Por Allan
Carlson. (Publicado el 5 de enero de 2003)
Traducido
del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/1406.
[De un trabajo escrito e impreso por primera vez en 1991]
El destino de las familias e hijos en
Suecia demuestra la verdad de la observación de Ludwig von Mises de que no es
posible “ningún compromiso” entre el capitalismo y el socialismo. Aquí muestro
cómo el crecimiento del estado de bienestar puede verse como la transferencia
de la función de “dependencia” de las familias a los funcionarios del estado.
El proceso empezó en la Suecia del siglo XIX, a través de la socialización del
tiempo económico de los niños mediante las leyes de asistencia a la escuela,
trabajo infantil y pensiones públicas para los ancianos. A su vez, estos
cambios crearon incentivos para tener muy pocos o ningún hijo. En la década de
1930, los socialdemócratas Gunnar y Alva Myrdal utilizaron la resultante
“crisis de despoblación” para defender la completa socialización de la crianza
de niños. Su “política familiar” implantada a lo largo de los siguientes
cuarenta años, prácticamente destruyó las familias autónomas en Suecia,
sustituyéndolas una “sociedad clientelar” en la que los ciudadanos son clientes
de los funcionarios públicos. Mientras que ahora Suecia está tratando de salir
de la trampa del estado de bienestar, los antiguos argumentos para la
socialización de los niños han llegado a Estados Unidos.
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En su pequeño libro Burocracia, Ludwig von Mises apunta que
el socialismo moderno “lleva con mano firme al individua de la cuna a la
tumba”, al tiempo que “los niños y adolescentes se integran firmemente en el
omnicomprensivo aparato de control del estado”. En otro contexto, contrasta
“capitalismo” con “socialismo” y concluye: “No hay compromiso posible entres
estos dos sistemas. Al contrario que la falacia popular, no hay una vía
intermedia, ningún posible tercer sistema como patrón de un orden social
permanente”. Mi comentario se centrará en la validez de la última afirmación,
vista a través del destino de una familia e hijos en la quintaesencia del
estado de “vía intermedia” que es la Suecia moderna.
Al mirar a Suecia, encontramos un
caso clásico de manipulación burocrática para destruir al principal rival del
estado como centro de lealtad: la familia. Al ver esta rivalidad entre estado y
familia, es importante entender que en todas las sociedades es constante un
nivel básico de “dependencia”. En toda comunidad humana hay niños, personas muy
ancianas, individuos con minusvalías importantes y otros que están seriamente
enfermos. Esta gente no puede cuidar de sí misma. Sin la ayuda de otros,
morirían. Toda sociedad debe tener una forma de prestar atención a estos
dependientes. Bajo el predominio de la libertad, la institución natural de la
familia (complementada y apoyada por las comunidades locales y las
organizaciones voluntarias) proporciona la protección y el cuidado que necesita
esta gente “dependiente”. De hecho, es la familia autónoma (y solo en la
familia) donde funciona realmente el principio socialista puro: de cada uno
según su capacidad, a cada uno según sus necesidades.
El auge del estado del bienestar
puede describirse como la constante transferencia de la función de
“dependencia” de la familia al estado, de las personas ligadas por lazos de
sangre, matrimonio o adopción a las personas ligada a funcionarios públicos. El
proceso empezó en Suecia a mediados del siglo XIX, a través de proyectos
burocráticos que empezaron a desmantelar las relaciones entre padres e hijos.
Como es habitual, la primera afirmación del control del estado sobre los niños
se produjo en la década de 1840, con la aprobación de una ley de asistencia
obligatoria a la escuela. Aunque justificada como una medida para mejorar el
conocimiento y bienestar del pueblo, la dinámica profunda era la socialización
del tiempo de los niños, a través de la suposición de que los funcionarios del
estado (los burócratas del reino de Suecia) sabían mejor que los padres cómo
debían emplear los niños su tiempo y de que no podía esperarse o confiarse en
que los padres protegieran a los hijos ante la explotación.
El siguiente paso se produjo en
1912, con la legislación que prohibía el trabajo infantil en las fábricas y
hasta cierto punto en las granjas. De nuevo, se suponía implícitamente que los
funcionarios del estado del bienestar eran mejores jueces del uso del tiempo de
los niños y más compasivos con ellos de lo que serían o podrían ser los padres.
El paso final se produjo casi al
mismo tiempo, cuando el gobierno sueco implantó un programa de pensiones de
ancianidad o jubilación que rápidamente se convirtió en universal. El hecho
subyacente fue aquí la socialización de otra función de la dependencia, esta
vez la dependencia de los “muy viejos” y los “débiles” respecto de los adultos
maduros. Durante milenios, el cuidado de los ancianos había sido asunto de la
familia. A partir de aquí, iba a ser cosa del estado. Juntando todas estas reformas,
el efecto neto era socializar el valor económico de los niños. La economía
natural de las familias y el valor que los niños habían producido a los padres
(ya sea como trabajadores en la empresa familiar o como “póliza de seguro” para
la vejez) se eliminaron. A los padres se les dejaba todavía los costes de criar
a los niños, pero la “sociedad”, en el sentido del estado burocrático, se había
apropiado de la ganancia económica que acababan representando
El resultado predecible de este
cambio, como os diría un economista de la “Escuela de Gary Becker”, sería una
menor demanda de niños y esto es exactamente lo que pasó en Suecia. Desde
finales del siglo XIX, la fertilidad sueca estuvo en caída libre y en 1935
Suecia tenía la menor tasa de natalidad del mundo, por debajo del nivel de
crecimiento cero en el que una generación se limita a reemplazarse a sí misma.
La teoría habitual de la transición
demográfica ha sido desde hace mucho que esta caída en la tasa de natalidad era
la consecuencia necesaria e inevitable de la industrialización moderna: que los
incentivos de una economía capitalista destruyen las relaciones familiares
tradicionales. Aunque es verdad que la estructura tradicional de la familia
afronta nuevos tipos de problemas en la sociedad industrial, trabajos más
recientes sugieren que, de hecho, el mayor desafío lo produce el crecimiento
del estado.
Viendo la experiencia de muchas
naciones, el demógrafo de la Universidad de Princeton, Norman Ryder, considera
como la principal causa común de la baja en la fertilidad a la educación
pública masiva. “La educación de las jóvenes generaciones es una influencia
subversiva”, dice. “Las organizaciones políticas, como las económicas, reclaman
lealtad y tratan de neutralizar el particularismo familiar. Hay una lucha entre
la familia y el estado por la mentes de los jóvenes”, en la que la escuela
estatal obligatoria sirve como “el instrumento principal para enseñar
ciudadanía, apelando directamente a los niños por encima de los padres”.
Confirmando la validez universal del ejemplo sueco, Ryder añade que mientras
que la educación obligatoria aumenta los costes de los padres, las
prohibiciones del trabajo infantil reducen aún más su valor económico. Además,
un sistema público de seguridad social recorta los lazos naturales entre
generaciones de una familia de otra manera, dejando al estado como centro de la
lealtad primaria.
Aunque el sistema familiar de la
nación puede reorganizarse, durante un tiempo, alrededor de la unidad nuclear
de reproducción “marido-esposa”, incluso esa base de independencia acaba
disolviéndose. El resultado final de la intervención del estado, dice Ryder, es
una fertilidad que decrece progresivamente, con los individuos viviendo solos
en una relación dependiente con el gobierno.
Las contradicciones propias de este
método de organización social se aprecian en Suecia a principios de la década
de 1930. Habiendo caído tasa de natalidad por debajo del nivel de crecimiento
cero, los conservadores suecos se desesperaban por la “amenaza de despoblación”
y la desaparición de los niños suecos. Estas voces argumentaban que el problema
profundo era la dislocación espiritual o el declinar del cristianismo o el
aumento del materialismo o el egoísmo personal. Nadie (ni un alma en la derecha
política) reparaba en los problemas que se encontraban en la legislación
educativa y social de los últimos 90 años. Así que cuando la “crisis de
población” se hizo candente en Suecia, la situación estaba madura para la
demagogia y la explotación.
En esta situación, dos jóvenes
sociólogos suecos, Gunnar Myrdal y su esposa, Alva Myrdal, dieron un paso al
frente. Antes de empezar con su uso y abuso del asunto de la población, dejadme
que os diga unas pocas cosas acerca de sus antecedentes y las influencias que
pusieron en práctica en su trabajo.
La paternalismo burocrático tenía
una larga historia en Suecia, enraizado en el aparto estatal creado por los
reyes Vasa a principios del siglo XVI y evolucionado a través de la aplastante
autonomía regional a la estela de la fracasada revuelta de Nils Dacke en la
década de 1540. Aún así, los Myrdal representaban algo nuevo, y “muy siglo XX”.
Eran sociólogos (intelectuales académicos) dedicados a un nuevo tipo de
activismo de estado. Como explicaba la propia Alva Myrdal: “La política [hoy]
ha (…) caído bajo el control de la lógica y el conocimiento técnico y por tanto
se ha visto obligada a convertirse en esencia en ingeniería social
constructiva”.
Segundo, aunque a los
estadounidenses se les haya acosado con repetidos comentarios sobre la
sabiduría del “modelo sueco”, es importante apuntar cuánto del nuevo estado
sueco de bienestar se basaba en la experimentación estadounidense. Ambos Myrdal
dedicaron el año académico 1929-1930, los últimos meses de la “era
progresista”, a viajar a Estados Unidos, con becas proporcionadas por la
Fundación Laura Spelman Rockefeller. En este periodo, Alva Myrdal cayó bajo la
influencia de la llamada “escuela de sociología de Chicago”. En particular, William
Ogburn, imprimió en ella su opinión de que el estado y la escuela habían
crecido inevitablemente a costa de la familia y que la familia afrontaba una
progresiva “falta de funciones” al retirarse de la necesidad histórica a una
preocupación exclusiva por la personalidad. Alva Myrdal también estuvo bastante
tiempo en el Instituto de Desarrollo Infantil de la Universidad de Columbia y
visitando guarderías experimentales y centros de atención de día operando bajo
concesiones de la Fundación Rockefeller, ejemplos de cría social que la
impresionaron profundamente.
Por su parte, el trabajo de Gunnar
Myrdal en Columbia y la Universidad de Chicago le hicieron consciente del
tremendo potencial político que podía encontrarse en el emergente debate de la
“crisis de población” sueca.
En un importante artículo de 1932, “El
dilema de la política social”, para el progresista periódico sueco, Spektrum, Gunnar Myrdal movía la palanca
política necesaria. Empezaba remontando el compromiso en Europa antes de 1914
de un “socialismo de influencia liberal” con un “liberalismo con influencia
socialista”. Bajo este acuerdo, decía, el liberalismo del siglo XIX había
abandonado su pesimismo maltusiano y dogmatismo librecambista y había abrazado
en su lugar la necesidad de reformas para proteger a los trabajadores, mientras
que los socialistas habían abandonado los objetivos de la revolución y la
redistribución masiva de propiedades, contentándose con pasos progresivos en la
ayuda a la clase trabajadora.
Sin embargo, la Guerra Mundial
había hecho trizas este compromiso. Myrdal declaraba que el liberalismo clásico
estaba muerto y sus partidarios dispersados. También argumentaba que el
movimiento de los trabajadores tenía que volver a radicalizarse y buscar un
nuevo tipo de política social. Bajo el viejo compromiso, decía Myrdal, la
política social se había orientado a los síntomas, dando ayuda a los pobres o
los enfermos. La nueva política social, declaraba, debía ser de naturaleza
preventiva. Los sociólogos, utilizando técnicas modernas de investigación, la
tenían ahora en su poder de usar el estado para impedir que aparecieran
patologías sociales. Cuando se basaban en premisas de valores orientados
humanamente y una ciencia racional, decía, estas políticas sociales preventivas
llevaban a un “matrimonio natural” de la solución técnica correcta con la
solución radical política. Myrdal apuntaba concretamente a la crisis sueca de
la población, como una oportunidad para un análisis sociológico racional para
producir ideas eficaces y radicales para un cambio forzado por el estado.
Los Myrdal dieron cuerpo a este
programa en su libro superventas de 1934, Crisis
n la cuestión de la población, un volumen brillantemente argumentado que
transformó sustancialmente a los suecos. Mientras que los conservadores suecos
continuaron preocupándose por la inmoralidad sexual, los Myrdal apuntaban
directamente a las contradicciones creadas por un incompleto estado del
bienestar. Anteriores acciones del gobierno, como la asistencia obligatoria a
clase, la prohibición del trabajo infantil y las pensiones públicas de vejez,
admitían, habían eliminado el valor de los niños para los padres. Pero los
costes de los niños seguían en casa. En consecuencia, los niños se habían
convertido ahora en la principal causa de pobreza. Dados los incentivos
establecidos por el estado, las mismas personas que más contribuyeron a la
supervivencia de la nación al tener hijos se habían visto arrastradas a la
pobreza, las malas viviendas, la malnutrición y las pocas oportunidades de
ocio. Lo que ahora afrontaban los jóvenes era una elección voluntaria entre
pobreza con hijos o un nivel superior de vida sin ellos. A los jóvenes adultos
se les obligaba a apoyar a los jubilados y los necesitados a través del sistema
del bienestar y también a los hijos que tuvieran. Bajo esta múltiple carga, habían
elegido reducir el número de hijos como único factor que podían controlar. El
resultado, para Suecia, era la despoblación y el fantasma de la extinción
nacional.
Según los Myrdal, solo había dos
alternativas. La primera (desmantelar la escolarización estatal, las leyes de
trabajo infantil y las pensiones públicas para restaurar la autonomía familiar)
“no merecía la pena siquiera explicarse”. La otra, la única alternativa
práctica, era completar el estado de bienestar y eliminar los desincentivos
existentes de los niños socializando prácticamente todos los costes indirectos
que implicaban su nacimiento y cría. El argumento real era algo así: para
resolver los problemas causados, en gran parte, por anteriores intervenciones
del estado, el gobierno tiene ahora que intervenir completamente.
Esto significaba un nuevo tipo de
bienestar: “Se refiere a una política social preventiva, guiada íntimamente por
el objetivo de aumentar la calidad del material humano y al mismo tiempo poner
el práctica políticas radicales de redistribución que hagan a que una parte
significativa de la carga de sostener a los niños concierna a toda la
sociedad”. La burocracia del Estado nunca había disfrutado antes de una
capacidad como ésa. Por la misma naturaleza de la palabra, una política
“preventiva” abría a todas las familias suecas a subvenciones, escrutinio y
control. Uno nunca podía saber dónde podía producirse un problema: por tanto,
debían implantarse medidas universales de intervención burocrática para hacer
de la prevención una realidad.
Destacando este imperativo, los
Myrdal concluían: “la cuestión de la población se transforma así en el
argumento más eficaz para una remodelación socialista integral y radical de la
sociedad”. La alternativa, decían simplemente, era la extinción nacional.
Su programa abarcaba asignaciones
universales para ropa para niños, un plan universal de seguro sanitario, un
derecho universal a guardería, campamentos públicos de verano para niños,
desayuno y comida gratuitos en las escuelas, alojamiento familiares financiados
por el estado, primas de maternidad para cubrir los costes indirectos de tener
niños, préstamos por matrimonio, el expansión de los servicios públicos de
maternidad y parto, planificación económica centralizada, etcétera. Su objetivo
era en la práctica la socialización del consumo, proporcionando a todas las
familias una serie de servicios estatales determinada racionalmente y bastante
uniforme, gestionada por funcionarios públicos y financiada por impuestos a los
ricos y los que no tenían hijos.
Las críticas de que su programa, en
realidad, amenazaba a la familia, producían la respuesta característicamente
tajante: “la pequeña familia moderna es casi (…) patológica”, decían los
Myrdal. “Los viejos ideales deben morir con las generaciones que los apoyaban”.
Las apelaciones a la libertad y la
autonomía familiar traían respuestas igualmente mordaces. Los Myrdal acusaban
al “falso deseo individualista” de los padres de “libertad” para criar a sus
propios hijos de tener un origen enfermizo: “mucho del cansino patetismo que
defiende la ‘libertad individual’ y la ‘responsabilidad por su propia familia’,
se basa en una disposición sádica a extender esta ‘libertad’ a un derecho
ilimitado y descontrolado a dominar a otros”.
Para educar a los niños apropiadamente
para un mundo socialmente cooperativo, “debemos liberar más a los niños de
nosotros”, entregándolos a expertos certificados por el estado para su cuidado
y formación. La guardería colectiva gestionada por expertos controlados por el
estado, en lugar de la patológica familia pequeña, estaba más en línea con los
objetivos apropiados de eliminar las clases sociales y construir una sociedad
basada en la democracia económica.
Entre 1935 y 1975, el programa
doméstico de los Myrdal guió, a trancas y barrancas, la evolución del estado
sueco del bienestar. Periodos de activismo políticos y burocrático (de 1935 a
1938, de 1944 a 1948 y de 1965 a 1973) se vieron salpicados por una evidente
terca resistencia entre el pueblo sueco o por restricciones presupuestarias que
retrabaron su completa implantación. Aún así, al final del proceso se habían
implantado la mayoría de los elementos del programa familiar de los Myrdal.
¿Cuáles fueron los resultados
concretos? Con la familia privada, por cortesía del estado, de toda función
productiva, de toda función de seguro y bienestar y de la mayoría de las
funciones de consumo, debería sorprender poco que cada vez menos suecos decidan
vivir en familia. La tasa de matrimonios cayó a un récord mínimo entre las
naciones modernas, mientras que aumentó la proporción de adultos viviendo
solos. Por ejemplo, en el centro de Estocolmo dos tercios de la población
vivían en familias unipersonales a mediados de la década de 1980. Con los
costes y beneficios de los niños completamente socializados y eliminadas por
ley las ganancias económicas naturales del matrimonio, también se separó el
cuidado de los niños del matrimonio: en 1990, muchos más de la mitad de los
nacimientos suecos fueron extramatrimoniales.
También los niños disfrutaban como
“derechos” de una gran parte de los beneficios ofrecidos por el estado:
atención médica y odontológica gratuita, transporte público abundante y barato,
comidas gratis, educación gratuita e incluso “abogados de niños” preparados
para intervenir cuando los padres superaran sus límites. Tampoco los niños
necesitaban ya una “familia”: el estado servía ahora como su padre real.
De hecho, el sociólogo de la
Universidad de Rutgers, David Poponoe, sugiere que el término “estado de
bienestar” ya no hace justicia a esta forma de dependencia personal total del
gobierno. En su lugar utiliza la etiqueta “sociedad clientelar”, para describir
una nación “en la que los ciudadanos son en su mayor parte clientes de un gran
grupo de funcionarios públicos que se ocupan de ellos a lo largo de sus vidas”.
En Suecia, los viejos están
“libres” de dependencia potencial respecto de sus hijos adultos; niños y
adolescentes están “libres” de depender de sus padres para su protección y
apoyo básico; los adultos están “libres” de obligaciones positivas respecto de
sus padres o hijos biológicos y los hombres y mujeres están “libres” de
cualquiera de las promesas mutuas que en un tiempo encarnaba el matrimonio.
Esta “libertad” ha llegado a cambio de una dependencia universal común del
estado y la casi completa burocratización de lo que en un tiempo fue la vida
familiar. Von Mises tenía razón: aquí se prueba que no hay una “vía
intermedia”; por ele contrario, Suecia representa una versión más completa y
por tanto más opresiva del orden doméstico socialista, uno que supera en su
integridad incluso al de la Unión Soviética. Pero el moderno estado de
bienestar sueco contiene sus propias contradicciones, problemas que ahora van
apareciendo.
Para empezar, la “contradicción
demográfica” del estado de bienestar no se elimina tan fácilmente. En un orden
democrático de búsqueda de rentas, los que controlen la mayor cantidad de votos
disfrutarán de mayores ganancias. En incluso en Suecia sigue siendo cierto que
los viejos votan, mientras que los niños no. Aunque la “política familiar” de
Suecia haya sido suficientemente eficaz
como para destruir a la familia como entidad independiente, no ha tenido éxito
a la hora de acabar con el flujo de programas públicos y rentas de los
relativamente jóvenes a los relativamente viejos.
Segundo, el estado clientelar nunca
podrá proporcionar toda la atención que necesite una sociedad, sencillamente
porque hacerlo sería demasiado caro. Al mismo tiempo a las familias en el
estado del bienestar se las penaliza cuando se prestan atención a sí mismas,
porque así renuncian a los beneficios de la atención pública y solo se les
recompensa con atención pública cuando dejan de dar atención de carácter
familiar. El funcionario danés del bienestar, Bent Andersen, ha explicado así
el problema:
El estado del bienestar justificado
racionalmente tiene una contradicción interna: si ha de cumplir sus funciones
atribuidas, sus ciudadanos deben evitar explotar al máximo sus servicios y
provisiones; es decir, deben comportarse irracionalmente, motivados por
controles sociales informales, que, sin embargo, tienden a desaparecer a medida
que crece el estado del bienestar.
Esta contradicción ha sido lo que
ha impulsado la reciente rebelión contra el estado clientelar moderno, una
rebelión que empezó (en los países escandinavos) en Dinamarca y Noruega
mediante el éxito de los Partidos del Progreso antiestatistas y que ahora se ha
extendido a Suecia. El mes pasado, los socialdemócratas suecos sufrieron una
gran derrota electoral, perdiendo el poder en las elecciones nacionales ante
una coalición de centro-derecha, unida bajo la promesa común de recortar el
estado del bienestar. Muy sorprendente fue la aparición de dos nuevos partidos,
que ahora tienen escaños en el Riksdag
(o Parlamento) sueco por primera vez.
El primero de ellos (los
cristianodemócratas) hizo del lamentable estado de la vida familiar sueca el
tema principal de su programa. Reclamaban una reducción de la interferencia
burocrática en las relaciones familiares y acabar con los incentivos del estado
que animan a los nacimientos extramatrimoniales y desaniman el cuidado de los
niños por los padres. El otro nuevo partido, llamado Nueva Democracia, combina
temas libertarios de grandes reducciones de impuestos, grandes reducciones de prestaciones
y acabaran con la ayuda exterior con medidas para acabar con la inmigración.
Juntos, estos nuevos grupos resultan la bisagra del poder parlamentario. La
eliminación de las prestaciones del bienestar raramente ha tenido éxito, pero
por primera vez desde la década de 1930, los suecos tienen una oportunidad de
recobrar algo de autonomía familiar y libertad personal.
Así que todo señala que parecería
que el modelo sueco, la “vía intermedia”, la tercera opción, ha sido
desacreditada, igual que se ha derrumbado el comunismo, la segunda vía. Sin
embargo, por desgracia, el modelo sueco pervive (y puede prosperar pronto) aquí
en Estados Unidos, donde la misma lógica y argumentos utilizados por los Myrdal
en la década de 1930 están cerca del éxito político.
En un libro de 1991 titulado When the Bough Breaks, publicado por
Basic Books (la principal editorial neo-conservadora), la economista Sylvia Ann
Hewlett escribe: “En el mundo [moderno] no solo los niños resultan
‘improductivos’ para sus padres, sino que conllevan grandes gastos de dinero.
Las estimaciones del coste de criar un niño van de los 171.000$ a 265.000$. A
cambio de esos gastos, ‘se espera que un niño proporcione amor, sonrisas y
satisfacción emocional’, pero no dinero ni trabajo”.
Continúa: “Lo que nos lleva a un
dilema estadounidense crítico. Esperamos que los padres gasten cantidades
extraordinarias de dinero y energía en criar a sus hijos, cuando es la sociedad
en su conjunto la que recoge las recompensas materiales. Los costes son privados,
los beneficios son cada vez más públicos. (…) En la era moderna, confiar en un
cariño paternal irracional para aceptar la empresa de criar niños es un negocio
arriesgado, insensato y cruel. Es hora de que aprendamos a compartir los costes
y cargas de criar a nuestros hijos. Es hora de tomar alguna responsabilidad
colectiva para la siguiente generación”.
Hewlett continúa exponiendo un
nuevo programa político para Estados Unidos, incluyendo bajas de paternidad
obligatorias, acceso gratuito garantizado a atención sanitaria maternal e
infantil, provisión pública de atención infantil de calidad, más “inversión
educativa”, grandes subvenciones familiares a familias con hijos, etcétera.
¿Suena familiar? Debería: son los
mismos argumentos y el programa básico propuesto a los suecos por Alva y Gunnar
Myrdal, ya en 1934, aunque desprovisto de su retórica más radical y
abiertamente socialista. Sin embargo es un libro que llevó al presidente
(jubilado) de Proctor and Gamble, Owen Butler, a declarar: “La conclusión es inevitable.
Si no invertimos más inteligentemente hoy en nuestros hijos, el futuro
económico y social de la nación está en peligro”. Son también los argumentos
que dominan la llamada nueva política infantil, en Washington.
Al mismo tiempo, la “política social
preventiva” se ha convertido en el grito de guerra de otros defensores
estadounidenses del cambio. Los argumentos suenan familiares: la ayuda por
parte de funcionarios del estado al principio de la vida es más económico y
eficaz que ayudar después; cuanto más esperemos antes de descubrir los síntomas
de estrés, más costoso será; “las intervenciones tempranas presentan el
problema de todas las inversiones en crecimiento: los dividendos llegan más
tarde”, etc., etc. Todo suena razonable, en cierto modo, pero el producto final
sería una pesadilla de gobierno burocrático y la virtual destrucción de la
familia en Estados Unidos.
En el informe de septiembre del
Consejo Asesor de EEUU sobre Maltrato y Abandono de Niños, vemos el aroma de
este amenazante nuevo orden estadounidense. Este consejo, nombrado
exclusivamente por las administraciones de Reagan y Bush, calificaba al
maltrato de niños como una “emergencia nacional”, añadiendo: “Ningún otro
problema puede igualar su poder de causar o exacerbar una serie de males
sociales”. El descubrimiento clave del informe es que los gobiernos federal y
estatales han gastado demasiado tiempo investigando casos sospechosos de
maltrato; por el contrario, el gobierno federal debería centrarse en prevenir
el maltrato y el abandono antes de que se produzcan. El Consejo recomienda que
el gobierno federal desarrolle inmediatamente un programa nacional de “visitas
a casa” a todos los nuevos padres y sus bebés por parte de trabajadores
sanitarios e investigadores sociales públicos, que identificarían potenciales
maltratadores y les ayudarían.
Además de esta postura de “un
burócrata del bienestar en cada casa”, el Consejo pide una “política nacional
de protección infantil”, en la que el gobierno federal garantizaría el derecho
de todos los niños a vivir en un entorno seguro, con medios apropiados de
aplicación.
Por supuesto, Hewlett tiene razón
acerca de los defectos en el actual sistema estadounidense de bienestar: hemos
socializado aquí el valor económico de los niños, pero hemos dejado los costes
a los padres. Estados Unidos en 1991, como Suecia en 1934, tiene una versión
incompleta del modelo puro del estado del bienestar. También tiene razón en que
esto tiene un precio: el número de niños estadounidenses nacidos anualmente
dentro del matrimonio se ha estancado a lo largo de la década de 1980, a un
nivel un 30% por debajo de la tasa de crecimiento cero. Sencillamente los
estadounidenses no están invirtiendo su tiempo y dinero en más de uno o dos
hijos, en buena medida porque no merece la pena. (Es verdad que la tasa general
de natalidad ha crecido algo, pero esto se debe completamente al gran aumento
en los nacimientos extramatrimoniales de 665.000 en 1980 a más de 1.000.000 en
1990; parece que estos nacimientos los subvenciona bien nuestro sistema de
bienestar).
Pero hay una alternativa a la
“solución sueca”. Es una que declina mencionar la Dra. Hewlett y es la que los
Myrdal rechazaban como “fuera de cualquier debate razonable” hace sesenta años.
Esta opción se llama una “sociedad libre”, en la que en lugar de completar el
estado clientelar/del bienestar extendiendo los tentáculos burocráticos
completamente alrededor de los niños, desmantelamos lo que ya hemos hecho. El
programa es sencillo, radical y pragmáticamente antiburocrático:
- acabar con la educación obligada y controlada por
el estado, dejando la formación y cuidado de los hijos a sus padres y
tutores legales;
- abolir las leyes de trabajo infantil, razonando de
nuevo que los padres y tutores son los mejores jueces de los intereses y
el bienestar de sus hijos, mucho mejores que cualquier combinación de
burócratas del estado y
- desmantelar el sistema de Seguridad Social, dejando
que la protección o la seguridad en la vejez la proporcionen, de nuevo,
los individuos y sus familias.
Estas acciones devolverían los
beneficios económicos de los niños a los padres y así se acabaría con la
contradicción anti-niños que está en el centro del estado incompleto del
bienestar.
La mayoría de los comentaristas
responderían que éstas serían acciones imposibles e inconcebibles en una
sociedad industrial moderna. Dadas las realidades o complejidades del mundo
moderno, dirían que el caos sería el seguro resultado si realizamos esas obras
reaccionarias.
Mi respuesta sería apuntar a los
grupos dispersos en Estados Unidos que, por algún capricho histórico o milagro
político, siguen habitando en unas de nuestras pocas restantes “zonas de
libertad” y que sobreviven bajo un régimen “imposible”.
Un ejemplo inesperado pero
interesante serían los amish, que
rechazan las presiones del gobierno sobre sus limitadas prácticas educativas (a
saber, escolarización solo con profesores amish
y solo hasta el octavo grado), que hacen un uso intenso del trabajo infantil y
evitan la Seguridad Social (así como las ayudas públicas a la agricultura) por
principio. Los amish no solo han
conseguido sobrevivir en un entorno industrial y de mercado: han prosperado.
Sus familias tienen tres veces el tamaño medio estadounidense. Cuando afrontan
una competencia justa, sus granjas obtienen beneficios en “buenos y malos
tiempos”.
Su nivel de ahorro es
extraordinariamente alto. Sus prácticas agrarias, desde un punto de vista
medioambiental, son ejemplares, marcadas por una administración comprometida de
la tierra y por evitar los productos químicos y fertilizantes ratifícales.
Durante un tiempo en que el número de granjeros estadounidenses ha caído
abruptamente, las colonias agrícolas amish
se han extendido ampliamente, desde el sudeste de Pennsylvania a Ohio, Indiana,
Iowa, Tennessee, Wisconsin y Minnesota.
Probablemente sea cierto que
relativamente pocos estadounidenses contemporáneos elegirían vivir como los amish con una verdadera libertad de
elección. Pero repito que nadie puede estar muy seguro de cómo sería Estados
Unidos si se liberara de verdad a los ciudadanos del gobierno burocrático sobre
las familias que empezó a imponerse aquí, empezando con el aumento de la
escuela pública obligatoria.
Sin embargo, no tengo ninguna duda
de que bajo un verdadero régimen de libertad, las familias serían más fuertes,
los niños más abundantes y los hombres y mujeres más felices y satisfechos. Para mí, basta.
Allan Carlson, autor de The
Swedish Experiment in Family Politics and Family Questions: Reflections on the
American Social Crisis, es presidente del Howard Center en Rockford, Illinois.
Escribió este trabajo para la
conferencia de Williamsburg del Instituto Mises sobre “La economía política de
la burocracia”.