Por Henry Grady Weaver. (Publicado
el 10 de febrero de 2012)
Traducido del inglés. El artículo
original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5873.
[The
Mainspring of Human Progress (1943)]
El pagano tiene una visión
fatalista de la vida. Cree que el individuo está indefenso, que está
completamente a merced de las fuerzas despiadadas externas a sí mismo, que no
puede hacer nada para mejorar su situación.
La gran mayoría de la gente ha sido
siempre pagana. La mayoría sigue siendo pagana. La superstición está muy
asentada. Tiene sus inicios en los tiempos prehistóricos.
La mitología dice cómo los dioses
especiales estaban al cargo de todo lo que afectaba a la vida humana. Unos
dioses controlaban el trueno, otro los rayos, otros la lluvia. Otros
controlaban las estaciones, el botín de la cosecha, la multiplicación del
ganado y el nacimiento de los niños.
Había dioses del sol, del amor, de
los celos, del odio y de la guerra. Los dioses caprichosos y traviesos se
ocupaban de todo. Todo lo que podía hacer el hombre era ajustarse a ellos
haciendo sacrificios, humanos y de otro tipo, como dictaba la costumbre tribal.
En tiempos antiguos, los dioses
paganos se conocían con diversos nombres: Zeus, Isis, Osiris, Eros, Júpiter,
Juno, Apolo, Venus, Mercurio, Diana, Neptuno, Plutón, Marte. En tiempos
modernos, reciben nombres más modernos, pero la idea subyacente es la misma.
Desde el punto de vista pagano, el
hombre no se controla a sí mismo, no es responsable de sus propios actos. El
universo pagano es intemporal, permanente, estático. No existe el progreso.
Cualquier cambio aparente es meramente una ilusión humana. El hombre es pasivo.
Su lugar es fijo. No tiene libre albedrío. Su destino está marcado. Si trata de
resistirse, sus esfuerzos serán inútiles.
La creencia pagana es similar a la
de un niño muy pequeño. El bebé recién nacido aún no ha aprendido a
controlarse. Hay que darle unos golpes para que pueda respirar y durante mucho
tiempo se golpeará en lo ojos cuando trate de chuparse los pies. No puede
conseguir comida, se le alimenta. Está incómodo y se le de la vuelta. Calidez,
comodidad, limpieza: todo se lo da un poder exterior, enormemente más fuerte.
Este poder controla las condiciones
de su vida, pero no le controla a él.
¿Habéis intentado alguna vez hacer que un bebé deje de berrear cuando quiere
hacerlo?
Si lo bebés fueran capaces de
pensar y hablar, sin duda cualquier bebé (todos los bebés) dirían que algún
gran poder controla las vidas de los bebés. Pero los bebés crecen y con el
tiempo el bebé normal se convierte en un ser humano que se controla a sí mismo.
Aún así, a lo largo de toda la historia, incluidos los tiempos modernos, pocas
personas adultas han descubierto que son realmente libres.
Una antigua superstición
La mayoría de los seres humanos
acepta la antigua superstición de que no se controlan a sí mismos y no son
responsables de sus propios actos. Durante miles de años, la mayoría ha creído
siempre que los hombres son sujetos pasivos controlados por alguna autoridad
sobrehumana o superior al individuo, y durante miles de años, la humanidad ha
pasado hambre.
Una de las más antiguas, si no la
más antigua, de las adoraciones paganas se basaría en la idea de que el destino
humano está controlado por la voluntad general de la tribu, en lugar de por la
iniciativa y libre albedrío de las personas que constituyen la tribu. Es verdad
que los seres humanos deben intercambiar ayuda mutua entre sí en este planeta
inhóspito y peligroso. Tal vez por un difuso sentimiento de este parentesco
natural (la hermandad de los hombres), los salvajes en tiempos prehistóricos
llegaron a creer que estaban gobernados por el espíritu del Demos, una voluntad supraindividual de
la “masa”, dotada de un poder y autoridad omnipotentes.
El bienestar de este ser místico se
llama “el bien común”, que se supone que es más importante que el bien del
individuo, igual que la salud de un cuerpo humano es más importante que el vida
en cualquier célula de éste. Es en este concepto donde encontramos el origen de
los sacrificios humanos a los dioses paganos. Nadie duda en destruir las
células del pelo de su cabeza o las uñas de sus dedos o pies. No son importantes
en sí mismas. Su único valor es su uso para el cuerpo en su conjunto. Así, para
ese “bien común” se sacrifican sin pensarlo un momento y sin pesar.
Fue precisamente por ese espíritu
por el que el antiguo sacerdote azteca clavaba un cuchillo en la víctima humana
en el altar y, con cánticos sagrados, sacaba el corazón sangrante. Por esenismo
espíritu, los cretenses sacrificaban a sus hijas más queridas al toro minoico y
los cartagineses quemaban a sus bebés vivos para aplacar al gran dios, Moloch.
Realmente algunos insectos sí
parecen estar controlados por una autoridad exterior a ellos. Por ejemplo, a
las abejas parece faltarles la fe en sí mismas y la iniciativa individual. Una
voluntad de enjambre parece controlarlas. La vida de la abeja se emplea en un
duro trabajo altruista y constante. El propio enjambre parece ser la criatura
viviente. Si se quita la reina, mueren cien mil abejas, igual que muere un
cuerpo sin cabeza.
El hombre frente a la abeja
Los colectivistas, antiguos y
modernos, dicen que la sociedad humana debería organizarse como la colmena. En
cierto modo, es un concepto atractivo, al menos para los teóricos, incluyendo a
la mayoría de los escritores profesionales. Es mucho más sencillo suponer que
los seres humanos se “quedan así” o que debería haber alguna autoridad superior
que les haga quedarse así. Pero pensar así es pensar como una abeja (si es que
una abeja realmente piensa).
El hecho llano del asunto es que
los seres humanos, con sus esperanzas y aspiraciones y la facultad de razonar,
son muy distintos de las abejas. El hombre combina una curiosidad consciente
con las lecciones de la experiencia y, cuando se le permite hacerlo, hace que
la combinación proporcione continuos dividendos. Frente a los animales
inferiores, se incluye a sí mismo y a sus asuntos sociales dentro de su ámbito
de curiosidad.
Las abejas, a lo largo de eras,
continúan actuando como autómatas y siguen construyendo las mismas celdas de
cera. Pero la sociedad humana está hecha de relaciones impredecibles entre personas
individuales. Es un chico conociendo una chica, la Sra. Jones telefoneando a la
Sra. Smith, Robinson comprando un puro, el conductor deteniéndose a comprar
gasolina, el ministro haciendo su ronda de llamadas, el cartero entregando
correo, el cabildero dando una propina al botones y reuniéndose con un
congresista, el escolar comprando chicle, el dentista diciendo “Abra, más la
boca, por favor”. La sociedad son las innumerables relaciones de personas en su
infinita variedad en el espacio y el tiempo.
El propósito de la sociedad
¿Y cuál es el elemento constante en
todas estas relaciones? ¿Por qué quiere una persona conocer a otra? ¿Cuál es el
propósito humano en la sociedad?
Es intercambiar un bien por otro
bien más deseado. Desde una base personal, es un asunto de beneficiarte
obteniendo algo que deseas de otra persona que, al mismo tiempo, se beneficia
obteniendo algo que desea de ti. El objeto de dichos contactos es el
intercambio pacífico de beneficios, ayuda mutua, cooperación, en beneficio de
cada persona. La suma incalculable de todos estos encuentros es la sociedad
humana, que es sencillamente todas las acciones humanas individuales que
expresan la hermandad de los hombres.
Explicar el bienestar y las
responsabilidades de la sociedad como un todo abstracto, como si fuera una
colmena de abejas, es una supersimplificación y una fantasía. El mundo humano
real está hecho de personas, no de sociedades. El único desarrollo humano es el
autodesarrollo de la persona individual. ¡No hay atajos!
Pero incluso hoy, muchas personas
civilizadas (gente agradable, con cultura, amable y educada, nuestros amigos y
vecinos, casi todos nosotros en algún momento u otro) hemos albergado la
creencia pagana de que el sacrificio de la persona individual sirve para un
bien superior. La superstición se basa en el faso ideal del altruismo (que
destaca la conformidad con la voluntad de la masa) frente a las virtudes
cristianas de la autoconfianza, la mejora propia, la fe propia, el respeto a sí
mismo, la autodisciplina y una reconocimiento de las obligaciones propias, así como de los derechos propios.
Ese pensamiento se promueve bajo la
bandera del reformismo social, pero da lugar a tiranos del “buenismo” (los
führer, los dictadores, los señores) que asesinan a sus propios súbditos, la
misma que busca en ellos una vida más abundante y protección contra daños.
Hoy en día esas matanzas se
califican como “liquidación”, “purgas”, “ingeniería social”, pero se defienden
sobre la base de la barbarie pagana: un sacrificio bajo la coartada de lo que
se afirma que es el “bien común”.
El humanitario con la guillotina
En su perspicaz libro The God of the Machine,
Isabel Paterson señala importantes distinciones entre la bondad cristiana
dirigida hacía el alivio de las aflicciones y los erróneos esfuerzos de quienes
harían de ella un vehículo para su propio engrandecimiento.
Apunta que la mayoría de los
grandes males del mundo los ha causado gente bienintencionada que ignoraba el principio
de la libertad individual, excepto la aplicada a ella misma y que estaba
obsesionada con celo fanático con mejorar a la humanidad dentro de la masa a
través de alguna fórmula propia. “Es en este momento”, dice,
“cuando el humanitario prepara la guillotina”.
Aunque impulsado por buenas
intenciones, un programa así, es normalmente el resultado de la egomanía
estimulada por la autohipnosis. Como se ha indicado antes, se basa en esta
idea: “Tengo razón. Quienes están en desacuerdo no la tienen. Si no se les
puede obligar a alinearse, deben destruirse”.
El egoísmo, un rasgo humano
natural, es constructivo cuando se mantiene dentro de unos límites. Pero es muy
presuntuoso que cualquier hombre mortal suponga que está dotado de una
capacidad tan fantástica como para gestionar los asuntos de sus congéneres
mejor que ellos, como individuos, puedas gestionar sus propios asuntos.
Como observa Paterson, el daño
hecho por los criminales, asesinos, gángsteres y ladrones comunes es mínimo
comparado con el sufrimiento infligido a seres humanos por los “buenistas”
profesionales, que intentan mostrarse como dios en la tierra que impongan
despiadadamente sus opiniones a todos los demás, con la correspondiente
seguridad de que el fin justifica los medios.
Pero es un error suponer que los
buenistas no sean sinceros. El peligro reside en el hecho de que su fe es igual
de devota y ardiente como la del antiguo sacerdote azteca.
Henry Grady Weaver (1889-1949)
trabajó como mecánico, vendedor y dibujante antes de ser director de
investigación de clientes para General Motors. Por esa labor apareció en la
portada del 14 de noviembre de 1938 de la revista Time. Fue conocido
principalmente por su obra The
Mainspring of Human Progress.
Este artículo está extraído del capítulo 4 de The Mainspring of Human Progress