Por H.A. Scott Trask. (Publicado el 8 de agosto de 2003)
Traducido del inglés. El artículo
original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/1296.
Una suposición que domina los
estudios históricos estadounidenses es que la riqueza y la prosperidad del país
serían mucho menores sin la existencia de un poderoso gobierno central. Este
tema es una parte de una ortodoxia, ahora internacional, más grande que dice
que las jurisdicciones políticas más grandes, mientras sean “democráticas”,
potencian la libertad y el crecimiento económico, mientras que las más pequeñas
los dificultan.
En Europa, las élites apoyan un
gobierno paneuropeo como la vía dorada a un futuro más brillante y rico. Otros
van más allá, como el corresponsal del Atlantic
Monthly, Robert D. Kaplan, y argumentan que un eventual “gobierno mundial”
es al tiempo inevitable y deseable. Kaplan, cuyos libros son leídos por altos
cargos de los gobiernos y periodistas, cree que los mercados libres, la
democracia y la libertad florecerán bajo un régimen mundial.
La verdad es muy diferente. Toda la
historia atestigua que la centralización y concentración del poder alimenta el
despotismo. En la historia de la civilización europea, libertad y civilización
han prosperado cuando el poder político ha estado disperso y controlado.
Comparemos las ciudades-estado griegas con el políglota imperio alejandrino, la
República Romana con el Imperio Romano extendido por el mundo, la Europa
medieval con la Europa del siglo XX. Siendo como es la naturaleza del ser
humano, se ha abusado, y siempre se hará, del poder irresponsable y sin control
y no hay mejor manera de hacer opresivo el poder del estado que concentrándolo
en lugar de dispersándolo.
Si vuestros hijos acuden a una
universidad pública o privada en este país, se les enseñará que el Presidente
Roosevelt “salvó” al capitalismo de sí mismo con su programa legislativo del
New Deal en la década de 1930. También les enseñarán como una verdad
incuestionable que los federalistas rescataron a la incipiente economía
nacional de un colapso inminente durante la década que siguió a la Guerra de
Independencia (la de 1780), una década descrita ominosamente por los
historiadores estatistas (¿los hay de otro tipo?) como “el periodo crítico”.
Aprenden que estos años fueron una consecuencia tumultuosa y trágica de la
Revolución. Sin una fuerte autoridad central, el país estaba convulso y confuso
por la violenta rebelión interna, el estancamiento económico, el mezquino
gobierno de “hombre malos” (es decir, de mentalidad estrecha y egoístas) y la
debilidad nacional mostrada ante los agresivos rivales comerciales. En este
desesperante vacío, apareció un brillante grupo de líderes abiertos de mente,
previsores, desinteresados y nacionalistas que se dieron cuenta de que el
impotente e inepto gobierno de la Confederación no tenía los poderes para
ocuparse de la crisis y llevar al país al futuro regulado y gestionado
centralizadamente. Consecuentemente, realizaron una revolución constitucional
que descartaba los Artículos de la Confederación y los reemplazaba con un
amplio fuero de poder nacional, descrito falsamente como federal, que mediante
impuestos, regulaciones y promociones (¡es decir, subsidios!) rescató la
economía y puso los sólidos cimientos para el futuro crecimiento y prosperidad
de Estados Unidos. Los estudiantes se gradúan pensando que si no hubiera sido
por la Constitución federal, estaríamos todos sentados en el porche de nuestra
cabaña escupiendo tabaco, bebiendo whisky hecho en casa y pegando a nuestro
perro.
La interpretación histórica
prevalente del país bajo los Artículos de la Confederación es un ejemplo del
daño que ha producido la ignorancia de la economía en varias generaciones de
historiadores. Consideremos la obra de Richard B. Morris, el historiador de la
Universidad de Columbia, cuyo libro The Forging of the Union, 1781-1789
(1987) se considera el relato estándar de esa década. Morris atribuye la
depresión de la posguerra (1784-88) a cuatro causas: el “dumping” de los bienes
británicos de bajo coste sobre el mercado estadounidense (imaginad el descaro
de esos taimados británicos: ¿les derrotas en la guerra y luego te hacen esto?), el cierre de las Indias
Británicas Occidentales y otros mercados extranjeros a los bienes
estadounidenses, una oferta monetaria desregulada (no está claro si Morris
piensa que el problema era que había demasiado o demasiado poco dinero: aparentemente cree que solo los Solón y
Greenspan destinados a dirigir el
gobierno federal sabían la cantidad correcta)
y la falta de un gobierno nacional por poder de fijar impuestos y regulaciones
(el horror, el horror).
Para Morris, la convocatoria de una
convención constitucional era una necesidad
reconocida por casi todos. “Empresarios, mecánicos y artesanos veían al
gobierno de la Confederación incapaz de
controlar la oferta monetaria, pagar los intereses de la deuda pública o
regular y estimular el comercio exterior e interior. No sorprende que estos
grupos reconocieran la acuciante necesidad de establecer un gobierno
centralizado más fuerte”.
La economía estaba empezando a
prosperar de nuevo en 1788, el año en que se ratificó la Constitución, y Morris
naturalmente da el mérito del cambio al nuevo gobierno. “La ratificación de la
Constitución federal parece haber establecido la base para una recuperación
económica”. No se le ocurrió que la recesión debía acabar alguna vez o que su
final se debiera a causas no relacionadas con la creación de una nueva
autoridad nacional.
Nuestras dos mejores guías de la
década de 1780 son los dos pocos historiadores estadounidenses que entienden la
economía y son verdaderos liberales: William Graham Sumner y Murray Rothbard.
Aunque Sumner era un nacionalista y un antidemócrata que estaba a favor de la
nueva constitución por otras razones, entendía tan bien como Rothbard que la
depresión de la década de 1780 no se debió a la falta de un gobierno central
poderoso. Ambos explican que tras la guerra había una gran demanda contenida de
bienes británicos, que se preferían a todos los demás, incluyendo los locales,
tanto por su calidad como por su bajo precio.
También había una abundancia de
metálico en el país, debido a los desembolsos franceses y británicos, el
comercio con La Habana y los préstamos franceses y holandeses de moneda fuerte.
Sin embargo, había asimismo una gran cantidad de papel moneda aún en
circulación. Como el papel moneda servía como principal medio de circulación,
los comerciantes enviaban mucho del metálico del país al exterior para ayudar a
pagar sus grandes importaciones de bienes de capital y consumo. Al no tener
tarjetas de crédito, el consumidor estadounidense estuvo pronto “a dos velas” y
los mercaderes se encontraron en poder de grandes existencias de mercancías sin
vender.
Al mismo tiempo, había muchos
fabricantes y mecánicos cuyos negocios habían sido rentables solo durante el
las condiciones autárquicas de tiempo de guerra: Ahora que se había recuperado
la paz y el comercio, tenían problemas. Un factor negativo adicional era la
decisión británica de dejar a los estadounidenses fuera de su sistema colonial
tras la guerra. Los estadounidenses encontraron cerradas para ellos la Indias
Occidentales Británicas, prohibidos los caladeros del Atlántico norte y el
mercado interior británico severamente restringido. (Por supuesto, los
británicos se perjudicaban a sí mismos con estas restricciones, pues los
estadounidenses no podían comprarles, pero estaban actuando de acuerdo con la
lógica del mercantilismo y probablemente de la revancha). Un factor final
fueron las sostenidas pérdidas de capital y las deudas incurridas durante la
guerra. Las pérdidas de capital tenían que asumirse y pagarse las deudas.
En suma, los estadounidenses
estaban sufriendo los efectos naturales de una larga guerra financiada con
deuda e inflación y exacerbados por la continuación de la circulación de papel
moneda inconvertible. Como registra Sumner, “la miseria era grande en todo el
país, debido al papel moneda y la deuda y las pérdidas de la guerra”. La depresión
posbélica fue un periodo necesariamente duro durante el cual los
estadounidenses se reajustaron a nuevos patrones de comercio y realidades
económicas, pagaron deudas y arreglaron los daños y olvidos ocasionados por la
guerra. Ningún gobierno podría haber eliminado estos hechos de la vida con
legislación o regulación.
Los estadounidenses, llenos de
crecientes esperanzas desatadas por la Revolución, querían creer otra cosa,
pero no había sustitutivo político del trabajo duro, la reconstrucción, la autorrenuncia
y la paciencia. Lamentablemente, como es tan habitual en nuestra historia,
muchos buscaron panaceas políticas para escapar de las realidades económicas.
Mecánicos y fabricantes pedían a sus parlamentos estatales aranceles
protectores para excluir los más baratos bienes de fabricación británica.
Constructores y propietarios de navíos cabildeaban buscando leyes de navegación
para excluir a los barcos británicos de los puertos estadounidenses y los
exportadores del sur y los mercaderes del norte reclamaban una legislación de
represalia para obligar a abrir los cerrados mercados británicos. Los granjeros
reclamaban que se emitiera y entregara papel moneda bajo la garantía de los
terrenos. Solo unos pocos años después de la independencia, los estadounidenses
estaban tratando de replicar las características principales del sistema
colonial y mercantil británico del cual acababan de librarse.
Con su habitual perspicacia, Sumner
observa cómo el desplome de los precios y la postración de los negocios que sigue
a un periodo de inflación en la moneda llevó a un movimiento a favor de
aranceles protectores, estableciendo un patrón recurrente. Ésta fue la primera
ocasión, pero en modo alguno la última, “en la que los errores monetarios se
vieron entremezclados con errores en el comercio exterior, una combinación que
se ha producido a lo largo de toda nuestra historia hasta hoy [1876] y que ha
producido daños”. El pánico y la depresión de 1819 daría lugar a un movimiento
proteccionista que culminaría con los altos aranceles de 1824 y 1828. El pánico
de 1827 y la depresión de 1839-43 revivirían de nuevo el proteccionismo, lo que
llevó a los aranceles de 1842.
Sumner también observa que siempre
que la economía ha flaqueado, muchos echan la culpa al comercio exterior por
quitar de alguna manera la riqueza al país. Por ejemplo, James Madison advertía
en 1786 acerca de “la presente anarquía del comercio”. Echaba la culpa de la
“balanza desfavorable” del comercio por “quitarnos nuestros metales” y crear
“pretextos para la perniciosa sustitución del papel moneda”. Madison los
entendía exactamente al revés. Era el hábito de emplear papel moneda lo que
estaba mandando los metales preciosos de la nación al exterior., ya que la
moneda no circulará junto con papel de denominación similar. La solución de
Madison a la “anarquía” comercial era un gobierno nacional con el poder de
regular el comercio y la oferta monetaria. No sorprende que Madison fuera uno
de los autores del arancel de 1789. Como presidente, sancionaría el arancel de
1816 y la concesión del segundo banco nacional.
Mercantilismo de estado durante la década de 1780
En 1785 y 1786, New Hampshire,
Rhode Island, Massachusetts y Pennsylvania aprobaron aranceles sobre
manufacturas extranjeras de un 15% de media. También fijaron impuestos a
“artículos de lujo” importados para disminuir la fuga de metálico. Durante los
siguientes dos años, extendieron los gravámenes hasta el 25%. El comentario de
Sumner sobre esa legislación es devastador y perspicaz: “Al volver la paz, [las
nuevas manufacturas estadounidenses] estaban postradas y empezó una protesta
(…) de que el país no podría soportar el libre comercio y que debía hacer lo
que siempre había hecho Inglaterra, es decir, imitar el viejo sistema
restrictivo. La reclamación real era que debía encontrarse alguna forma en
derecho que el pueblo estadounidense continuara, por voluntad propia, sufriendo
los males que le había infligido la guerra”. Los males a los que se refería
eran los altos precios y los mercados restringidos.
Cuando los gravámenes
discriminatorios fracasaron en reavivar la languideciente economía del norte,
sus defensores echaron la culpa a la falta de uniformidad y aplicación en toda
la confederación, pues los estados del sur tenían aranceles muy bajos y sus
ciudadanos continuaban comprando productos británicos más baratos y mejor
hechos. El historiador económico Curtis P. Nettles, que era un buen historiador
pero un mal economista, apuntaba con reproche que los parlamentos del sur “no
imponían gravámenes proteccionistas adecuados para beneficiar las exportaciones
del área norte. Por tanto, se dedujo que solo una ley arancelaria federal
podría ofrecer el tipo de protección que buscaban muchos fabricantes”.
Hay amplia evidencia de que los
fabricantes del norte apoyaron la Constitución federal porque esperaban
capturar el mercado del sur mediante
aranceles nacionales uniformes. La primera correspondencia de Alexander
Hamilton como secretario del tesoro bajo
Washington está llena de quejas de que los estadounidenses continuaban
comprando en el exterior y solicitudes de tasas. Así, aunque la continuación
estableció una zona de libre comercio entre
los estados, también creó un mercado cerrado o cautivo, en el que los
estadounidenses serían libres de comprar dentro, pero no fuera.
Historiadores como Morris y Nettles
sostienen que sin una Constitución federal el comercio entre los estados se
habría visto dificultado por una multitud de aranceles restrictivos y
regulaciones comerciales de los estados. Rothbard fue uno de los pocos en ver
que no podía haber sido el caso debido a la proximidad geográfica, así como a
los lazos culturales, lingüísticos y étnicos entre estados. La confederación
estadounidense estaba destinada a convertirse en un área de libre comercio, incluso sin una unión consolidada.
Hamilton, en el número 12 de El
Federalista, no podía sino admitir, y
quejarse, de que debería ser así. Le preocupaba que la multiplicidad de
jurisdicciones estatales mantuviera los aranceles demasiado bajos y variables como para obtener ingresos suficientes
o provisionar la promoción industrial.
La situación relativa de estos
estados, el número de ríos que los cruzan y las bahías que bañan sus orillas,
la facilidad de comunicación en todas direcciones, la afinidad de lengua y
costumbres, los hábitos familiares de interacción, todas son circunstancias que
contribuirían a hacer algo de poca dificultad un comercio ilícito entre ellos y
aseguraría frecuentes incumplimientos de las regulaciones comerciales de cada
uno. Los estados o confederaciones independientes necesitarían un celo mutuo
para evitar las tentaciones de ese tipo de comercio por lo bajo de sus
gravámenes. (Hamilton)
En otras palabras, bajo el gobierno
de la Confederación, ningún estado ni grupo de estados podía establecer aranceles
demasiado altos sobre bienes importados o interestatales por miedo a provocar
el contrabando o perder comercio con otros estados. Por ejemplo, si la ciudad
de Nueva York aumentara demasiado el coste de los bienes importados mediante
aranceles, Connecticut podría comprar esos bienes en Boston y Nueva Jersey
podía comprarlos en Philadelphia. Sin embargo, bajo un gobierno central con
poder para fijar tipos nacionales uniformes, los tipos arancelarios podrían triplicarse sin consecuencias.
Por tanto, es evidente que un
gobierno nacional sería capaz, con mucho menos coste, de extender los
gravámenes sobre las importaciones sin comparación, más de lo que sería
practicable por los estados por separado o por cualquier confederación parcial.
Por tanto creo que puede afirmarse con seguridad que estos gravámenes no han
excedido de media en ningún estado el 3%. En Francia se estima que son de
alrededor del 15% y en Gran Bretaña se excede esta proporción. Parece no haber
nada a obstaculizar su existencia en este país para al menos triplicar su valor
presente. (Hamilton)
La inutilidad de aplicar
legislación mercantilista dentro de una política confederada también se
demostró respecto de las leyes de navegación. En 1784, los parlamentos del
norte empezaron a penalizar a los barcos británicos imponiendo tasas
adicionales a los bienes importados en barcos británicos. New Hampshire,
Massachusetts y Nueva York doblaron los aranceles a los bienes que llegaban en
barcos británicos mientras que Rhode Island los triplicó. Para asegurarse de
que un barco británico sería tan raro a la vista en su puerto como un junco
chino, New Hampshire, Massachusetts y Rhode Island llegaron a prohibir que los
barcos británicos transportaran exportaciones estadounidenses. Sin embargo, a
pesar de su severidad, ninguna de estas leyes resultó eficaz y a los dos años
de su aprobación los estados las derogaron. Nettles explicaba que dichas leyes
“resultaron ser defectuosas cuando las usaban solo unos pocos estados”.
Aparentemente, animaba a los armadores
británicos a ir a estados cercanos y utilizarlos como bases para distribuir
bienes europeos y obtener productos estadounidenses. La disponibilidad de
Connecticut a recibir navíos británicos sin someterlos a las sanciones obligó
en la práctica a Rhode Island a suspender su ley, para no perder comercio ante
su vecino occidental. Igualmente la asamblea de New Hampshire suspendió su ley
hasta que Nueva York y Connecticut adoptaran leyes similares. De otra forma,
mucho del comercio de New Hampshire se desviaría de Portsmouth a la ruta del
Río Connecticut. Massachusetts derogó su ley en julio de 1786 porque, como
explicaba el Gobernador Bowdoin, otros estados, rechazando cooperar, habían
tratado de usarla para su propia ventaja. (Nettles)
En otras palabars, bajo la
Confederación las leyes de navegación eran infructuosas. Sumner creía que darse
cuenta se esto creaba un poderoso motivo para que los armadores del norte
apoyaran la nueva constitución. “Los estados orientales querían la Constitución
principalmente para obtener una ley así [es decir, una ley uniforme de
navegación]”.
Financiando deuda federal y estatal
La Guerra de Independencia impuso
al país una enorme deuda. En 1784, la deuda federal total era de casi 40
millones de dólares. De esa suma, 8 millones se debían a franceses y
holandeses. De la deuda interna, los bonos públicos, conocidos como
certificados de la oficina de préstamos, comprendían 11,5 millones, los
certificados de intereses debidos 3, 1 millones y los certificados
continentales, 16,7 millones. Los certificados eran billetes sin interés
emitidos por suministrados adquiridos y para pagar soldados y oficiales. Para
pagar el interés y el principal de la deuda, el Congreso había propuesto dos
veces una enmienda a los Artículos
otorgándole el poder de imponer un gravamen del 5% en las importaciones, pero las enmiendas
requerían el consentimiento de los trece estados. Rhode Island y Virginia
rechazaron el plan impositivo de 1781, mientras que Nueva York rechazó el plan
revisado de 1783. Sin ingresos, salvo las magras requisas voluntarias de los estados, el Congreso no podía ni siquiera pagar
los intereses de su deuda pendiente. Entretanto, los estados no conseguían o
rechazaban cumplir con las requisas que les solicitaba el Congreso.
Aunque la mayoría de los
historiadores han considerado a estos fracasos como la evidencia de la
imbecilidad del gobierno de la Confederación y el egoísmo de los estados, al
menos uno, Sumner, consideró que los “no” eran justificables y alabables. En su
opinión, la oposición creía que no podía confiarse en que el Congreso usara sus
nuevos ingresos solo para pagar
intereses de la deuda y amortizar gradualmente el principal. Creían que muchos
de los fondos irían a la construcción de una innecesaria burocracia
funcionarial. “Entre 1783 y 1789, el Congreso Continental reclamó año tras año
al pueblo sumas de dinero para establecer una paz muy lejos de lo que era
necesario y (…) el pueblo, al rechazar los fondos, obligó a la retirada o
abandono de las principales características de una gran estructura civil, que
en realidad no se necesitaba”. Hurra.
Debido al retraso e incertidumbre
del pago final, el valor de los certificados se depreció significativamente. La
variedad de la oficina de préstamos cayó hasta los 20 centavos por dólar
mientras que los certificados continentales cayeron a diez centavos. La mayoría
de los estadounidenses que habían recibido los certificados eran granjeros,
vendedores, pequeños comerciantes y veteranos de baja renta. Necesitaban
efectivo para llevar sus negocios o granjas, alimentar una familia o
sencillamente sobrevivir. Mentenerlos esperando “una subida” simplemente no era
una opción. Tenían que venderlos por lo que pudieran conseguir. Por tanto, a
mediados de la década de 1780, unos pocos especuladores ricos tenían la mayoría
de los certificados continentales. Una parte bastante mayor de los certificados
de la oficina de préstamos seguía en manos de sus dueños originales, pero
incluso estos tendían a concentrarse en menos manos.
Aunque los tenedores de títulos
públicos tenían un interés directo y evidente en una nueva autoridad nacional
con capacidad de obtener fondos para pagar el interés y principal en metálico,
los historiadores han debatido vigorosamente la importancia de esta motivo en
el movimiento por una Constitución nacional. El historiador progresista Charles
A. Beard sacudió, sacudió, a la
nación en 1913 con la publicación de su Economic
Interpretation of the Constitution of the United States. Apuntaba que
quienes querían un nuevo gobierno nacional estaban personalmente interesados en
el resultado considerando que se beneficiarían económicamente si se ratificaba.
Beard apuntaba que “grandes e importantes grupos de intereses económicos se
veían afectados adversamente por el sistema de gobierno bajo los Artículos de
la Confederación, a saber: los de títulos públicos, navieras y fábricas, dinero
a interés, en resumen, el capital frente a la tierra”. Después de fracasar en
fortalecer los Artículos mediante enmiendas, los líderes de estos grupos se
unieron en pos de un esfuerzo por instituir un nuevo gobierno con los poderes
de aumentar los impuestos, financiar la deuda, aplicar aranceles y leyes de
navegación.
Uno habría pensado que Beard
sencillamente había indicado la verdad evidente del asunto, por muy oscurecida
que estuviera por la iconografía y el patriotismo ciego. Con solo la
correspondencia de Alexander Hamilton, uno de los hombres principales en el
movimiento por una constitución nacional, parecería confirmarse la tesis de
Beard. En una carta de 1781 a Robert Morris, afirmaba que “una deuda nacional
(…) sería para nosotros una gran bendición. Sería un poderoso cemento para
nuestra unión”. Como secretario del tesoro del nuevo gobierno en 1790, defendió
la asunción federal de la deuda existente justificándola en “su tendencia a
fortalecer nuestro gobierno niño aumentando el número de ligamientos entre el
gobierno y los intereses de los individuos”.
Además, aparte de buscar su
beneficio político. Hamilton creía que financiar las deudas revolucionarias en
todo su importe y asumir las de los estados crearía “un capital en las
obligaciones públicas antes de vencidas y (…) lo convertiría en un poderoso
instrumento de la empresa mercantil y otras industrias”. Sumner ridiculiza la
idea de Hamilton de que financiar la deuda pública creara capital en forma de
bonos. Dichos bonos no representaban
nada salvo la promesa del gobierno de recurrir al capital real del país
mediante impuestos.
Hamilton no era solo un
nacionalista sino un mercantilista anglófilo que creía que la deuda financiada
de Inglaterra, el banco nacional, los aranceles proteccionistas y las leyes de
navegación eran el fundamento de esa
prosperidad comercial, manufacturera y naval del reino. Quería replicar no solo
las características clave de la constitución británica sino toda la
construcción mercantil, fiscal y financiera británicas. Sumner concluía que los
escritos de Hamilton “mostraban una notable cantidad de confusión respecto del
dinero, el capital y la deuda, en la mente de un hombre que tiene una gran
reputación como financiero”.
Las últimas dos generaciones de
historiadores han rechazado la tesis de Beard como conspiratoria y simplista.
Uno de los mejores, Forrest McDonald, un neo-federalista, incluso escribió un
libro entero, We the People (1992)
supuestamente refutando a Beard y reivindicando las intenciones desinteresadas,
generosa y nobles de los que estaban detrás de la redacción y ratificación de
la Constitución. Aunque McDonald consigue apuntar dónde exageró Beard su
defensa o no explicó la completa complejidad y mezcolanza de motivos tras el
movimiento nacionalista, fracasa completamente en desacreditar la tesis de
Beard. Por el contrario, su investigación tiende a confirmarla en muchos
puntos. Los tenedores de títulos públicos eran una fuerza importante a favor de
la Constitución en Connecticut, Massachusetts y otros estados del este.
Entretanto, los historiadores
socialdemócratas, encontrando a la historia económica aburrida y dura y la
investigación primaria bastante consumidora de tiempo, emplearían en su lugar
su tiempo en proyectar sus fantasías igualitarias en los redactores, de quienes
dicen que eran realmente feministas y abolicionistas ocultos que colaron
sabiamente una Constitución “cargada” bajo la no sospechosa pero
encantadoramente crédula nación. Crearon un documento “aparentemente ajeno” que
con el tiempo podría utilizarse para obligar
a la igualdad racial y de género y los programas de bienestar, sobre una
sociedad profundamente malvada, patriarcal y racista, una especie de revolución desde lo alto al estilo
bolchevique.
Nettels resume los cinco beneficios que Hamilton y sus
compañeros mercantilistas creían que conseguirían con los bonos públicos a
largo plazo. (Sigue mi crítica en cursiva). Primero: los bonos proporcionarían
una inversión segura, que daría intereses. Verdad,
pero solo al precio de desviar capital de la empresa privada a proyectos
públicos. Segundo, los empresarios podían usarlos como colateral para
préstamos. Verdad, pero el mismo título
estimularía una menor cautela por parte de prestamistas y por supuesto
obligaría al contribuyente a resarcir las pérdidas de los malos préstamos.
Tercero y cuarto, podían utilizarse para comprar bienes de capital y liquidar
deudas en el exterior. Sí, pero ¿y qué?
Letras de cambio y metálico podrían hacer lo mismo y podrían hacerlo sin
obligar a los contribuyentes a pagar la cantidad implicada. Quinto, al
servir como sustitutivo de la moneda para grandes pagos, aumentaría la oferta
monetaria local. Aquí aparece las
aparentemente inerradicable mentira de que multiplicar la divisa aumenta la
riqueza y la prosperidad.
Rothbard empezó pero nunca completó
el quinto volumen de su serie de la historia de Estados Unidos Conceived in Liberty. En el fascinante y
brillante fragmento que persiste, sugiere que el Congreso de la confederación
debería haber dividido la deuda federal entre los estados de acuerdo con su
población. Cita al historiador E. James Ferguson, que apunta: “La idea era
soberanamente práctica” y “estaba de acuerdo con la naturaleza [confederal] de
la Unión y las predilecciones de los estados”. Incluso empezó a llevarla a la
práctica. A finales de 1786, Nueva York, Pennsylvania y Maryland habían asumido
cerca de 9 millones de dólares en títulos federales (intercambiándolos por
títulos estatales), casi un tercio del total. Los nacionalistas no estaban
dispuestos a consentir una resolución como ésa, pues les privaría del apoyo de
las clases inversoras. De nuevo Ferguson: “El Congreso se habría quedado sin
funciones y pocas razones para reclamar mayores poderes. Los acreedores se
habrían atenido a los estados y no habrían quedado ingredientes para atraer a
las clases propietarias al gobierno central”.
Rothbard escribe: “Así que a
finales de 1786 el programa nacionalista estaba en completa desbandada”. El
Congreso no había asegurado un impuesto federal o una ley de navegación. “Sus
requisas estaban fracasando y su deuda pública ávidamente asumida iba mermando
rápidamente por los estados y no podía ni siquiera cumplir con ninguno de los
pagos de sus 10 millones de dólares en deuda extranjera. Al faltar un ingreso
federal independiente, el curso natural habría sido la desintegración del
crédito y el poder federal y una reanudación de las políticas descentralizadas
que habían sido la consecuencia inicial y la promesa de largo alcance de la
Revolución Americana”.
Algunos han apuntado la posibilidad
de que si los estados hubieran asumido la deuda federal, muchos se habrían
retirado ante su actual valor depreciado en el mercado, pues algunos estados
(por ejemplo, Virginia) estaban retirando así las deudas de su estado. Afirman
que esto habría sido injusto para los acreedores originales. Aún así, como
apunta Rothbard, la mayoría de la deuda continental ya no estaba en manos de sus
propietarios originales. Pagándola a su valor nominal completo simplemente
habría conferido una enorme subvención a las ricas clases inversoras. En otras
palabras, habría constituido una enorme transferencia de riqueza (mediante
impuestos) de las clases mecánicas y agrarias a los mercaderes y especuladores
que habían comprado la deuda por una fracción de su valor facial. El granjero y
el soldado a los que se les había pagado por su capital y trabajo con un
certificado depreciado, que habían tenido que vender para vivir, habría sido
por tanto doblemente erróneo, primero por ser una confiscación y después por
ser un impuesto. Solo los propietarios originales de los certificados de la
oficina de préstamos tenían derecho a una completa recompensa.
La rebelión de Shay y la ratificación de la Constitución
Lamentablemente, los nacionalistas
aprovecharon una rebelión precipitada, la de Daniel Shay, un antiguo oficial
del ejército continental. Shay y otros líderes lideraron un levantamiento de
granjeros angustiados de Massachusetts occidental que se quejaban de los duros impuestos
indicados para pagar el interés y principal (a su valor facial en metálico) de la deuda de guerra del
estado. Durante una depresión económica, con los precios agrícolas bajos y los
mercados extranjeros cerrados, el gobierno del estado estaba gravando a los
granjeros (que solo podían pagar con moneda fuerte) para pagar a los ricos
acreedores orientales que habían prestado papel depreciado (aceptado por todo su valor facial) al
gobierno del estado para bonos durante la guerra.
Los granjeros no podían pagar o no querían
pagar, y cuando no lo hacían, los jueces del estado se apresuraban a confiscar
sus granjas. Los granjeros se organizaron en una milicia y fueron a los tribunales,
que hicieron cerrar. Viendo una oportunidad, los líderes nacionalistas se apresuraron
a presentar erróneamente los agravios y objetivos de los insurgentes. Afirmaban
que los partidarios de Shay y grupos similares en otros estados, eran
inflacionistas radicales, comunistas y niveladores dispuestos a defraudar a sus
acreedores y redistribuir la propiedad, en lugar de ser lo que eran en
realidad, rebeldes propietarios anti-impuestos que querían mantener sus
granjas.
Evidentemente, los nacionalistas
querían asustar al país para que apoyara un gobierno más vigoroso. George
Washington estaba aterrado. “Nos dirigimos rápidamente hacia la anarquía y la
confusión”, escribía. Sus amigos nacionalistas hicieron todo lo que pudieron
para aumentar su terror. Henry Knox escribió a Washington sobre los partidarios
de Shay que “su credo es que la propiedad de Estados Unidos”, al haber sido
liberada de las exacciones británicas “por los esfuerzos conjuntos de todos, tendrían que ser propiedad común
de todos”. Esto era completamente
falso, pero coló. Washington aceptó ser el oficial presidente de la convención constitucional.
Más tarde, Madison en el número 10 de El
Federalista advertía de que sin el fuerte brazo de un gobierno central
vigoroso, los estados serían vulnerables a movimientos motivados por “una ira
por el papel moneda, por una abolición de las deudas, por una división igual de
la propiedad” y por otros “proyecto[s] impropio[s] o perverso[s]”. El
historiador de Massachusetts, Mercy Otis Warren, contemporáneo de estos
acontecimientos, advertida de “descontentos agitados artificialmente” por
hombres que deseaban un gobierno más fuerte y espléndido”.
Saben lo que pasó. Los
nacionalistas pudieron explotar la situación suficientemente como para
conseguir una convención federal a realizar en Philadelphia durante el verano
de 1787. Excediendo sus instrucciones (que eran solo redactar unas pocas
enmiendas), los delegados decidieron prescindir de todos los Artículos y
escribir una nueva constitución nacional que fue posteriormente ratificada por
los estados (pero no sin considerable oposición y probablemente una mayoría
nacional opuesta a ella). Rothbard lo
describió como el triunfo de “un programa radicalmente nacionalista que
recrearía en la medida de los posible las situación pre-liberal existente antes
de la Revolución (…) En resumen, fueron capaces de destruir mucho del programa
individualista y descentralizado original de la Revolución Americana”. Hoy
vivimos las consecuencias.
Así vemos cómo el periodo de los
Artículos de la Confederación no estuvo caracterizado por el caos y los tiempos
económicos cada vez peores, como tienden a suponer los historiadores. Más bien,
los Artículos demostraron ser una estructura perfectamente viable para una
sociedad libre, estimulando el comercio y la prosperidad y la adhesión a los
principales ideales de 11776. Las fuerzas motoras para la creación del gobierno
central con la Constitución implicaban desequilibrios económicos y restos de
deudas de la guerra con Gran Bretaña. Los federalistas, ideológicamente
asociados al proteccionismo y las teorías nacionalistas, explotaron temores
reales y falsos esperando resolver estos desequilibrios, pero acabaron recreando
lo que la generación de los fundadores había luchado tan duramente por eliminar
diez años antes.
La fuerte autoridad central que
crearon con el tiempo reproduciría todas las características estatistas del
sistema británico: corrupción política, deuda perpetua, impuestos debilitantes
y un imperio global. Ésas no eran las promesas de la Revolución.
H. A. Scott Trask es investigador
adjunto en el Instituto Mises.