Por Ivan Jankovic. (Publicado el 15 de febrero
de 2012)
Traducido del inglés. El artículo original
se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5893.
En su defensa de la constitucionalidad de Lochner vs. New York contra las críticas
en el último número de Claremont Review
of Books, el profesor Richard Epstein invoca la Cláusula de Privilegios e
Inmunidades de la 14ª Enmienda. Afirma que esta cláusula “leída de forma
apropiada”,
pone una enorme limitación en lo que los
estados pueden hacer a los ciudadanos
(…) el estado puede retener enorme poderes para promover legislación, pero toda esa legislación (y sus
aplicaciones) sigue sujeto a anulación judicial bajo bases constitucionales.
No queda del todo claro lo que quiere
decir el profesor Epstein con la cláusula “leída de forma apropiada”, pero es
evidente que no es la “lectura” de los redactores de la 14ª enmienda, porque
pensaban que esta cláusula ponía una ligera limitación, no una “enorme” al
poder policial del estado. Como ha demostrado Raoul Berger, los redactores
adoptaron un sentido muy estrecho, de derecho común, en la Cláusula de
Privilegios e Inmunidades, como alusiva a la “vida, libertad y propiedad”.El
significado de estas garantías era solo evitar que los estados denegaran
arbitrariamente a los negros recién liberados sus derechos elementales a un
juicio con jurado, al proceso legal debido, el derecho de domiciliación y
libertad de movimientos, así como el derecho a adquirir propiedad. En otras
palabras, a impedir su discriminación en asuntos elementales de derechos civiles, protegidos por la Ley de Derechos
Civiles de 1866. Es muy importante que todos los derechos sociales y políticos,
incluido el de sufragio, estuvieran explícitamente excluidos de las ganarías de
los privilegios e inmunidades (al menos desde la perspectiva de los redactores
de la enmienda).
Epstein parece ignorar completamente todo
esto, atribuyendo la cláusula citada un significado muy amplio (en realidad,
amplísimo), que se la ha dado, no por los redactores, sino por los jueces
activistas muchas décadas después de que la 14ª enmienda fuera (supuestamente)
ratificada. El profesor Epstein llega incluso a afirmar que el Tribunal Supremo
podría echar abajo cualquier ley que
considere como David Bernstein (cuyas opiniones del libro Rehabilitating Lochner está defendiendo) parecen aceptar la llamada
doctrina de la incorporación, inventada en 1897 y más tarde explotada
abundantemente por los juruistas progresistas para socavar el
constitucionalismo estricto. Según esta doctrina, la 14ª enmienda significa
aplicar a los estados todas las restricciones (o la mayoría de ellas) de la Declaración
de Derechos. Pone a las instituciones federales, principalmente el Congreso y
el Tribunal Supremo, al cargo de vigilar y supervisar a los estados respecto de
sus leyes y regulaciones. Es evidentemente una doctrina muy atractiva para
quien quiera avanzar en la centralización del poder, porque da un cheque en
blanco al gobierno federal. Sorprendentemente, los libertarios han ido codo con
codo con los progresistas en publicitar las bellezas de esta doctrina a lo
largo del siglo XX. Otro devoto libertario de la doctrina de la incorporación,
Randy Barnett, incluso fustigaba al Congreso por no usaran los supuestos
poderes de la 14ª enmienda con suficiente vigor como para refrenar la
intolerable anarquía creada a nivel estatal.
Pero esto no acaba aquí: parece que
Epstein cree no solo que la 14ª enmienda “incorporaba” la Declaración de
Derechos, sino asimismo el liberalismo clásico, por si fuera poco, al dar al
Tribunal Supremo federal, un derecho (más aún, una solemne obligación) de
vigilar a los estados y aplicar en ellos los “derechos individuales”
libertarios. Por ejemplo, ¡piensa que la 14ª enmienda da al gobierno federal y
un derecho a bloquear cualquier ley estatal que infrinja la “libre
competencia”! ¿De dónde viene esta protección “constitucional” de la libre
competencia? Evidentemente, no de la 14ª enmienda. Solo puede provenir de ver un
significado libertario concreto e históricamente injustificado en la enmienda.
Esta apreciación de idiosincrasias
ideológicas libertarias en el texto constitucional no es una excepción: está
muy extendida en las obras de Epstein. En su libro How
Progressives Rewrote the Constitution argumenta, por ejemplo, que la
Ley de la Seguridad Social era inconstitucional, no porque la Constitución no
le otorgara al gobierno federal el derecho a hacer esas cosas, sino porque el
concepto teórico detrás de la ley ¡era inconsistente con la filosofía política
de Hayek!
Sin embargo, la 14ª enmienda no “incorpora”
la Declaración de Derechos, no digamos el liberalismo clásico: solo
constitucionalizaba la Ley de Derechos Civiles de 1866, con su muy limitado
propósito de proteger a los negros contra la discriminación en los asuntos de
los derechos civiles más básicos, como indicaban inequívoca y repetidamente los
redactores. Y eso es todo. A Epstein y Bernstein, por supuesto, no les gusta
esta limitación y proponen en su lugar aceptar una versión libertaria peculiar
de la doctrina de la Constitución viviente por la que podríamos cortocircuitar
la abrumadora rigidez del texto y ver en realidad en ella nuestras propias
preferencias filosóficas por la “libertad” y la “libertad de contratación” (no
pueden encontrarse en ningún lugar del contexto original), para justificar la
política judicial siguiendo las líneas libertarias que nos gusten.
Por ejemplo Bernstein defiende Lochner afirmando que no puede
compararse con Roe vs. Wade, porque
supuestamente no inventaba ningún nuevo derecho: solo aplicaba la “libertad de
contratación”, que, según él, ya estaba contenida en la 14ª enmienda. Sin
embargo, esta “libertad de contratación” es de nuevo una construcción judicial,
inventada en 1897 por el Tribunal Supremo en el caso Allgeyer vs. Louisiana. La definición de “libertad” que los
adoptaron los redactores de la 14ª enmienda era una idea muy limitada del
derecho común de la “seguridad de la persona”, o como dijo memorablemente
Blackstone el “poder de locomoción, de cambiar la situación (…) sin
encarcelamiento o restricción de la persona”. Ni una palabra sobre “libertad de
contratación”, que, como categoría “constitucional” no es menos falsa que su
famosa contraparte progresista, el “derecho a la privacidad”, utilizado para
justificar Roe vs. Wade (o, por
cierto, la “libre competencia” de Epstein).
Sin embargo, las cosas son aún más
peculiares. Resulta que el celo libertario de Epstein parece flojear
sensiblemente cuando se refiere al gobierno federal. Por ejemplo, considera que
la Ley Sherman y todo el complejo de regulaciones económicas federales conocido
como las “leyes antitrust” es perfectamente constitucional, aunque esas leyes
aparentemente infringen la liberta de contratación no menos que la famosa ley
laboral de Nueva York. Las leyes antitrust prohíben, entre otras cosas, la
discriminación voluntaria de precios y dan autoridad a los tribunales y
agencias federales para detener las fusiones y consolidaciones contractualmente
acordadas que consideren “anticompetitivas”. Así que cuando el estado de Nueva
York invalida legalmente los contratos libremente acordados que autorizan una
jornada laboral de más de diez horas diarias, eso es una terrible infracción de
la libertad individual de contratación y sin embargo cuando el gobierno federal
sanciona a Standard Oil por recibir descuentos de precios libremente acordados
con sus grandes clientes, las empresas ferroviarias, es solo un ejercicio
inocente (y perfectamente constitucional) de la autoridad para regular el
comercio.
Una señal especialmente preocupante que
tanto Epstein como Bernstein estén de acuerdo en que el papel adecuado del
Tribunal Supremo no solo debería ser imponer el liberalismo clásico desde el
banquillo, sino asimismo arbitrar en las disputas sobre cualquier ley concreta
que sea de “interés público” o en su lugar esté motivada por una búsqueda
egoísta de rentas. Para considerarse como “constitucional” ante este nuevo
Tribunal Supremo libertario, una ley no solo tendría que estar en armonía con
la “libertad económica” y la “libertad de contratación”: no podría ser producto
de una búsqueda de rentas y cabildeo para beneficio propio. ¿Cómo se supone que
lo sentenciarían los tribunales? ¿Qué conocimiento especial o ventaja
comparativa tienen los juristas no elegidos y bien conectados políticamente de
Washington DC para decidir sobre temas éticos y económicos como éstos? Sin
embargo, nuestros autores piensan que los jueces del Tribunal Supremo sí tienen
esa ventaja y argumentan seriamente que la ley laboral del estado de Nueva
York, que fue echada abajo por el Tribunal en Lochner era inconstitucional ¡porque
es una forma de búsqueda de rentas de los sindicatos!
Además, Epstein incluso afirma que “los
tribunales pueden recurrir a una amplia variedad de técnicas para aislar estas
acciones que pretendían promover el interés de las facciones de Madison en
aquéllos que buscan generar mejoras comunes compartidas por todos”. Así que el
Tribunal se la da (aparte de la tarea “estándar” de proteger los valores
libertarios, la “libertad de contratación”, la “competencia del libre mercado”,
ideas hayekianas sobre la superioridad del conocimiento individual frente al
del gobierno y otras ideas filosóficas similares) el derecho a determinar qué
es y qué no es del “interés público”, nada menos.
Uno se pregunta para qué necesitamos
políticos, elecciones y parlamentos en absoluto si los jueces pueden
reemplazarles tan estupendamente con su “amplia variedad de técnicas” para
detectar el “verdadero” interés público. Si los jueces realmente sí tienen tal
ventaja comparativa sobre los políticos al decidir sobre estos temas, ¿por qué
no cambiar el nombre de “Tribunal Supremo” a “Consejo Ético Supremo”, como
sugirió una vez Antonin Scalia? ¿O quizás a “Consejo Planificador Central”?
Tanto Epstein como Bernstein intentan
despejar las críticas de su paradigma como una “excesiva devoción a las
instituciones democráticas” (sic) de sus críticos. Pero esto oculta el
principal problema: su propia aceptación del estado Leviatán y de la creciente
centralización del poder. Los “libertarios de la 14ª enmienda” aceptan la
premisa más básica de la filosofía política progresista: la idea de que la
política trata acerca de quién va a controlar el gobierno central e imponer sus
propios valores al resto. Son eminentes expositores de una curiosa síntesis
teórica a la que Gene Healy llamaba “centralismo libertario”: la idea de
generar una revolución libertaria arrebatando el gobierno central a los
progresistas y utilizarlo para propósitos “buenos” en lugar de “malos” (por
ejemplo, imponiendo el laissez faire por vía judicial en lugar del aborto y el
control de armas por vía judicial).
Por tanto, el asunto principal no es
democracia “excesiva” frente a “adecuada”, como suponen los autores, sino
“quién debería gobernar”: ¿los nueve reyes-filósofos no elegidos, que pueden echar
abajo cualquier ley estatal que no les guste (pero no las leyes federales, a
las que normalmente solo les dan la autorización de rutina), o representantes
elegidos por el pueblo? Es tan sencillo como eso. El centralismo libertario,
soñando con la gran revolución del laissez faire por parte del poder judicial,
es en sus implicaciones filosóficas solo otra forma de despotismo “ilustrado”.
Y al contrario de lo que dicen Epstein y
Bernstein, a los Padres Fundadores no les preocupaba tanto la tiranía de la
mayoría como la tiranía de la minoría. Después de todo, su principal
preocupación, que les acabó llevando a adoptar la Declaración de Derechos, era
cómo limitar y mantener bajo control a la minoría en el gobierno central y
proteger la soberanía de los distintos estados. La mayoría de los Fundadores no
eran menos devotos de la democracia que el pueblo al que critican nuestros
profesores. Llegaron incluso a afirmar que los parlamentos estatales tienen un
derecho a anular las leyes federales inconstitucionales. Jefferson y Madison en
sus resoluciones de Kentucky y Virginia de 1789 desarrollaron la doctrina de la
anulación como un “remedio apropiado” (Jefferson) para los casos “cuando
incluso el Tribunal Supremo nos traicione” (Madison). Sabían que la única forma
de proteger la libertad no era fortalecer el gobierno central y convertir a los
gobernantes en “déspotas ilustrados” que creyeran en el libertarismo, sino en
dividir el poder, en descentralizarlo lo másposible. Como dijo Gene Healy:
“Jefferson entendía lo que ignoran los seguidores de la nueva ortodoxia
libertaria: que quien toma las decisiones es a menudo tan importante como lo
que se acaba decidiendo”.
Ivan Jankovic es doctorando en ciencias
políticas en la Universidad Simon Frazier en Canadá y participó en la Academia
Mises en el verano de 2011. Ha publicado en Journal
des Economistes et des Etudes Humaines y New Perspective on Political Economy. Trabaja actualmente en una
tesis que analiza la relación entre la teoría compacta de la unión estadounidense
y el liberalismo clásico. Su blog es Man of Little Faith.