Mirando atrás

 

Por Garet Garrett. (publicado el 14 de septiembre de 2009)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/story/3659.

[Este artículo está extraído de The American History, de Garet Garrett, 1955]

 

Durante 125 años, el destino de Estados Unidos fue espléndido es su aislamiento. No se sabía entonces lo que significaba. No era la continuación de nada. No vino de ningún lugar. Era original, improbable en su nacimiento, improbable en su crianza y no pertenecía a este mundo; derivando su luminosidad de estas palabras:

"Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. (Declaración de Independencia)"

El hombre es libre de disponer de su propio ser. Ha nacido así. Antes era el gobierno el que confería la libertad. Ahora, por primera vez el hombre no debe su libertad la gobierno: no debe nada el gobierno, pues el gobierno es su propio instrumento y puede hacer con él lo que quiera.

Así que en una sola generación tres acontecimientos han generado una metamorfosis.

El primero a sido la Primer Guerra Mundial, que destrozó la tradición de no intervención en las disputas entre otros países. Era una reliquia preciosa y no puede rehacerse.

El segundo acontecimiento fue la Gran Depresión, cuya severidad se debió en parte al aturdimiento de este país en su primera experiencia como banquero mundial y en parte a la fantasía, apoyada en buena medida por el crédito estadounidense de que nunca habría que pagar la Primera Guerra Mundial.

Durante la Gran Depresión, se sacrificó la imperiosa tradición del gobierno limitado y los principios básicos de la empresa libre y en competencia se pusieron en cuestión sin remedio.

La gente lo quería. No se les obligó. Se retorcían de dolor económico. Muchos olvidaron y a muchos más no les preocupaba que salvo que asumieran sus propios problemas en lugar de descargarlos en un gobierno paternalista, no volverían a ser nunca tan libres como fueron sus padres.

Si el gobierno intervenía para incrementar el poder negociador de los trabajadores con el fin de mantener los salarios al alza. Acababa controlando por ley los contratos laborales. Si tomaba medidas extraordinarias para restaurar los beneficios de los granjeros tenía que considerar su siembre y cosecha. Si asumía alguna forma de seguridad social tenía que hacer obligatorio el ahorro. Y así sucesivamente.

Sin embargo, el clamor de la ayuda se convirtió en frenesí. Había habido antes malas depresiones y siempre la gente había demandado auxilio, pero hasta entonces el gobierno (el gobierno limitado) había dicho que no. Ahora decía que y obtenía ganancias políticas de ello.

Es difícil para el gobierno decir no. Por otro lado, ayudar a todos a través del dinero público no es más que posponer el mal. Por eso el New Deal nunca fue capaz de conseguir la Recuperación.

El gobierno no tiene dinero propio. Sus recursos son dos. Ejercitando el poder fiscal puede tomar de unos y dar a otros. Y eso hizo. En segundo lugar, puede imprimir moneda y repartirla. También lo hizo.

El tesoro público renovado así continuamente, se abrió para ayudar a los desempleados, a la agricultura y a los calificados como desfavorecidos, que eran siempre pobres y sufrían más en los malos tiempos. Muchos de ellos fueron alujados en villas ideales y granjas bajo la dirección de organismos federales, convirtiéndose en pupilos del gobierno y nunca habían estado tan cómodos.

Los granjeros aceptaron la reglamentación y el control del marketing a cambio de precios garantizados; sin embargo, si producían en exceso    que pudiera bajar los precios, el gobierno se lo podía quitar de las manos.

El mundo bancario pronto aceptó el control gubernamental antes que asumir sus propias pérdidas.

El crédito público fue invocado para salvara a millones de deudores privados del peso de la ley. La Reconstruction Finance Corporation prestó dinero a compañías ferroviarias para saldar sus deudas en Wall Street.

Y los negocios en general, considerando a la empresa privada como un todo, a cambio de permitir la ilegalidad de limitar la competencia y aumentar los precios, apoyó el principio de la Economía Planificada.

La debacle fue total.

El laissez-faire estaba muerto. Pero las exequias se retrasaron diez años. En 1946 el Congreso aprobó la Ley de Empleo. No era una ley urgente. Su aprobación no causó ningún furor. Aun así fue ley de apariencia revolucionaria y ponía en manos del gobierno el control definitivo de la economía estadounidense. Bajo esta ley el gobierno asume las siguientes responsabilidades:

  1. Mantener el pleno empleo en la nación:
  2. Mantener la economía en un estado de equilibrio;
  3. Verificar que la gente tiene en todo momento suficiente poder adquisitivo;
  4. Salvar al país de las depresiones y
  5. Usar todo su poder para estos fines.

No ha podido probarse que todo el poder gubernamental pueda o no hacer todo esto, aunque es cierto que no podría intentar hacerlo sin afectar más profundamente todas las maneras en que la gente hace sus negocios, vende su trabajo, produce e intercambia riqueza con otros. Los mercados libres sobrevivirían, si pudieran sólo por orden burocrática. Sin libre mercado la gente no podría ser libre o sólo sería libre de cobrar o pagar los precios que el gobierno permita y de acuerdo con el patrón de producción establecido.

De los tres acontecimientos que realizaron la metamorfosis, el tercero fue la Segunda Guerra Mundial. No tenemos aún la suficiente distancia para comprender que este es el peor desastre desde la caída del hombre y quizá una sanción por el mismo pecado: la vanidad del conocimiento. La tentación era el poder y su forma última asumida es el poder de la bomba atómica.

Lo que podemos vislumbrara ahora mismo es que la Segunda Guerra Mundial inicia el camino hacia un imperio americano, siguiendo uno de los caminos más extraños que se hayan seguido, aportando todo y recibiendo nada. Incluso si fuera para servir de policía del mundo, sería un servicio que el mundo debería pagar. La policía es un trabajo muy caro. Los romanos hicieron de policía del mundo y mantuvieron la Pax Romana y la cobraron mediante impuestos, los británicos mantuvieron la Pax Britannica y se compensaron mediante el comercio. Estados Unidos paga por el privilegio y lo razona diciéndose que es por su propia seguridad.

Las tres experiencias que cambiaron tantos signos antiguos no eran necesarias. Los estadounidenses fueron a ellas. ¿Por qué? ¿Qué hubo de nuevo en sus pensamientos y pasiones que les impulsara a abandonar sus tradiciones? ¿Por qué, por ejemplo, la gente apoyó con entusiasmo el New Deal, sin que pareciera importarles que infringiera sus libertades? Para hacerlo tuvieron que superar el más poderoso instinto político que poseían, que era el miedo al gran gobierno. El problema económico no lo explica por completo: más aún, el New Deal siguió siendo popular después de desaparecido el problema.

Las semillas del estatismo, socialismo, fabianismo, marxismo y anticapitalismo habían ido llegando desde Europa durante mucho tiempo y nunca produjeron una cosecha mayor que una barba anarquista... hasta que aparecieron los jardineros (gardeners).

Los jardineros eran un culto de intelectuales desdeñosos procedente del mundo académico, que debían mucho, quizá demasiado a los dólares capitalistas con los que su educación se había enriquecido más que en ninguna otra parte del mundo.

Eran profesores, escritores de libros de texto, doctores en ciencias políticas y no creían nada bueno del capitalismo americano, que nunca entendieron, suponiendo que era como el capitalismo europeo, lo que no era cierto. Pensaban que los pobres eran pobres porque los ricos eran ricos y se 'pusieron del lado de los pobres no porque los amaran, sino porque odiaban a los ricos. Eran revolucionarios académicos, rebelándose contra sus padres naturales e históricos.

No tenían nada que ofrecer al capitalismo, por lo que el capitalismo no tenía nada que ofrecerles. La revolución hubiera sido su oportunidad si algún líder la hubiera encabezado; entretanto su tarea era destruir el viejo Catón y eliminar todos los valores tradicionales americanos. El patriotismo era un fraude. El nacionalismo no era sino una arrogante afirmación de la superioridad de un pueblo. El individualismo era anarquía.

Y la libertad ¿qué era? La idea de libertad venía impuesta por los fuertes sobre los demás y a veces significaba libertad de morir de hambre. Ninguno de ellos podría haber entendido la emoción de los nativos que retornan cuya primera acción al desembarcar era arrodillarse y besar los adoquines por la alegría de estar de nuevo en su propio país de libertad.

Su filosofía era pragmática, derivada de su héroe John Dewey. Todo lo que funciona está bien, porque funciona, excepto, por supuesto, el capitalismo. Su moral era peor. La ley de la conveniencia era superior a cualquier principio. Si en nombre de la justicia social, como ellos la definían, se confiscaba una propiedad privada y se destruía la integridad de un contrato, era correcto. Y aborrecían por encima de todo el motivo del beneficio.

Después llegó la Revolución Rusa. El bolchevique, ante todo era un hombre con entrañas. No le importaba derramar sangre para alcanzar su mundo soñado. Además, tenía la técnica científica de la revolución. Su atractivo para los intelectuales desdeñosos, demasiado pusilánimes para empezar por sí mismos una revolución, era irresistible. Inmediatamente enrojecieron los libros de texto que escribían, sus enseñanzas y sus contribuciones a la literatura académica sobre ciencia económica y política.

Antes de la Gran Depresión cuatro generaciones de estudiantes se vieron expuestas a la alienante influencia de esta nueva educación y los intelectuales desdeñosos, al unísono aclamaron la Depresión como prueba de sus tesis de que el motivo del beneficio sólo podría llevar al desastre y que el capitalismo estaba moral y económicamente en bancarrota. Lo curioso es que los líderes del capitalismo, llevados por el pánico, se comportaron como si fueran culpables.

Pero por todo esto no hubo actividad intelectual que hiciera a los estadounidenses a volver a la guerra a Europa, a la Europa de la que huyeron sus antepasados. Después de la primera vez, su desilusión fue tan amarga que prometieron no volver a hacerlo nunca. Los padres tenían razón. Los estadounidenses no tenían nada que ver con las peleas de Europa. Una generación después, lo volvieron a hacer.

¿Por qué? La explicación no es fácil de resumir en las generalizaciones de la historia. No había beneficio en ello. No había nada que ganar y en todo caso se había estipulado que no se quedaría con nada.

Es habitual decir que el liderazgo es el factor decisivo. Es indudablemente cierto que si la administración Wilson o el régimen de Roosevelt hubieran estado decididamente en contra de la guerra, el país podía haber permanecido neutral. No sólo había una fuerte costumbre aislacionista, había una poderosa tradición detrás de ella. Podría haberse apuntalado todo la necesario, en lugar de la fiebre de la guerra, pero en ambos casos el aislacionismo se convirtió en una palabra de reproche y una responsabilidad política.

Por otro lado, si el pueblo hubiera estado decididamente en contra d ela guerra no podría haberse visto empujado, llevado o metido en ésta.

Esto es así a pesar del hecho de que el ataque japonés a Peral Harbor lo uniera instantáneamente para la Segunda Guerra Mundial. Fue un simple acto reflejo. Aun así, cualquiera que lea la historia de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Japón debe darse cuenta de que los japoneses fueron inducidos a atacar. Si la administración Roosevelt no hubiera estado buscando el pretexto perfecto para entrara en guerra con Hitler el ataque a Peral Harbor podría haberse evitado, incluso aunque Hitler fuera el enemigo principal.

Muchas fuerzas estaban actuando. No todas ellas eran visibles. Sería así. Pero bien podía creerse que la verdad oficial era romántica.

Tanto Woodrow Wilson como Franklin D. Roosevelt eran mesías, uno por temperamento y el otro por evolución. Así que ene ambos casos había una voz mesiánica de un presidente llamando al pueblo a algo más fuerte que la razón. El único nombre que podía dársele es el espíritu de cruzada, que estaba entonces latente y lo ha seguido estando.

Desde la Revolución Colonial, liberación ha sido la palabra más evocativa del lenguaje estadounidense. Ni en la Primera ni en la Segunda Guerra Mundial hubo un eslogan egoísta o de interés propio. ¿Qué había escrito en las pancartas? Paz sin victoria. El Armagedón del derecho contra el poder. Un nuevo mundo para la humanidad. Abajo la agresión. No fue el arte de titular el que hizo que el General Dwight D. Eisenhower titulara a su libro Cruzada en Europa [Crusade in Europe]. Era lo que pensaba que era.

Podríamos hacer una lista de eslóganes basados en el miedo, pero fueron tardíos y, en todo caso, el miedo era irreal.

Desde el punto de vista de un mundo cínico los estadounidenses que entraron en dos guerras mundiales y ganaron ambas, cuando su propio interés no era primordial, es una hipocresía inescrutable o un romanticismo increíble y en cualquier caso un peligrosos poseedor del poder definitivo sobre el mundo. Y después de todo, quizás inconscientemente, el único síntoma de un pensamiento único en el mundo es la desconfianza en ese poder de los Estados Unidos.

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Garet Garrett (1878-1954) fue un periodista y escritor estadounidense notable por sus críticas al New Deal y a la participación de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial.

Este artículo está extraído de The American History, de Garet Garrett (1955).

 

 

Published Sat, Sep 19 2009 2:13 PM by euribe