Por Frank Chodorov. (Publicado el 1 de diciembre de 2009)
Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí
http://mises.org/daily/3878.
[Este artículo se ha extraído del Capítulo Uno de The
Rise and Fall of Society]
Puede ser que las cautelosas criaturas del bosque lleguen a
aceptar la trampa del cazador como propia de la búsqueda de comida. Por lo
menos el presumiblemente racional animal humano está tan acostumbrado a las
intervenciones políticas que no puede pensar vivir sin ellas; en todos sus
cálculos económicos su primera consideración es: ¿qué dice la ley sobre esto?
O, más probablemente, ¿cómo puedo hacer uso de la ley para mejorar mi suerte en
la vida? Esto puede considerarse un reflejo condicionado. Difícilmente se nos
ocurre que podría irnos mejor actuando con nuestras propias fuerzas, dentro de
los límites que nos impone la naturaleza y sin restricciones políticas,
controles o subvenciones. No entra en nuestras mentes que estas medidas
intervencionistas se interponen en nuestro camino, como una trampa, para fines diametralmente
opuestos a nuestra búsqueda de una vida mejor. Las aceptamos automáticamente
como necesarias para ese fin.
Y así ha resultado que quienes escriben sobre economía
empiezan con la suposición de que es una rama de la ciencia política. En los libros
de texto actuales, casi sin excepción, se ocupan de la materia desde un punto
de vista legal: ¿cómo se las arreglan los hombres para vivir bajo las leyes
existentes? De ello se sigue, y algunos libros lo admiten, que si las leyes
cambian, la economía debe adaptarse. Por esta razón los programas de nuestras
universidades están cargados con varios cursos de economía, cada uno rindiendo
homenaje a las leyes que gobiernan las diferentes actividades humanas: así
tenemos la economía del comercio, la economía inmobiliaria, la economía
bancaria, al economía agrícola, etc. Difícilmente se considera que haya un
ciencia económica que cubra los principios básicos que operan en todas nuestras
ocupaciones y no tenga nada que ver con la legislación. Desde este punto de
vista sería apropiado, si la ley sancionara esta práctica, incluir en el
programa un curso de economía de la esclavitud.
La economía no es política. Una es una ciencia, afectada por
las leyes inmutables y constantes de la naturaleza, que determina la producción
y distribución de la riqueza: la otra es el arte de gobernar. Una es amoral, la
otra es moral. Las leyes económicas operan por sí mismas y conllevan sus
propias sanciones, como todas las leyes naturales, mientras que la política se
ocupa de convenciones hechas y manipuladas por hombres. Como ciencia, la
economía busca la comprensión de principios invariables; la política es
efímera, siendo su sujeto las relaciones de cada día entre personas asociadas.
La economía, como la química, no tiene nada que ver con la política.
La intrusión de la política en el campo de la economía es
simplemente una evidencia de la ignorancia o la arrogancia humana y es tan
fatua como un intento de control la subida y bajada de mareas. Desde el inicio
de las instituciones políticas ha habido intentos de fijar salarios, controlar
precios y crear capital, fracasando siempre. Esas empresas deben fracasar pues
lo único que compete a la política es a obligar a hacer lo que no quieren hacer
o evitar que hagan lo que quieren hacer y las leyes de la economía no se ocupan
de este ámbito. Son insensibles a la coerción. Salarios y precios y
acumulaciones de capital tienen sus propias leyes, leyes que están por encima
del ámbito de los políticos.
La suposición de que la economía se subordina a la política
deriva de una falacia lógica. Como el Estado (la maquinaria de la política)
puede controlar y controla el comportamiento humano y como los hombres están
constantemente ocupados en ganarse la vida, para lo que operan la leyes de la
economía, parece deducirse que al controlar a los hombres el estado también
puede conformar estas leyes a su antojo. El razonamiento es erróneo porque no
contempla las consecuencias. Es un principio invariable que los hombres
trabajan para satisfacer sus deseos o que el motivo de la producción es la
perspectiva de consumo: de hecho, nada se produce hasta que llega al
consumidor. Por tanto, cuando el Estado interviene en la economía, lo que
siempre hace bajo confiscación, entorpece el consumo y por tanto la producción.
Lo que genera el productor va en proporción a su inversión. No es la
voluntariedad la que produce el resultado: es el funcionamiento de una ley
natural inmutable. El esclavo no “vaguea en el trabajo” a propósito: es un mal
productor porque es un mal consumidor.
La evidencia es que la economía influye en el carácter de la
política en lugar de al contrario. Un Estado comunista (que actúa sin
considerar las leyes de la economía, como si éstas no existieran) se
caracteriza por su obsesión por la fuerza: es una Estado del miedo. La
ciudad-estado griega aristocrática toma su forma de la institución de la
esclavitud. En el siglo XIX cuando el Estado, para sus propios fines, entró en
relación con la ascendente clase industrial, tuvimos el Estado mercantil. El Estado
del Bienestar es en realidad una oligarquía de funcionarios que, a cambio de
los privilegios y prestigio del cargo se dedica a confiscar y redistribuir la
producción de acuerdo con fórmulas que ellos mismo idean, sin considerar el
principio de que la producción debe recaer en la cantidad a confiscar. Es
interesante advertir que todo “bienestar” empieza con un programa de
distribución (control del mercado con su técnica de precios) y termina con
intentos de dirigir la producción: esto pasa porque, contra sus expectativas,
las leyes de la economía no se suspenden por su interferencia política, los
precios no responden a sus dictados y en un esfuerzo por hacer que funcionen
sus nociones preconcebidas las aplican a la producción y ahí también fracasan.
La impermeabilidad de la ley económica a la ley política se
demuestra por este hecho histórico: a largo plazo, todo Estado cae,
frecuentemente desaparece completamente y se convierte en una curiosidad
arqueológica. Cada desaparición de la que tenemos suficiente evidencia ha
venido precedida de la misma serie de eventos. El Estado, en su insaciable
búsqueda de poder, intensificaba cada vez más sus intervenciones en la economía
de la nación, causando el consecuente decaimiento del interés en producir hasta
que se llegaba al nivel de subsistencia y no se producía nada más para mantener
el Estado en las condiciones a las que estaba acostumbrado. No se encontraba
económicamente capacitado para bordar la emergencia de alguna circunstancia
inmediata, como la guerra, y sucumbía. Antes de este acontecimiento, la
economía de la Sociedad, en la que descansa el poder del Estado, se había
deteriorado y con ese deterioro venía una decepción sobre los valores morales y
culturales: a la gente “no le importaba nada”. Así pues, la Sociedad colapsaba
y arrastraba al Estado. No hay forma de que el estado evite esta consecuencia,
salvo, por supuesto, que abandone sus intervenciones en la vida económica de
las personas que controla, lo que su avaricia por el poder no dejará que ocurra.
No hay manera de que los políticos se protejan de la política.
La historia del Estado de los EEUU es instructiva. Su
nacimiento tuvo los mejores auspicios, al haberla gestado un grupo de hombres
excepcionalmente inteligentes en la historia de las instituciones políticas y
comprometidos con la protección del infante ante los errores de sus
predecesores. Aparentemente, ninguno de los defectos de la tradición marcó al
nuevo Estado. No tenía la carga de la herencia de un sistema feudal o
estamentario. No tenía que vivir bajo la doctrina del “derecho divino”, ni
estar marcado por las cicatrices de la conquista que había hecho difícil la
infancia de otros Estados. Se alimentaba de buena comida: la doctrina de
Rousseau de que el gobierno derivaba sus poderes del consentimiento de los
gobernados, la libertad de palabra y pensamiento de Voltaire, la justificación
de la revolución de Locke y sobre todo, la doctrina de los derechos
inalienables. No había ningún régimen de posición social que detuviera su
crecimiento. De hecho, todo era nuevo.
Se tomaron todas las medidas conocidas por la ciencia
política para prevenir que el nuevo estado americano adquiriera el hábito
autodestructivo de todos los Estados conocidos en la historia, el de interferir
en la búsqueda de la felicidad del hombre. Había que dejar en paz a la gente,
para que persiguiera sus propios destinos con las capacidades que las hubiera
otorgado la naturaleza. Con ese fin, el Estado se rodeó de varias prohibiciones
y limitaciones ingeniosas. So sólo se definieron con claridad sus funciones,
sino que cualquier inclinación a superar los límites se vería supuestamente
restringida por una división tripartita de poderes, mientras que la mayoría de
los poderes que emplea el Estado se reservaban a las autoridades más cercanas a
los gobernados y por tanto eran más dóciles a su control; bajo el principio
divisivo de imperium in imperio se privaba supuestamente a éste de la
posición de monopolio necesaria para un Estado arrasador. Aún mejor, se le
condenó a arreglárselas con unos ingresos muy limitados: sus poderes de fijar
impuestos se limitaron con claridad. En 1789 no parecía posible que el gobierno
estadounidense pudiera hacer mucho en el sentido de interferir en la economía
de la nación: era constitucionalmente débil y descompensado.
Antes de que secara la tinta de la Constitución sus autores,
ahora en posición de autoridad, empezaron a rescribirla mediante interpretación hacia fines que sus
límites habían debilitado. La levadura del poder implícita en el Estado estaba
fermentando. El proceso de interpretación judicial, continuado hasta el día de
hoy, fue más tarde suplementado por enmiendas: el efecto de todas la enmiendas,
desde las diez primeras (que se inscribieron en la Constitución por presión
social), fue debilitar la posición de los distintos gobiernos estatales y
extender el poder del gobierno central. Como el poder del Estado sólo podía
crecer a expensas del poder social, la centralización que se ha venido
produciendo desde 1789 ha llevado a la sociedad estadounidense a esa condición
de servidumbre que la Constitución pretendía evitar.
En 1913 llegó la enmienda que desató completamente al
Estado, pues con los ingresos derivados de los impuestos ilimitados sobre la
renta podía realizar incursiones ilimitadas en la economía de la gente. La
decimosexta enmienda no solo violaba el derecho del individuo al producto de su
trabajo, ingrediente esencial de la libertad, sino que también daba al estado
los medios para ser el mayor consumidor, empresario, banquero, fabricante y
dueño de capital da la nación. Ahora no hay ninguna fase de la vida económica
en la que el estado no sea un factor, no hay empresa u ocupación libre de su
intervención.
La metamorfosis del Estado de una institución aparentemente
inocua a una máquina intervencionista tan poderosa como Roma en su auge se
realizó en un siglo y medio; los historiadores estiman que la gestación del
mayor Estado de la antigüedad ocupó cuatro siglos: hoy viajamos más rápido.
Cuando la grandeza de Roma estaba en su apogeo, la principal preocupación del
Estado era la confiscación de riqueza producida por sus ciudadanos y sujetos:
la confiscación estaba formalizada legalmente, igual que hoy, y aunque no estaba
edulcorada con moralismos o racionalizada ideológicamente, se pusieron en
práctica algunas características del estado de bienestar moderno. Roma tenía
sus programas de empleo, sus indemnizaciones a desempleados y sus subvenciones
a la industria. Eran necesarias esas cosas para hacer apetecible y posible la
confiscación.
Probablemente, para los romanos de entonces este orden de
cosas les parecería igual normal y adecuado que hoy. Quienes viven están
condenados a vivir en el presente, bajo las condiciones existentes y su
preocupación sobre dichas condiciones hace que cualquier evaluación de la
evolución histórica sea a la vez difícil y académica. Difícilmente los romanos
sabrían o se preocuparían acerca de la “decadencia” en la que vivían y sin duda
no se preocupaban por la “caída” hacia la que se dirigía su mundo. Sólo desde
la ventaja de la historia es posible tamizar las evidencias y encontrar una
relación de causa y efecto que pueda hacer una estimación con sentido de lo que
estaba ocurriendo.
Ahora sabemos que, a pesar de la arrogancia del Estado,
estaban actuando las fuerzas económicas relacionadas con las tendencias
sociales. La producción de riqueza, las cosas con las que vive la gente,
declinaba en proporción a las exacciones e interferencias del Estado; la
preocupación general por la mera existencia ahogaba cualquier interés latente
sobre valores culturales o morales y el carácter de la Sociedad cambió
gradualmente a ser el de un rebaño. Los molinos de los dioses muelen lento pero
seguro: en unos siglos el deterioro de la sociedad romana fue seguido por la
desintegración del Estado, que no tenía ni los medios ni el deseo de soportar
los vientos del cambio histórico. Debe advertirse que la Sociedad, que sólo
florece bajo condiciones de libertad, se derrumba antes: no había disposición a
resistir a las hordas invasoras.
La analogía sugiere una profecía y una lamentación. Pero no
está dentro del objetivo de este ensayo, cuya hipótesis es que la Sociedad, el
Gobierno y el Estado son básicamente fenómenos económicos, que una compresión
con provecho de estas instituciones se encuentra en la economía, no en la
política. No es que digamos que la economía pueda explicar todas las facetas de
estas instituciones, igual que el estudio de su anatomía no son revela todos
los secretos del ser humano; pero, igual que no puede haber un ser humano sin
esqueleto, ninguna investigación de los mecanismos de integración social puede
evitar la ley económica.
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Frank Chodorov fue un defensor del libre mercado, el
individualismo y la paz. Empezó apoyando a Henry George y editó la revista
georgista The Freeman antes de fundar su propio periódico, que fue el
influyente Human Events. Después fundó otra versión de The Freeman
para la Foundation for Economic Education y dio clases en la Freedom School en
Colorado.
Este artículo se ha extraído del Capítulo Uno de The
Rise and Fall of Society.