Por Garet Garrett. (Publicado el 13 de enero de 2010)
Traducido del inglés. El artículo original se encuentra
aquí: http://mises.org/daily/3961.
[American Affairs, 1947]
La primera aparición impresa en Estados Unidos de la obra de
Hilaire Belloc, The
Servile State, es un acontecimiento curioso. El libro se publicó en 1912. Dos
guerras mundiales, la revolución rusa y la ruina de Europa no le han afectado.
Para la primera edición, Christian
Gauss ha escrito una introducción. Hace treinta años, dice, la acusación de
Belloc a esa “cosa malvada, el capitalismo”, no podía molestar a la
complacencia estadounidense. Ahora seguramente es distinto. Seguramente ésta es
la razón para realizar una edición
estadounidense en la que no se ha cambiado ni una palabra.
Belloc odiaba el capitalismo como una “terrible anarquía moral”
que no podía durar: si no se destruyera a sí mismo sería destruido por el
sentido moral de la humanidad. Estado capitalista perfecto (es decir,
lógicamente perfecto) simplemente no podría existir mucho tiempo porque
“no habría comida disponible para
el no propietario, salvo cuando éste esté realmente produciendo y ese absurdo
podrían un fin al sistema, al acabar rápidamente con todas las vidas humanas,
salvo las de los propietarios. Si dejamos a los hombres completamente libres
ante un sistema capitalista habría una mortalidad por hambre tan acusada que
acabaría con las fuentes de trabajo un muy poco tiempo”.
Y por tanto, para existir,
“El capitalismo debe mantener
vivas, mediante métodos no capitalistas, grandes masas de población, que de
otra forma morirían de hambre”.
Si ésa hubiera sido su tesis principal, el libro podría
haber sido adoptado por todos los intelectuales anticapitalistas del mundo. Lo
que le salvó de ese destino fue el hecho de que con esa borrascosa lógica
atacaba igualmente al socialismo y el colectivismo en cualquier forma y toda la
estructura moderna de reformas sociales y reservó lo esencial de su crítica al
reformista práctico. Aquí hay uno de sus estupendos pasajes:
“El hombre práctico en la
reforma social es exactamente el mismo animal que el hombre práctico en
cualquier otra área de la labor humana y puede descubrirse que sufre las mismas
discapacidades gemelas que sellan al hombre práctico dondequiera que se
encuentre: esas discapacidades gemelas son una incapacidad de definir sus
propios principios y una incapacidad de entender la consecuencias que genera su
propia acción. Ambas discapacidades proceden de una sencilla y deplorable forma
de incompetencia, la incapacidad de pensar.
Ahora, si el socialista que ha
pensado su defensa, sea una mero organizador o una persona hambrienta y
sedienta de justicia, se aleja del socialismo y se dirige al estado servil por
la fuerza de la modernidad en Inglaterra ¿no piensan cuánto más fácilmente el
hombre práctico se dirigirá hacia ese mismo estado servil, como un burro a su
pasto? Para esos ojos vagos y miopes la solución inmediata que incluso proponen
los inicios del estado servil es lo que una pendiente es para la materia
inanimada. La materia inanimada cae por la pendiente y el hombre práctico
camina torpemente del capitalismo al estado servil con la misma inevitable
facilidad.
No sabe nada de una sociedad en
que los hombres libres fueron una vez propietarios, ni de las instituciones
cooperativas e instintivas para la protección de la propiedad que una sociedad
así genera espontáneamente. ‘Toma el mundo como lo encuentra’ y la consecuencia
es que mientras que hombres de mayor capacidad pueden admitir con diferentes
grados de reticencia los principios generales del estado servil, él, el hombre
práctico, se regodea con cada nuevo detalle en la construcción de esa forma de
sociedad. Y la destrucción de la libertad pulgada a pulgada (aunque él no ve
que haya destrucción de la libertad) es una panacea tan obvia que se asombra de
que los doctrinarios se resistan o sospechen del proceso”.
¿Entonces cuál es su tesis? Para dejarlo claro, lo afirma
tres veces y es ésta:
“El estado capitalista crea una
teoría colectivista que en acción produce algo completamente diferente del
colectivismo: por ejemplo, el estado servil”.
Capitalismo, socialismo, colectivismo, todos ellos llevan al
hombre al estado servil, que se define como una especie de esclavitud pagana
donde unos pocos dirigen el trabajo de muchos y éstos tiene seguridad y status
sin libertad. El capitalismo es ese estado de la sociedad en la que unos pocos
malvados poseen los medios de producción; hay asimismo libertad política, lo
que hace todo peor porque un hombre que, aunque libre políticamente, no posee
una “cantidad útil de los medios de producción” es un proletario. Si los medios
de producción se transfieren pacíficamente al estado mediante compra, como
harían los socialistas, se acaba llegando en todo caso al estado servil y si se
liquida a los propietarios y se confiscan “las fuentes de vida”, como harían
los colectivistas, con violencia, se llega de inmediato a él en su forma
totalitaria.
¿Hay alguna alternativa? Históricamente la hubo. Hacia el
final de la Edad Media, después de diez siglos de cristianismo, la esclavitud
desapareció y en su lugar llegó una “excelente consumación de la sociedad
humana”. La propiedad se distribuyó ampliamente. Toda la industria se organizó
en forma de gremios, un sistema parcialmente cooperativo, pero en lo principal
compuesto de propietarios de capital privados y que se autogobernaban. La
competencia se limitaba así para “evitar el crecimiento de uno a expensas del
otro”. Había restricciones a la libertad, pero
“si la libertad de compra y
venta, de hipoteca y herencia estaban restringidas, lo estaban con el objeto
social de evitar el crecimiento de una oligarquía económica que pudiera
explotar al resto de la comunidad. Las restricciones a la libertad eran
restricciones pensadas para preservar la libertad”.
Para esta condición feliz, la más feliz y libre en la historia
del hombre, no había entonces un nombre. Belloc le dio nombre. Era el estado
distributivo. ¿Qué le ocurrió? Belloc descubre que no renunciaron a él. En
la lucha entre el estado y la iglesia para controlar al individuo, ganó el
estado y confiscó las tierras de la iglesia (especialmente en Inglaterra y
especialmente allí a efectos de ejemplo, porque el moderno sistema industrial
empezó en Inglaterra y se extendió desde allí) y luego, una vez confiscadas las
tierras de la iglesia, el estado se las dio a los señores. Así los medios de
producción pasaron a poder de unos pocos hombres malvados y ése fue el origen
del capitalismo. La Revolución Industrial no tuvo nada que ver. El capitalismo
se había apoderado de Inglaterra antes. Si el estado distributivo no se hubiera
destruido antes, la Revolución Industrial podrían haber sido financiada por los
gremios, juntando sus pequeños paquetes de riqueza, mientras que como el
capital para entonces estaba en manos de unos pocos, sólo éstos pudieron
encontrar el capital necesario.
Así, al venir como vino a Inglaterra, en un pueblo que había
perdido su libertad económica, el desarrollo industrial tomó desde su mismo
origen una forma capitalista y ésta es la forma que ha retenido y perfeccionado
durante 200 años, en lugar de la forma cooperativa que podía haber tenido.
Es mala historia. Lo que el pueblo podía haber hecho en
lugar de lo que hizo no es historia en absoluto. Es fantasía. Con toda la
industria en manos de los gremios que limitaban la libertad de competir para proteger
su propio y agradable pequeño mundo, era poco probable que aportaran pequeños
paquetes de riqueza como capital riesgo para financiar la Revolución Industrial
que les iba a destruir.
En segundo lugar, la afirmación de que “cuando cualquiera de
las nuevas industrias se inaugura necesita ser capitalizada” es equívoca. Al
principio de la Revolución Industrial, no se inauguraban nuevas industrias en
el sentido que damos hoy día. Crecieron a partir de inicios extraños y
azarosos, generalmente con ridículo ante todos los observadores. No estaban
capitalizadas. La cantidad de capital monetario real que fue a ellas en el
principio fue prácticamente nula y del poco que hubo no queda ningún resto en
el mundo. El capital original era la idea, la privación personal, la
desesperación y la desilusión.
La realidad es que la Revolución Industrial se financió a sí
misma, haciendo su capital según se desarrollaba. Los primeros automóviles no
estaban capitalizados. Los crearon inventores y mecánicos, trabajando en leñeras
y a veces destruyéndolo todo. Cuando andaban sus automóviles, pedían prestado
dinero a sus amigos o hipotecaban el alojamiento familiar para empezar una
fábrica. Ningún banquero les financiaría. Ahora inaugurar una empresa
automovilística podría costar 500 millones de dólares y los banqueros se
sindicarían para hacerlo. Pero esto es después de que ocurriera todo.
Habiendo probado mediante lógica que tanto capitalismo como
socialismo y colectivismo tienden inevitablemente a traer el estado servil,
Belloc se dedica a hablar de la solución y aquí le falla su estado
distributivo. La vía de vuelta a ese estado de la sociedad en el que la
propiedad de “las fuentes de la vida” sería felizmente universal es un camino
de tremendas dificultades. Quizá sean insuperables. Supongamos que pensamos en
hacerlo directamente, diciendo, “todos poseerán”, en lugar de decir, como
harían los colectivistas, “nadie poseerá”. Muy bien. ¿Pero bajo qué nivel de
justicia se distribuirá esta nueva propiedad entre la gente? ¿Qué haría la
gente con ella? ¿Cómo evitaríamos que la mayoría la revendiera de nuevo a la
minoría? “Una acción de este tipo”, dice
“molestaría tanto a la red de
relaciones económicas como para traer directamente la ruina al cuerpo
político”.
Hacerlo lentamente sería aún más difícil. Tendría de
revertirse todo el sistema natural de recompensas y tendríamos que afrontar
asimismo el hecho de que toda la psicología de una sociedad capitalista
“se divide entre la masa
proletaria que piensa en términos no de propiedad sino de empleo y los pocos
propietarios que son los únicos familiarizados con la maquinaria de la
administración”.
Además, estaríamos trabajando contra los principios de la
sociedad, mientras que los colectivistas trabajan a su favor.
Si el capitalismo es autodestructivo, como él dice, si el
socialismo lleva al estado servil y si el estado distributivo no es viable en
la práctica, sólo nos queda una alternativa y esa es optar entre la servidumbre
y la muerte.
Él mismo no puede creerlo. Al menos no puede dejarlo así. En
su último párrafo deja la lógica en la estacada y dice que a pesar de todo
espera que la gente adopte algún tipo de fe que les salve de “hundirse de nuevo
en nuestro paganismo original, pues la tendencia hacia el estado servil no es
otra cosa”. Y esto a pesar del hecho de que está al mismo tiempo descorazonado
con la gente. Han caído en el pensamiento proletario. Realmente no podemos
estar seguros de que les interese la propiedad. Tampoco podemos estar seguros
de que sobreviva entre ellos ninguna tradición de propiedad suficiente para
evitar que despilfarren su nueva riqueza. Difícilmente podemos confiar en ellos
incluso para gestionarla.
En resumen, cuando el Sr. Belloc piensa en un retorno a su
estado distributivo la figura del hombre proletario se le aparece como el
obstáculo principal y por ello echa la culpa al capitalismo. Es algo que hizo
el capitalismo para deformar la mente y la moral.
Y aún así este hombre proletario puede saber algo en lo que
el Sr. Belloc parece no haber pensado nunca. Lo haya pensado o no, no llega a
mencionarlo. El capitalismo industrial moderno, con toda la fealdad y crueldad
que descubre en él, ha permitido sin embargo a la tierra mantener al menos el
doble de la gente que haya vivido en ella antes. Si el capitalismo no estuviera
aquí, tampoco lo estaría el proletariado. No se habrían muerto de hambre: no
habrían nacido nunca. Y si el estado distributivo ideal de Belloc se
restableciera (toda la industria en manos de gremios, todo hombre poseyendo su
propia pequeña fuente de vida), probablemente la mitad de la gente que ahora
vive en el mundo perecería por falta de comida, ropa y alojamiento. ¿Le
importaría al Sr. Belloc?
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Garet Garrett (1878–1954) fue un periodista y escritor
estadounidense notable por sus críticas al New Deal y a la participación de EEUU
en la Segunda Guerra Mundial.
Esta crítica apareció originalmente en American Affairs,
1947, Vol. 9, Nº 1, pp. 47–49.