitadas es rotundamente erróneo.
Al
determinar la causa de la burbuja inmobiliaria y la crisis financiera que le sigue,
Rubenstein comete la misma falsedad que muchos de sus iguales cuando critican
el sistema de la libre empresa. Así, escribe:
Lo que no resulta satisfactorio es el punto de
vista de que el capitalismo tiene que funcionar perfectamente para justificar su
presencia (...) Siempre me pareció que esto tenía dos problemas principales –los
cuales hemos visto ponerse en cabeza en los últimos años. El primero es que el
irrefrenable entusiasmo acerca de la creación de riqueza produciría expansiones
insostenibles y quiebras inevitables. La Gran Recesión, alimentada por el
crédito fácil, es un ejemplo de libro de este problema.
Con la existencia de la Reserva Federal, Fannie Mae, Freddie Mac, la Comisión de Seguridades y Cambio, la Comisión
de Comercio de Bienes de Consumo Futuros y las otras 115 agencias
reguladoras que vigilan el sector financiero en Estados Unidos, el decir
que tal sistema es un capitalismo de libre mercado es ridículo. Es clara
la evidencia
de que el recorte de Alan Greenspan de la inflación objetivo de los fondos
federales a principio del 2000 y la expansión de la base monetaria pusieron los
cimientos de la burbuja inmobiliaria. La “euforia sin freno” de Wall Street fue
solamente un producto secundario de la intervención de la reserva Federal y del
gobierno en la economía. Las fluctuaciones en los negocios que vienen de la
cambiante demanda humana existen en el verdadero capitalismo, pero se
auto—regulan y no llevan a años de prolongado desempleo.
Rubenstein
llega a acusar al capitalismo de causar gran crecimiento de la desigualdad en
riqueza, cuando ignora que la interferencia del gobierno es lo que beneficia a
los negocios astutos, a expensas de los competidores.
Lo segundo es la desigualdad que resulta cuando la acometida
hacia la creación de riqueza deja atrás a los menos capaces, en la mayoría de
los casos sin que sean culpables, para adaptarse o competir con los que arremeten
con mayor fuerza.
Nadie
que proponga un capitalismo de mercado libre niega que surja disparidad de
riqueza. Esta misma disparidad de riqueza es lo que sirve como incentivo a los
emprendedores para crear y a los trabajadores para producir con el fin de
mejorar su propio nivel de vida personal. Al contrario de lo que cree la
mayoría de la gente, el capitalismo no es un sistema de tosco individualismo,
sino más bien una cooperación social que expande la división del trabajo y
ofrece nuevas oportunidades de empleo incluso para aquellos que son menos aptos
para competir con los trabajadores más productivos.
A
pesar de su confusión sobre la definición de capitalismo, Rubenstein ofrece
algunas recomendaciones acerca de los pasos necesarios para que el mundo se
sobreponga a la actual crisis económica.
Primeramente
viene una petición para salvar lo que se ha dado en llamar la crisis de la
“eurozona”. En vez de defender una solución auténticamente capitalista —un
mercado libre real en creación y uso de divisas— Rubenstein pide que aquellos
países que se benefician del euro “se rasquen el bolsillo” para salvar su
antaño próspera moneda. Pero el capitalismo es en última instancia un sistema
de ganancias y pérdidas privadas que recaen en aquellos que poseen los medios
de producción. Más que dejar a los titulares de bonos del gobierno sufrir las
consecuencias de sus malas inversiones y de sus comprometidas burocracias
públicas vivir con sus propios medios, lo de echar balones fuera de la eurozona
no es de ninguna manera un remedio capitalista sino un atroz intento de
socializar las pérdidas echándoselas encima al “paganini”. La insostenible
acumulación de deuda que precedió a la crisis financiera en la UE no fue jamás
el producto de un mercado libre, sino el de una relación casi fascista entre
los grandes bancos y los euro—gobiernos que financian.
Rubenstein
menciona la necesidad de “Enseñar, enseñar y enseñar” reformando los sistemas
públicos de enseñanza y destacando la necesidad de que los gobiernos “asignen
sus recursos más eficientemente”. Pero, desde luego, los oficiales públicos que
derivan sus ganancias de la coacción no son tan capaces de economizar recursos
tan prudentemente como los individuos privados. Si Rubenstein verdaderamente
quisiera que la industria educativa prosperara, pediría a los gobiernos
abandonar sus pretensiones sobre el sector y permitir a los mecanismos del
mercado dar sus frutos. Los maestros ofrecen un servicio como el de cualquier
otro negocio. Tener a burócratas a cargo de una gran parte de la industria no
es mejor que nacionalizar la producción de camisetas o minifaldas. El cálculo
económico y la asignación de recursos se hacen mejor por aquellos que obtienen
su sueldo de consumidores voluntarios. Las consecuencias del sistema público de
enseñanza, que se fundamente en la coerción para costearse, ha resultado en un
incremento de coste por servicio sin un real incremento en la calidad ofrecida.
En otras palabras, la responsabilidad del declive de esta industria ha sido la
falta de los elementos que definen el capitalismo.
Mientras
Rubenstein reconoce que el gobierno de los EE UU necesita recortar su déficit y
su deuda, menciona la necesidad de que los mercados emergentes se integren en
la economía global. A despecho del argumento de Rubenstein de ser el médium de
Adam Smith, tal sugerencia va en contra de lo que el difunto economista aparejaba.
El capital fluye a las economías de Brasil y China precisamente a causa de sus expectativas
de generación de crecimiento y riqueza. No hay necesidad de que una ya abatida autoridad
de gobierno dicte tal política; los emprendedores individuales y los inversores
ya lo están intentando con sus propios fondos.
La
pantomima “Smithiana” de Rubenstein defrauda lo que se esperaba de ella debido
a su incomprensión de la definición básica de capitalismo. Los mercados
ilimitadamente libres están hechos de transacciones mutuas y ganancias y
pérdidas privadas. La intervención del gobierno, ya sea en la banca o en la
industria de la enseñanza, retrasa tan enriquecedor sistema para beneficio de
los que poseen el favor político. Atribuir el fracaso de la política pública al
capitalismo es poco sincera, ya que proporciona justificación para un papel
cada vez mayor del Estado en los asuntos privados de los individuos.
Mises
vio
claramente tal engaño hace casi siete décadas, cuando escribía:
Como regla general, se achacan al capitalismo los
efectos no deseados de una política dirigida a su eliminación. El tipo que se
toma el café por la mañana no dice “El capitalismo ha traído esta bebida a mi
mesa”. Pero cuando lee en el periódico que el gobierno de Brasil ha ordenado
que se destruyan parte de las cosechas de café, no dice “¡Esto es el gobierno!”
sino “¡Esto es el capitalismo!”.
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James
E. Miller es licenciado en administración pública con especialización en negocios
en la Universidad de Shippensburg, Pannsylvania. Fue columnista del
Shippensburg Slate y contribuye actualmente en el periódico de su pueblo natal,
el Middletown Press and Journal. Vea su blog.