Por Ludwig
von Mises (Publicado el 27 de febrero de 2012)
Traducido
del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5927.
[La
acción humana (1949)]
En el periodo de auge que acabó en
1929, los sindicatos habían tenido éxito en casi todos los países en poner los
niveles salariales por encima de los que el mercado habría determinado, si
estuviera manipulado solo por las barreras migratorias. Estos niveles
salariales ya produjeron en muchos países un desempleo institucional de un
volumen considerable mientras la expansión del crédito seguía produciéndose a
un ritmo acelerado.
Cuando llegó finalmente la
inevitable depresión y los precios de los productos empezaron a caer, los
sindicatos, firmemente apoyados por los gobiernos, incluso por los despreciados
como antisindicales, mantuvieron tercamente sus políticas de altos salarios. O
bien negaban de plano el permiso para cualquier recorte en los niveles
salariales nominales o solo concedían recortes insuficientes. El resulta fue un
tremendo aumento en el desempleo institucional. (Por otro lado, aquellos
trabajadores que mantuvieron sus trabajos mejoraron su nivel de vida ya que
aumentaron sus salarios reales por hora trabajada).
La carga de las prestaciones de
desempleo se hizo insoportable. Los millones de desempleados eran una seria
amenaza para la paz interior. Los países industriales se vieron perseguidos por
el fantasma de la revolución. Pero los líderes sindicales eran intratables y
ningún estadista tenía el valor para desafiarles abiertamente.
En esta situación los asustados
gobernantes pensaron en un recurso recomendado desde hacía mucho por los
doctrinarios inflacionistas. Como los sindicatos protestaban ante un ajuste de
los salarios al estado de la relación monetaria y los precios de los productos,
decidieron ajustar la relación monetaria y los precios de los productos a la
altura de los niveles salariales. Tal y como los veían, no eran los niveles
salariales los que estaban demasiado altos: su propia unidad monetaria nacional
estaba sobrevalorada en términos de oro y cambio de moneda y tenía que
reajustarse. La devaluación era la solución.
Los objetivos de la devaluación
eran:
- Preservar el nivel de los salarios nominales o
incluso crear las condiciones requeridas para su posterior aumento,
mientras que los niveles salariales nominales deberían más bien hundirse.
- Hacer que los precios de los productos,
especialmente los agrícolas y ganaderos, aumenten en términos de moneda
nacional o, al menos, impedir que caigan más.
- Favorecer a los deudores a costa de los acreedores.
- Estimular las exportaciones y reducir las
importaciones.
- Atraer a más turistas extranjeros y hacer más caro
(en términos de moneda local) que los propios ciudadanos del país visiten
el extranjero.
Sin embargo, ni los gobiernos ni
los defensores literarios de su política eran lo suficientemente francos como
para admitir abiertamente que uno de los principales propósitos de la
devaluación era una reducción del nivel de los salarios reales. Preferían en su
mayor parte describir el objetivo de la devaluación como la eliminación de un
supuesto “desequilibrio fundamental” entre el “nivel” nacional e internacional
de los precios. Hablaban de la necesidad de rebajar los costes internos de
producción. Pero ansiaban no mencionar que uno de los dos costes que esperaban
rebajar por la devaluación eran los salarios reales, sino el otro el interés
estipulado en las deudas empresariales a largo plazo y el principal de dichas
deudas.
Es imposible tomar en serio los
argumentos aportados a favor de la devaluación. Eran completamente confusos y
contradictorios. Pues la devaluación no era una evaluación fría de los pros y
contras. Era una capitulación de los gobiernos ante los líderes sindicales que
no querían perder la cara admitiendo que su política salarial había fracasado y
había producido un desempleo institucional a una escala sin precedentes.
Fue una disposición desesperada de
estadistas débiles e ineptos que estaba motivada por su voluntad de prolongar
su permanencia en el cargo. Al justificar su política, estos demagogos no se
preocupaban por las contradicciones. Prometían a las industrias transformadoras
y los granjeros que la devaluación haría que aumentaran los precios. Pero al
mismo tiempo prometían a los consumidores que los rígidos controles de precios
impedirían cualquier aumento en el coste de la vida.
Después de todo, los gobiernos aún
podían excusar su conducta refiriéndose al hecho de que bajo un estado concreto
de opinión pública, completamente bajo el influjo de las mentiras doctrinales
del sindicalismo, no podía recurrirse a ninguna otra política. Esa excusa no
podían exponerla aquellos autores que alababan la flexibilidad de los tipos de
cambio de moneda como el sistema monetario perfecto y más deseable. Mientras que
los gobiernos seguían ansiando destacar que la devaluación era una medida de
emergencia que no se iba a repetir, estos autores proclamaban que el patrón
flexible era el sistema monetario más apropiado y estaban deseosos de demostrar
los supuestos males propios de la estabilidad en los tipos de cambio de moneda.
En su ciego celo por agradar a los
gobiernos y los poderosos grupos de presión de los trabajadores sindicalizados
y los granjeros, sobreestimaron tremendamente el caso de las paridades
flexibles. Pero los inconvenientes de la flexibilidad en los patrones se hizo
manifiesta muy pronto. El entusiasmo por la devaluación de desvaneció
rápidamente.
En los años de la Segunda Guerra
Mundial, poco más de una década después del día en que Gran Bretaña establecía
el patrón flexible, incluso Lord Keynes y sus seguidores descubrieron que la
estabilidad de los tipos de cambio de moneda tenía sus ventajas. Uno de los
supuestos objetivos del Fondo Monetario Internacional es estabilizar los tipos
de cambio.
Si uno mira la devaluación, no con
los ojos de un apologista de las políticas del gobierno y el sindicato, sino
con los de un economista, uno debe ante todo destacar que todas sus supuestas
ventajas son solo temporales. Además, dependen de la condición de que solo un
país devalúe mientras los demás se abstienen de hacerlo con sus respectivas
divisas. Si los otros países devalúan en la misma proporción, no aparecen
cambios en el comercio exterior. Si devalúan en una mayor medida, todas estas
ventajas transitorias, sean cuales sean, les favorecen exclusivamente a ellos.
Por tanto, una aceptación
generalizada de los principios del patrón flexible debe producir una sobrepuja
entre naciones. Al final de esta carrera se encuentra la completa destrucción
de todos los sistemas monetarios nacionales.
Las muy comentadas ventajas que
otorga la devaluación en el comercio exterior y el turismo que se deben
enteramente al hecho del ajuste de los precios y salarios internos al estado de
cosas creado por la devaluación requieren cierto tiempo. Mientras este proceso
de ajuste no se hay completado aún, se estimula la exportación y se desanima la
importación. Sin embargo, esto significa únicamente que en este intervalo los
ciudadanos del país devaluador están obteniendo menos por lo que están
vendiendo en el exterior y pagando más por lo que están comprando en el
exterior; por tanto, deben restringir su consumo.
Este efecto puede parecer bueno en
opinión de quienes la balanza comercial es la vara de medir el bienestar de una
nación. El lenguaje llano, ha de describirse así: el ciudadano británico debe
exportar más bienes británicos para comprar la cantidad de té que recibía antes
de la devaluación por una cantidad menor de bienes británicos exportados.
La devaluación, dicen sus
defensores, reduce la carga de las deudas. Es verdad. Favorece a los deudores a
costa de los acreedores. A los ojos de quienes aún no han aprendido que bajo
las condiciones modernas los acreedores no deben identificarse con los ricos ni
los deudores con los pobres, esto es algo beneficioso.
El efecto real es que los
propietarios endeudados de inmuebles y terrenos rurales y los accionistas de
empresas endeudadas se ven ayudados en perjuicio de la inmensa mayoría cuyos
ahorros están invertidos en bonos, obligaciones, cuentas de ahorro y pólizas de
seguros.
También hay que tener en cuenta los
préstamos exteriores. Cuando Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Suiza y
otros países europeos acreedores devaluaran sus divisas, estarían haciendo un
regalo a sus deudores externos.
Uno de los principales argumentos
aportados a favor de un patrón flexible es que rebaja el tipo de interés en el
mercado monetario doméstico. Bajo el patrón oro clásico y el rígido patrón
cambio oro, se dice, un país debe ajustar el tipo nacional de interés a las
condiciones en el mercado monetario internacional. Bajo el patrón flexible, es
libre de seguir en la determinación de los tipos de interés una política guiada
exclusivamente por consideraciones de su propio bienestar interno.
El argumento es evidentemente
insostenible respecto de esos países en los que la cantidad total de deuda a
países extranjeros excede la cantidad total de préstamos otorgados a países
extranjeros. Cuando en el curso del siglo XIX, algunas de estas naciones
deudoras adoptaron una política de dinero fuerte, sus empresas y ciudadanos
podían contraer deudas en el extranjero en términos de su divisa nacional.
Esta posibilidad desapareció
completamente con el cambio en las políticas monetarias de estos países. Ningún
banquero estadounidense contrataría un préstamo en liras italianas o trataría
de emitir bonos en liras. Respecto de los créditos en el extranjero, no puede
importar ningún cambio en la moneda local del país del deudor. Respecto de los
créditos en el interior, la devaluación afecta solo a las deudas previamente
contraídas. Aumenta el tipo de interés bruto del mercado de las nuevas deudas
al hacer aparecer una prima positiva en el precio.
Esto se aplica también en relación
con las condiciones de los tipos de interés en las naciones acreedoras. No hay
necesidad de añadir nada a la explicación de que el interés no es un fenómeno
monetario y no puede verse afectado a largo plazo por medidas monetarias.
Es verdad que las devaluaciones a
las que recurrieron diversos gobiernos entre 1931 y 1938 hicieron que los
salarios reales cayeran en algunos países y así se redujo la cantidad de
desempleo institucional. El historiador, al ocuparse de estas devaluaciones,
puede por tanto decir que fueron un éxito ya que impidieron un levantamiento
revolucionario de las masas desempleadas que crecían cada día y, bajo las
condiciones ideológicas prevalentes, no podía haberse recurrido a ningún otro
medio en esta situación crítica.
Pero el historiador también tendría
que añadir que el remedio no afectó a las causas últimas del desempleo
institucional, las defectuosas ideas del sindicalismo laboral. La devaluación
era un dispositivo ingenioso para eludir la influencia de la doctrina sindical.
Funcionó porque no obstaculizaba el prestigio del sindicalismo. Pero
precisamente porque dejaba incólume la popularidad del sindicalismo, solo podía
funcionar a corto plazo.
Los líderes sindicales aprendieron
a distinguir entre niveles salariales nominales y reales. Hoy sus políticas se
dirigen a aumentar los niveles salariales reales. Ya no pueden ser engañados
por una caída en el poder adquisitivo de la unidad monetaria. La devaluación a
perdido su utilidad como dispositivo para reducir el desempleo institucional.
El conocimiento de estos factores
ofrece una clave para una valoración correcta del papel que desempeñaron las
doctrinas de Lord Keynes en los años entre la Primera y la Segunda Guerra
Mundial. Keynes no añadió ninguna nueva idea al cuerpo de las mentiras
inflacionistas, refutadas mil veces por los economistas. Sus enseñanzas fueron
incluso más contradictorias e inconsistentes que las de sus predecesores
quienes, como Silvio Gesell, fueron rechazados como excéntricos monetarios.
Simplemente supo cómo vestir la demanda de inflación y expansión del crédito con
la sofisticada terminología de la economía matemática.
Los autores intervencionistas no
supieron aportar argumentos razonables a favor de la política de gasto
desmedido: sencillamente no pudieron encontrar un argumento contra el teorema
económico respecto del desempleo institucional. En esta encrucijada,
agradecieron la “revolución keynesiana” con los versos de Wordsworth: “Había
dicha en estar vivo en ese amanecer, pero ser joven era el mismo cielo”.
Sin embargo, era solo un cielo de
corta duración. Podemos admitir que a los gobiernos británico y estadounidense
en la década de 1930 no les quedaba otro camino que la devaluación de la
divisa, la inflación y la expansión del crédito, los presupuestos
desequilibrados y el gasto en déficit. Los gobiernos no podían librarse de la
presión de la opinión pública. No podían rebelarse contra la preponderancia de
las ideologías generalmente aceptadas, por muy falsas que fueran.
Pero esto no excusa a los cargos
que pudieron renunciar en lugar de aplicar políticas desastrosas para el país.
Menos aún excusa a los autores que trataron de proporcionar una justificación
supuestamente científica para la peor de todas las falacias populares: el
inflacionismo.
Ludwig von Mises es reconocido como
el líder de la Escuela Austriaca de pensamiento económico, prodigioso autor de
teorías económicas y un escritor prolífico. Los escritos y lecciones de Mises
abarcan teoría económica, historia, epistemología, gobierno y filosofía
política. Sus contribuciones a la teoría económica incluyen importantes
aclaraciones a la teoría cuantitativa del dinero, la teoría del ciclo
económico, la integración de la teoría monetaria con la teoría económica
general y la demostración de que el socialismo debe fracasar porque no puede
resolver el problema del cálculo económico. Mises fue el primer estudioso en
reconocer que la economía es parte de una ciencia superior sobre la acción
humana, ciencia a la que llamó “praxeología”.
Este
artículo está extraído del capítulo 31 de La
acción humana