Por Hans F. Sennholz. (Publicado el
10 de septiembre de 2009)
Traducido del inglés. El artículo
original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/3672.
[Este
artículo apareció originalmente en The Freeman, Febrero de 1955]
En inicio de 1955 encuentra a los
estadounidenses anegados con previsiones de prosperidad y auge. Los consejeros
económicos de gobiernos, grandes empresas, universidades, sindicatos y otros
grupos parecen haber resuelto al unísono asegurar a la gente que una depresión
como la de la década de 1930 se ha eliminado eternamente de la escena
estadounidense. “Los estadounidenses no tienen que temer una depresión”, dicen.
“Nuestro gobierno vigilará de cerca nuestra economía e intervendrá cuando
resulte necesario”.
Según estos economistas, los
numerosos dispositivos de seguridad y estabilización existentes y operados por
el gobierno federal (además de sus vastos podres en la esfera económica)
evitarán cualquier tendencia económica a la baja y nos aseguran una continua
prosperidad.
Esta reafirmación de los
planificadores de la intervención pública puede parecer tranquilizadora y
aceptable para muchos líderes políticos y seguidores. Pero es algo que asusta
al economista que reconoce en ella la negación de la economía y las lecciones
de la historia económica.
Al estudiar este problema, debemos
darnos cuenta primero de que un ciclo económico con sus periodos de auge y
declive no es una característica de la economía de libre mercado. Estas
fluctuaciones extremas son y han sido siempre impuestas por la interferencia
del gobierno en una economía no intervenida. Una crisis económica de algún tipo
es inevitable tan pronto como el gobierno o un grupo de presión con poderes de
coacción interfiere en el normal funcionamiento de la economía de mercado para
avanzar en sus propios planes de “planificación progresista”.
Cuando el gobierno inicia una
política de inflación y expansión del crédito, todo parece ir bien. Los
beneficios aumentan porque los precios aumentan mientras que los costes
empresariales parecen retrasarse un tiempo. Las empresas empiezan a expandirse.
Aumenta la demanda de los distintos factores de producción (tierra, capital y
trabajo).
Somos testigos de un periodo de
alto empleo y alta productividad. Pero el aumento en la demanda de estos
factores de producción aumenta naturalmente sus precios, que son costes
empresariales. Estos costes aumentan hasta que alcanzan el punto en que los
negocios dejan de ser rentables. En este punto, entramos en un periodo de
recesión y reajuste. Dura hasta que los costes han bajado y los negocios
vuelven a ser rentables.
Los sutiles instrumentos de la
inflación y la expansión del crédito llevan primero al lado “próspero” del
ciclo económico. Los métodos más crudos de aumentar los costes (por parte del
gobierno o de sindicatos respaldados por el gobierno) llevan directamente al
reajuste o incluso la depresión.
Por ejemplo, es evidente que los
negocios deben declinar cuando, desdeñando completamente la productividad y los
beneficios, el gobierno o los sindicatos fuerzan los costes más allá de lo que
indicaría el mercado o cuando se aumentan los impuestos a las empresas o cuando
se crea cualquier otro obstáculo a la producción que aumente los costes. En
cada caso, los negocios empiezan inmediatamente a contraerse.
Cómo empezó la Depresión
Veamos este efecto en el ciclo
económico con un análisis de la gran depresión de la década de 1930. Todo
empezó con dos grandes estallidos de expansión del crédito creados por el
Sistema de la Reserva Federal en 1924 y 1927. En ambos años, los bancos de la
Reserva Federal compraron grandes cantidades de títulos públicos en el mercado
abierto para inundar la economía como crédito y dinero barato y así alcanzar
prosperidad y pleno empleo. El dinero recién creado, que fue rápidamente a
préstamos reales e inversiones bancarias en títulos públicos, causó que la
bolsa aumentara de golpe.
Sin embargo, los negocios en
general, en esa fecha tardía, evitaron hacer uso completo de los fondos recién
creados porque el aumento inducido de inflación en los costes había empezado a
llevar a dificultades en un creciente número de sectores. Finalmente, en
octubre de 1929, después de un aumento sin precedentes en los precios
bursátiles, se puso en marcha el inevitable reajuste a la baja.
El gobierno “vino al rescate”
inmediatamente intentando de nuevo rectificar el daño que ya había producido.
En junio de 1930, el Congreso aprobó la Ley de Aranceles Smoot-Hawley que daba
una alta protección arancelaria a las industrias estadounidenses. Esto
eliminaba mucha de la competencia industrial extranjera en el mercado
estadounidense. Los extranjeros, al no poder vender sus productos y conseguir
dólares, no podían ya comprar productos estadounidenses.
Los sectores exportadores
estadounidenses (especialmente la agricultura que solía exportar una gran
porción de su producción y que ya se había visto dañada por previas
interferencias públicas) empezaron a sufrir un rápido declinar en precios y una
falta de empleo de capital y trabajo. En todo el mundo, empezó un movimiento
irresistible de aumento de aranceles. Esto simplemente aceleró la caída del
empleo.
En 1933, después de un inevitable
repunte del pánico extremo, la depresión se intensificó con una mayor
intervención pública en la economía, principalmente con la Ley de Recuperación
Industrial Nacional. Esta ley imponía nueva disciplina interna y restricciones
a las importaciones. Dictaba menores jornadas laborales y salarios mínimos para
aumentar el poder adquisitivo aumentando las nóminas. Naturalmente, el inmenso
aumento en los costes empresariales constituyó una medida contra la
recuperación de éxito máximo. En el sur, donde el salario mínimo público estaba
considerablemente por encima del salario del mercado libre determinado por la
productividad laboral, alrededor de 500.000 negros se vieron inmediatamente sin
empleo.
En 1935, el Congreso aprobó la Ley
Wagner que llevó a unas feas condiciones laborales, infligiendo grandes
pérdidas en las empresas. A través del Impuesto de Beneficios No Distribuidos
de 1936, el Congreso de nuevo golpeaba los ahorros y la expansión empresarial.
En 1937, la política del gobierno se dirigió a restringir, si no a destruir, la
bolsa. Y en 1938, la Ley de Salarios y Jornadas generaba nuevos aumentos en los
costes empresariales que afectó severamente al sur y, sobre todo, a Puerto Rico
donde la productividad laboral era baja. Se produjo un inmenso desempleo.
En 1939, después de más de nueva
años de planificación pública para el pleno empleo, más de nueve millones de
estadounidenses, el 16,7% de la fuerza laboral, seguían sin trabar. Durante
estos años, el desempleo nunca bajó de la cota de seis millones.
Guerra e inflación
El alivio acabó llegando a la
sufrida nación durante la Segunda Guerra Mundial a través de la depreciación
monetaria sin precedentes que facilitó la carga de costes empresariales que
habían creado las políticas públicas por mantener altos salarios y precios. Así que el mal de
la depresión y el desempleo crónico se vieron sustituidos por el mal de la
gigantesca inflación.
Repito que los auges y declives no
forman parte de la naturaleza de una economía libre. Si el gobierno deja
incluso ahora de inflar la oferta monetaria, de crear nuevos obstáculos al
comercio internacional, de aprobar nuevas leyes de Recuperación Industrial
Nacional, de fijar nuevos impuestos, de aumentar los salarios mínimos por
encima del nivel del mercado, de aprobar nuevas leyes Wagner y de Salarios y
Jornadas y de interferir de cualquier manera en las operaciones de la economía
de mercado, 1929-1939 no se volverá a producir. Sin duda tendría que haber
algunos reajustes, pero no podría haber una depresión como la de los treinta.
¿Pero podemos suponer que el
gobierno desde ahora evitará interferir en la economía? ¡Seguro que no! La
mayoría de los economistas-planificadores quieren que nuestro gobierno “vigile
cuidadosamente nuestra economía e interfiera cuando haga falta”. Defienden la
continua expansión del poder público en el vida económica y un mayor aumento en
el número de “dispositivos de seguridad y estabilización incluidos y manejados
por el gobierno federal”.
Y los siempre crecientes poderes
del gobierno se ciernen sobre nuestra economía, para aplicarse a la discreción
de “estabilizadores y movilizadores económicos”. Este conocimiento y el
recuerdo de la miseria de la gran depresión deberían realmente ser para
nosotros causa de alarma.
¿Cuáles son los planes de nuestros
planificadores económicos en Washington y en los cuarteles generales de
nuestros sindicatos? Ésta es la cuestión definitiva que el pronosticador debe
atreverse a responder. Evidentemente, la pregunta es política y no puede
responderse mediante razonamiento económico. Debemos conocer las ideologías
políticas y económicas que prevalecen en la opinión pública y las ideas,
nociones e intenciones de sus portavoces. Solo podemos adivinar por sus
ideologías cuáles pueden ser sus acciones futuras y luego explicar los efectos
económicos de dicha intervención política.
Políticas de la actual administración
Suponemos, basándonos en la
comprensión de las condiciones políticas contemporáneas, que la actual
administración continuará realizando “políticas moderadamente progresistas”.
Esto significa que la administración limitará su interferencia en la economía
de mercado a aquellas medidas que sean moderadamente dañinas. En este caso, hay
esperanzas de que la economía de mercado sobrepase rápidamente sus efectos a
través de su tremenda habilidad de adaptación y recuperación.
Supongamos por tanto que las
políticas progresistas de Eisenhower no incluirán nuevos obstáculos al comercio
internacional, ninguna nueva Ley de Recuperación Nacional, ningún nuevo
impuesto o aumento de impuestos, ningún aumento de los salarios mínimos por
encima del mercado y finalmente, ninguna ley Wagner y de Salarios y Jornadas.
En ese caso, se eliminarían muchas
causas del declive económico. Pero permanecería una causa formidable en la
armería de moderado progresismo del gobierno actual: la política de inflación y
expansión del crédito.
Incluso un progresismo moderado
parece significar una inflación continua. Al contrario de lo que dice lo más
importante del programa de campaña del presidente (la promesa de un presupuesto
equilibrado) la presente administración está gastando basándose en un déficit
crónico. El año fiscal 1955-56 se prevé que sea el 23º año con déficit de los últimos 26. En el año
fiscal que acabó en junio de 1953, el déficit del gobierno federal sumaba 9.400
millones de dólares- En el año siguiente, fue de 3.300 millones. Para el año
actual que acaba en 1955, el déficit del Tesoro se estima que será de 4.700
millones.
Si sumamos a estas cifras el
déficit mínimo de 3.000 millones de dólares estimado por el Secretario del
Tesoro para el año fiscal 1955-56, llegamos a un total de más de 20.000
millones de dólares durante los cuatro años de la presidencia de Eisenhower.
Después de 25 años de gasto en
déficit casi ininterrumpidos, hay una extendida aceptación pública de esta
característica del progresismo. Pero el economista científico no puede dejar de
ver los efectos de los déficits del Tesoro en su análisis de las condiciones
económicas actuales. Debe tener en consideración el hecho de que nuestros
políticos dejen de ver algo temible en un déficit de 20.000 millones y que
incluso esta administración, que ha prometido ocuparse de esta característica
del progresismo, ha abandonado finalmente la esperanza y ha adoptado el mal que
quería eliminar.
Los resultados inevitables del gasto en déficit
Aceptando, como debemos, la
obsesión de nuestro gobierno por el gasto público, analicemos brevemente sus
consecuencias económicas.
Hay dos partes. Primero, la
inflación y la expansión del crédito transfieren riqueza y poder adquisitivo de
los bolsillos de los acreedores a los de los deudores. Si has ahorrado mil
dólares y el gobierno los deprecia un 10%, pierdes un 10% de tu poder
adquisitivo: eres un 10% más pobre, debido a la inflación del gobierno. Si has
prestado tu dinero (en una cuenta de ahorro, una póliza de un seguro de vida o
en un bono público o privado), debes perder cuando el gobierno deprecia tus
derechos en dólares.
Pero este aspecto de la inflación
es realmente mínimo cuando se compara con su otro vástago, los periodos de auge
y declive. Como se ha explicado antes, el reajuste viene con la inevitabilidad
de una ley económica una vez que nuestros planificadores monetarios han seguido
la vía de la inflación y la expansión del crédito. No hay escapatoria.
Pero tan cierto como que debe haber
un reajuste, tan determinados están nuestros planificadores a aplazar el día
del juicio. Y es verdad que esto puede hacerse… temporalmente. Las
consecuencias de las políticas de la inflación y la expansión del crédito, en
lo que respecta al ciclo económico, pueden posponerse temporalmente a través de una intensificación y aceleración
del proceso de depreciación.
Es decir, nuestros planificadores
monetarios pueden evitar temporalmente el inevitable declive y reajuste a
través de un funcionamiento intensivo de las imprentas. Como todos los partidos
políticos están resueltos en contra de cualquier reajuste económico, todos
están dispuestos y determinados a recurrir a esta sabrosa pero trágica medicina
en caso de que la economía en auge deba disiparse durante su periodo en el
cargo.
Durante los dos últimos años, la
administración republicana ha dado al pueblo una dosis completa de esta
medicina contra el reajuste. Cuando la actividad económica empezó a declinar,
rebajó dos veces los requisitos de reserva legal de todos los bancos miembros y
así creó a golpe de pluma más de 10.000 millones de dólares en nuevo crédito
bancario potencial. Rebajó dos veces en dos años los tipos de descuento de los
bancos de la reserva Federal e hizo así más barato el crédito.
Los tipos de interés sobre el
capital y los mercados monetarios están ahora tan bajos como pueden estar,
salvo que haya una abolición completa de éstos. El papel comercial y las
aceptaciones bancarias se comercian a un 1,25% anual, los fondos de federales,
a menudo a menos del 0,5%. Esto es expandir el crédito.
Así que a través de una aceleración
del proceso de depreciación, puede evitarse temporalmente el reajuste (tal vez
por cinco, tal vez por diez o quince años). Pero debe terminarse.
Por supuesto, el mismo gobierno que
infla y deprecia el dólar se opondrá y luchará contra los distintos síntomas de
su propia política. ¡Los cargos públicos lucharán valientemente contra el
inevitable aumento en los precios de materias primas y acciones causados por
los actos de los cargos públicos! Tomarán medidas drásticas sobre el mercado
bursátil, pero por supuesto, no sobre los dirigentes del Tesoro o la Reserva
Federal.
Para “luchar contra la inflación”
aumentarán las coberturas al 75% o
incluso al 100%; por supuesto, no abandonarán sus propias políticas
inflacionistas. En las fases posteriores de la inflación, debemos incluso estar
preparados para controles de precios, controles de salarios y aceleración del
proceso de depreciación, ¿entonces por qué las políticas aceleradas aplicadas
durante la década de 1930 no consiguieron tener este efecto retrasante?
La respuesta la hemos dado antes.
Las numerosas cargas y obstáculos progresistas impuestos a las empresas, como
la Ley de Aranceles Smoot-Hawley, la Ley de Recuperación Industrial Nacional,
la Ley Wagner y la Ley de Salarios y Jornadas, anularon cualquier estímulo
concebible, incluso el que proporcionaba una aceleración de la inflación.
Eliminando otras medidas
intervencionistas, la aceleración de la inflación mostró rápidamente sus
efectos. Acelera el aumento en los precios de las materias primas al tiempo que
rebaja temporalmente los costes empresariales, especialmente los salarios reales, y así produce un efecto deseado:
el pleno empleo. Esto es especialmente cierto hoy, cuando el gobierno tiene a
su disposición multitud de agencias de préstamo a través de las cuales se
canaliza en nuevo dinero y crédito directamente a todas las ramas de la
economía. Estas agencias están dispuestas y preparadas, si las autoridades
monetarias lo estiman necesario, incluso a distribuir dinero y crédito gratis a todos los solicitantes.
Ésta es la diferencia entre
1929-1939 y hoy. Al eliminar medidas “progresistas” radicales, continuarán
funcionando una inflación y expansión del crédito aceleradas durante un tiempo
en los próximos años. Esto retrasará el inevitable declive y reajuste, hasta el
punto de la destrucción total de la
divisa. Es el final del camino en el que estamos viajando.
Si continuamos, el crash final en
1965 o 1975 hará que el de 1929 parezca insignificante e inocuo. Será un
terrible despertar para millones de estadounidenses.
Una advertencia final, dada con
reticencias: Puede que no seamos ni siquiera los suficientemente afortunados
como para hacer ningún reajuste en algún momento en el futuro. En su
lugar, espoleados por un pueblo que ha perdido todo sentido de la realidad
económica, el gobierno puede asumir un control completo de la economía. Así que
es verdad que no habría ninguna depresión ni desempleo en el sentido aceptado,
pero la alternativa no es agradable de contemplar.
El pueblo estadounidense puede dar
la espalda a esta locura cuando esté dispuesto a asumir la responsabilidad de
sus propios asuntos en una economía de mercado, en lugar de someter sus
libertades y responsabilidades a Washington y a una economía controlada.
Hans F. Sennholz (1922-2007) fue el
primer estudiante de doctorado de Ludwig von Mises en los Estados Unidos.
Enseñó economía en el Grove City College, 1956-1992, contratado como jefe de
departamento desde su llegada. Después de jubilarse se convirtió en presidente
de la Fundación para la Educación Económica, 1992-1997. Fue investigador
adjunto del Instituto Mises y en octubre de 2004 ganó el Premio Gary G. Schlarbaum,
por una vida en defensa de la libertad.
Este artículo apareció originalmente en The Freeman, Febrero de 1955